
eBook - ePub
El encuentro
Liberalismo, socialismo, humanismo cristiano
- 190 páginas
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
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Descripción del libro
Álvaro Briones ofrece en este texto un recorrido a lo largo de tres senderos políticos: el liberalismo, el socialismo y el humanismo cristiano. Un recorrido que va develando los personajes y los puntos claves que han construido estas vertientes doctrinarias, cuya incidencia ha marcado más de dos siglos de la historia social de la humanidad.
¿Cuál es el propósito del autor al desplegar este itinerario? Demostrar que después del desencuentro de estos tres pensamientos políticos, es posible (y deseable) su encuentro en un mundo cada vez más carente de referentes ideales que apuesten a la libertad, a la igualdad, a la democracia reformista y al espíritu crítico, puntos de convergencias que Briones explica en estas páginas.
Un libro escrito con lenguaje claro e informado, que invita al lector a reflexionar y que ciertamente aportará al debate político dentro y fuera de Chile.
¿Cuál es el propósito del autor al desplegar este itinerario? Demostrar que después del desencuentro de estos tres pensamientos políticos, es posible (y deseable) su encuentro en un mundo cada vez más carente de referentes ideales que apuesten a la libertad, a la igualdad, a la democracia reformista y al espíritu crítico, puntos de convergencias que Briones explica en estas páginas.
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Información
Primera Parte
LA SEPARACIÓN
LA SEPARACIÓN

EN PRINCIPIO FUE EL LIBERALISMO
Es probable que la idea original del liberalismo, aquella de que todas las personas nacen libres e iguales, y que lleva a los conceptos de libertad e igualdad a constituirse en la matriz identitaria de esta idea, sea tan antigua como la humanidad misma. No hay razones para dudar que, desde que se distinguieron de otras especies por su capacidad de razonar, los seres humanos hayan experimentado el rechazo de la propia esclavitud y el impulso a ejercer todas las capacidades que su condición humana les otorga sin sujeción a una voluntad ajena: la epopeya de Espartaco y sus seguidores es una de las muchas pruebas de ello. Pero es preciso aceptar también que, al mismo tiempo que esos sentimientos libertarios e igualitarios anidaban en la inteligencia y en los sentimientos humanos, también estuvieron presentes, desde los inicios de la humanidad, sus opuestos: el afán de dominio de unos seres humanos sobre otros y el impulso que los lleva a controlar a sus semejantes y a imponer su voluntad por sobre la de ellos. Que los impulsa, en definitiva, a establecer condiciones de desigualdad y de anulación de la libertad.
Habrá que admitir también que, de esos dos impulsos, el de la libertad e igualdad y el de imponer la desigualdad y el dominio de unos sobre otros, es este último el que ha prevalecido a lo largo de casi toda la historia humana, y de ello da también testimonio el triste fin de la epopeya de Espartaco. Si admitimos que la existencia del homo sapiens se remonta a casi doscientos mil años, (según restos encontrados en Marruecos en 2004, serían 300 mil años) la convivencia humana regida por la búsqueda de la igualdad y la libertad es apenas una parte infinitamente pequeña de esa existencia y siempre amagada por su opuesto, la desigualdad y la opresión. La primera república que se reputa como democracia liberal –esto es con división de poderes y un sistema de equilibrios y controles entre esos poderes, electos democráticamente por ciudadanos libres e iguales– fue la que crearon las trece colonias de Inglaterra en Norteamérica el 2 de julio de 1776. En su Declaración de Independencia establecieron que “[…] todos los hombres son iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Algo que ocurrió apenas hace algo más de dos siglos, luego de una historia de miles de años. La abolición de la esclavitud, por su parte, fue abriéndose paso lentamente hasta imponerse legalmente solo durante el siglo XIX, aunque aún perdura en nuestros días bajo distintas formas, como la trata de personas, que prevalece incluso en países que se reclaman democráticos e igualitarios.
La existencia de seres humanos que soñaron y lucharon por sociedades en las que pudieran vivir y prosperar en la compañía de otros seres humanos en un ambiente de igualdad y libertad es, así, tan antigua como la historia de las esclavitudes y opresiones. Esos sueños, sin embargo, hace solo algunos siglos atrás comenzaron a adoptar formas y argumentos con los que incluso hoy es posible identificarse. Formas y argumentos que entonces comenzaron a ser conocidos como liberalismo.
Thomas Hobbes y los seres humanos, por primera vez iguales y con iguales derechos
Solo en el siglo XVII de nuestra era, ideas que hoy podemos asumir como antecedentes de un pensamiento liberal formal, se atrevieron a ver la luz bajo la forma de textos impresos. La precursora quizás sea la obra del inglés Thomas Hobbes, en particular su Leviatán (Leviatán o La materia, forma y poder de un estado eclesiástico y civil, 1651), en la que aparece, acaso por primera vez, la noción de la sociedad como un “contrato”, un acuerdo según el cual los hombres (5) están dispuestos a entregar cuotas de libertad individual a cambio de seguridad, protección, identidad y servicios. El hombre solo es “hombre para otros hombres” (homo homini homo), según Hobbes, una vez que existe ese contrato social (6) y todos los hombres ceden sus derechos para que una autoridad –todopoderosa en la versión de Hobbes, esto es el Leviatán– sea capaz de asegurar la paz interna y la defensa en común. Ese leviatán, en referencia al monstruo marino omnipotente mencionado por la Biblia, no es otro que el Estado. De un modo diferente y reducido a su “condición natural” –es decir sin someterse al todopoderoso soberano regulador de sus relaciones– el hombre solo puede ser el lobo de otros hombres (homo homini lupu), un modo de vida que el propio Hobbes describió como “solitaria, pobre, sucia, bruta y corta” puesto que no podría sino asumir la forma de una “guerra de todos contra todos” (bellum omnia omnes).
La caracterización de la “condición natural del hombre” se encuentra en la primera parte de su libro, en la que describe tres motivos por los cuales hay conflictos entre quienes están sometidos a ese estado de naturaleza: la competencia, que convierte al ser humano en un invasor para obtener lo que desea; la desconfianza, que le permite garantizar su seguridad; y la gloria, que le permite adquirir y afianzar su reputación. La contención de estas fuentes de conflicto da lugar a lo que Hobbes denominó “leyes de la naturaleza”. Son diecinueve leyes que comienzan por la que afirma que cada hombre debe procurar la paz hasta donde tenga esperanza de lograrla y, cuando no pueda conseguirla, puede buscar y usar todas las ventajas y ayudas de la guerra. Establece también que los hombres tienen un derecho natural a la libertad, que los autoriza a usar todas sus capacidades para preservar su propia vida. Pero plantea al mismo tiempo: los hombres, al defenderse y buscar vivir en paz, no deben hacer uso de su derecho a todo y deben contentarse con tanta libertad en su relación con los otros hombres, como la que él permitiría a los otros en su trato con él.
Esas dos ideas, contenidas en las dos primeras leyes de la naturaleza, son la base de la concepción de la sociedad como un contrato o pacto social. Un pacto desarrollado como garantía de la seguridad individual y como forma de poner fin a los conflictos que, por naturaleza, generan los intereses individuales. El resultado de ese contrato es una res publica, un poder organizado voluntariamente por los hombres para administrar su vida en común. Ese poder, que se constituye en Estado, es la suma de voluntades individuales libres que actúan en común solo porque de ello adquieren ventajas. El resultado es una pérdida o reducción de esas mismas libertades, en beneficio del Estado que actúa por intermedio de la ley. Hobbes es claro en plantear que, al renunciar a su libertad, el objetivo de los hombres que por su naturaleza aman la libertad y desean imponer su dominio sobre otros hombres, es contribuir a su propia preservación pues, de otro modo, no podrían librarse de esa condición que él describe, según se ha dicho, como una guerra permanente de todos contra todos. Aclara también que esa conducta es producto del miedo al castigo que sufrirán aquellos que no respeten el pacto y no se subordinen a las leyes del Estado. Pero, y este es quizás el parteaguas con todas las teorías anteriores sobre el Estado, esas mismas leyes –el contrato social– deben también ser respetadas por el Estado encarnado en el soberano. Si el soberano no respetase el contrato que limita también su libertad, entonces sus súbditos podrían rebelarse en contra de él.
El Estado, para Hobbes (siguiendo la idea de Aristóteles), puede asumir tres modalidades: la monarquía, la aristocracia y la democracia. Considera a la monarquía como la forma más práctica porque es la que mejor puede asumir la función de asegurar la paz y la seguridad de los hombres. Aún más, esa función se logra con mayor facilidad si la monarquía es absoluta, esto es si no existe división de poderes.
Las ideas de Hobbes fueron y seguirán siendo discutidas. Se discute, principalmente, si ellas son auténticamente liberales o su aceptación del Estado absolutista es una negación de aquellos principios. Algo interesante porque, en su tiempo, Hobbes vio caer la cabeza de un monarca, Carlos I de Inglaterra, ejecutado en forma pública en 1648 luego de ser condenado por el delito de traición por un Parlamento con el que no logró ponerse de acuerdo acerca de los derechos de cada cual. Fue la primera vez, dicho sea de paso, que una cabeza real rodaba por decisión de sus súbditos y no por la aspiración de otra cabeza real, tan amparada como la primera por algún supuesto derecho divino, a ocupar su puesto.
Durante ese conflicto que enfrentó al parlamento inglés y a su monarca, Hobbes, que por un tiempo intentó mantener cierta neutralidad, terminó autoexiliándose cuando las cosas se inclinaron hacia el lado del Parlamento, lo que revela de qué parte estaban en definitiva sus preferencias. De hecho, no pudo ver rodar la cabeza del desafortunado Carlos I porque en ese momento se encontraba exiliado en París, en donde era instructor matemático de quien iba ser años más tarde Carlos II (lo que este no olvidó porque cuidó de su antiguo instructor otorgándole una pensión y protegiéndolo de quienes lo acusaban de hereje).
Como sea, es imposible negar que en su pensamiento están presentes ideas que terminaron por convertirse en conceptos fundamentales del liberalismo. La principal de ellas son los derechos de los seres humanos como tales (derechos individuales) y la igualdad entre todos ellos. Su obra, por otra parte, es la primera en que se observa al Estado desde la óptica de los seres humanos y no desde la del poder, como en Maquiavelo, y la primera que proclama el carácter convencional del Estado y la legitimidad representativa y popular del poder político (esto último, quizás a su pesar, puesto en práctica por el Parlamento que decidió la ejecución de Carlos I). Tampoco se discute que sus ideas chocan con el ideal moralista que hace descansar a la sociabilidad en una supuesta naturaleza bondadosa de los seres humanos; esto es con la noción de que las leyes de la naturaleza están creadas para guiarnos hacia el bienestar individual y común, y que es sobre esa base que somos competentes para establecer nuestro propio orden político. Sus ideas también chocan con la escolástica, que en su tiempo aún tenía una presencia dominante en la enseñanza remitiendo toda razón en última instancia a la fe y, por consiguiente, todas las cosas a un origen divino. Ese rechazo a la divinidad como origen de todas las cosas queda de manifiesto en su proposición de la existencia de un contrato social como base de la sociedad, idea que se enfrenta a la noción de Dios como origen del poder de los soberanos seculares, aun cuando estos pudieran detentar un poder absoluto. Estas cuestiones fueron las que le valieron acusaciones de ateo y hereje, en una época en la que tales acusaciones podían costarle la vida.
John Locke, el Estado y la división de poderes
Más claramente identificable con el pensamiento liberal fue la obra del también inglés John Locke. Llegó a ser reconocido como “padre del liberalismo clásico”, entre otras cosas porque sus escritos fueron aceptados como inspiración por líderes de la lucha por la independencia de las colonias inglesas que habrían de fundar los Estados Unidos de América. En su país llegó, en vida, a ser considerado algo así como lo que hoy llamaríamos “ideólogo” del partido Whig o liberal.
Sus trabajos comenzaron a ser publicados a partir de 1668; el principal de ellos, o por lo menos aquel en que establece más claramente planteadas sus ideas sobre la sociedad y la política, es Ensayos Sobre el Gobierno Civil (7), publicado en dos partes en forma anónima en 1689 para refutar al filósofo también inglés Robert Filmer. En la primera parte de esta obra, ataca el patriarcalismo y en él es posible encontrar temas tan adelantados para su época como la defensa del derecho de las mujeres a ejercer la autoridad sobre los hijos sin estar sometida a la autoridad o voluntad del hombre. La segunda parte de este ensayo está dedicada a desarrollar su teoría sobre la sociedad política o sociedad civil, en particular la idea del contrato social.
Según Locke, para entender la naturaleza de una sociedad política se debe considerar primero cuál es el estado en que los hombres se encontraban en su naturaleza, es decir antes de que existieran la sociedad y los gobiernos políticos. Ese estado era uno de plena libertad e igualdad entre ellos, en el que podían decidir sus acciones ejerciendo esa libertad e igualmente disponer con libertad de sus posesiones. No obstante, tal libertad tenía límites que eran impuestos por la ley natural moral –no generada por los seres humanos– que establece que dado que los hombres son todos iguales e independientes, ninguno debe dañar a otro en lo que atañe a su vida, salud, libertad o posesiones, y tampoco dañarse a sí mismos. La ley natural tenía medios para su aplicación, pues los miembros de la comunidad en estado de naturaleza tenían el derecho de castigar a los transgresores, aunque ese castigo tenía límites y condiciones: debía ser proporcional al delito cometido, disuadir al trasgresor de volver a cometerlo y disuadir también a otros de no cometerlo.
Como se puede ver, la idea de estado de naturaleza en Locke era totalmente contrapuesta a la de Hobbes. Para Locke ese estado era uno de paz, buena voluntad, cooperación y conservación. Su contrario, que denomina estado de guerra, era el reino de la malicia, la enemistad, la violencia y la destrucción de los seres humanos. Ese segundo estado, tan real como el primero, no surge del instinto como sugería Hobbes, sino que es premeditado y realizado con la intención de atentar contra la vida de otros hombres. Como esa situación, cuando se presenta, lleva a la destrucción mutua –pues los hombres tienen derecho a defenderse– finalmente los seres humanos deciden voluntaria y conscientemente abandonar el estado de naturaleza y convertirse en miembros de una sociedad política.
Locke no elude preguntarse por qué los seres humanos, que en estado de naturaleza son totalmente libres y poderosos, deciden en algún momento recortar esa libertad, renunciar a los poderes que han tenido hasta ese momento y aceptar el dominio y control del poder político que ellos mismos han creado. Él responde que, aunque en estado de naturaleza, el hombre tiene derechos, pero es víctima de la incertidumbre pues su libertad puede ser vulnerada por cualquiera que no respete la ley natural. Consecuentemente, en estado de naturaleza el disfrute de la propiedad –para Locke la propiedad no era solo las posesiones materiales, sino también la vida y la libertad– era inseguro y condenaba a los hombres al peligro y al miedo. El estado de naturaleza, en suma, en cualquier momento podía devenir en estado de guerra. La consecuencia de ello es que el hombre en estado de naturaleza está ávido de unirse en sociedad con el propósito de proteger su vida, su libertad y sus posesiones. Esa unión surge de un pacto, de un acuerdo mutuo, en el cual se comprometen a respetar los términos de esa sociedad que significa protección y seguridad.
Es el origen del Estado. Como el instrumento que permite esa protección es, en ese contexto, una ley que ya no es natural sino elaborada por los propios hombres...
Índice
- Portada
- Portadilla
- Legales
- Prologos
- Primera Parte LA SEPARACIÓN
- Segunda Parte EL ENCUENTRO
- Colofón