Un mundo para Julius
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Un mundo para Julius

  1. 480 páginas
  2. Spanish
  3. ePUB (apto para móviles)
  4. Disponible en iOS y Android
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Un mundo para Julius

Descripción del libro

«Con esta novela Bryce Echenique entra al ruedo elegantemente vestido de luces, con una espada muy fina y con un corazón tan grande como el Perú» (Pablo Neruda). 

Julius, un niño inteligente y bien tratado por la fortuna, es el hilo conductor de este retrato de un sector feliz y despreocupado de la oligarquía limeña, que refleja el mundo de la oligarquía de otras muchas ciudades. El libro fue elegido como la mejor novela peruana de todos los tiempos tras una encuesta entre ochenta escritores y críticos peruanos.

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Información

Año
2006
ISBN del libro electrónico
9788433944924
Categoría
Literatura
RETORNOS
I
Todos los techos mata-ruidos de Juan Lucas no bastaron para silenciar el escándalo que empezó a armar Bobby, unos días después de que Julius cumpliera diez años. La primera noche, porque todo empezó una noche a eso de las siete, no necesitó del licor para mantener firme e imponente su rabia. No se expresaba muy bien Bobby, y Julius, al comienzo, no lograba captar claramente qué diablos sucedía. Ya después comprendió algo mejor, y hasta le dio cierta alegría, porque la rabia de su hermano desbarataba los planes de Juan Lucas para las siguientes semanas del verano. Julius encantado de ir a bañarse todos los días con mami a la Herradura, y de repente venía el otro con la idea de trasladarse a Ancón durante cuatro o cinco semanas, para estrenar un edificio que había construido en sociedad con Juan Lastarria. Julius le rogaba que no y Juan Lucas ni bola. No le bastaba con obligarlo a jugar golfito, todas las mañanas, en el golfito que acababa de instalar en el palacio, porque le gustaba ese deporte hasta en su dimensión más pequeña, y porque al anochecer, bebiendo una copa, le encantaba contemplar desde el bar de verano, cómo la sombra nocturna descendía sobre el césped del campo de polo, prolongando su jardín hasta el fondo de la noche, y cómo el entretenido golfito, que era rojo con casitas blancas, túneles, puentecitos y montañitas, oscurecía también pero siguiendo el oscurecer de sus colores. Lo verde, lo blanco y lo rojo combatían para él con lo negro. Esa noche, Juan Lucas acababa de añadirle una nueva dimensión a su placer. Fue casi sin desearlo. Se había llevado el vaso de whisky hacia la nariz (oler, mientras combatían los colores, era una dimensión ya añadida), pero esta vez su mano continuó subiendo hasta que el cristal de roca cubrió su visión, enriqueciéndola con muchas visiones, su mano giró por atrapar una que se le iba, giró también el cristal, carrusel de visiones, con solo alzar un poquito más el vaso, siempre girando, agregó el oro fugitivo y controlado del whisky, ah... En esas estaba, cuando el primer alarido furioso de Bobby, proveniente de algún lugar del palacio, quebró hasta nueva oportunidad el caleidoscopio que acababa de formar con su golfito, su jardín y la noche, su vaso de cristal y su whisky, en el bar de verano de su nuevo palacio.
Juan Lucas se encontró un poco ridiculón, tan sensitivo ahí, combinando colores, inventando caleidoscopios y decidiendo de esa forma el color de unas telas que pensaba encargar a Londres. Realmente andaba en otro mundo, y en esta vida hay que estar en este mundo; por eso los carajos a voz en cuello de Bobby lo habían sorprendido, obligándolo a voltear rápidamente, aunque solo para descubrir que la vista hacia el interior del palacio era, a su manera, tan bella como la vista hacia el exterior. Casi le coloca el vaso de cristal de por medio, pero Bobby se acercaba por algún lado añadiendo mil palabrotas a sus carajos, algunas que ni el propio Juan Lucas conocía.
Y ni sus techos mata-ruidos bastaron para silenciar el escándalo que Bobby empezó a armar esa noche. Alguien, seguro que en los Estados Unidos, creyó que había terminado con el problema de los ruidos en las casas, pero para qué, como se dice en Lima, Bobby atravesando salón tras salón, iba probando lo contrario a punta de putamadreadas. Julius, que apareció por ahí, tuvo que salir disparado porque su hermano quería pegarle a quien fuera y él, con esa cara de inocente y de cojudo, era una buena oportunidad. No paraba Bobby, corría de una habitación a otra: por ahí lo vio Susan, y él no la oyó decir ¡darling!, ¡darling!; por allá lo vio Juan Lucas, y él no lo oyó decir ¿qué pasa, muchacho?; por la escalera de servicio lo vio pasar Daniel y corrió a avisarle a Celso. Segundos después, en los altos, en un corredor, la Decidida se cruzó con el niño Bobby gritando como loco y quiso también gritar, pero captó que los gritos no estaban dirigidos a ella, no infringían por consiguiente ninguno de sus derechos, aunque sí la enfrentaban a ciertos deberes: corrió a avisarle a la señora, que en ese instante corría a buscar a Juan Lucas, gritando ¡darling!, ¡darling!, cuando de pronto se vio mentalmente en bata, con una toalla sobre la cabeza, y regresó corriendo al baño porque si había algo que detestaba era que Juan Lucas la viera desarreglada.
Pero era bien orgullosito Bobby, y por nada de este mundo quiso confesar esa noche de qué se trataba, aunque Juan Lucas ya tenía sus sospechas. Julius no entendía ni papa por el momento. Algo pasaba, evidentemente, porque Juan Lucas había servido tres copas en vez de dos, pero él aún no entendía nada. En cambio el del caleidoscopio ya tenía sus ideas al respecto. Consideró que lo mejor era darle sus whiskys al adolescente para que encausara la rabia hacia la pena y, momentos después, con tres buenos whiskys adentro, les empezara a contar, furioso primero, y rabiando después, lo que por diablos y demonios le había ocurrido con alguna muchacha.
Se le aguaron sus planes al del golf. Se le aguaron los hielos para los whiskys también, porque en una de sus locas carreras Bobby había desembocado en su dormitorio, y llevaba ya cerca de una hora bien encerrado, rompiéndose el alma contra las paredes, luego de haber terminado con todo lo que se podía romper ahí. «Mis Mark Twain», pensaba Julius, que había subido a buscar a Susan, por encargo de Juan Lucas. Pero Susan no podía bajar aún. Lo de Bobby la tenía aterrada, según su propia expresión, aunque Julius no notaba en su cara nada que se pareciera a la película de terror que había visto el otro día. Los dos se quedaron parados junto a la puerta del dormitorio de Bobby, Susan rogándole que abriera, diciéndole que por favor no la torturara, y después, en inglés, que se iba a volver loca de la pena. Esto último lo dijo con tal sufrimiento, que Julius volteó inmediatamente a adorarla, y claro que la adoró, pero más que nada por lo linda que salía siempre de su bañera-piscinita, seguro por eso se bañaba tres veces al día. También ahora, cuanto más insistía en sufrir, más linda se iba poniendo; hasta se agachó para rogarle a Bobby que le abriera, por el hueco de la cerradura, en estas puertas supermodernas que no tienen hueco de la cerradura. Le seguía rogando, mientras descubría su error, y por insistir teatrera se le cayó la toalla que llevaba enroscada en la cabeza, y se le vino todo el pelo sobre la cara. Inmediatamente se irguió, se echó el pelo hacia atrás con ambas manos, y empezó a rogarle otra vez, abre, darling, please!, por favor abre, darling, mientras a Julius le pedía el traje que está encima de mi cama, porque quería rogarle un ratito más a Bobby, y después correr a tomarse una copa con Juan Lucas.
«Hágase a un lado la bañista», dijo Juan Lucas, mirando encantado el escote de la bata con que Susan cubría su cuerpo libre y fresco. Acababa de subir acompañado por Celso, que traía, en azafate de plata, una botella de whisky, dos vasos de cristal tipo caleidoscopio y una nueva provisión de hielo. Al descubrirlo a su lado, Susan hizo un delicioso gesto de impotencia, no por lo de Bobby sino por lo de la bata, tengo que estar horrible, pero sabía mejorarse hasta el encanto y no tuvo más que echar la cabeza ligeramente hacia atrás, introduciendo al mismo tiempo los dedos de ambas manos en su cabellera, paseándolos luego hasta alcanzar casi la nuca... Coqueta, ella solo había jugado un instante con sus cabellos, de más no podía acusársele, pero Juan Lucas había visto dibujarse esos senos que ya no tenían veinte años, y que sin embargo continuaban presentándosele con la misma inquietante novelería de una primera vez que de pronto además era esta. «Relévame, darling», le dijo Susan, sonriente. Mientras se iba, Juan Lucas pensó echarle su miradita a través de uno de los vasos de cristal, el deseo le pedía enriquecer también esa visión, pero Julius apareció con un traje por el fondo del corredor y, en todo caso, a lo que había venido era a ocuparse de este.
«Vamos, muchacho», le dijo, a través de la puerta, aprovechando un silencio, pero Bobby no le hizo el menor caso y continuó gritando que lo dejaran solo y luego algo más de que no iba a parar hasta no haberse vengado y hasta que... Juan Lucas no logró escuchar porque Bobby seguía rompiendo cosas y estrellándose contra las paredes y, a menudo, el ruido de una silla arrojada contra una puerta o un vidrio hacía desaparecer sus palabras. «¿Qué dices?», preguntó, a lo mejor el otro le contestaba, pero tampoco esta vez pudo oír porque Julius llegó con un encargo importante de mami. Había una silla que fue de Alfonso XIII en la habitación, y mami le rogaba no romperla. Había costado un triunfo conseguirla. Julius trató de comunicar su mensaje, pero lo interrumpieron, primero el ruido de un libro que Bobby descuartizó justito cuando él empezaba a hablar, pobres mis Mark Twain, y luego Juan Lucas: «A ver si desapareces, oye; esto solo lo puedo arreglar yo.»
–Vamos, muchacho...
–¡Váyanse a la mierda todos!
–Váyase, por favor –le dijo Juan Lucas a Celso, que había seguido la escena, azafate de plata en mano y muy respetuoso.
–No hay nadie sino yo aquí...
–¡Váyanse a la mierda todos!
–¡Hombre, muchacho!
–¡Quieres irte a la mierda, por favor!
–Entre hombres siempre...
–¡Tú no eres mi padre!
–Vamos, Bobby, vamos...
–¡Alcahuete! ¡Cabrón de mierda!
Ahí tienes algo que hace por lo menos treinta años nadie le decía a Juan Lucas; se desconcertó el golfista, por una vez no supo qué hacer. Bueno, sí, supo pero después de un ratito: no había nada que hacer por esta noche, tampoco debería intervenir en el asunto sin que Bobby se lo pidiera. En fin, dejar que las cosas vengan solas y que el muchacho caiga por su propio peso. Claro que él siempre podría ayudar en algo: «¡Julius!», gritó, y al verlo salir de su dormitorio, se le acercó para decirle en voz baja que ni él ni Susan iban a comer esa noche en casa, pero que por si acaso le dijera a Celso que distribuya unas cuantas botellas de whisky por los altos, mira bien que las coloquen en lugares estratégicos, ¿comprendes?... Bueno. Limítate a decirle a los mayordomos que pongan unas cuantas botellas de whisky a la vista para que tu hermano las encuentre a su paso. ¿Qué? ¿Todas?... No sea usted gilipollas, jovencito. Se trata de que las vea por todas partes y caiga en la trampa. ¿Qué? ¿La tentación?... Llámale como quieras, lo importante es que las vea. Luego con media botella bastará. A lo mejor cuando regresemos lo encontramos ya a punto.
Veinticuatro horas después, el hambre obligó a Bobby a abrir la puerta, cuando ya casi todo el mundo había dejado de preocuparse por él. Triste caminaba el pobre por el inmenso corredor, la rabia lo había abandonado al terminar con todo lo que se podía romper en su dormitorio. Él mismo lo había notado cuando inconscientemente respondió que sí, a la dulce pregunta que Susan le hizo esa mañana. «Darling, darling, ¿rompiste la silla de Alfonso XIII?» «Sí», contestó, mirando su reloj. Eran cerca de las once de la mañana y empezaba a tener hambre. Ya no le quedaban fuerzas para rabiar. Pensó que no debería haber respondido a la pregunta de su madre, pero enseguida sintió algo así como un inmenso y blando ¡qué mierda!, luego una especie de alivio, una extraña sensación, como si tuviera neblina en la cabeza, por qué no sentía pena, qué pasaba, ¿realmente le había sucedido todo eso?
Hacia el mediodía Celso vino a ofrecerle algo de comer, y él sintió que podría decirle entra Celso, vamos a conversar un rato, pero lo de anoche y la historia de su vida lo obligaban a responder ¡vete a la mierda!, con lágrimas en los ojos. A las dos de la tarde, sabía que abajo estaban almorzando y que Juan Lucas probablemente se estaba cagando en él y que toda oportunidad de que viniera a llamarlo como anoche se había perdido precisamente anoche. Le vino el hambre, entonces, y fuerte. Con ese hambre ni hablar de tener cólera, imposible armar otro escándalo y pasar a primer plano, que no se olviden de mí, ¡hijos de puta! La neblina, otra vez, y el hambre fuerte. ¿Realmente le había ocurrido todo eso?... A las seis de la tarde miró su reloj, y casi se felicita por haber aguantado valientemente las cuatro horas que se había prometido aguantar. Sintió una nueva rabia y la soltó, pero no se oyó afuera, fue una rabia chiquita, sin importancia, se perdió en tres gritos que más tenían de sollozo y en unos cuantos mierdas pronunciados bajito, con la nariz y la boca aplastadas contra la almohada. Notó que se le terminaba esa rabia y miró su reloj, a ver cuánto tiempo había durado: solo cinco minutos. Nadie se había enterado... De pronto otra vez la neblina y más fuerte el hambre, hasta frío, a las siete salgo.
A las siete lo expulsaron todas las cosas que yacían rotas por el dormitorio. Llevaban horas acusándolo, hostigándolo, vergüenza te debería dar. De ahí la cara compungida con que ahora avanzaba por el corredor. Ver el dormitorio de Julius tan pacífico le dio un poquito de rabia, pero ya no confiaba en esas rabias que se te van inmediatamente y sin que nadie te las escuche. El baño de Susan, sin embargo, lo llenó de una furia que podía ser duradera, habría que estudiarla... duraba. Vio una botella de whisky, la primera de la colección que Juan Lucas había hecho distribuir sabiamente por el palacio, lo esperaba desde anoche. La abrió, olió, probó, el fuego del whisky lo hizo mierda, pero enseguida como que empezó a repartírsele por el cuerpo, entibiándole las piernas. Bebió otro trago, fuego controlado y, de pronto, sintió que una nueva fuerza le subía desde los pies, ahora por el estómago, ¡fuerzas! Una rabia que va a durar... Bobby regresó a su dormitorio con la botella.
Y todos los techos mata-ruidos de Juan Lucas no bastaron para silenciar el escándalo de Bobby que, esa noche, inició el segundo capítulo de sus furibundas aventuras por el palacio. Julius fue el primero en escuchar sus alaridos. Estaba mirando un programa de preguntas y respuestas en la televisión, cuando un grito que no era precisamente el «¡correcto y bien contestado!» del animador, lo hizo saltar de su asiento. «Mis Mark Twain», pensó, y salió corriendo hacia la escalera, pero solo llegó hasta la mitad porque la tambaleante rabia con que bajaba Bobby no tardaba en llevárselo de encuentro. «¡Quítate de ahí, hijo de puta!, ¡mierda!, ¡quieres que te mate!» Julius partió la carrera gritando ¡Deci! ¡Deci!, ojalá apareciera alguien por el camino para decirle que Bobby se había vuelto loco. No tardaron en enterarse todos. Primero les tocó a Susan y a Juan Lucas que estaban contemplando tranquilamente el triunfo de la noche sobre el polo y el golfito, cuando un alarido atravesó llamándolos el bar de verano. «Abrió», dijo Juan Lucas, pensando que era un buen momento para ir a buscarlo, pero enseguida notó que los gritos de Bobby se acercaban, venía donde ellos, era mejor esperarlo ahí. «Sentémonos», dijo, conduciendo a Susan hacia un sofá-mecedora que había en aquella terraza. Dejó un espacio libre entre los dos, como si adivinara exactamente lo que iba a pasar: Bobby irrumpió, los vio, e inmediatamente sus gritos perdieron sílabas hasta convertirse en llanto puro, se abalanzó sobre la mecedora, incrustándose en el espacio que ellos le habían dejado libre, quería ahogar su llanto, que sonara menos, iba a cumplir diecisiete años y ya había cachado.
Daniel, Celso, la Decidida, Julius y Universo, que andaba regando por ahí afuera, aparecieron en el momento en que Juan Lucas se dirigía al mostrador a servir tres copas, con la mano les hizo un solo gesto y todos desaparecieron automáticamente. Pero se quedaron por ahí cerca, escuchando... Solo llanto, primero, y la voz de Susan, darling, ¡oh, no!, darling, no ha pasado nada, y Juan Lucas nuevamente sentado esperando que el muchacho empiece a hablar... ¡No! No era la niña nueva del Villa María, ¡esa qué mierda! ¡Sí! ¡Sí! ¡Sí! ¡Peggy! ¡Peggy!... Susan miró a Juan Lucas y lo vio hacer un gesto de desagrado al producirse el nuevo estallido de Bobby. Estaba desconcertada y seguía mirando a Juan Lucas, como preguntándole si estaba bien morirse de pena o si era mejor no prestarle ninguna atención a los diecisiete años con cuernos. El golfista, en monólogo interior, decidió comprarle a Bobby un automóvil que ningún otro muchacho tuviera en Lima. En fin, eso habría que pensarlo un poco más, según cómo se desarrollen las cosas, en todo caso mejor no decirlo ahora. Ahora lo que había que hacer era dejar que el muchacho les contara su problema, que llorara la borrachera y luego que se fuera a dormir, con algún calmante mejor, el tiempo y otra chica eran la única solución, Bobby no era tonto y reaccionaría rápido... Pero la historia se complicaba. Resulta que Bobby nunca ha...

Índice

  1. Portada
  2. El palacio original
  3. El colegio
  4. Country club
  5. Los grandes
  6. Retornos
  7. Créditos