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Descripción del libro
Carlos Monsiváis reúne un muestrario de personajes que de modos diversos, insólitos a veces, ilustran facetas de la sociedad mexicana. Así, gracias a su particular estilo, desfilan ante el lector músicos (Lara, Jiménez), chavos onderos y clase alta, figuras espectaculares (Fidel Velázquez, La Tigresa, Isela Vega, Siqueiros), un escritor singular ahogado por su ubicua figura (Novo), un maestro de ceremonias de masas (Raúl Velasco) y los militantes de izquierda que con sus vidas y muertes son el indispensable contrapunto del amor perdido por la historia mexicana.
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Información
Editorial
Ediciones EraAño
2013ISBN del libro electrónico
9786074450828SALVADOR NOVO
Los que tenemos unas manos que no nos pertenecen
Sucede a veces que sólo percibimos las calidades secretas o entrañables de una ciudad por el amor (necesariamente público) que alguno, que algunos le profesan o le han profesado. Por medio de ese interés, de ese trato vigilante, nos allegamos determinados estímulos psicológicos, ciertas compensaciones visuales o sociales que, de pronto, revelan trasfondos o apariencias de la ciudad, le añaden logros o le señalan disminuciones, le ratifican o le informan de zonas sacras, le otorgan disfraces y recubrimientos de clase o de secta, le procuran una posibilidad antropomórfica, la vuelven ella, la ciudad como lazo personal devastador o recompensante, la preservan o liquidan —en última instancia— dentro del esplendor o la estrechez del mito. Como en el melodrama, la ciudad, ese concepto cada vez más arbitrario y agónico, vive y se sobrevive en sus amantes. Así, en el caso de la capital de la República Mexicana, la relación profunda con los escritores que fueron también en este siglo sus Cronistas oficiales: Luis González Obregón, Artemio de Valle Arizpe y Salvador Novo.
En 1911, don Luis González Obregón es nombrado —en medio de las conmociones revolucionarias— Cronista de la Ciudad para afirmar, reproduciéndola o personalizándola, la tradición, entendida como la triple proeza: de la memoria, de la arquitectura y del honor. La designación gubernamental pone de relieve una actividad selectiva y ennoblecedora: la ciudad amada por González Obregón (y por Valle-Arizpe) es una especie de paraíso recuperable por la evocación y es, ante todo, una fantasía literaria de segundo orden. El virreinato se extiende, hispánico y criollo, como edad agradecible a la que galvanizan las intrigas de oidores y prelados y la que se ostenta como sarao, entre la erudición tediosa y el relato picaresco, con un tiempo libre medido por la energía para almacenar costumbres y vestimentas y acuñar espectros que vuelvan deliciosamente inquietantes los recorridos a deshoras. La nostalgia omnímoda y profesional de don Luisito y de don Artemio que de Dios naturalmente gocen es, de modo confeso, el medio (el método) que intenta descomponer y ahuyentar la realidad inmediata, el desdén o la incomprensión temerosa ante la turbulencia circundante. La gran ventaja de un pasado como el de la Colonia, resguardado entre límites y fechas precisas es, para quien quiera aprovechar su formato de ghetto cronológico, su condición virtual de otro país. Brumas reconfortantes: quien desee ser nativo de esa tierra y de esos años —de esa sociedad y sus privilegios— sólo precisa de las investiduras de un lenguaje y de una temática. El cultivado anacronismo de González Obregón y de Valle Arizpe, su fe “colonialista” que se extenuó adornando las leyendas de las calles de México o describiendo las minucias del Palacio Nacional, sus manías y exhumaciones, su condición de extranjeros en su propia época, desembocan en la adopción de un territorio cultural que es otra nacionalidad: el sujeto de la Historia es el pasado y la ciudad virreinal, eterna certidumbre de límites y jerarquías y estados de ánimo, es la ciudad de Dios.
La ambición trémula de la capital (de su clase dirigente, que siempre se ha otorgado generosamente el rango de conciencia y ser nacionales) fue la prosperidad-que-no-avergüenza y esta meta, lo civilizado como prueba de otredad, sembró durante el porfirismo de candelabros y cortinajes y estucos las casas con mansarda, y cuidó el anheloso vislumbramiento del Menos Mexicano Que los Demás, la esperanza de sorprenderse a sí mismo en otro sitio (nunca este horror cundido de horrores), un lugar diferente que consintiese y alabase el refinamiento. ¡Bonita Colonia Roma, quién estuviera en Europa!… A tal “extranjería” la cohesionó un impulso social evidente: durante mucho tiempo, los miembros de la clase favorecida de la capital codiciaron despertar un día y descubrirse dueños y continuadores de la tradición admirable, el legado de una ciudad cuya munificencia moldearía intenciones culturales y exclusividades del comportamiento; una ciudad que, desde el ámbito estricto de su fortuna arquitectónica y sus barrios privilegiados (el oro y el hierro y las piedras de los paladines), refutaría el sudor y la sangre que vulgarizaron sus orígenes, mostrando en medio del más denso primitivismo (los ojos acechantes e indescifrables de la gleba) el brillo de la civilización criolla y europea.
EL RELATO SE INICIA CLÁSICAMENTE
En su oportunidad, el Cronista Salvador Novo (1904–1974) amó —y para ello necesariamente urdió y divulgó— otra ciudad, de sus días y de su semejanza. La ciudad de Novo fue el espacio físico, psicológico, social, cultural y (casi) moral de una élite, ese sector ilustrado y/o poderoso que siempre ha calificado su presencia en un lugar como la asistencia de “Todo Mundo” y que —con presunción entendible— ha sentido que la parte de ciudad a su servicio constituye la totalidad verdadera del Distrito Federal y del país. Ese asiento de la famosa México que Novo describió y ejerció, hoy se disuelve macromegálicamente. Ya no es recorrible, ya su geografía mítica se ha desintegrado en la masificación, ya no es utilizable la noción de “gran familia”.
¿Cómo se fue desenvolviendo la íntima y pública conexión entre un escritor y lo que éste, con orgullo deliberado calificó de “nueva grandeza”? Si se quiere captar el mecanismo de esa ciudad imaginada para poder ser vivida, conviene atender el proceso de quien fue una de sus más difundidas instituciones y su mayor exégeta. Y lo mismo a la inversa.
En 1917, el relato se inicia clásicamente con la llegada a México de un niño de trece años, enfermizo y huérfano de padre. Viene de Torreón, de una pequeña burguesía de provincia alarmada y desgastada por lo que la excede y nulifica. La revolución ha sido el mal, el atraco, la irrupción en la sala de los antipáticos desconocidos, los “salvajes villistas” que golpean la puerta con sus pistolas buscando al padre y asesinando al tío. La capital —”ciudad grande, limpia, de clara atmósfera”— es el refugio, la vuelta a lo sedante, la amabilidad de lo que empieza a estabilizarse. Las tranquilas reuniones familiares son el sedimento de la ideología: Novo, esencialmente un conservador imperturbable, concebirá el orden y la prosperidad como atributos irreductibles de la clase social que asciende y se instaura al triunfo del constitucionalismo. Su sensación de libertad la asociará a la relativa y morosa quietud de la ciudad de México. Sus secuencias del caos y del crimen las derivará de imágenes de las tropas villistas. En esto procederá como la inmensa mayoría de los escritores de su tiempo, uncidos a la clase dominante por razones formativas y facilidades políticas y sociales.
LOS APETITOS CITADINOS
En 1917, la capital apenas está olvidando su repertorio de vítores forzosos ante la sucesión de desfiles militares. En la calma paulatina, la cultura tradicional se reanuda, el aislamiento de la guerra interna y de la Gran Guerra se va quebrantando y en la Universidad los grupos literarios vuelven al descubrimiento expropiatorio de autores y tendencias.
En la década de los veintes, la ciudad vive una revolución cultural: José Vasconcelos, Secretario de Educación Pública, convoca la energía que el movimiento armado despertó y la encabeza con ánimo proselitista y misioneril. El Espíritu, la Educación salvarán a México; los libros son factores indudables de poder y regeneración, todo está por hacerse y por crearse. El clima febril es intercomunicación e intertextualidad: el muralismo explica la Historia y le regala al espectador la (aduladora) convicción de que alguien quiere ganarse su (importante) punto de vista (en cualquier sentido). Se pinta, se compone, se escribe, se vocean las buenas nuevas del libro en el interior de las vecindades, se hace arte popular. Por su cuenta, la poesía se renueva, el modernismo muere y reencarna, Ramón López Velarde registra un idioma poético a su nombre y Carlos Pellicer introduce el humor, una alegría nítida y una peculiar luminosidad.
La ciudad multiplica sus sitios neurálgicos al producirse de nuevo el culto al heroísmo individual y social, sólo que esta vez fuera del campo de batalla. Hoy ya no se comprende este proceso único y simultáneo: la ciudad se ha vuelto el paisaje inadvertido y opresivo que carece de personalidad y es incapaz de proporcionarla. El idioma común ya no se forja en calles y sitios públicos o a través de los acontecimientos políticos: ahora lo estipulan los medios masivos de comunicación. Mas en el periodo que va del afianzamiento de la estabilidad al primer gozo del desarrollismo, la ciudad de México poseyó y distribuyó señas de identidad, y alineó psicologías con el mero transcurrir de sus barrios o de sus centros ceremoniales, donde el neófito se iniciaba en la educación, en el coito, en la observación de tipos y costumbres, en el orgullo de pertenecer a la médula ardiente de un país nuevo y recio.
Uno de los muchos espectáculos inadvertidos del momento: dos jóvenes caminan, conversan, discuten o guardan silencio “rumiando la misma paradoja o, a veces, arrebatándose la propia nota inexpresada de la misma canción”. Novo y Xavier Villaurrutia leen, traducen, observan el panorama literario y juntos van hallando las potencialidades de la ciudad y la cultura. En 1922, Jaime Torres Bodet, Bernardo Ortiz de Montellano, José Gorostiza y Enrique González Rojo lanzan la revista La falange. Un “grupo sin grupo” se va haciendo, el mismo que incorporará a Pellicer y entre 1928 y 1931 editará la revista que les dará nombre: Contemporáneos. Pronto, Novo y Villaurrutia diversifican esta intensa vida gremial: colaboran en las publicaciones, asisten a las comidas semanales, patrocinan las añadiduras de Jorge Cuesta y Gilberto Owen y publican la revista Ulises (1927–1928).
La aparición de este grupo o, mejor, de esta corriente de poetas y críticos es deslumbrante. Al parecer a contracorriente, representan también, con ímpetu semejante al de los muralistas, el ánimo voluntarioso de crear una cultura como método rápido de creación de un país. Son precoces, entusiastas, soberanamente inteligentes, talentosos. Los mejores y los más brillantes.
A la distancia, los veintes resultan años de álgida comunicación intelectual: se trabaja colectivamente en revistas, editoriales, antologías poéticas, periódicos. La democracia (secretarías de Estado) es el único patrocinador visible. Para resarcirnos del aislamiento, integremos a los grupos selectos con el elitismo europeo. Es urgente traducir, poner al día, actuar reivindicatoriamente en oposición al medio: hay que retomar la voluntad de estilo, la fe en la cultura como actividad individual, sin mayor relación con un proyecto educativo nacional; la cultura como una función privada que va de un autor a un lector, de un estímulo a una corriente, de André Gide al presentimiento sofocante de que en México se debe confiar en el impulso adquirido y recelar de la teoría del acto gratuito. Grupo, generación o tendencia, los Contemporáneos ponen su afán en serlo: a través de Cuesta, Villaurrutia, Gorostiza, Novo, el rigor intelectual se vuelve una disciplina defensiva, de autopreservación. Si se prescinde de la exigencia, se lanzará otra vez el corazón a la bohemia. Una consigna: decepcionar a las circunstancias. La casi inexistencia del público lector y las asperezas de un ambiente antintelectualista que ve en la práctica literaria una críptica renuncia a la hombría (a la nacionalidad en su acepción más agresiva) les va consiguiendo un prestigio legendario y una cohorte de enemigos.
“EL JOVEN”: UN PROGRAMA DE NACIONALIZACIÓN
Novo, entre los de su generación, jamás desmerece. Con impiadoso adelanto, dota ya a sus primeros escritos de un flexible (regocijado) sentido del idioma, individualizado gracias al gusto autobiográfico y provisto de perspectivas y distancias por medio de la ironía. Desde siempre, Novo intuye las cualidades y demandas de la ciudad y decide reflejarse en su desordenado y voraz crecimiento. De inmediato, él aprehende el ir y venir citadinos y los entiende como la petición de “vida-de-hoy”, la velocidad del automóvil nos compensa de todas las horas muertas de los antepasados, el vértigo industrial (jazz y acelerador, foxtrot y rascacielos) supera y traspasa los viejos fetiches del “buen gusto” y lo “específicamente nacional”. Entonces y como ocurrió con los poetas modernistas, una élite ve en la adopción de influencias extranjeras no la sumisión colonial sino el instinto de sobrevivencia y la avidez del conocimiento. El desarraigo nacional, explicará Jorge Cuesta, es la posibilidad del arraigo intelectual.
En 1923, en su ensayo autobiográfico El Joven, Novo describe:
Siguió caminando. Todo lo conocía. Sólo que su ciudad le era un libro abierto por segunda vez, en el que reparaba hoy más, en el que no se había fijado mucho antes.
Leía con avidez cuanto encontraba. ¡Su ciudad! Estrechábala contra su corazón. Sonreía a sus cúpulas y prestaba atención a todo.
Man Spricht Deutsch “Florsheim”. Empuje usted. Menú: sopa moscovita. Shampoo. “Ya llegó el Taita del Arrabal”, ejecute con los pies a los maestros. Au Bon Marché Facultad de México, vías urinarias, extracciones sin dolor, se hace trou-trou, examine su vista gratis, diga sonmed, Mme. acaba de llegar, estamos tirando todo, hoy, la reina de los caribes, The leading Hatters, quien los prueba los recomienda, pronto aparecerá, ambos teléfonos, consígase la novia. Agencia de inhumaciones “Eveready”. ¿Tiene usted callos? Tome Tanlac. Sin duda, a pasos lentos, pero su ciudad se clasificaba. Para cada actividad señalada, remedios o gentes especiales. Ya los helados no son solamente de limón, de chocolate, de fresa o de amantecado como solían. A aquel Lady Baltimore las listas eran largas e incomprensibles. ¿Quien no sepa pronunciar osará comerse un Marshmallow puff? Y los ice creams soda, vasos llenos de espumarajos y con dos popotes, como los acusaba un amigo provinciano —¡eran de Mocha! ¡Y de Maple!…
Recuento autobiográfico de un desarrollo ambicioso y totalizador, esquema del cual derivará Nueva Grandeza Mexicana, El Joven es la irrupción formal en la literatura mexicana del estilo que luego será llamado pop. Moda, preliminares de la sociedad de consumo, ritmo y andares de las multitudes, letreros, avisos oportunos y relación sonora y mímica con la capital. Quizás más que Ensayos (1925) o Return Ticket (1928) es El Joven muestra nítida de un punto de vista diferente, radical. Casi de golpe, se afirma una maestría, el dominio laborioso de técnicas e incitaciones a la lectura.
Novo lo consigue: en los años en que los colonialistas insisten en darle a la ciudad una dimensión nostálgica y fallidamente churrigueresca, él va presentando (y a su modo configurando, al promoverla) una ciudad viva, depositaria del ruido y el agitado desplazamiento de muchedumbres. Las lecturas norteamericanas alternan con las de cronistas finiseculares (Ángel de Campo Micros, José Tomás de Cuéllar, Manuel Gutiérrez Nájera) y este meditado salto en relación al periodismo lineal de la época, es a un tiempo agresividad estética y catarsis citadina. Lo Moderno es el orgullo de comunicar la calidez inaugural de estas sensaciones, el deleite ante la publicidad que, avasallante, modifica el idioma y le da tono de apremio político a una hilera de anuncios. Dice Pellicer en 1925: “Una huelga de adjetivos paraliza el tráfico de mis versos… Supresión de pensiles / serenatas, pianos sumamente lejanos y otras cosas azules, como marfiles. El hipérbaton será fusilado por la espalda, para justificar sus traicioncitas.” ¿Qué permanece de la antigua poesía dominante, la de González Martínez (“Irás sobre la vida de las cosas con noble lentitud) o la de Ñervo (“Muy cerca de mi ocaso, yo te bendigo Vida”) ? Las luces de neón son la nueva escritura, el nuevo código.
LOS TERRITORIOS DE LA ILUSIÓN
A medida que se evapora el influjo innovador de la Revolución, la ciudad retorna a sus jerarquías consentidas. Hay un centro vital donde alternan y se mezclan políticos, artistas, poetas, empresarios, coristas, industriales, aristócratas arruinados o todavía más enriquecidos, periodistas, intelectuales, cantantes, damas de sociedad, burócratas. A un lado, se van consolidando las colonias residenciales, las zonas de insolencia de la burguesía que son territorios de la ilusión colonial, un “ensueño geopolítico” como hay muchos, en donde la actitud de habitantes y visitantes exalta con demasía la Buena Vida, adecuado premio de consolación para quienes están lejos de las metrópolis. El exiliado de los prestigios de Occidente, puede usufructuar bondades técnicas y hallazgos y ratificaciones culturales. Las Lomas, digamos, no es sino el ferviente augurio de un habitat californiano. Beverly Hills o Bel Air son los modelos del mañana admirable.
De 1917 a 1940, si se admite la convencionalidad de las fechas, la ciudad capital se manifiesta doblemente: entidad todavía conquistable e infatigable síntesis política. No sólo sede de los poderes: también el escenario donde confluyen y se aclaran los hechos, donde las batallas por el poder adquieren, cada semana, ordenamientos dis tintos y vías circulares. De la anécdota memorable al repertorio de actitudes: las masas se desdibujan en las concentraciones de apoyo, enmarcan las zozobras y seguridades de clase media, llaman Nopalito al presidente Ortiz Rubio y Papadas al presidente Ávila Ca-macho.
Progresivamente primada y predominante, la ciudad cuyo crecimiento se estancó y disminuyó en el periodo 1910–1917, va extendiéndose y vigorizándose a costa del resto del país. Las batallas se libraron en provincia: los mayores beneficios se cosechan en la capital. Expresión magnificada de la psicología social autoritaria, el centralismo del DF quebranta cualquier propósito genuino de nacionalismo al ir nutriendo la tradición de la ciudad de México de la imposibilidad de tradición del resto del país, así se ufanen en Guadalajara o Querétaro o Morelia de su impoluta mexicanidad y del acendramiento de estirpes y abolengos. Que digan misa: si tienen tan poderosas raíces ¿por qué las abandonan y ceden periódica y sumisamente para diluirse en la capital? Ante el centralismo todo es marginal o subsidiario: la prosapia y la acumulación de esencias nacionales y la lealtad a las costumbres ancestrales. El incremento de las vías de comunicación y los mass-media irán disolviendo inexorablemente a la provincia como pretensión de estilo y proposición opuesta a la capital.
En Visión de Anáhuac (1915) Alfonso Reyes ar...
Índice
- Portada
- Portadilla
- Créditos
- Dedicatoria
- Índice
- Alto Contraste: (A manera de foto fija)
- Yo Te Bendigo, Vida
- Señores, A Orgullo Tengo De Ser Antiimperialista
- La Crema De La Crema
- Mi Personaje Inolvidable
- La Naturaleza De La Onda
- Que Si Esto Es Escandaloso
- Colofón En Modo Alguno Autocrítico
- Sobre el author
