El «top ten» de las preguntas más frecuentes Elisabeth Lukas
Una médica amiga mía exploró en los medios de comunicación sociales las preguntas que con mayor frecuencia se le hacían a la «psicología de hoy». El resultado de su búsqueda al azar fueron diez puntos neurálgicos, cuyo orden es el siguiente:
- Depresiones
- Sobrecarga laboral
- Desavenencias familiares
- Fracasos
- Problemas de educación
- Dependencias
- Envejecimiento y falta de fuerzas
- Decisiones conflictivas
- Competencia
- Tener que desprenderse
Al parecer, los temas son un reflejo de las grandes preocupaciones y apuros de las personas de nuestra época. Por esta razón, he recogido brevemente información a este respecto para todos los que buscan consejo.
Depresiones
Desde una perspectiva especializada, hay una gran confusión sobre el tema de la «depresión». Más de un malestar, abatimiento o timidez es catalogado apresuradamente como depresión. Rasgos melancólicos del carácter o comportamiento introvertido son catalogados irreflexivamente como depresiones. A este respecto, es absolutamente normal si no se está alegre todos los días o si de vez en cuando se está desanimado debido a situaciones enojosas y desagradables. La risa y las lágrimas se alternan en la vida, si bien los motivos para reír se dan en menor número (y, por tanto, son más valiosos). Es un despropósito que cuando hay razones serias para llorar, se soliciten y hasta se prescriban antidepresivos de una manera automática. Así como nuestro cuerpo está dotado de fuerzas autosanadoras, así también nuestra psique está bien equipada para hacerse cargo de todos los factores que ocasionalmente se convierten en una carga. Al eximirla cada vez de su «trabajo» administrando medicinas, entonces olvida hacer uso sus dotes.
Solo es posible hablar de una depresión en sentido clínico cuando la psique ya no sabe cómo ayudarse a sí misma, es decir, cuando hay una enfermedad. Con lo cual el centro de la enfermedad depresiva puede encontrarse en las regiones más diversas del ser humano. Es tarea del médico especialista averiguar cuidadosamente cuál es el tipo de depresión que padece un paciente, y acudir a los antidepresivos solo en caso de que se haya diagnosticado un trastorno unipolar o bipolar. Con el término trastorno se alude (dicho simplificadamente) a las irregularidades en la liberación de neurotransmisores en las sinapsis de las vías nerviosas, que, unipolarmente, conducen a fases alternadas de depresión, que no tienen ninguna relación con las circunstancias externas de un paciente. Si entre estas fases aparecen ocasionalmente también fases maníacas, se habla de bipolaridad. Determinar si hay detonantes para tales «des-fases» es un asunto de interpretación. Particularmente, los parientes y conocidos de los pacientes tienden a achacar a algún suceso desagradable la aparición (nuevamente) de la enfermedad, pero no hay pruebas de ello. Las estadísticas, en cambio, muestran que se podría tratar de una enfermedad hereditaria, que puede saltar por generaciones, pero que afecta reiteradamente a determinadas familias.
Las cosas son diferentes en relación con las denominadas depresiones reactivas, para las que no hay solo un detonante, sino un verdadero motivo de duelo. Pero, cuidado: no se trata de ningún proceso natural de duelo. Hacer duelo es importante y bueno, si, por ejemplo, se ha perdido a una persona cercana o se ha sufrido algún duro golpe del destino.
No hay que olvidar lo que una vez se amó y se consideró valioso, sino conservarlo en el corazón, y de eso se encarga el duelo. Mantiene el vínculo con lo perdido y la conciencia de su valor. Pero, infortunadamente, ocurre que alguien, a causa de su duelo, cae en una especie de parálisis anímica. Se refugia en una concha como hacen los cangrejos ermitaños, y dice: «¡Si no puedo tener lo que amé y consideré valioso, entonces no quiero tenerlo más! ¡Entonces, nadie más puede contar conmigo! ¡Ya nada me interesa en el mundo!». Las personas particularmente amenazadas por estas depresiones reactivas son aquellas que, desde un comienzo, fundamentaron su dicha en eso que les ha sido quitado. Vínculos con valores unilaterales y sobrevaloraciones se vengan. Por ejemplo, una mujer que piensa: «No puedo vivir sin lo que he amado», ha sembrado la semilla para un posterior colapso en caso de que su tesoro la fuera a dejar. O un hombre que piensa: «Mi compañía significa todo para mí», se pone a sí mismo al borde del abismo anímico en caso de que su compañía tenga que ser vendida.
Lógicamente, los antidepresivos no sirven para las personas que se han atrincherado en depresiones reactivas. Lo que ellas necesitan es consuelo y entrar en razón; además, la compresión de que todo lo que anhelamos solo es prestado por un cierto periodo de tiempo. Y el consuelo de que, incluso después de su pérdida, hubo felicidad; de que, al fin y al cabo, eso que fue causa de felicidad se ofreció durante un periodo de nuestra vida.
Tan pronto el agradecimiento se una al duelo, el alma respira hondamente. Y si, además, se reconoce que no se puede sobrevalorar ningún bien terrenal, se habrá recuperado una parte del equilibrio.
Además, existe una tercera variante en las depresiones clínicas que Viktor Frankl denominó depresiones noógenas. A estas podría aplicarse el lema de las depresiones reactivas «Todo (lo que he amado) o nada», pero con el burdo lema «Todo es nada». La expresión «noógeno» indica que este cuadro clínico no es principalmente un bajón anímico, sino una frustración mental fosilizada, un vacío de valores crónico en la vida, de la que la persona afectada ya no sabe cómo extraer sentido. En la mayoría de los casos no se detecta ningún golpe del destino. Por el contrario, las perturbaciones noógenas suelen contarse con frecuencia entre los daños de la civilización, porque se acumulan en circunstancias demasiado favorables de la vida. Los enfermos se sienten aburridos, hastiados, viven apáticos, sin alegría, y se preguntan para qué están todavía en este mundo. Nada despierta su interés, ningún impulso los mueve física, emocional o mentalmente. Una recia indiferencia los endurece frente a las necesidades del mundo. Los fármacos antidepresivos tampoco sirven en este caso. Lo único que puede sacar a estos enfermos de la crisis es una reactivación de su sensibilidad hacia los valores y una corrección duradera de su filosofía de vida. La logoterapia de Frankl, particularmente, dispone de los argumentos adecuados para que estos pacientes salgan de su letargo y se curen de sus frustraciones a través de la búsqueda de sentido, y si es necesario, mediante sacudidas existenciales.
Sobrecarga laboral
Dos conocidos se encuentran en la calle y se preguntan cómo le va a cada uno. La respuesta rápida es que no les va mal, pero «hay demasiado estrés». Evidentemente, esto es valorado como laboriosidad. En realidad, es un error, y no solo por razones de salud. La permanente sobrecarga laboral provoca una ruptura de la pausa reflexiva, necesaria para examinar el funcionamiento diario, con consecuencias problemáticas.
De acuerdo con muchas encuestas, gran parte de nuestra sociedad quiere más descanso y esparcimiento. Es un deseo legítimo, pero, curiosamente, esa misma mayoría se carga de ocupaciones en el tiempo de descanso laboral. Se dedican muchas horas a hacer compras, a largos viajes por carretera y avión, a navegar por internet, a ver películas, a dejarse llevar por la fiebre de las fiestas y a asistir a diversos eventos. El desasosiego del cual se quejan está dentro de sí mismos y en un estilo de vida orientado más a la distracción que al recogimiento interior. Ya casi no se soporta la verdadera tranquilidad en el silencio, sin ningún ruido de fuera y sin ninguna distracción hacia fuera (celulares o tabletas, etcétera). El hombre inquieto de nuestra agitada época no está acostumbrado a ese sosiego. Para eso tendría que sentarse un rato en silencio en un rincón y meditar. O caminar a lo largo de la orilla de un río y mirar el agua. O mirar en la noche hacia el firmamento y dejarse conmover por el brillo de las estrellas. Esto ya es ajeno particularmente a los habitantes de las ciudades.
La explicación sobre las problemáticas consecuencias que acarrean la falta de pausas para el sosiego y el recogimiento en la vida diaria no es complicada. Por una parte, el organismo, que no está equipado para la «carrera de resistencia» y la multitarea, reclama las pausas. La capacidad de concentración del cerebro disminuye y se pone en modo «cansancio». La psique reclama a gritos algo que la anestesie y la desconecte, y no raras veces con la ayuda del alcohol y otras sustancias.
Por otra parte, la persona espiritual pierde el contacto con su voz interior, que le dice qué es esencial y qué no. Gira en la rueda como un hámster y ya no reflexiona sobre si tiene sentido o no continuar con su rutina. La inteligente metáfora del escritor superventas Stephen Covey, «afila la sierra», expresa perfectamente este estado. Uno se atormenta queriendo talar un árbol con una sierra roma, porque «no quiere perder tiempo afilándola…».
Lo cual significa que una sobrecarga laboral (en caso de que la haya) debe compensarse necesariamente en las horas en que no haya trabajo. En las culturas occidentales hay un impulso a actuar creativamente, lo que, en sí, no es errado, pues la fuerza creativa constituye justamente una característica del ser humano. «Excesivamente», sin embargo, no produce resultados en ninguna parte. Además, una característica del ser humano consiste también en poder admirar y disfrutar de experiencias maravillosas y relevantes. Quien domina el arte de incluir pequeñas y valiosas experiencias en medio de intensivas fases laborales (caminar por el bosque, soñar mientras se toma un baño, escuchar música delicada, leer historias significativas, mantener conversaciones edificantes, etcétera), es ya casi inmune a los desagradables efectos de la presión laboral. Y si además hace pausas ocasionales, nunca lo afectará un burnout laboral.
Tal vez sea pertinente decir unas palabras sobre el concepto «estrés». Hans Selye, el creador del término, lo denominó el condimento de la vida. Para él, el estrés era el impulso para desarrollar soluciones innovadoras respecto a problemas incipientes, y así, avanzar en el proceso de madurez personal. Posteriormente, el término «estrés» se asoció con aspectos negativos, y adquirió el significado de factor «pesado», «gravoso», «oneroso». Entre el público no se impuso la distinción entre eustress (estrés beneficioso) y distress (estrés nocivo). Y la distancia entre ambos es abismal. El eustress acompaña la saludable «tensión noodinámica entre ser y deber», como lo expresó Frank cuando uno se dedica con entusiasmo a una tarea libremente elegida. El distress, por el contrario, contiene el aspecto amenazante que aparece tan pronto uno no se siente incapaz de cumplir una tarea impuesta. Mientras que la aceptación y el convencimiento alimentan el eustress, la angustia ante el fracaso (presunta o justificada) le da alas al distress.
Con todo, lo fundamental es que a nadie se le exige algo que no puede realizar. No debe exigírselo a sí mismo, no debe dejar que se lo imponga a la brava cualquier autoridad y tampoco debería, obnubilado, considerarlo como algo inevitablemente necesario. No niego que haya circunstancias que constriñen a algunas personas ni que haya situaciones complicadas en las que no se sabe qué hacer para resolverlas. No obstante, la regla sigue vigente: la llamada de la vida no nos exige más allá de nuestras fuerzas. Solo se nos exigirá lo que se puede exigir. ¿Qué hacer, entonces, en caso de emergencia? ¡Es necesario mantener la calma! Protegerse contra todas las insinuaciones perturbadoras y recogerse en sí mismo. Prestar oídos a las indicaciones de la voz interior. Sopesar qué es realmente «lo nuestro», lo que estamos «destinados» a hacer y que tiene pleno sentido (en correspondencia con nuestras capacidades). Una vez que lo hayamos reconocido, podemos decir sí, por más difícil que sea. Al tomar conciencia de que nosotros somos nuestros propios mandantes, evitamos cualquier determinación ajena. Es posible que las personas esperen esto o aquello de nosotros, pero eso no debe confundirnos. Si les damos la razón, asumimos la misión que se nos ordene. Si no les damos razón, elegimos persistentemente una alternativa. Podemos esforzarnos por hacer lo mejor, pero, por mandato propio, que corresponda a lo que nuestra voz interior nos ayudó a discernir y que tiene pleno sentido.
Si hay coacción de por medio, entonces no podemos defendernos. Pero incluso los jefes muy dominantes han aprendido, entre tanto, que el rendimiento de sus subordinados disminuye cuando se da en contra de la resistencia interior. Lo mismo ocurre cuando nosotros mismos actuamos en contra de nuestra más sincera voluntad. Si exteriormente decimos sí, e interiormente no, a una labor, entonces quedará mal hecha. De esto ya no es culpable un estrés, sino nuestro desgarramiento anímico. Pero si una labor tiene nuestro sí interior y exterior, fluye por sí misma, por más estresante que sea. Resumiendo, podemos decir: lo que tiene sentido no nos perjudica, aunque implique esfuerzos enormes. Y lo que no tiene sentido no es provechoso, aunque se pueda hacer con facilidad.
Desavenencias familiares
Las sociedades modernas avanzan (a la velocidad del caracol) en dirección a una «igualdad de derechos para las mujeres». Aunque este avance es más que deseable, no presenta solo ventajas. Muchas mujeres se desgastan entre el trabajo y la familia, entre la profesión y la maternidad. La búsqueda de acuerdos que alivien la situación se convierte en un reto para los adultos y en un juego de dados para los hijos que están creciendo, por lo que cualquier desacierto paterno en la búsqueda de un acuerdo puede dejar secuelas en ellos. A este respecto, solo se vislumbran muy pocas soluciones desde la política. Se pueden establecer cuotas para allanarles a las mujeres el camino a un mundo dirigido principalmente por hombres, y ampliar, al mismo tiempo, el número de guarderías, pero una madre presente es más que una guardería –al menos para los niños pequeños. No quiero decir con esto que tengamos que acudir a modelos de familia anticuados. Solo quiero manifestar que los niños merecen que sus padres se sacrifiquen por ellos, y que los padres deben dejar a un lado alguno que otro deseo para garantizarles a los hijos la protección y el calor de hogar que necesitan en los primeros años de su desarrollo. ¡Hasta una mascota implica asumir obligaciones con ella! ¡Con mayor razón el nacimiento de un hijo implica la responsabilidad de sus progenitores!
Muchas veces, las desavenencias familiares tienen que ver con la falta de compromiso. En las sociedades que funcionan, no todos pueden imponer su voluntad. Es como en una orquesta: el violinista no puede comenzar a tocar a topa tolondro, ni el trompetista tocar fuerte sin parar ni el contrabajista dejar el instrumento y largarse. Para que un concierto resulte exitoso, todos los músicos deben aportar simultáneamente su saber y sus capacidades. Lo mismo ocurre para que haya cohesión entre los miembros de una familia. Lo que los une y les da fuerza es la voluntad común de participar constructivamente allí donde se necesitan los talentos propios, y de apartarse prudentemente cuando los demás son los que saben. Así como la orquesta se subordina a un director, también los miembros de la familia hacen bien en someterse a una especie de «orden superior», que les insinúe respetarse mutuamente, ser tolerantes, renunciar a cualquier tipo de agresión y a poner paz si se presentan conflictos. Si más familias se dejaran guiar por esa «orden», habría muchísimos menos desbordes de agresión en los colegios, que tantos dolores de cabeza les causan a los maestros de hoy en día.
Hay que destacar tres aspectos acerca de esto:
- El primer aspecto se refiere al sentido o no del sacrificio. Los hijos, como se enfatizó, merecen que los padres se sacrifiquen por ellos. Si sus...