Auliya
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Auliya

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Descripción del libro

Esta novela, leyenda del amor y el desierto, presenta el trueque de los poderes más sugestivos y tiernos de la imaginación: el agua y la tierra, la pubertad y el valor, el reino animal y los genios malignos, la búsqueda y los caminos del aprendizaje. Como ha dicho Carlos Fuentes sobre {Auliya}, "la gran metáfora de la pérdida y recuperación de poderes ilumina este libro mágico y generoso. Me pregunto a veces si toda literatura, poema o narración, no es, en el fondo, consciente o inconscientemente, un heroico intento de recuperar los poderes perdidos".

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Información

Editorial
Ediciones Era
Año
2013
ISBN del libro electrónico
9786074451399

Agua
En el sueño, Auliya y al-Jakum caminaban por la arena tomados de la mano. Él la apretaba con firmeza, y ella sentía con claridad la presión de sus largos dedos. El manto de al-Jakum flotaba en la brisa y habían desaparecido sus ojeras. Pero éste era el hombre al que ella cuidaba, no la aparición de sus sueños; era el mismo rostro adelgazado por la enfermedad y el sufrimiento. Bajo la luz del sol Auliya vio claramente las líneas negras de la cicatriz que le marcaba el hombro.
El aire estaba preñado de agua, como cuando termina la llu via y las flores rojas del naamam surgen de la arena. También había otros olores y sonidos en el viento; sal y un rugido dulcísimo, líquido, que se repetía, interminable.
Apareció ante ellos, primero como una brillante línea sobre la arena, el hermano del cielo, azul e infinito también.
La voz del mar les llenó los oídos.
Auliya y al-Jakum se arrodillaron en la espuma y bebieron la sal de las olas. Caminaron mar adentro hasta que el agua les llegó a la cintura. al-Jakum la abrazó. Auliya fue asaltada por una felicidad total que la hizo tomar una conciencia casi dolorosa de su cuerpo. Sollozó y la sal de sus lágrimas se mezcló con la del agua. al-Jakum le tomó la cara entre las manos y dijo:
¡Ye! He aquí el final de todos los caminos, la frontera de to das las tierras. Es aquí adonde debíamos llegar. Es el vasto reino de los peces, el país de los marineros, el lugar de los barcos, las perlas y los albatros. Míralo. Todos los ríos del mundo corren hasta aquí, al mar: su padre. Escucha la plegaria del viajero:
¿No os invita el mar distante
con sus voces de diamante?
¡Puedan mis ojos un día
perderse en su lejanía
aunque sea por un instante!
¡El gran océano rugiente!
¿No escucháis en la creciente
noche sus hondos abismos?
Acaso sean espejismos...
¡Lo sabe Alá, omnisapiente!
al-Jakum rió y Auliya rió también. Extendió la mano y a su palma saltó un pez de colores. Con un estremecimiento de extrañeza, la muchacha sintió el peso del cuerpo húmedo y vio la luz sobre las escamas.
al-Jakum dijo:
–Mi padre decía que los peces de los ríos son grises porque sus aguas están encerradas en la tierra; que las piedras preciosas, los rubíes, los topacios, los zafiros son los cuerpos de los peces del mar que quedaron atrapados cuando la tierra surgió de las aguas. ¡Mira!
En la mano de Auliya el cuerpo tembloroso y flexible del pez se convirtió en una transparente piedra escarlata. La arrojó lejos: cuando la piedra se sumergió en las olas se transformó de nuevo en pez, de cauda roja y amarilla: una lengua de fuego.
La muchacha despertó, con las mejillas mojadas de sudor y lágrimas. Había pasado la noche en la choza, con el enfermo. El sol estaba alto, hacía mucho calor.
Sólo se escuchaba el eterno zumbido de las moscas. Para evi tar que se posaran sobre al-Jakum, Auliya sumergió un pedazo de paño en una jarra de miel y lo colocó bajo la puerta. Pron to el paño estaría cubierto de moscas: les gustaba mucho la miel.
Se movía con lentitud, maravillada por lo que había visto en su sueño. Todo –la choza, su propio cuerpo, la aldea, su vida– le parecía irreal. Sólo el hombre dormido tenía peso y sustan cia. Se arrodilló junto a él, atenta al sonido de su respiración, a la expresión de su cara dormida, a las gotas de sudor que le es currían de la frente y se perdían en el largo pelo negro. Nada de lo que había visto hasta ese momento le parecía verdadero. Nada era como lo que había soñado.
al-Jakum se revolvió, inquieto. Auliya se levantó silenciosamente, y sin dejar de mirarlo preparó un poco de agua con leche y se colocó de nuevo junto a él, esperando a que desperta ra para acercarle el cuenco a los labios.
al-Jakum abrió los ojos y la tomó de los hombros. Sus manos secas y calientes le aferraron los brazos con un vigor insospechado. Auliya, sorprendida, gimió quedamente y soltó el cuenco. El agua y la leche se derramaron sobre su túnica. Él acercó su cara a la de ella, respirando pedregosamente. Luego la soltó y dejó caer la cabeza en la yacija, derrotado por la enfermedad. La muchacha miró al hombre sin temor y le sonrió.
al-Jakum, sin devolverle la sonrisa, dijo con voz ronca:
–Soñé con el mar y ahí estabas tú. Fue un sueño hermoso ¿Quién eres?
¡Ye! Soy Auliya –contestó ella, acariciándole la frente–. Yo soñé lo mismo, mulai. También vi el mar. Es tan grande como el desierto, pero azul, todo de agua. Estaba yo contigo. También he visto la gran aldea de donde vienes, tu casa blanca de puerta negra, el hombre negro que la guarda, el jardín lleno de flores, la palmera junto a la ventana.
–¿Cómo es posible? –preguntó al-Jakum para sí–. Tal vez aún estoy soñando.
–No. Cuando sueñas tienes los ojos cerrados –contestó la mu chacha con sencilla seguridad–. Si me duermo sueño con tu gran aldea, he visto el zoco. Todo es distinto; hay pasteles de tri go cubiertos de miel y en las mesas grandes fuentes de arroz amarillo como el sol. Me he lavado para orar con el agua de las fuentes. ¿Es así la gran aldea de donde vienes? ¿O es mentira, co mo cuando soñé que había perdido las cabras en los riscos?
–Es verdad, aunque ahora me parece un sueño a mí también. No comprendo cómo es posible que lo hayas soñado, tú que naciste aquí, en la cercanía del Corazón Ardiente. Nací en Sama rra, una ciudad en los confines del desierto. Sí, hay una palmera junto a mi ventana, en la casa de mi padre. Todo ha sido prodigio y terror desde que entré en el desierto, la tierra de Dios.
”Estoy cansado, Auliya. Debo dormir. Tal vez pueda seguir hablando contigo mientras sueño.”
al-Jakum le tendió la mano a la muchacha. Auliya la sostuvo entre las suyas. Lo dejó dormido y salió a orar y a bañarse en el río.
Al tocar el agua, algo sucedió: sintió una nostalgia fortísima por aquel mar que había visto en sueños. Le pediría al forastero que la llevara con él cuando partiera. Ya no podía concebir la vida sin su presencia. Además, en Achedjar sólo su madre la quería. Ya no deseaba vivir allí.
Cuando terminó de bañarse se dirigió a casa de sus padres. Leila la recibió llena de alegría. Auliya le pidió que la peinara con su peine de marfil y que le trenzara cuentas en el pelo. Mientras la peinaba, Leila le contó cómo había convencido a Yuscha de que era bueno, no malo, como decía Alí Ben Direme, que Auliya durmiera en la choza donde habían acomodado al forastero.
–Le dije: es un forastero que ha probado nuestra sal. Auliya sólo cumple con las leyes. Quien en su casa da posada a un pobre peregrino, tendrá el Día del Juicio por morada el Paraíso.
Auliya le contestó sonriente:
–Estuve en el mar. Fue en sueños. Hay tanta agua allá como arena aquí.
Le relató su sueño y la conversación con el forastero.
Estaba a punto de decirle lo que sentía por al-Jakum, cuando Leila la interrumpió, enojada.
–¿Es que no te das cuenta de que al-Jakum está enfermo? El mar, o como se llame ese lugar, no existe. Si la gente pasa mu cho tiempo en el sol, sin agua, imagina cosas. Todo el mundo lo sabe. ¿No te das cuenta de que no hay tanta agua en el mun do? Tú, que puedes medir cuánta hay en los odres cerrados y que sabes cuándo va a llover, ¿no lo sabes? Vete de aquí y no me molestes.
Auliya salió de la choza y fue al río. Su padre estaba orde ñando las cabras. Sintió el impulso de contarle, pero la detu vieron la dura mirada que él le dirigió y la costumbre de áspe ra distancia que había entre ellos.
–Nadie quiere oírme –se dijo. Se le llenaron los ojos de lágrimas, pero el recuerdo de la mano que al-Jakum había ten dido la sobresaltó con una sonrisa.
al-Jakum no mejoraba. Había recuperado la conciencia, pero comía muy poco. La joven se llevó su manta y su taza a la choza del enfermo. Por las mañanas, Yuscha traía el té y las tortas de trigo, y entre los dos acercaban al enfermo a la puerta para que pudiera orar al amanecer.
Abú al-Jakum y Auliya pasaban la mañana hablando de Samarra.
Para al-Jakum, educado en las costumbres de la ciudad, el rostro era la parte más íntima del cuerpo de una mujer. Era el rostro de Auliya, desnudo, sin la pintura ritual que distinguía a las mujeres adultas –casadas– de Achedjar, lo primero que veía cuando salía de la fiebre y dejaba atrás el recuerdo de los djinns y la turbia oscuridad de sus pesadillas.
Ese recuerdo, que lo horrorizaba aún más que la lenta agonía por la que avanzaba dolorosamente se desdibujaba al abrir los ojos y encontrar la mirada leal de la muchacha. Ella se convirtió en el emblema del día, en el muecín que lo llamaba y lo acompañaba en el consuelo familiar y melancólico de la oración. Poco a poco fue encontrándola también en los sueños: entonces tenía la vaga seguridad de que el sueño iba a ser bueno, de que ella llevaría la luz que la rodeaba, como un halo en los ama neceres, a sus sueños turbulentos y amenazantes.
Descubrió la belleza de Auliya: la nariz larga, la “o” de asombro que dibujaban sus labios al escucharlo, los tristes ojos que una palabra suya podía iluminar. Tal vez ese último vestigio de fuerza que ella le otorgaba, la de hacerla feliz con unas cuantas palabras, hizo que se enamorara.
“Si alguna vez regreso a Samarra, la llevaré conmigo. Será la primera de mis esposas y juntos recordaremos cómo me cuidó y me devolvió la salud. En Samarra nadie la despreciará por su cojera y aprenderá a ir velada como una mujer libre”, se decía, a pesar de que cada día se sentía más débil, más lejos de Sama rra y de la vida.
En esta cara, más que en ninguna que él hubiera visto, las expresiones de pesar y alegría aparecían con transparencia ab soluta.
La muchacha supo de las gacelas enanas, de los magos magrebíes y sus hechizos, del ritual maravilloso del hammam, aquel baño entre mármoles y fuentes, de los trajes suntuosos y la doma de los caballos. Abú al-Jakum le habló de su padre, del patio lleno de árboles y pájaros, de Rad.
Ambos se sorprendían de la exactitud de los sueños de Auliya. Ella aprendió los nombres de las calles de la ciudad que había soñado. Sobre todo sostenían largas e intensas conversaciones sobre el mar. al-Jakum, con las manos de Auliya entre las suyas, le contó la historia de Simbad el Marino, aquel que se embarcó en Bassra. Las narraciones siempre comenzaban con las palabras “navegamos durante días y noches, tocando en islas y en islas, y entrando en un mar después de otro mar y llegando a una tierra después de otra tierra”. Abú al-Jakum le habló de la ballena en la que Simbad encendió una hoguera, de la legendaria ave Rokh, de la Isla de los Monos, donde habitaba un espantoso ogro, de sus siete viajes y naufragios, a pesar de los cuales Simbad siempre volvía a embarcarse, hasta que la vejez lo obligó a regresar a Bagdad.
La muchacha le apretaba las manos y exclamaba:
¡Ye! Mulai. Por Alá, ¡cuéntame más historias, que yo no hu biera creído que hay tantas gentes y que hayan sucedido tantas cosas, si no hubieras llegado a contarme!
Y al-Jakum trataba de recordar todo lo leído y le hablaba de al-Mutanabbi. Auliya, a su vez, le hablaba de su amor por el agua y de los innumerables nombres para la arena y el fuego que existían en la lengua tamashek.
al-Jakum contemplaba con ternura a la muchacha que le hablaba de las costumbres de su aldea, de cómo los pastores se hacían acompañar por perros –animal inmundo para los habi tantes de la ciudad– y el ritual con el que polinizaban sus es cuálidas palmeras, hasta que él cerraba los ojos, vencido por la ardiente fatiga de la fiebre.
Ella se iba a su casa, comía con su madre, se bañaba, llena ba el cántaro.
Comenzó a acicalarse: a peinarse con cuidado con la pasta de sebo y canela que usaban las mujeres para trenzarse el pelo, a teñir sus palmas con alheña. Con un pedazo de carbón se dibujó un tatuaje idéntico al de él. Antes de regresar a darle de comer, masticaba hierbabuena.
Abú al-Jakum notaba conmovido los pequeños cambios, su inocente estrategia de seducción, y deseaba levantarse de ese lecho paupérrimo y llevarla con él a lugares hermosos, asom brarla, hacerla feliz. Pero sabía que la vida se le escapaba con las horas. Su muerte lo esperaba, cada vez más cerca. No había futuro para él. Ni para ella, rodeada del desprecio de su tribu. Ella, que era como los beduinos de los poemas de al-Mutanab bi: pobre, valiente y sabia. La amargura embargaba el corazón de al-Jakum.
Entonces llegaba, sonriente y solícita. al-Jakum disimulaba. Con un esfuerzo sobrehumano bebía la mezcla de leche y miel, fingiendo que le daba fuerzas.
Auliya, después de alimentarlo, le hablaba del desierto; le repetía los nombres de los vientos, le describía cómo el escarabajo se inclinaba al amanecer para recibir en la boca la gota de rocío condensada en su caparazón, o tocaba su darbuka hasta que se quedaba dormido.
Ella siempre se dormía después, observando hechizada el rostro de su amigo, presa de un deseo inocente que la hacía tenderse junto a él, acercar los labios a los suyos y sentir su calor sin tocarlo. Una vez se atrevió a tomarle la mano mientras él dormía, hipnotizada por la imagen de sus dedos callosos entre los dedos largos de él. Temblorosa, cerró los ojos y sintió el calor que despedía la mano febril de al-Jakum. Movió los dedos en una caricia mínima. Luego colocó la mano libre sobre su pecho en flaquecido y contó los latidos del corazón del enfermo, hasta que se quedó dormida, inmersa en una felicidad absoluta. La vergüenza que sintió cuando despertaron le impidió volverlo a hacer, a pesar de que esa noche había sido una de las más feli ces de su vida.
En sueños eran compañeros de viaje y surcaban el mar en grandes navíos. Altas olas verdosas chocaban con la quilla, desparramándose en espuma que corría sobre la cubierta. Auliya observaba los delfines risueños que nadaban en la estela del barco, el albatros que giraba en círculos alrededor del mástil. Auliya hablaba con los marineros y el piloto; ellos le contestaban como nunca le habían hablado las gentes de su aldea.
En sueños Simbad tenía el rostro de al-Jakum. Juntos se maravillaron ante la fuente que olía a almizcle y las aguas transparentes del Mar de las Perlas. Vieron la vasija tallada en un solo rubí que el rey de Serendib envió al califa de Bagdad, Harún Al Ras chid, y oraron en la tierra llamada Clima de los Reyes ante la tumba de Soleimán Ben Daúd, ¡con ambos la plegaria y la paz!
Así, por las noches, Auliya vivió los siete viajes de Simbad, mientras que durante el día cumplía sus obligaciones con aire distraído. Ni siquiera se enojaba cuando los demás se burlaban de ella por su cojera o el tatuaje que se había pintado en la cara. Caminaba entre ellos, sonriente y orgullosa, repitiendo las palabras de sus conversaciones con él como un conjuro contra la ira.
Dejó de sentir el dolor que le causaba la indiferencia de su gente. Sanó la vieja herida que le produjeron los muchachos que parecían no verla. Ahora era ella quien los veía con indiferencia; cuando se precipitaban al río, corriendo entre las cabras y levantando nubes de polvo a su paso, cuando le arrojaban terrones de lodo y sus risotadas inundaban el aire. Le parecían toscos, zafios y feos, comparados con Abú al-Jakum. A veces, cuando llenaba el cántaro, iba al río y, sentada ...

Índice

  1. Cubrir
  2. Portada
  3. Derechos de Autor
  4. Dedicación
  5. Índice
  6. Auliya
  7. La aldea
  8. Abú al-Jakum
  9. Djinns
  10. Despertares
  11. Agua
  12. Lenguajes
  13. Fuego
  14. El camino
  15. Soles
  16. Arenas
  17. Cambios
  18. Recuerdos
  19. Sueños
  20. Historia del jerbo Soltana El Agmar
  21. En el mar de arena
  22. Agua y viento
  23. El djinn de Auliya
  24. El Palacio de Azabache
  25. Apariciones
  26. Viaje al Sirat
  27. Epílogo
  28. Glosario
  29. Sobre el autor