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No mires atrás
Descripción del libro
Mientras en Siria caen las bombas, en Senegal el hambre provoca que muchos decidan ir en busca de un futuro mejor. Khaled huye con su familia dejando atrás la devastación que ha traído consigo una guerra que dura ya demasiado tiempo. Entretanto, Mor se embarca en un cayuco con la esperanza de alcanzar las Canarias a través del Atlántico. Khaled pronto descubrirá que la guerra es despiadada, que lo destruye todo y a todos. Lo único que lo impulsará a seguir adelante será su familia. Mor encontrará a otros compatriotas que lo ayudarán a no derrumbarse y conocerá a grandes personas, pero también a otras corroídas por el odio que pondrán en peligro su vida y aquella de los que más quiere.
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Información
Editorial
Mascarón de proaAño
2022ISBN de la versión impresa
9788411310390ISBN del libro electrónico
97884113121411
“No mires atrás”, se dijo a sí mismo. Said no quería dejar de correr. Temía que, si volvía la mirada atrás, presenciaría el instante en el que, otra vez, una vida humana se apagaba en unas décimas de segundo, el tiempo que tarda una bomba en explotar y hacer trizas un edificio. Su padre le apretaba la mano con fuerza. Con la otra agarraba a su mujer, que llevaba en brazos a su hija pequeña, cuyo llanto era ahogado por el estruendo de las bombas.
Había pasado ya más de un año, pero lo único que había cambiado era el número de muertos, que no paraba de crecer, aunque no parecía importarle a nadie. Said trató de hacer memoria, en un intento por recordar un tiempo anterior a la guerra. Pero no pudo, y se preguntó si era preferible seguir despierto y escuchar cómo el sonido de las bombas se acercaba a cada momento, o cerrar los ojos para sumergirse en algo irreal, en un sueño de paz que parecía inalcanzable.
¿Cuánta gente había muerto ya? ¿Y cuántos más deberían hacerlo para que todo terminase? Le llegó a los labios el sabor salado de las lágrimas, pero se obligó a seguir corriendo. Aunque el polvo le impedía ver a dónde se dirigía, poco le importaba: no sabía a dónde iba, pero sí a dónde no quería regresar. El rugido de las detonaciones los perseguía, cada vez más cerca, y se mezclaba con el ruido de su entrecortada respiración y los gritos de los que corrían delante de ellos, en busca de un lugar seguro. De pronto, su madre tropezó y cayó con su hija en brazos. Said sintió que su padre tiraba de él hacia atrás. Y entonces, cuando sus ojos vieron aquello de lo que huía de manera desesperada, tuvo la completa seguridad de que lo mejor era no volver a mirar atrás.
Un dolor insoportable se extendía por su pecho, y las piernas ya no le respondían. Cayó al suelo, convencido de que no sería capaz de dar un paso más, de que había llegado el final, de que su suerte no sería diferente de la de tantos otros. Se quedó tumbado, inmóvil, hasta que alzó la vista un segundo y, a través de la atmósfera cargada de polvo y tierra, y de las lágrimas que hacían que no pudiera enfocar la mirada, entrevió la figura borrosa de su padre, que corría hacia él. Entonces cayó la bomba.
2
Hacía nueve días que el cayuco había partido de Senegal, y ya casi no les quedaba agua. Mor había pagado algo más de mil euros, casi todo el dinero que tenía. En sus piernas descansaba su hijo y, a su derecha, su esposa sostenía a su hija. Por un instante, Fatou volvió la cabeza hacia su padre, que trató de esbozar una sonrisa que nunca llegó a dibujarse en sus labios. ¿Cómo sonreír cuando dejaban atrás el lugar donde habían vivido los mejores momentos que recordaban, y cuando ante ellos el océano se agitaba con violencia, amenazando con hacer pedazos sus esperanzas?
—Todo saldrá bien —susurró, aunque no se creyó sus palabras.
Fatou se acercó a él y lo abrazó, y al notar la piel de su hija sobre la suya, Mor se prometió a sí mismo que conseguiría llevarlos a todos hasta las islas. El viento ganó intensidad, y el frío provocó que un castañeteo de dientes se extendiese por el cayuco. Acercó a sus hijos y a Aminata, que iba delante, un poco más a él, en un intento de protegerlos del frío y también de convencerse a sí mismo de que no estaba asustado.
De pronto, todo se quedó en silencio: el motor se había parado. El aire se llenó de voces inquietas mientras la embarcación daba un salto brusco, sacudida por las olas. Todos se agarraron con fuerza unos a otros, como se aferra alguien a la última esperanza que le queda. Aunque la oscuridad lo envolvía todo, Mor pudo ver en los ojos de sus compatriotas una misma mirada de esperanza, como si buscasen más allá de las olas un lugar en el que no volver a pasar hambre o tener miedo.
La tormenta se intensificó, y Mor cerró los ojos y rezó.
3
Said se sorprendió al despertar y no oír el sonido de las bombas. Por un momento, se permitió albergar la esperanza de que la guerra hubiese terminado. Abrió los ojos despacio, y se encontró tendido en una cama, a cuyos pies había una silla en la que su padre dormía. Pero, como si hubiese percibido que Said estaba despierto, también él abrió los ojos.
—¿Cómo estás? —le preguntó, adelantándose para abrazarlo.
Él asintió, pero no pudo decir nada. Su padre lo besó en la frente y volvió a abrazarlo, tanto que le hizo daño. Tenía los ojos enrojecidos e hinchados, el pelo despeinado y la barba larga y descuidada. Se había quitado el thobe blanco, que le llegaba casi hasta los pies, y ahora vestía una camiseta interior también blanca que estaba un poco manchada de polvo.
Miró alrededor, a las paredes desconchadas de la habitación, y en dirección a la puerta que había a su izquierda, y finalmente a su padre, haciéndole en silencio la pregunta que no se atrevía a formular en voz alta, como si de ese modo dejase de ser verdad. Temió por un instante que Khaled pronunciase una disculpa y bajase la mirada, suplicándole perdón por no haber podido salvarlas. Pero entonces la puerta se abrió y Larisa entró en la habitación.
Lo miró con preocupación y lo besó en la frente.
—¿Cómo estás, Sa? —le preguntó mientras le acariciaba el rostro, todavía manchado de tierra y restos de sangre seca.
Said trató de sonreír. Larisa también, pero él ya tenía once años y conocía a su madre demasiado bien como para saber que aquella no era su sonrisa. Solo podía pensar: “Están vivas. Están vivas. Están vivas”. La atrajo hacia sí y la abrazó.
—¿Y Naasima? —le preguntó cuando se separaron.
—Está bien. Estábamos lejos cuando... —su rostro se ensombreció—, cuando pasó.
Alguien llamó a la puerta. Su tío entró con gesto preocupado, se acercó a la cama y le revolvió el pelo.
—Khaled, ¿tienes un minuto? —dijo después, volviéndose hacia su hermano.
Khaled asintió, y la puerta se cerró tras ellos. Una bomba retumbó a lo lejos. Khaled se estremeció.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Samir.
—Han bombardeado la mezquita en Sheikh Maqsoud —dijo Khaled, con voz temblorosa—. Acabábamos de salir. Un segundo más y...
Un escalofrío recorrió su espalda, y Samir le puso una mano en el hombro y lo miró a los ojos.
—Ahí fuera corréis peligro —dijo—. Quedaos aquí.
—¿Y esperar a que caiga la siguiente bomba? — Khaled negó con la cabeza. Tenía los ojos húmedos—. Gracias por todo, hermano, pero tenemos que salir del país. Quedarse aquí sería como sentarse a esperar la muerte.
—¿De verdad piensas llegar hasta Turquía?
—Es la única salida —insistió Khaled.
Al otro lado de la puerta, Larisa entonaba una canción, y Said la tarareaba en voz baja. “Siempre ha tenido una voz preciosa”, pensó Khaled, y sonrió.
—Escucha —dijo Samir—, dicen que habrá una tregua, puede que pronto. Estamos a varios kilómetros de los bombardeos.
—¿Una tregua? —Khaled rió con amargura, apartándose de su hermano—. Por Alá, ¿cuántas treguas ha habido ya? —Samir se disponía a responder, pero él se lo impidió—. ¿Cuántos han muerto durante una tregua?
Samir asintió lentamente, y después dijo:
—Escucha, hermano. Ninguno de nosotros podrá olvidar nunca lo que hemos visto ahí fuera —señaló hacia la ventana frente a ellos—. Por muchos días de paz que vengan, recordaremos lo que ha pasado en estas calles cada día, y cada noche, en nuestros sueños, veremos sus rostros, y escucharemos otra vez las bombas y los gritos. Ese es nuestro castigo, Khaled, ese es el castigo de los que seguimos vivos.
Larisa salió de la habitación, apoyó una mano en el hombro de Samir, le dio las gracias en un susurro y se alejó por el pasillo. Khaled miró a Said, que parecía dormir de nuevo, a través de la puerta entreabierta.
—Aunque haya una tregua como dices —dijo al fin— no durará mucho.
—Lo único que queda ahí fuera son cadáveres y escombros —respondió Samir.
—Lo único que me queda a mí son ellos ...
Índice
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