Capítulo 1. El deber
El contenido de las representaciones y las categorías del ser y del deber. El deber como modo de pensamiento. — El modo de demostración del deber. Causas y consecuencias psicológicas de su carácter inexplicable. Lo negativo de su carácter. — La indiferencia moral y el deber como absoluto. Principios morales tautológicos. La relación del deber con la obligación. — La relación del deber con la realidad. Significado ético de lo típico-social.
El desarrollo espiritual de la humanidad atravesó una etapa en la que no había consciencia de ninguna diferencia entre las representaciones a las que corresponde una realidad y las que constituyen procesos falsos y puramente psicológicos. De los pueblos primitivos escuchamos muchas veces que les atribuyen a las representaciones oníricas la misma realidad y les conceden las mismas consecuencias que a aquéllas de la vigilia; que, para ellos, la fantasía más increíble, por ejemplo, la presencia de espíritus, posee la misma realidad que cualquier cosa perceptible de manera sensible; que no saben diferenciar la representación de un ser humano evocada por su retrato, de la representación que ofrece su presente real. Los pueblos civilizados todavía exhiben el mismo fenómeno en sus niños. A menudo, es imposible explicar al niño que un giro del juego o del cuento, que le arranca lágrimas, no es la realidad, y que el muñeco que golpea, debido a una mala educación de la que se vanagloria, no es un hombre real. Un niño de tres años, a quien alguien quiere entretener recortando personajes de papel, lloraría de forma vehemente si un personaje hubiera estado en peligro de perder un miembro por un corte precipitado. Otro que había soñado que su madre lo abandonó, tras despertarse, le haría el mayor reproche. De acuerdo con ello, esta falta de diferenciación entre lo real y lo que sólo es representado, en términos comparativos, aparece de un modo más intenso en espíritus menos desarrollados. En su trato con las clases incultas los juristas notan que a éstas les resulta casi imposible separar los hechos y sus interpretaciones y fantasías. Pero también en los círculos de la alta cultura se pueden encontrar suficientes vestigios de esta imperfección. Se teme llamar a algo malo aunque más no sea por su nombre, algunas cosas no se pueden decir siquiera en broma, porque para nosotros, como resulta evidente, en la mera representación ya hay algo de realidad. Que no se pinte al demonio en la pared, que también en la calumnia más absurda siempre deba haber algo de realidad y que siempre se quede algo pegado de ella, todo esto es resultado de un divorcio insuficiente entre el mero pensamiento y aquello que, por su parte, significa la realidad. También en el simbolismo del sacrificio brahmánico esta confusión del pensamiento hace que la palabra hablada se presente como una certeza y el significado que flota con la cosa como su realidad: «Prajâpati creó el sacrificio a su imagen, por eso, se dice que el sacrificio es Prajâpati».
De lo que se trata aquí no es del error que viste al producto de la imaginación con las ropas de la verdad y, así, frente a la claridad de principios respecto a la diferencia entre la representación que no es más que psicológica y la verdadera en términos objetivos, invierte el contenido de ambas representaciones. Antes bien, en la mentalidad primitiva la distinción entre pensamiento y ser, no sólo no se realiza de modo abstracto, sino que tampoco, de hecho, en referencia al caso singular. En términos psicológicos, en un comienzo, los contenidos de la representación aparecen como tales, sin más, y se requiere de un largo proceso de diferenciación para clasificarlos en verdaderos y falsos, lógicos y psicológicos. Dondequiera que una representación llena por completo a la conciencia, de modo que no tiene lugar ninguna comparación y ninguna unión que realice el pensamiento con la totalidad de las otras representaciones, ahí ésta tiende a concebirse de inmediato como real, también en etapas más tardías del desarrollo espiritual. Por eso, en el momento de su concepción, se le presentan a uno la mayoría de los pensamientos como verdaderos. Por eso, el creador de una idea que ocupa toda su capacidad de pensamiento, en la mayoría de los casos, es tan acrítico. Por eso, la mayoría de las veces, a las opiniones partidarias que llenan nuestra conciencia por completo junto con una abundancia de intereses asociados a ellas las consideramos una verdad objetiva. Incluso en la ciencia, la sobreestimación del propio ámbito es muy habitual, porque el significado subjetivo-psicológico que tiene para nosotros, con gran facilidad, asume la apariencia de un significado objetivo. Así, para mencionar un ejemplo menos conocido, la historia de la psicología animal muestra que los observadores que se ocuparon con detenimiento del mundo animal, sobreestiman casi siempre las capacidades del alma animal. Así, también el primer dogma al que se entrega nuestro estudio y que aún encuentra un espacio indiscutido para expandirse en nuestro espíritu, tan a menudo, nos conquista para sumarnos a sus adeptos. Por eso, el presente, sólo por ser tal, ejerce una fuerza psicológica que, a menudo, excede, por mucho, su significado objetivo. Pues el ser o la verdad no es más que un concepto proporcional, es decir, en contraste con la minoría, a la mayoría de los contenidos de conciencia conectados y concordantes los llamamos verdaderos, y así repetimos en lo individual la misma proporción: la verdad sería la representación de la especie, pero el engaño la representación individual. Si, entonces, la estrechez de la conciencia impide que junto a una representación muy poderosa exista otra, si en lugar de una imagen del mundo completa, es decir, lo único que permite medir la fuerza —esto quiere decir aquí, la verdad— de una representación, esta última llena por sí sola nuestro espíritu, es verdad para nosotros porque no existen ningún criterio para reflexionar sobre ella. Así como el cogito ergo sum no es una inferencia que dependería de una relación entre el pensamiento y el ser planteada con anterioridad, tampoco la creencia en la realidad de cualquier fantasma que encontramos en los peldaños inferiores del pensamiento procede de una inferencia consciente o inconsciente: cogitatur ergo est. Más bien, ahí la dualidad entre el pensar y el ser todavía no apareció para nada, por lo que no tiene lugar ningún proceso de conversión de aquél en éste; por el contrario, para el espíritu inexperimentado uno es de inmediato el otro o, más bien, ninguno de los dos, sino que el contenido puro y objetivo de la representación ejerce los efectos psicológicos que en la representación diferenciada sólo corresponde al contenido revestido con el signo de la realidad.
Entonces, serán sólo circunstancias prácticas las que enseñen a separar el pensamiento y el ser. Cuando los modos de actuar que se originan en base a ciertas representaciones no logran el resultado esperado, a estas representaciones se asociará, en términos psicológicos, otro sentimiento que el que se asocia a representaciones que permitieron que uno logre sus objetivos. No está supuesta aquí la categoría de un ser, que, a partir de tales experiencias, haría que las representaciones sean incorporadas o desechadas, sino que, como es comprensible, el proceso se presenta de tal modo que en virtud de experiencias prácticas de error y satisfacción se forma una diferenciación dentro de las representaciones, de las cuales una parte, entonces, son denominadas como representaciones de la realidad y la otra como meras ideas. O, más bien, a falta de claridad en torno a que, en su fundamento último, también la realidad es una representación, a una parte, al cabo, se la llama ser y a la otra pensamiento. Sin duda, el ser no es ninguna característica de las cosas, pues, para poder exhibir una característica, ya deben ser. Por el contrario, se lo puede designar como una característica de las representaciones. En cuanto le atribuimos el ser a una representación, expresamos con esto la existencia de cierta relación que tiene con nuestro sentir y actuar. La realidad es algo que se agrega de modo psicológico a las representaciones, pero, en un comienzo, no es parte de ellas. Es cuestión de decisión posterior si atribuimos a una representación el ser o la contemplamos como mera representación, tal vez engañosa, mientras que, en el momento en que aparece, está en un estado de indiferenciación entre ambas categorías. El mero contenido de la representación, que llena la conciencia en primer lugar, deja en duda aún a cuál de las dos categorías pertenece.
Pero también para el espíritu que ha alcanzado una claridad total sobre la dualidad entre estas categorías y, precisamente, para él, el contenido objetivo de la representación que está surgiendo en este instante siempre se encuentra aún en la encrucijada entre el ser y el no-ser. Con seguridad, de hecho, es falsa la hipótesis según la cual se necesitaría una inferencia del efecto a partir de la causa para que se origine la representación de un mundo real a partir de puros hechos de la conciencia. Ése es el viejo error de la teoría de la proyección que, entendiendo de manera correcta a Kant, debería imposibilitarse. No existe un espacio fuera de nosotros en el que colocamos nuestras sensaciones como muebles en un dormitorio, más bien, la espacialidad de las cosas no es más que una relación entre representaciones, un orden de las sensaciones, que no existe afuera de ellas. Contemplar un objeto significa ordenar sensaciones de una manera que nosotros llamamos espacial. De la misma manera, la realidad tampoco es algo que existiría afuera de las representaciones de tal modo que éstas se pondrían en el lugar de aquélla, más bien, a cierta cualidad psicológica de las representaciones se la designa de tal manera que hace que las llamemos reales, incluso cuando esta cualidad sólo aparece en el transcurso del desarrollo de la vida de las representaciones. En resumen, se podría decir que la espacialidad y la realidad de las cosas no son más que procesos psicológicos que atañen al contenido de las representaciones. Pero de igual modo es cierto que, a menudo, se requieren circunstancias y combinaciones muy diversas, en tanto precondiciones psicológicas, para encumbrar a la categoría del ser los muy diversos componentes del mundo de la representación. Luego de que se efectuó el divorcio entre la representación y la realidad, la experiencia de la especie determinó a partir de la suma de los casos singulares las características de este divorcio: ya sea a través de la apariencia inmediata, ya sea a través de la reflexión lógica, ya sea excluyendo lo opuesto, ya sea a través de motivos religiosos, la representación que se presenta es juzgada como real o engañosa. En nuestra representación del momento muchos puentes conducen del mundo del pensamiento al mundo de la realidad, el pensamiento puede retrotraerse a múltiples fuentes para producir el predicado de la realidad a partir de ellas. En efecto, a menudo, diversas series de inferencias conducen al convencimiento de que una representación posee realidad. Pero esto sólo significa que ahora están dadas las condiciones para aquel estado psíquico que llamamos realidad y que el proceso interior que conduce a él se refleja en la conciencia racional, en la que, desde luego, asume las formas de ésta, en este caso, las de la inferencia. El talante que obtiene la representación mediante las características mencionadas es de inmediato su realidad. El ser y el mero ser pensada una representación son, por así decirlo, sólo diferentes estados que puede asumir, o diferentes signos del lugar que ocupa, los que, acompañando al mismo contenido, le asignan diferentes posiciones, que no se diferencian, sin embargo, de ninguna otra forma que por características psicológicas inmanentes.
También en términos lógicos puros gana sentido la separación del contenido de la representación frente a la pregunta por su ser o no-ser. Según su contenido objetivo, asignamos a cada concepto una posición superior o subordinada, que conserva más allá de que lo veamos realizado muchas veces o ninguna. Reconocemos relaciones legales entre las cosas cuya validez es por completo independiente del hecho de que la marcha de la realidad dé lugar con frecuencia o alguna vez a las condiciones de la entrada en vigor de estas leyes. En efecto, todo conocimiento que trasciende al caso singular, ya sea que tenga que ver con el esquematismo lógico o con la legalidad natural de las cosas, refiere a su mero contenido, en una separación tajante de la pregunta por el momento y la manera en que este contenido gana la forma psicológica que llamamos realidad.
La existencia autónoma de la mera objetividad de la representación, cuya determinación según el ser o no-ser sólo puede esperarse de su destino psicológico ulterior, da lugar también a determinaciones distintas a estas alternativas tajantes. También la voluntad, como tal, se puede separar de todo contenido en la introspección. Puedo pensar de manera clara y completa, pero sólo teórica, todo momento de la acción de tallar un pedazo de madera y convertirla en una flecha. Si sobreviene la conciencia de que ahora quiero hacer esto en la realidad, de tal manera, nada cambia en el contenido de la representación: de lo contrario no estaría queriendo hacer precisamente esto. La representación abstracta de mi acción sólo se diferencia por un sentimiento de la pretensión de realizar esta acción, un sentimiento cuya particularidad tenemos que tratar en un capítulo posterior. Así como cien táleros pensados no se diferencian en su contenido de cien táleros reales, tampoco de cien que han de hacerse realidad mediante mi voluntad. Querer una cosa, por así decirlo, es un estado intermedio entre su ser y no-ser, así como es una mediación entre el tener y no-tener. Del mismo modo como no podemos dar profundidad a la explicación sobre qué significa, pues, que una representación que pensamos además sea real, del mismo modo como se trata en este caso de un sentimiento que, sea como sea que haya surgido, acompaña a la representación, tampoco podemos decir con palabras qué es, en realidad, la voluntad en una representación tal. También estamos aquí sólo ante un acompañamiento sensible de la representación. De la misma forma, la esperanza es un sentimiento que acompaña al contenido objetivo de las representaciones y lo mismo se puede decir del deber. El mismo contenido se nos aparece una vez como real, otra como querido, como esperado, como debido. El deber es una categoría que le asigna al significado objetivo de la representación una posición para la práctica, del mismo modo que obtiene una mediante la representación del ser, del no-ser, del querer, etcétera. Su significado no se puede describir a partir de ninguna de estas categorías aun si las condiciones y las consecuencias según las que se desarrollan constituyen los motivos para su aparición. Son sentimientos que, originados a través del desarrollo y las necesidades de la vida, acompañan a la mera objetividad de las cosas y los acontecimientos. Por así decirlo, transportan la misma melodía en diversos tipos de sonidos. Se podría integrar la totalidad de estos sentimientos en un serie fenomenológica que conduce desde la representación del no-ser, del mero llegar a ser pensado, a la de la realidad completa. El querer, el esperar, el poder, el deber, son, en cierto modo, estados intermedios y mediaciones entre el no-ser y el ser, sentimientos que no podríamos describir para quienes nunca los hayan sentido. Del mismo modo como no sabemos decir qué es, pues, con propiedad el ser o el pensar, no hay ninguna definición del deber. Así como la misma materia puede asumir diferentes estados de agregación, desde uno de gran solidez hasta uno de forma gaseosa y, tal vez, el aún más distante de lo luminoso, también la misma representación, hasta cierto punto, puede plasmar su contenido a partir de diferentes estados psicológicos: desde la realidad consumada hasta la idealidad consumada. El deber es sólo uno de estos estados. Concierne a representaciones a las que aún no concedemos el ser o, al menos, no se lo atribuimos por completo, en tanto son nada más que un deber ser y, sin embargo, no permanecen en la indiferencia del no-ser. El deber se puede separar por completo de cualquier contenido, pues, de lo contrario, toda reflexión sobre si debo o no debo algo, reflexión que ha de ponerse en marcha para una acción cualquiera, sería imposible. El deber es un modo de pensamiento como el futuro y el pretérito, o como el conjuntivo y el optativo. El lenguaje le ha dado expresión a este comportamiento mediante la forma del imperativo. La determinación del contenido del deber ocurre a partir de tan diversos modos como para el ser. Así como a través de todos los criterios enumerados más arriba se le atribuye a las representaciones la forma del ser, tan diversos son también los medios sobre la base de los que ganan la forma del deber: o bien la realidad, o bien la irrealidad, o bien la ventaja para el individuo, o bien para la totalidad, o bien el mandato de una autoridad egoísta, o bien la contraposición a tal autoridad. Y así como podemos representarnos un mundo completo de modo teórico, con todas sus leyes y particularidades, y luego hemos de preguntarnos si es real o no, de la misma manera podemos preguntarnos si debe ser o no. Pues de muchas cosas que, en lo personal, consideramos que sería un sinsentido ordenarle a alguien que las haga, decimos que deben ser. Si Kant afirma que para la naturaleza no puede haber ningún deber porque ésta obedece sólo a las leyes de su realidad y un imperativo, en este caso, no encontraría ningún oído para hacerse escuchar; en términos psicológicos, esto no es del todo correcto. Del decurso natural de las cosas, de cuya necesidad no dudamos, decimos también muy a menudo que habría debido ser de otra manera. En efecto, no sólo en la anticipación, que no nos garantiza aún ninguna seguridad del transcurso, sino también en retrospectiva, a propósito de lo que ya ha concluido. Si no tenemos reparos en plantear un deber de contenido alternativo frente a la acción inevitable de los seres humanos, no veo por qué haría falta abstenerse de diseñar un deber para la naturaleza restante que no posee una determinación mayor que aquélla. No obstante, el hecho de que esto sea ocioso, puesto que sólo en seres psicológicos puede ejercer su efecto el deber, podría constituir la razón de fondo. De hecho, Kant, en tanto realza como algo insoportable la injusta distribución de la virtud y la felicidad en el mundo real, siente la proporción correcta en que el bien recibe su recompensa y el mal su castigo, como un deber válido más allá de la naturaleza y que se cumple en un mundo trascendente. El imperativo sólo es un caso singular del deber o, más bien, un medio a través del cual el deber se transforma en el ser.
A partir de este carácter epistemológico del deber, resulta, en primer término, la inutilidad de todo intento de obtener un contenido determinado a partir de su concepto. Apenas reconocemos que el deber sólo es una forma que puede asumir el contenido ideal, objetivo puro, de la representación para constituir un mundo práctico, queda claro que no le podemos atribuir de antemano ninguna relación interna fuerte con uno u otro contenido. Al respecto, Kant se excedió cuando dedujo la forma del imperativo categórico, incluso si es universal, del concepto del deber. Con esto, incurre en un error ontológico no menor que el que había censurado de modo tan contundente respecto al concepto del ser. Ni se puede conocer a partir del concepto de una cosa si es o no es, ni del concepto del ser si tendría que corresponderle algún contenido especial. Y tampoco un acontecimiento cualquiera, según su concepto, nos da alguna indicación de que el deber tendría que estar asociado a él, ni el deber que posee un contenido determinado cualquiera. Si queremos explicarnos qué es el deber, hemos de separarlo de modo agudo de aquellos contenidos con los que, por su santidad inviolable y por un largo acostumbramiento, está asociado de un modo psicológico tan estrecho que uno reproduce al otro. La representación de ciertos modos de actuar nos parece inseparable del deber que ordena o prohíbe su realización, y de tal manera nos parece impensable que el deber podría ser separado de ciertos contenidos, cuando menos, generales. Sólo cuando nos resulta claro que nuestro representar consiste en dos elementos: por un lado, el contenido objetivo...