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La lámpara roja
Descripción del libro
Aunque por tradición familiar Arthur Conan Doyle estaba destinado a las bellas artes, sorprendió a todos eligiendo la carrera de Medicina, que ejerció durante casi quince años en hospitales, barcos balleneros y consultas privadas. En 1894, habiendo creado ya a Sherlock Holmes y cimentado su fama como escritor, quiso rendir un homenaje a su antigua vocación y publicó La lámpara roja, una colección de relatos, algunos reales, otros ficticios, en torno al ejercicio de la medicina.
Hay entre ellos recuerdos de antiguos médicos desfasados, de la angustia del estudiante en la primera operación de cirugía que debe presenciar, de las dificultades de los comienzos profesionales, de casos misteriosos, extraordinarios, ridículos o trágicos donde «no es necesario dejarse llevar por la imaginación […], porque la realidad siempre supera todo lo imaginable». Pero también se reconoce limpiamente en algunos de estos relatos al autor de Sherlock Holmes: en «El caso de lady Sannox», una daga turca envenenada es instrumento de la más siniestra venganza; en «El lote número 249», un estudiante de lenguas orientales y una momia comprada en una subasta protagonizan una gótica intriga detectivesca. En conjunto, éste es un excelente y revelador volumen, que, junto al clásico Conan Doyle, permite descubrir algunas de sus facetas menos conocidas.
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Información
EL LOTE NÚMERO 249
Es posible que nunca lleguemos a tener una versión definitiva y completa de las relaciones entre Edward Bellingham y William Monkhouse Lee, ni de cuál fue la causa del espantoso terror que se apoderó de Abercrombie Smith. No hay duda de que poseemos el minucioso y detallado relato del propio Smith, tal y como quedó corroborado por parte de Thomas Styles, su criado, del reverendo Plumptree Peterson, profesor del Old College, y de algunas otras personas que tuvieron la oportunidad de ser testigos de alguno de los acontecimientos que formaron parte de aquel entramado de tan extraños sucesos. En lo fundamental, no obstante, el relato de los hechos solo depende del propio Smith, y la mayoría de la gente llegará a la conclusión de que un cerebro aislado, por muy sano que parezca a ojos extraños, siempre puede haber sufrido alguna alteración, algún defecto inesperado en su funcionamiento, antes que aceptar la idea de una transgresión de las leyes de la naturaleza, a la vista de todos y en un templo del saber y de la cultura tan reputado como la Universidad de Oxford. Si nos paramos a pensar, sin embargo, en lo angostos y sinuosos que son los caminos de la naturaleza, en todo lo que nos cuesta seguirlos, a pesar de las luces de que nos provee nuestra ciencia, y en las posibilidades tan inmensas como terribles que nos ofrecen las tinieblas que nos rodean, muy temerario y seguro de sí habrá de ser el hombre que ponga límites a los sorprendentes vericuetos por los que suele deambular el espíritu humano.
En un ala de lo que, en adelante, llamaremos el Old College de Oxford, se alza, en una esquina, un torreón muy antiguo. Con el paso de los años, el centro del pesado arco que sostenía el vano de la puerta se vino abajo, pero los grises bloques de piedra, cubiertos de líquenes, siguen ligados y unidos entre tallos y brotes de hiedra, como si la madre común de la que descienden se hubiese propuesto defenderlos contra viento y marea. Desde esa puerta, se eleva una escalera de caracol, que deja atrás dos pisos antes de llegar a un tercero; los escalones están desgastados y hundidos por el trasiego de todas las generaciones que han pasado por allí en busca del verdadero saber. La vida, como el agua, ha fluido por esa carcomida escalera y, al igual que ella, ha dejado a su paso esas delicadas holladuras. Desde las togas a la antigua usanza de la petulante época de los Plantagenet hasta la sangre juvenil de nuestros contemporáneos, ¡cuál no habrá sido el empuje y la fuerza de esa marea de jóvenes vidas inglesas! ¿Y en qué habían culminado aquellas esperanzas, tantos esfuerzos, el derroche de tanta energía, aparte de en unas cuantas inscripciones grabadas en las lápidas de algún antiguo cementerio y un puñado de polvo en el interior de un ataúd descompuesto? Pero ahí se alzaba todavía en silencio la antigua escalera, con sus antiguos muros grises, en cuya superficie se aprecian todavía bandas, aspas y muchos otros símbolos heráldicos que, como sombras grotescas, se proyectan desde los días de un lejano pasado.
En el mes de mayo del año 1884, tres eran los jóvenes que ocupaban las estancias que se abrían en cada uno de los rellanos de aquella antigua escalera. Cada apartamento disponía de una sala de estar y de un dormitorio, mientras que las dos piezas del piso inferior se utilizaban una como carbonera y la otra como alojamiento del criado, o fámulo, Thomas Styles, cuyas obligaciones consistían en atender a los tres hombres que vivían arriba. A ambos lados, se extendía una hilera de aulas y de despachos: los inquilinos de la vieja torre gozaban de cierto aislamiento, por lo que aquellas habitaciones eran las más apetecidas por los estudiantes más aplicados de cursos inferiores. En aquellos momentos, los tres ocupantes eran: Abercrombie Smith en el piso más alto, Edward Bellingham, en el piso central, y, en la planta inferior, William Monkhouse Lee.
Una hermosa noche de primavera, a eso de las diez de la noche, Abercrombie Smith estaba arrellanado en su sillón, con los pies encima del hogar de la chimenea y una pipa de brezo en la boca. En un sillón parecido y muy a gusto también, del otro lado de la chimenea, estaba acomodado su compañero desde hacía mucho tiempo, Jephro Hastie. Ambos llevaban pantalones de franela, porque habían pasado la tarde en el río, pero, a pesar de aquella vestimenta, al reparar en la perspicacia con que observaban todo lo que les rodeaba, nadie habría albergado la menor duda de que eran hombres de acción, hombres cuyos gustos y forma de ver las cosas estaban volcados en lo viril, en lo fornido. En efecto, Hastie era el timonel de la embarcación de su colegio, y Smith era un remero sin igual, pero andaba preocupado por un examen que se le venía encima, al que dedicaba todo el tiempo, a excepción de las pocas horas semanales que empleaba en mantenerse en forma. Un montón de libros de medicina encima de la mesa, amén de algunos huesos y unas cuantas reproducciones y grabados de anatomía, daban fe de los estudios en que estaba sumido, mientras que la presencia en la repisa de la chimenea de dos sables de esgrima de madera y de un par de guantes de boxeo evocaban la forma en la que, con ayuda de Hastie, podía practicar un ejercicio intenso sin necesidad de moverse de su sitio. Ambos se conocían muy bien, tanto que, en aquel momento, podían solazarse en ese apacible silencio al que solo se accede desde el grado más alto de la amistad.
–Toma un poco de whisky –acabó por decir Abercrombie Smith, entre dos caladas–. Escocés en el botellón, pero irlandés en la botella de la que procede.
–No, gracias; me he apuntado a la competición de remo, y no suelo beber cuando estoy entrenando. ¿A qué te dedicas tú?
–A empollar con todas mis fuerzas. Una pena.
Hastie asintió con la cabeza, y ambos volvieron a sumirse en un agradable silencio.
–Por cierto, Smith –no tardó en preguntarle Hastie–, ¿ya has conocido a alguno de tus vecinos de escalera?
–Nos saludamos al cruzarnos. Nada más.
–Estupendo. En mi opinión, no debes ir más allá. Me he enterado de algunas cosas acerca de ellos; nada preocupante, pero a mí me basta. Si yo estuviera en tu lugar, no creo que llegase a intimar con ellos. Y eso que poco se puede decir de Monkhouse Lee.
–¿Te refieres al más delgado?
–Exacto. Es un caballerito bien educado. No creo que oculte ninguna vileza. Pero no puedes relacionarte con él, a menos que tengas tratos con Bellingham.
–Es decir, el más grueso.
–Eso es, el gordo. Se trata de un personaje al que, por mi parte, preferiría no llegar a conocer.
Abercrombie Smith alzó las cejas y clavó la mirada en su compañero.
–¿De qué se trata? ¿Alcohol, juego, vicios? No sabía que fueras tan estricto.
–Está claro que no sabes de quién se trata porque, de lo contrario, no me harías esa pregunta. Hay algo detestable en él, algo que lo hace similar a un reptil. Hay algo en él que me lleva a rebelarme. Lo describiría como un hombre de vicios secretos, un hombre de vida poco recomendable. No es un cualquiera, sin embargo. Se dice de él que, en su especialidad, es uno de los mejores que haya pisado este colegio.
–¿Medicina o letras?
–Lenguas orientales. Un campo en el que es un lince. Hace tiempo, Chillingworth coincidió con él en alguna parte, pasada la segunda catarata, y me contó que hablaba con los árabes, como si hubiera nacido entre ellos, y allí hubiese sido amamantado y criado. Hablaba en copto con los coptos, en hebreo con los judíos y en árabe con los beduinos, y todos parecían dispuestos a besarle el bajo de la levita. En esos parajes, hay algunos ancianos eremitas que fruncen el ceño y escupen al advertir la presencia de extraños. Pues bien, en cuanto vieron al tal Bellingham, antes de que les dijera nada, ya estaban tirados por el suelo y retorciéndose. Chillingworth me aseguró que nunca había visto nada igual. En cuanto a Bellingham, adoptaba la actitud de quien recibe el homenaje que le es debido, y se pavoneaba entre ellos y les hablaba como si fuera su guía. No está mal para ser un estudiante del Old College, ¿no te parece?
–¿Por qué dices que no es posible tratar con Lee sin frecuentar a Bellingham?
–Porque Bellingham está comprometido con su hermana, Eveline, una chiquilla deliciosa, Smith. Y, como conozco a esa familia, me resulta muy desagradable ver a semejante animal a su lado; es como contemplar un sapo al lado de una paloma.
Abercrombie Smith sonrió y sacudió las cenizas de la pipa contra el borde de la parrilla.
–Acabas de poner tus cartas boca arriba, viejo amigo –le respondió–. ¡Pareces un viejo lleno de prejuicios y celoso, que siempre piensa mal! Porque, aparte de eso, no tienes nada que echarle en cara.
–Bueno, a Eveline la conozco desde que era así de pequeñita y no me gustaría que le pasase nada. Y ahora está en peligro. Porque ese hombre es como un animal. Además, tiene un carácter odioso, es un rencoroso. ¿No recuerdas la pelea que tuvo con Long Norton?
–Claro que no. Nunca te acuerdas de que es el primer año que paso aquí.
–Es verdad; fue el invierno pasado. Bueno, ya conoces el camino de sirga que discurre junto al río. Eran varios los que deambulaban por allí, con Bellingham a la cabeza, cuando se encontraron con una vieja que venía del mercado en sentido contrario. Había llovido, y ya sabes cómo se ponen esas zonas cuando llueve: el sendero discurría entre el río y un charco tan inmenso como la corriente. ¿Qué dirás que hizo ese cerdo con tal de seguir adelante? Arrojar a la anciana al barro: allí fueron a parar ella y las compras que había hecho. Fue un gesto vil, y Long Norton, persona amable donde las haya, le recriminó lo que había hecho. La cosa se calentó, pero el incidente quedó zanjado con un bastonazo que Norton le propinó en los hombros. Fue un asunto que dio mucho que hablar y, la verdad, es un regalo observar las miradas que Bellingham le lanza a Norton cuando se cruzan. ¡Por Júpiter, Smith, son casi las once!
–No tengas tanta prisa. Enciende la pipa de nuevo.
–No; se supone que estoy en período de entrenamiento y, mira por dónde, me dedico a cotillear en lugar de estar en la cama. Si me lo permites, me llevaré tu calavera. Williams tiene la mía desde hace un mes. Me llevo también los huesecillos del oído, si no te hacen falta de verdad. Muchas gracias, pero no necesito bolsa; puedo llevarlos bajo el brazo perfectamente. Buenas noches, muchacho, y acepta mi consejo en lo que se refiere a tu vecino.
Cuando Hastie, cargado con aquel botín anatómico, desapareció por la escalera de caracol, Abercrombie Smith tiró la pipa a la papelera y, tras acercar el sillón a la lámpara, se sumió en la lectura de un voluminoso libro de tapas verdes, que contenía unos enormes grabados en color de ese sorprendente reino interior del que somos tan infortunados como impotentes monarcas. Aunque nuevo en Oxford, no lo era tanto en cuanto alumno de medicina, disciplina que había estudiado a lo largo de cuatro años en Glasgow y en Berlín, y el examen que preparaba le permitiría acceder al ejercicio de dicha profesión. Con una boca firme, una frente despejada y un rostro de rasgos bien dibujados, aunque un poco angulosos, era un hombre que, si bien no brillaba por su talento, era tan tenaz, tan paciente y tan entero que podía desbancar al genio más dotado. Porque un hombre que es capaz de sobresalir entre escoceses o alemanes del norte no se deja amilanar con facilidad. Tanto en Glasgow como en Berlín, Smith había adquirido una reputación y, en aquel momento, estaba decidido a conseguir lo mismo en Oxford, gracias a dejarse la piel y a su fuerza de voluntad.
Llevaba leyendo una hora más o menos, y las agujas del reloj que tenía encima de la mesita auxiliar estaban a punto de dar las doce, cuando un ruido inesperado llegó a los oídos del estudiante, un ruido agudo y estridente, como el silbido de la respiración de un hombre que trata de recuperar el aliento tras sufrir una fuerte emoción. Smith dejó el libro en la mesa y aguzó el oído. En las dependencias de al lado no había nadie, ni tampoco arriba, o sea, que aquella interrupción se debía sin duda al vecino de abajo, el mismo del que Hastie le había trazado un retrato tan poco amable. Smith solo conservaba la imagen del rostro fofo y pálido de un hombre taciturno y estudioso, un hombre cuya lámpara proyectaba un halo dorado desde la torre, incluso después de que él hubiera apagado la suya. Aquellas veladas de trabajo en común habían contribuido a crear una especie de tácita relación entre ellos. Cuando las horas transcurrían en busca del alba, Smith se sentía reconfortado al comprobar que había otra persona que, muy cerca de él, concedía también al sueño tan escasa importancia. Incluso en ese momento en que estaba pensando en su vecino, lo hacía con afabilidad. Hastie era un buen muchacho, pero de carácter fuerte, musculoso, carente de imaginación y poco comprensivo. No aceptaba nada que se apartase de aquello que él tenía como modelo de la masculinidad. Para Hastie, cualquier hombre que no pasase el listón de los grandes colegios privados británicos no tenía nada que hacer. Al igual que tantos otros hombres fornidos, tenía tendencia a confundir la fortaleza física con la templanza del carácter, y a atribuir a la falta de principios lo que no se debía sino a una circulación sanguínea deficiente. Smith, de mente más despierta, comprendía la forma de pensar de su amigo y se mostraba indulgente con él, ahora que pensaba en el hombre que vivía en el piso de abajo.
Como no volvió a oírse aquel ruido tan sorprendente, Smith se disponía a centrarse en lo suyo cuando, de repente, un grito ronco, un aullido en toda regla, vino a quebrar el silencio de la noche: solo podía provenir de un hombre tan emocionado y exaltado como para perder el control. Smith saltó en su asiento, y se le cayó el libro. Aunque era un hombre de carácter asentado, tenía que reconocer que aquel grito de horror, repentino e incontrolable, le había helado la sangre y le había puesto la carne de gallina. En aquel lugar y a aquella hora, le su...
Índice
- Cubierta
- Portada
- Nota al texto
- Prefacio
- De otra época
- La primera operación
- Un veterano de 1815
- La tercera generación
- Azarosos comienzos
- La maldición de Eva
- Dos enamorados
- La esposa de un fisiólogo
- El caso de lady Sannox
- Cuestión de diplomacia
- Testimonios médicos
- El lote número 249
- El desastre de Los Amigos
- Los médicos de Hoyland
- Consideraciones de un cirujano
- Notas
- Créditos
- Sobre ALBA