De la Infancia
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De la Infancia

Descripción del libro

Esta novela de Mario González Suárez es un libro de fronteras. La acción se desarrolla en el último borde de la ciudad, donde lo que sigue es el llano, el bosque raquítico, el arranque de la autopista, la zona fabril. Más allá de la frontera cartográfica, los linderos se multiplican. Los protagonistas se mueven también en otros filos: una familia que oscila entre el aguante frugal en la legalidad y los intentos sostenidos de dar un golpe criminal que los libre de una vez de la pobreza; pero al mismo tiempo, y aquí el libro se vuelve único, también habitan en las fronteras en que lo cotidiano se infecta y colinda con lo fantástico de manera ambigua, dudosa. En De la infancia brillan los dones de Mario González Suárez: es uno de los pocos escritores que libro a libro está escribiendo un México verdadero. Un México que al leerse duele porque, aunque parece inmediato, al mismo tiempo es indudable que ya se ha perdido, hace muy poco sí, pero de manera irremisible. González Suárez escribe –y en esto se separa de la mayoría de los narradores– no desde el realismo periodístico que abandona por urgencia las posibilidades de la literatura, sino desde un lugar profundamente literario, donde las tradiciones y los géneros se tocan, se exploran, se fecundan y muestran que la ficción es uno de los nombres de lo necesario.

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Información

Editorial
Ediciones Era
Año
2019
ISBN del libro electrónico
9786074453805
Primera edición en Biblioteca Era: 2014
ISBN: 978-607-445-369-0
Edición digital: 2015
eISBN: 978-607-445-380-5
DR © 2015, Ediciones Era, S. A. de C. V.
Centeno 649, 08400 México, D.F.
Oficinas editoriales:
Mérida 4, Col. Roma, 06700 México, D.F.
Diseño de portada: Juan Carlos Oliver
Fotografía en la portada: Basilio Niebla
Ninguna parte de esta publicación incluido el diseño de portada, puede ser reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna ni por ningún medio, sin el previo permiso por escrito del editor. Todos los derechos reservados.
This book may not be reproduced, in whole or in part, in any form, without written permission from the publishers.
www.edicionesera.com.mx
Para Adriana, la sirena que se me apareció en el desierto.
Interroga la niña:
–¿Qué es un hombre vulgar?
Y responde el niño:
–Aquel que jamás será un fantasma.
Francisco Tario
... A pesar de la oscuridad no me detuve, como si una voz me señalara el camino. De pronto sopló una ráfaga glacial y fétida. Mis manos perdieron el ciego asidero de la pared. Quizá por restos de orgullo, las heridas en el vientre y la cabeza no menguaban mi fuerza ni mis pies resbalaban en los declives mojados. Me invadió la sensación de rodar en lo negro hasta que súbitamente, como si hubiera alcanzado fondo cesaron el vértigo y la asfixia y me punzó un terrible dolor en la espalda. Apareció una luminiscencia en algún punto de la caverna: al principio pensé que eran fosfenos causados por la caída pero en breve advertí que el resplandor, casi verde, comenzaba a crecer. Me tallé los ojos y sólo conseguí encandilarme con las refulgencias que invaden el cerebro cuando se aprietan los párpados... Nada iluminaba: era una luz mustia, para sí misma, díscola. En un instante la mancha se tornó amarilla y fue adquiriendo la forma de una silueta humana... Antes de que se definiera por completo, a mi lado oí una respiración agitada, como de perros. La silueta huía de mis pasos... Decidí olvidar a mis perseguidores y concentré mi energía en ir temerariamente tras ella. Después de un trecho la perdí... Fatigado, me senté en el piso, seco en ese sitio y con una curiosa textura. Creo que dormí un rato porque al incorporarme me sentí repuesto. Los dolores en la cabeza y el vientre habían desaparecido: ni sangre ni lesiones. ¡Cuán desconcertante me resultó no hallar mi ropa ni el cabello! Bajo enorme desesperación quise mirarme las manos o percatarme de mi físico. Sin saber tampoco en qué me apoyaba seguí moviéndome hasta donde apareció una estrella. Me apresuré en tanto trataba de calcular el sitio adonde saldría, los posibles riesgos que me aguardaban... Vagamente columbré que desembocaría por el costado de uno de los cerros que miran a la ciudad desde el sur. Aumenté la velocidad y al traspasar el umbral de aquella grieta comprendí que me lanzaba al abismo... No caí a plomo, comencé a fluir con lentitud sin jamás llegar al piso. Durante ese trance tuve la graciosa impresión de que sólo me quedaba vida en los labios pues por ningún lado encontraba mis ojos... Al cabo de un rato me escuché a la deriva por el aire. Reconocí la ciudad pero no el año... Ya menos arrobado por el vuelo pronuncié estas palabras que empezaban a oírse en los círculos de mi infancia. Y no me ha parido vientre sino mi propia boca. A mi arbitrio traspongo lugares y fechas de esta región delimitada como las prisiones de los condenados en el más allá. Vago como un pez en ingente acuario metafísico.
No deseo prenderme a ninguna de las simultáneas imágenes de las cuales hablo sin freno... su velocidad me aturde pero prefiero abandonarme al remolino de su aliento... Caigo en la copa de un árbol, se rompe una rama... Me levanto de nuevo... Resbala el monólogo, una incesante voz nómada que mira desde la ventana, cerca de la medianoche, el camión que se detiene frente a la casa oscura, invadida por hormigas y herbajes, vacía. A mi padre le había resultado difícil convencer a los cargadores de que hicieran la mudanza. Salimos de casa de la tía Álvara al cabo de varios meses. La despedida fue casi violenta, incluso el tío Rafael, deseoso de que nos largáramos, ayudó a subir nuestros cachivaches al camión.
Es ridículo que los cargadores y el chofer, musculosos, feos, teman a la casa sin luz. Acarrean las cajas o las sillas apenas hasta la puerta, no entran. Fingen apuro por la hora y se marchan justo después de descargar el último cacharro, sin propina. El arranque del vehículo cimbra la calle solitaria, alborota a algunos perros que brotan de la oscuridad para acosarlo con ladridos hasta que dobla la esquina. A pesar de la hora bostezante menudean miradas invisibles que nos examinan desde otras ventanas. Por unos minutos permanecemos ante el vidrio: las pocas casas del rededor son iguales a la nuestra, de una sola planta, burdas. Sopla el viento y en ráfagas intermitentes trae los rezongos de los perros, que parecen discutir sobre nosotros en la lejanía.
La Arboleda, como si nada valieran sus elevadas frondas, es un sitio desolado pero a Damasco y a mí nos parece espléndido: rodeado de llanos para correr en bicicleta. Quiero creer que mudarnos a este territorio significa liquidar los años anteriores, aún no sé que cobrará fuerza mi anhelo de alejarme...
Nuestra primera decisión dentro de la casa es un presagio, y a la par prefigura una simetría de lo que será nuestra vida en La Arboleda: quizá intimidados por la espaciosa oscuridad de las habitaciones, pasamos la noche acomodados en una sola recámara, acostados en el piso. No duermo, sueño con una vida apacible, sin primos ni tíos ni gente en permanente disputa con mi padre. Fantaseo que hallo un perrazo bravo y lo entreno para defendernos y guardar la casa. Mi mamá sostiene que el cambio representa una bendición y el fin de sus tribulaciones, pues temía que nunca saliéramos del pueblo de la tía Álvara, donde habíamos ido a parar en calidad de refugiados. Aunque le molesta que nos encontremos tan lejos de sus hermanas y sus amistades, se muestra optimista y se niega a reconocer que las policíacas consecuencias de una de las trapacerías de mi padre nos han arrinconado en este lugar. Finge que no huimos del edificio de doña Georgina, como si hubiera olvidado los días en que su marido repite que soy un chico mayor y debería ir pensando en una actividad para ganarme la vida. Me entusiasma tal frase pero ignoro por qué en boca de mi padre resulta peligrosa. Mi madre es de la opinión de inscribirme en la escuela secundaria, dentro de dos años, pero mi padre considera que ningún hijo suyo irá a reblandecerse en el agua tibia de las escuelas mientras nuestro hogar precise de dinero.
Hace unas semanas me conseguí una navaja suiza, de muelle, y paso momentos dichosos clavando la hoja en los árboles o en la tierra. Practico lo que he visto en algunas películas: lanzar la navaja a distancia, tomándola de la punta, contra alguna superficie tierna. Me gusta cuando acierto en el blanco y la navaja permanece vibrando por unos instantes. Entonces me entrego a una serie de ensoñaciones sobre hazañas o circunstancias en las cuales cargar mi navaja en el bolsillo podría salvarme la vida. Pero casi siempre la utilizo para rebanar unos repugnantes gusanos peludos que plagan los árboles. Mi madre nos ha prohibido acercamos a ellos porque su picadura puede dejarnos ciegos. Y lo peor no es la ceguera sino el remedio pues para recuperar la vista necesitamos comer nuestro propio excremento, según mi madre. La sola imagen de aquello alimenta mi rabia contra los bichos y aprenderé a cortados con maestría: sospecho que su sangre amarilla es la sustancia que empaña los ojos de sus víctimas.
Al atardecer, mi padre me descubre tasajeando a los gusanos; creo que me quitará la navaja sin desperdiciar la oportunidad para atizarme un par de sopapos frente a mis amigos. Pero en otra de sus reacciones imprevisibles, sólo se detiene a mirar. Me pongo nervioso y no acierto más los tajos; entonces dice que me enseñará a lanzar un cuchillo. Juzgo que aquello es una de sus baladronadas y me alegra verlo alejarse. Dos días después aparecerá con un envoltorio y me llama con una sonrisa. Lo tomo con desconfianza y antes de deshacerlo por completo adivino que contiene un pequeño cuchillo en su funda de cuero. La emoción y el pasmo se fusionan, no sé si agradecer el obsequio o rechazarlo. Él suelta una de sus sonoras carcajadas. Al notar mi intimidación vuelve a reír y con tono de amenaza asegura que me enseñará a manipular el cuchillo. Esta misma tarde, casi al oscurecer, me lleva a casa del compadre Lalo. Allí siempre huele a comida pasada y en la mesa se amontonan botellas que contienen líquidos o bebidas que ninguna relación guardan con sus etiquetas. Cierta vez me había convidado de un refresco de color rojo, sabroso, pero servido en un envase de pulidor de pisos. Creo que me lo ofreció por error: entonces era una bebida que tomaban sólo ellos. Sin embargo, mi mayor aprensión proviene de que la casa del compadre Lalo la constituye un único y gigantesco cuarto, las distintas habitaciones las delimitan bastos telones, sucios y ondulantes. No es raro que alguien salga de debajo de esos muros o desaparezca en cualquier pliegue, ni que un movimiento inesperado de tan volubles paredes deje ver una cama, una persona o algún secreto de aquellos nidos. Hay otro detalle que me disgusta: invariablemente encontramos al compadre Lalo rodeado de penumbra sentado a la mesa. Hoy no es diferente. Me coloco al lado de mi papá y durante un buen rato lo escucho hablar con su compadre de gente que no conozco, de fechas legendarias. De pronto lanzan una maldición o se quejan de algo que ha salido mal, culpan a los dioses y a traidores con apodos increíbles. La semioscuridad me impide ver qué bebida me invitan, aunque el sabor me convence de que se trata de aquel delicioso refresco rojo. Hoy es un buen día para que pruebes este vino, afirma mi padre al llenar por segunda vez los vasos. Cuando casi bostezamos como el pozo del aburrimiento, llega un tercer hombre, a quien nunca he visto. Saluda con familiaridad y al tiempo que se acomoda me da un golpe cariñoso en la rodilla. Intuyo que ahora se hablará de asuntos serios y comienzo a sentirme importante. Durante media hora discuten un plan y acuerdan ejecutarlo unos días después, no sin antes diseñar ciertos preparativos y realizar libaciones por augurios fastos. A punto de la despedida mi padre anuncia que en esta ocasión yo seré iniciado. Los otros protestan al unísono; el compadre, en verdad vidrioso, tacha a mi padre de imbécil y funesto. No imagino qué hubiera pasado si el tercer tipo, a quien apodan Alias, no interviene: Sí, si nos joden diremos que el chamaco es el jefe. El compadre Lalo no ríe pero borra de su rostro la expresión de enojo. Toma al azar una de las botellas de la mesa y directamente del pico da un trago. Empieza a toser hasta que la cara se le pone roja; mi padre le da unas palmadas en la espalda: No seas sentimental, compadre, nosotros ya vamos de salida, alguien debe continuar la estirpe. No piensas en el futuro pero yo lo traigo a tu casa. Y viéndolo bien, tú no has iniciado a ningún nuevo elemento, vives soñando a los difuntos. El compadre logra contener la tos para responder: Te falta razón, gran hijo de puta. Sólo quedamos nosotros, a nadie más admitirán los dioses. Mi padre fuerza una risa: ¡No vuelvas a llamarme así, compadre! No vuelvas a llamarme así... Deja que mi hijo participe como invitado. Ya es hora de que se gane la vida. Alias sujeta a mi padre del brazo y nos vamos.
Mi padre hoy hace lo que nunca antes: al terminar las clases lo encontraré a la puerta de la escuela, esperándome. Desde la noche anterior me mordisquean los nervios por el compromiso que tengo encima sin la menor posibilidad de eludirlo ni nadie que me ayude. Mi aflicción es mayúscula: no me atrevo a dejar el cuchillo en casa por evitar que mi madre lo descubra y lo llevo en la mochila. Al caminar entre mis compañeros en pos del vendedor de chicharrones, veo a mi padre acompañado de Alias. Me ase con brusquedad y entre sus carcajadas subimos al carro de su amigo para dirigimos a un barrio lejano. Antes iremos a una sala de billares a buscar a un hombre calvo y chimuelo, a quien mi padre amenaza para obligado a colaborar en sus planes. El pelón me parece despreciable por dejarse zarandear y además pedir disculpas.
Finalmente llegamos a casa de Alias; vive con una mujer bonita y dos perros bravos, grandes. Durante la comida no dejo de mirar a la mujer mientras mi padre y Alias conversan, animados. Luego salimos al patio, y del árbol que lo preside mi padre toma una manzana y comienza a cortada en pequeños trozos con un cuchillo de mesa. Alias hace lo propio; con gran habilidad realiza los cortes y con el mismo cuchillo se lanza los pedazos a la boca. Me siento obligado a imitarlos y de entre mis cuadernos saco el cuchillo. ¡Qué buena hoja tiene!, comenta Alias. Entonces mi padre se levanta de la banca para decir que me enseñará a usado. Se acuclilla frente a mí, desabrocha mi cinturón e introduce la punta por las ranuras que para tal efecto están hechas en la funda. Así: debe ir del lado izquierdo para que puedas sacado rápidamente con la mano derecha. Mientras me da la instrucción hace el ademán de cómo debo abrir las piernas y mover el brazo para blandir el cuchillo. Después Alias practica conmigo un buen rato, hace fintas e indica maneras de girar la muñeca y empuñar el arma según las distintas situaciones que va proponiendo. Derivamos en un juego con los perros, los tomamos por fieras cinematográficas que me atacan y yo las mato con mi cuchillo.
Por la mañana mi padre anuncia que no iré a la escuela; aquella noticia, lejos de alegría, me causa gran desasosiego. Lanzo una implorante mirada a mi madre, mas ella parece no advertirla o no importarle y sigue en sus quehaceres. Tomamos un autobús rumbo al centro; bajamos casi al final del recorrido y caminamos hacia una esquina donde Alias nos aguarda en su coche. Nos dirigimos a la casa del compadre Lalo. Alias detiene el carro frente a la puerta pero no bajamos. En nosotros se afilan las horas hasta que aparece el compadre. Nos saluda con un regocijo nervioso y durante el camino hace bromas sin gracia. Llegamos a un lugar cerca del aeropuerto. Allí mi padre me faja el cuchillo y recuerda que siempre debes sacarlo con la mano derecha. A paso firme nos alejamos del auto. Noto que cada hombre lleva una bolsa de papel en la mano. Nos detenemos al final de la calle, donde el compadre Lalo eleva una oración a sus dioses y asegura que contamos con su favor; circunspecto, me ordena mantenerme al lado derecho de mi padre, otear de continuo hacia la avenida y avisarle si alguien se aproxima. Dadas las instrucciones nos miramos un segundo y con decisión cruzamos la calle. Sé que a partir de este momento nada retrocederá, los cuatro nos movemos cual si fuéramos una sola criatura. Siento como si hubiéramos invocado una fuerza muy poderosa. En el instante de la mirada ya todos estábamos dentro del círculo y yo no era menos que los tres hombres. Esto lo pensé después porque en el transcurso de la acción me abandoné a aquella potencia que nos impulsaba.
En la mueblería no se encuentra ningún cliente. En medio hay un escritorio donde un viejo hace cuentas, y a dos metros a la derecha un hombre mira un televisor. Me coloco en la posición indicada; Alias y mi padre sacan de sus respectivas bolsas de papel una pistola. Alias se adelanta casi hasta el escritorio y mi padre se mantiene cerca de la entrada, de espaldas a la puerta: apunta al viejo y da órdenes: el empleado levanta los brazos. El compadre desenrolla su correspondiente bolsa de papel y espera que el viejo obedezca a mi padre. Mientras guarda los billetes, veo que de la parte del fondo, detrás de unos colchones recargados contra la pared, sigilosamente va saliendo el tipo calvo del día anterior, ahora vestido de policía, con un revólver en la mano. Siento tanto miedo que no me resuelvo a prevenir a mi padre. Pasmado, apenas atino a llevar mi mano al mango del cuchillo para alumbrarlo con lentitud. De pronto el calvo se deja ver y encañona a mi padre: Ésta sí la vas a pagar, Niebla.
Los cómplices se paralizan pero mi padre no se arredra; sin bajar su arma, responde: ¿De contado o en abonos? Enseguida dispara a un garrafón de agua que está a unos centímetros del pelón. Yo no había advertido el garrafón, y es precisamente su estallido lo que me regresa a la realidad, como a los otros.
El próximo va a tu panza... El pusilánime calvo suelta el revólver, una guadaña de vidrio le ha herido el cuello y retrocede hasta los colchones. Controlada la situación, el compadre Lalo termina de extraer el dinero y, al lado de Alias, comienza a caminar hacia atrás. Abandono la mueblería junto con mi padre; sólo deseo llegar al coche. Ya en la calle, me mira y al punto me atiza un golpe en la cabeza: Se saca con la derecha.
En su casa el compadre Lalo me invita un refresco y Alias me aconseja olvidar lo que ha sucedido. Mi padre intenta reír pero nada le ablanda el gesto. Sus labios apretados gritan que he defraudado sus esperanzas en mí. Por tu torpeza casi me matan. Desde entonces me atosiga permanentemente con la exigencia de que mi conducta sea inmejorable, amén de hacerme cargar con la responsabilidad de dar el ejemplo a mis hermanos.
Mi padre se levanta al amanecer y de mal humor porque el fraccionamiento se ubica en las afueras de la ciudad y él debe hacer un largo recorrido para llegar al centro de ésta. Al rato sale mi madre a la oficina del servicio eléctrico, pero no conectarán la corriente sino una semana después. Quedo con mis hermanos en la casa. Al recorrerla me doy cuenta de sus verdaderas dimensiones. Es tan grande como nuestro anhelo de librarnos de la tía Álvara y del apartamento de antes. Se entra directamente a una sala comedor. A la izquierda hay una recámara amarilla que da a la calle, en ella dormimos todos la noche anterior. Damasco y yo la elegimos como nuestro cuarto. Al fondo se encuentran otras dos habitaciones: a la izquierda, una pintada de color rosa, donde se instala mi pequeña hermana, a la derecha la de mis padres, azul, con salida a un extraño patio triangular. Hay un solo baño, muy reducido, apenas con espacio para bañarse y el excusado. La cocina también es enana.
Damasco y yo casi no dormimos durante las primeras noches en la casa; nos dedicamos a conversar sobre juegos y diabluras. Le tememos a la penumbra: pasa un auto y crea unas sombras fantasmagóricas con sus luces. ¡Mira!, alerto a mi hermano pero no responde. Me levanto descalzo a la ventana. Deseo aventurarme por la oscuridad hasta el fondo. Entro a la recámara de mis padres: duermen. Intento salir al patio trasero: la puerta no cede. Por encima de la barda se asoma un brazo de la viejísima encina que ensombrece el patio. Me parece escuchar un murmullo, como si alguien hablara en sueños. En mitad de la habitación, espero identificar alguna palabra: es un bisbiseo flotante del que no logro atrapar siquiera una sílaba. No me importa. Incluso cuando era más chico nunca me intimidé al percibir cosas extrañas; sobre todo en el edificio de doña Georgina, donde el espectro de la vieja se pasea entre la inquina que nos profesan los vecinos a causa de los desmanes de mi padre, que siempre encuentra motivos para pelear con cada uno de los inquilinos del sitio donde vivamos, lo cual ha venido ejecutando minuciosamente en este inmueble. Lamento su enemistad con las mujeres del apartamento cinco. Son tres jóvenes al lado de la abuela: ancianísima desgreñada y rabiosa. Por las mañanas atraviesa el corredor, blandiendo su bastón de palo de escoba para asustar a niños y cuanto inocente cruce su camino. Pincha al perro del hombre que arregla las televisiones y él no se atreve a protestar... Sin embargo, lo que en verdad nos parece siniestro de tales inquilinas es que a diario compran filetes para colgarlos en un gancho de ropa y ponerlos a secar en la ventana, frente a la nuestra, con el patio de por medio. Mi hermano y yo los miramos poblarse de moscas mientras mi madre machaca que aquello evidencia prácticas de brujería. Ellas no tienen gatos ni dan señas del porqué de tal tratamiento a la carne. Debe ser dañoso comer filetes asoleados.
Considero lamentable la enemistad con ellas porque la menor de las muchachas, acaso de mi edad, es hermosa y a mi manera la quiero; se llama Georgina como la abuela. No sabemos si son huérfanas, sólo que viven con la vieja. Estudian en una escuela de monjas y sus uniformes horrendos no les restan belleza. Mi madre, secundando los pleitos de su marido, hace unos días tuvo a bien gritarse leperadas con las beatas estudiantes. Son muy mustias, sí... Poco después del intercambio de improperios apareció en la pared de las escaleras, pintada con crayón, una invectiva maravillosa contra mi madre, sin firma. Ella, con su particular vitalidad para las rencillas, respondió con un marcador rojo: jijas de puta. Las monjas replican que la señora del dos no es más que una pendeja que nunca ha ido a la escuela. Con nuevo ímpetu, mi madre escribe en el pasillo: Las madres te enceñan madres. En un par de semanas no ha quedado una sola pared libre de vituperios, intrépidos, morbosos, y ya no sabemos quién ha pintado qué. Lo bonito es que cuando se encuentran en algún recoveco del edificio se saludan como si fueran amigas. Mal aconsejado por mi madre, por la mañana le dije a Georgina que si ella fuera hombre le partiría la cara. Baboso, contesta, y se levanta la falda, me muestra sus religiosos calzones para dejarme pasmado y sin habla. Odio a mis padres por su absurda guerra que me obliga a frustrar mi idilio infantil.
No importa cuántas maldades se cumplan... El sábado, como a eso de las tres de la tarde, mientras comemos en familia, soportando las impertinencias de mi padre, suena un golpe muy fuerte en la puerta. Creo que antes de esto sufríamos un ambiente tenso. Con actitud desafiante, mi padre se levanta a abrir y siento como si un monstruo invadiera nuestro espacio: un enorme ataúd gris con molduras plateadas. Mis hermanos y yo enmudecemos y a mi madre le agarra el soponcio: ¡Se murió doña Georgina! Dios la tenga en su Gloria. Mi padre maltrata a los empleados de la funeraria y remata con una puya: ¡Por fin se murió esta mal nacida! Y sale al patio. Se buscaba absurdas enemistades con las comadres, como viejita histérica.
Desde la ventana distinguimos a mucha gente en el apartamento cinco, casi a reventar por la caja de muerto y los cirios. La carne se queda olvidada al sereno y al amanecer las moscas azules y verdes se han multiplicado de tal forma que zumban como si fueran cuervos.
La idea de la muerte me produce curiosidad y me traba el pensamiento; pero con féretro y parafernalia resulta en verdad vertiginosa y chocante. Me pregunto qué harán las muchachas con el bastón de pal...

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