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Relatos de la lucha en el Norte de México

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Relatos de la lucha en el Norte de México

Descripción del libro

Marginado por villista, por ser de una mujer, por salirse del canon, Cartucho. Relatos de la lucha en el Norte de México es uno de los grandes textos de la literatura mexicana. Como señala Jorge Aguilar Mora en el prólogo, Cartucho está en todos los vértices críticos de nuestro discurso histórico-literario: es quizás el libro más extraordinario, donde se funden la singularidad autobiográfica, el anonimato popular, la relación histórica, la transparencia literaria, la crónica familiar.

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Información

Editorial
Ediciones Era
Año
2014
ISBN del libro electrónico
9786074453201

III
En el fuego

El sueño de El Siete

Dijo que nunca se había visto tan desamparado como en León de los Aldamas. Una mujer del pueblo le enseñó el camino. Contó que las gentes les daban las salidas más seguras y muchos salvaron su vida.
A El Peet, desde que entraron al combate de Celaya ya no lo vio. Cheché Barrón le había dicho que estaba herido, le habían dado dos balazos, estaba clareado de las piernas, la bala de la espalda había sido terrible. “Seguro que no encuentras a tu hermano”, le dijo Barrón.
El Ratoncito, un caballo adorable, lo acompañaba. Él era un muchachito muy malo y demasiado consentido; no sintió tristeza al saber las heridas de El Peet, pero al verse solo, la noche de León, sí recordó la casa y a Mamá; dice que no lloró; no debe haber llorado, él era malo, pero El Ratoncito tenía luz en los ojos, y era un compañero.
El Peet siempre fue mejor, no tenía padres, era su primo. Cuando fue al combate de Celaya, tenía diecisiete años y sólo lo hizo para cuidarlo. Él no era soldado ni quería serlo, éste fue su único combate y salió herido. El joven de los sietes, entre risas graciosas, contó a Mamá que cuando se vio sin compañeros creyó en Dios. Ya en despoblado, entre unos árboles, se sentó a pensar; estaba tan cansado que se fue quedando dormido sin sentir. El caballo se lo había amarrado de una mano; dijo que cuando él estaba soñando que El Ratoncito tenía alas y volaban juntos, oyó un grito que era la voz de Villa, que decía: “Hijo, levántate”. Dice que lo oyó tan bien, que abrió los ojos en el preciso momento que Villa le volvió a decir: “Despierta, hijo, ¿dónde está tu caballo?” Riéndose, Villa, junto con los hombres que le acompañaban, vio cómo el chamaco, rápido, saltó sobre su mano derecha y señaló su caballo. Esto no lo olvida él. Fue el único momento feliz de su vida, porque oyó la voz del general Villa. “Me recompensó Dios –decía cerrando los ojos–, oí a Tata Pancho.”

Los heridos de Pancho Villa

En la falda del cerro de La Cruz, por el lado de la Peña Pobre, está la casa de Emilio Arroyo; Villa la había hecho hospital. Allí estaban los heridos de Torreón, con las barrigas, las piernas, los brazos clareados. Villa en esos momentos era dueño de Parral; siempre fue dueño de Parral. Tenía muchos heridos, nadie quería curarlos. Mamá habló con las monjitas del Hospital de Jesús y consiguió ir a curar a los más graves; así fueron llegando señoras y señoritas; había muchos salones llenos de heridos, los más acostados en catres que se habían avanzado de los hoteles de Torreón.
Mamá me dijo que le detuviera una bandejita, ya iba a curar; horita le tocó un muslo; apestaba la herida; la exprimía y le salían ríos de pus; el hombre temblaba y le sudaba la frente; Mamá dijo que hasta que no le saliera sangre no lo dejaba; salió la sangre y luego le pusieron un algodón mojado en un frasco y lo vendaron. Vino una cabeza, una quijada, como seis piernas más, y luego un chapo que tenía un balazo en una costilla, este hombre hablaba mucho; un vientre grave de un exgeneral que no abría los ojos; otro clareado en las asentaderas; curó catorce, yo le detuve la bandeja. Mamá era muy condolida de la gente que sufría.
Un día oímos hablar a los heridos acerca de Luis Herrera: “Ese desgraciado qué bien murió; lo tenían acostado en el hotel Iberia de Torreón, llegamos y lo envolvimos en una colchoneta y lo echamos por la ventana, se llevó un costalazo; qué risa nos dio; le dimos un balazo en el mero corazón; después lo colgamos; le pusimos un retrato de Carranza en la bragueta y un puño de billetes carrancistas en la mano”. “Si hubiera tenido con qué sacarle un retrato –dijo un alto de ojos verdes–, lo habría puesto en un aparador para que lo vieran sus parientes, que viven aquí.” “Tenía el desgraciado la cara espavorida, como viendo al diablo. ¡Qué feo estaba!”, decían tosiendo de risa.
La noticia del día era que el general le había dado una trompada a Baudelio, porque éste había fusilado a unos que no quería que matara. Cada día se comentaba algo: “Los villistas triunfan, ¿por qué siguen en Parral y no se mueven? ¿Por qué no pueden avanzar más?”
Esa tarde todos hablaban en secreto. Fue llegando la noche, se movían las gentes con el solo pensamiento de que los carrancistas llegaban, Pancho Murguía y todos los demás. En la mañana, el general ya se había ido; quedaban los soldados que siempre salen a lo último y, eso sí, muchos heridos, a muy pocos se pudieron llevar, quedaban los más graves.
Mamá en persona habló con el Presidente Municipal y pidió, suplicó, imploró; si estas palabras no son bastantes para dar una idea, diré que Mamá, llorando por la suerte que les esperaba a los heridos, anduvo personalmente hasta pagando gente para que le ayudaran a salvar a aquellos hombres trasladándolos al Hospital de Jesús, de las monjitas de Parral. El Presidente le dijo a Mamá que se metía a salvar unos bandidos, ella dijo que no sabía quiénes eran. “En este momento no son ni hombres”, contestó Mamá. Al fin le dieron unas carretillas y se pudieron llevar a los heridos al hospital; en tres horas se hizo el trabajo. Mamá se fue muy cansada a la casa.
Llegaron los carrancistas como al mediodía; luego luego comenzaron a entregar gente. A los heridos los sacaron del hospital, furiosos de no haberlos encontrado en la casa de Emilio Arroyo; con las monjitas no podían matarlos así nomás y los llevaron a la estación, los metieron en un carro de ésos como para caballos, hechos bola; estaban algunos de ellos muy graves. Yo vi cuando un oficial alto, de ojos azules, subió al carro y dijo: “Aquí está el hermano del general –quién sabe cómo lo nombró–, aquí entre éstos”, y les daba patadas a los que estaban a la entrada; otros nada más les daban aventones; otros, para poder caminar por en medio de los heridos que estaban tirados, los hacían a un lado con los pies, casi siempre con bastante desprecio. Ellos decían que aquellos hombres eran unos bandidos, nosotros sabíamos que eran hombres del Norte, valientes que no podían moverse porque sus heridas no los dejaban. Yo sentía un orgullo muy adentro porque Mamá había salvado a aquellos hombres. Cuando los veía tomar agua que yo les llevaba, me sentía feliz de poder ser útil en algo. Mamá le preguntó al oficial qué iban a hacer con aquellos hombres. “Los quemaremos con chapopote al salir de aquí, y volaremos el carro”, dijo chocantemente el oficial.
Mamá tuvo que ir a la estación, ellos querían saber por qué los había llevado al hospital. Mamá contestó lo de siempre: “Ellos eran heridos, estaban graves y necesitaban cuidados”. Contestó que no conocía a nadie, ni al general –sabían que ella estaba mintiendo y la dejaron.
Los heridos se estuvieron muriendo de hambre y de falta de curaciones. Casi no dejaban ni que se les diera agua. Todas las noches pasaba una linternita y un grupo de hombres que cargaban un muerto por toda la calle se iban; la luz de la linterna hacía un movimiento rítmico de piernas. Silencio, mugre y hambre. Un herido villista, que pasaba meciéndose en la luz de una linterna, que se alargaba y se encogía. Los hombres que los llevaban allí los dejaban tirados afuera del camposanto.

Los tres meses de Gloriecita

Habían sitiado Parral; Villa defendía la plaza. Regados en los cerros, los soldados resistían el ataque. Los rumores: “Matan. Saquean. Se roban las mujeres. Queman las casas…” El pueblo ayudaba a Villa. Le mandaba cajones de pan a los cerros, café, ropas, vendas, parque, pistolas, rifles de todas marcas. Las gentes con su vida querían evitar que entraran los bandidos.
El ataque se hizo fuerte del lado del camposanto, del cerro de la Mesa y del cerro Blanco. Venían del valle de Allende, pueblo que dejaron destrozado. Una tarde bajaron por la calle Segunda del Rayo unos hombres guerreros; eran Villa y sus muchachos. Vestían traje amarillo. Traían la cara renegrida por la pólvora. Se detuvieron frente a la casa de don Vicente Zepeda; salió Carolina con un rifle (con el que ella tiraba los 16 de septiembre). Se lo entregó a Villa, él se tocó el sombrero. El rifle quedó colgado en la cabeza de la silla, y la comitiva siguió adelante.
A las diez de la noche la balacera fue más fuerte. Pasaron parvadas de villistas gritando: “¡Viva Villa!” Otro rato largo, los enemigos entraban. Parecía que la calle fuera a explotar. Por las banquetas pasaban a caballo, tirando balazos, gritando. Comenzó el saqueo. Mamá contaba que al oír los culatazos de los rifles pegando en las puertas, les gritó que no tiraran, que ya iba a abrir. Decía que había sentido bastante miedo. Entraron unos hombres altos, con los tres días de combate pintados en su cara y llevando el rifle en la mano. Ella corrió desesperada a donde estaba Gloriecita, que tenía tres meses. Al verla con su muchachita abrazada, se la quitaron besándola, haciéndole cariños; se quedaron encantados al verla, decían que parecía borlita. Se la pasaban con una mano y la besaban. Los ojitos azules de Gloriecita estaban abiertos y no lloraba. Se le cayó la gorrita, los pañales, quedándose en corpiño, pero parecía que estaba encantada en las manos de aquellos hombres. Mamá esperó. Uno de ellos, llamado Chon Villescas, levantó una mantilla, se la puso a la niña, y se la entregó. Se fueron saliendo de la casa. Muy contentos se despidieron. Dieron la contraseña para que otros no vinieran a molestar. Iban gritando que muriera Villa y tirando balazos para el cielo.

Mi hermano y su baraja

Lo aprehendieron con mucho misterio. Mamá se fue a hablar con el Jefe de las Armas, que estaba furioso, tan alto y colorado, tenía cara de luna llena. Gritaba con toda su alma, echaba fuego por los ojos, se paseaba de un lado a otro y nada más decía: “Fusílenlos luego luego; fusílenlos luego luego”, y firmaba.
Estaba mandando matar a muchos, muchos, muchos, muchísimos. Mamá se quedó tan asustada que se fue corriendo hasta la estación para hablar con Catarino. En esos días se habían reconcentrado las tropas en Parral, más bien en la estación era donde estaba la mayor parte de la gente. Aquello era un hormiguero, Mamá buscaba el carro de Catarino; en pedazos se ponía a correr. “Virgen del Socorro, cuídame a mi hijo”, decía ella sudándole la frente. “¿Me podía decir dónde está el carro de Catarino Acosta?”, preguntó ansiosa a un hombre que tenía estrellas en el sombrero. Él no dijo nada, señaló unos carros que estaban como quien va para el tinaco. Mamá echó a correr, pero ya los habían removido. Luego otros hombres dijeron que estaba entre los carros que iban a salir ya. “Me voy al cuartel general, porque me fusilan a mi hijo. Virgen del Socorro, mi hijo”, decía Mamá hablando con ella misma. Corrió en dirección a la sala de espera, que era por donde se podía salir; había tanta gente a caballo, todos con las armas en la mano; yo iba detrás de ella y a veces podía trotar a su lado, ella no me agarró ni una sola vez de la mano, a veces me agarraba de su falda, pero ella, en su nerviosidad, me aventaba la mano, parecía que yo le atrasaba el paso y ni siquiera volteaba a verme. Al llegar al patio frente de la sala y tratar de atravesar, un hombre alto, de grandes mitasas, se paseaba gritando mucho. Echándole a un hombre de a caballo que parecía general, estaba rodeado de un Estado Mayor. El de las mitasas altas era el más enojado y también tenía a su lado muchos hombres con los rifles en la mano, que nada más lo oían. No recuerdo exactamente la palabra que dijo, pero instantáneamente los de a caballo sacaron sus pistolas y las devolvieron como diciendo: no pudimos madrugarles. Los de a pie bajaron sus rifles al suelo; jamás he podido olvidar el sonido que hicieron los rifles al prepararse, la rapidez y las caras temibles de los de a pie, hechas decisión, la expresión de los montados tratando de tirar primero.
Ya estaba Mamá hablando con el Jefe de las Armas. “Un telegrama al general, ¿lo pongo en el acto?” “¿Cómo sabe usted dónde está Villa?”, dijo. “Nadie lo sabe, ni nosotros que somos villistas.” Mamá no lloraba ni había preguntado por qué tenían a mi hermanito. “Su hijo sabe dónde está Perfecto Ruacho; nosotros necesitamos encontrar a Perfecto Ruacho; su hijo lo ayudó para escaparse. Sí, señora, y lo fue a encaminar hasta Las Animas.” Mamá pidió ver a su hijo y se puso a platicar con él. Había unas lonas bastante sucias tiradas, que formaban una torre de mugre. Allí se puso a hablarle, y cada vez que salía una escolta llevando hombres para fusilar, Mamá tapaba con las lonas a su hijo y se quedaba ingrávida, como haciendo un esfuerzo para contener sus lágrimas. A...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Créditos
  4. Índice
  5. El silencio de Nellie Campobello Jorge Aguilar Mora
  6. I. Hombres del norte
  7. II. Fusilados
  8. III. En el fuego
  9. Cronología de Nellie Campobello