El cuarto jinete
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El cuarto jinete

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El cuarto jinete

Descripción del libro

Según Juan de Patmos, el cuarto jinete del Apocalipsis vendrá montado en un caballo bayo; su nombre será Mortandad y le acompañará el Infierno. Pareció cumplirse así en 1348, cuando la peste bubónica mató a más de un tercio de la población europea. Esta novela nos sumerge con inaudito realismo en aquel momento terrible. Vemos a los frailes dirigir doloridas preguntas a Dios, a los fanáticos flagelantes culpar de todo a los judíos, a pecadores sanos o moribundos clamar su arrepentimiento. En un París desolado, los niños huérfanos mendigan y roban para sobrevivir, los sepultureros cristianos y los judíos de la Hevra Kadisha se apresuran en su fúnebre y multiplicada tarea, mientras otros, rebosantes aún de vitalidad, se entregan al disfrute sin pérdida de tiempo o intentan vanamente huir de la epidemia. Y están los que procuran paliar el sufrimiento y la soledad de los incurables: las monjas enfermeras y Abu Alí Ibn Mohamed de Ronda, médico sabio y compasivo disfrazado como Pedro de Hispania, y su joven discípulo, cuyo aprendizaje de la compasión será una ardua conquista del alma. Con una erudición discreta pero asombrosa, Verónica Murguía otorga poderosa vida al horizonte espiritual de finales de la Edad Media, pero también a la atmósfera, los enseres, prendas y muebles, y hasta al color, la textura, el olor de aquel mundo lejano, vuelto próximo en la consoladora belleza de estas páginas.

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Información

Editorial
Ediciones Era
Año
2021
ISBN del libro electrónico
9786074456059
Categoría
Literatura

XIII
La unción con aceite de rosas


Hace cuatro días, a la hora nona, vino el casero de mi maestro, un hombre gordo y pálido, a decirme que el español no salía del cuarto. Temía que la Peste hubiera hecho presa de él. Además se quejó porque Pedro le debía dinero de la renta. Dijo que tocó a su puerta y que, desde adentro, mi maestro le pidió que me llamara. Le dio mis señas y el nombre de la calle donde vivo. Yo esperaba a Pedro y me inquietaba su ausencia, así que seguí al casero por las calles hasta llegar a la humilde casa de la Rue Montagne Sainte-Geneviève.
Siempre me sorprendía la pobreza de la casa. Pedro apenas cobraba las consultas y no tenía discípulos que pagaran la tutela. Todo lo que quiso enseñarme, el pan y los remedios que compartió conmigo, me lo dio sin esperar nada. Subí solo las escaleras. El casero se quedó abajo, mesándose el pelo.
Debo confesar que las manos me temblaron cuando abrí la puerta y me recibió, como una bofetada, el olor aborrecido de la Peste. La habitación estaba caliente y oscura. Sentí que una arcada subía por mi pecho, pero logré controlarme. Saqué del bolsillo de mi hopalanda el trapo humedecido en vinagre que se ha convertido en mi eterno compañero y me lo puse sobre la nariz.

El olor de la Peste provoca en mí violentas reacciones. Imagino que entra por mi nariz y se expande dentro de mi pecho, inundándolo de gases pútridos que me saturan, se expanden y bullen, y temo que las burbujas se convertirán en los bubones, glóbulos de carne corrupta y negra. La Peste en los enfermos hiede más horriblemente que los cadáveres de quienes mueren por otras dolencias. El olor permanece adherido a mi nariz aun cuando aspiro con fuerza el perfume amargo del vinagre con el que empapo mi pañuelo.
A pesar de que mi maestro también se asquea ante la hediondez, su buen corazón lo impulsa a obrar caritativamente y entra en las casas de los apestados como si saliera al campo rumbo a los prados floridos.
He descubierto que tal vez no puedo ejercer la Medicina y que en mi corazón no abunda la caridad: distingo, a veces a mi pesar, la cobardía en el ánimo del paciente y me dan ganas de abandonarlo. Su indefensión me inquieta y enoja. Hay otras cosas que he descubierto gracias a la Plaga: que la madre es capaz de abandonar al hijo y el hijo a la madre; que el preboste ha hecho prender a los pocos que atienden a los apestados si carecen de licencia; que los médicos roban a sus pacientes y huyen los sacerdotes, mientras el enfermo agoniza sin el santo consuelo de la Eucaristía. Que nuestra ciencia es inútil.
A mi maestro no le importaba. Alguna vez me dijo que la confianza del enfermo en Dios era una elevada forma del valor, semejante a la del mártir. Hasta el día de hoy yo no pensaba así, pues la mayoría de los contagiados temían la muerte y no deseaban ver a Dios. A menudo nos han maldecido, a él y a mí, por no poder salvarlos. Muchos se aferran a la vida y nos ofrecen sus riquezas a cambio de la curación. ¡Como si fuéramos más que simples hombres, impotentes ante la muerte!
Cuando ingresé en la Facultad de Medicina, pensaba que no había nada más importante que el saber. Estaba animado por el amor intellectualis Dei. Veía a Dios en todo: en las plantas y animales, en el cielo, en las obras de los hombres.
Aunque las discusiones de los sabios me daban pereza y me aburrían, el placer de aprender a curar me embargaba. A menudo animaba a mis compañeros para que fueran a la taberna sin mí y me dejaran leyendo en paz. Sobre todo quería tener oro y privilegios para no sufrir por la falta de dinero como sufrieron mis padres y mis abuelos antes que ellos.
Ahora, aunque voy a la iglesia con frecuencia, no encuentro a Dios en ninguna parte. El amor por la Medicina, descubrí, no se parece en nada a la fe. Adivino la corrupción que late en todo lo que me rodea. Desde que nacemos llevamos en el pecho la semilla de nuestra muerte y esta semilla germina y crece a lo largo de la vida. La Peste nos cosecha como frutos maduros.
Los frailes dicen que estamos en manos del Diablo y yo lo creo. Los estudiantes nos dispersamos: abejas con el panal hecho pedazos por un rayo. Muchos han muerto y los que quedamos sabemos que nuestros remedios no sirven.

Entré, pues, en la habitación de mi maestro y lo vi tendido en su camastro, de espaldas a mí. Aun de espaldas se notaban las hinchazones a los lados de su cuello. Estuve a punto de cerrar la puerta sigilosamente y huir. Él nunca lo sabría. Estaba ahí, quieto, respirando laboriosamente, quizás dormido. Si yo me iba, moriría solo, como tantos, como quizás muera yo en un día no muy lejano y tal vez, ni aunque yo entrara, se percataría de mi presencia.
¿Qué le debía yo a Pedro? ¿Acaso no estaba demostrado que nuestros remedios son inútiles? Quizás estaba más allá de la posibilidad de reconocerme. Ir o quedarme podría ser la diferencia entre vivir o morir. Pero la visión de su espalda delgadísima, de su pelo ensortijado y canoso me dejó clavado en el umbral. Miré su túnica, doblada pulcramente sobre un banco, sus botas cubiertas con lodo seco al lado de la yacija, el mendrugo de pan y un libro sobre la mesa. El fuego estaba casi apagado.
Entré y, con trabajos, se volvió a mirarme. De por sí delgado, había enflaquecido en los pocos días que estuvimos sin vernos. El cuarto olía a vómito. A su lado había un cuenco. Seguramente estaba lleno, porque el apestado debe expulsar los humores, el cuerpo lo obliga. Entornó los párpados hinchados y me dijo:
–Has venido, gracias a Dios. No te acerques, tengo la Peste.
Se incorporó sobre un codo y levantó el otro brazo para mostrarme la axila. Ahí estaban, redondas y negras, las bubas, debajo de la oscura mancha de vello. Me di cuenta de que a mi maestro apenas le quedaban algunas horas. Sin querer retrocedí un paso, como si hubiera tocado la punta de una espada. Entonces vi, y la visión me conmovió, el dibujo aquel que le había regalado, puesto sobre la pared como si fuera una hermosa tabla pintada por un artesano. Mi dibujo, olvidado por mí, la bagatela que le regalé un día que estábamos los dos contentos porque habíamos comido un pan recién horneado y una costra de queso.
Me avergoncé de mis temores y guardé el pañuelo en la bolsa.
Mi maestro se dejó caer. Respiraba espasmódicamente.
–Hermano mío, si así lo deseas, puedes irte. Si temes contagiarte o sientes asco, vete. Si decides quedarte a mi lado, colócate el pañuelo sobre la cara. Antes, mójalo con el vinagre que guardo en la bolsa.
Me temblaban las piernas pero hice un esfuerzo. Saqué el pañuelo, lo mojé de nuevo con el vinagre que Pedro guardaba en la bolsa y me cubrí media cara.
–Maestro, ¿deseas que envíe a tu casero por el sacerdote? O si lo prefieres, yo mismo iré por él. Que escuche tu confesión. Mientras, descansa un poco, no tardaré –dije detrás de la tela empapada.
Mi maestro sonrió tristemente:
–No vayas. Quien me escuchará serás tú, si aceptas la enumeración de mis pecados, hermano mío... –dijo débilmente.
–Pero yo no te puedo escuchar en confesión. ¿Qué dices? Soy un hombre cualquiera, no puedo administrar un sacramento.
–Sí puedes. El Papa decretó que en el caso de que el alma peligrara, hasta una mujer puede escuchar la confesión. Ven. No pecarás por oír lo que tengo que decir y es la última gracia que solicito. Tu caridad. Escúchame. Me muero.
Cerró los ojos y se quedó quieto. Yo no supe qué pensar. ¿Una herejía? ¿Un crimen? ¿De qué hablaba mi maestro? Tal vez el delirio lo hacía decir insensateces. Pensé en mi ignorancia acerca de su vida antes de llegar a París. Nunca hablaba de sí mismo y yo parloteaba por los dos.
–Tengo algo que revelarte ahora que muero. Pero antes debes jurar en nombre de Dios y de la Virgen que guardarás el secreto –murmuró entre toses.
Yo pensaba en la posibilidad de estar contagiado por mi diario contacto con él. O en la posibilidad de estar sano y vivir sin el auxilio de su sabiduría y sus consejos.
–¿Qué es? –logré balbucear.
–Antes, jura.
–Lo juro en nombre de Dios y de la Virgen –dije.
Mi maestro tosió y me miró gravemente.
–No me llamo Pedro. Me llamo Abu Alí Ibn Mohamed de Ronda. Soy musulmán. El rey Alfonso de Castilla sitió el castillo de mi señor, la Peste cayó sobre todos y hui al ver sus efectos. Abandoné –(y mi maestro se ahogaba de angustia al confesarlo)– a mi mujer, que ya estaba contagiada.
Sus manos se crisparon sobre la manta y una arcada lo obligó a alzar el pecho.
Sentí que mis zapatos se volvían de plomo y mis piernas de azogue. Incapaz de moverme, creo que abrí mucho la boca. Ni siquiera comprendí el nombre que dijo tener, no entendí nada. No sé si el horror se reflejó en mi rostro, pero gracias a Dios él no me vio, pues vaciaba el estómago en el cuenco. Luego, miró el tec...

Índice

  1. I. Plegaria de Jean de Venette, prior del monasterio de la orden carmelita de París
  2. II. Petición de Andreuccio, estudiante nacido en Brescia, a Isabeau, hija del molinero de la Rue de la Mer
  3. III. Juventud de Abu Alí Ibn Mohamed de Ronda
  4. IV. Voto de la hermana Béatrice
  5. V. Descripción de París por Pedro de Hispania
  6. VI. Arrepentimiento del apestado de la Rue de la Harpe
  7. VII. Confesión de Guy de Comminges
  8. VIII. Pasos de Pedro de Hispania por la judería, los obrajes y los barrios pobres de París
  9. IX. Dicho de Catherine, huérfana
  10. X. Visión del Flagelante
  11. XI. Meditación de Asher ben Jacob, miembro de la Hevra Kadisha de la judería de París
  12. XII. Pedro de Hispania recuerda su conversación con la cicatricera
  13. XIII. La unción con aceite de rosas
  14. XIV. Pregón de Nicolás, carretero y enterrador
  15. XV. Espera de Marie la cicatricera
  16. XVI. Declaración del mendigo incompleto
  17. XVII. Por el camino
  18. XVIII. Conversación entre Agnès y Françoise, lavanderas que van por el camino
  19. XIX. Veredas desiertas
  20. XX. Narración de Jacques, carbonero de la región de Macon
  21. XXI. La caridad ajena
  22. XXII. Recuerdo de Giraud, hermano de Jacques
  23. XXIII. Historia de Fulbert, recolector de cortezas
  24. XXIV. En la choza de los pastores
  25. XXV. Luto de Giraud
  26. Nota
  27. Agradecimientos