III
El gozoso apocalipsis de Arthur Schnitzler
Si para Borges la metafísica es una rama de la literatura fantástica, para los escritores de habla alemana la literatura suele ser una forma de la filosofía. Las novelas de Hermann Broch, Thomas Mann, Robert Musil y Elias Canetti son formidables ensayos. La realidad se vuelve asunto al incorporarse a una teoría del conocimiento. Para interpretar un suceso, por nimio que sea, el escritor alemán recurre a la razón filosófica. Günter Grass va al dentista y después de la primera inyección habla de Séneca, Goethe viaja a Italia y encuentra su ser en todos los campanarios, Walter Benjamin caza mariposas y cada captura le restituye una esquiva porción de su existencia.
Postulado cardinal de la Bildungsroman: escribir es conocer. “La novela debe ser el espejo de todas las otras visiones del mundo”, declara Hermann Broch en Los sonámbulos, y en su ensayo James Joyce y el presente compromete a la literatura “con el carácter absoluto y esencial del conocimiento”. Sin embargo, nada más equívoco que relegar la literatura alemana a un dominio puramente racional. En su diario paralelo al Doktor Faustus, Thomas Mann registra sus desvelos para librar a la novela del “frío intelectualismo”. Este empeño no contradice la concepción de la novela como cuerpo totalizador y cognoscitivo. En efecto, la narrativa alemana debe ser vista como teatro de las ideas, pero más aún como teatro de los afectos. La inteligencia sólo alcanza plenitud al comprometerse con la emoción. Fieles a la proposición de Spinoza, “el deseo que nace de la razón no puede tener exceso”, los escritores de habla alemana han dotado a su literatura de un temple singular: la pasión razonada.
En este contexto, Arthur Schnitzler aparece como una excepción que roza la frivolidad. Sus escenarios son el café, el balneario, los bastidores teatrales; su tema central, obsesivo, casi hartante, el engaño amoroso. Como Jane Austen, Schnitzler se limita a “pulir un pequeño trozo de marfil”; como ella, no pretende oponerse a su época. Esto resulta especialmente significativo en la Viena de principios de siglo, escenario de las rebeldías intelectuales, donde Karl Kraus ejerció su derecho a la originalidad: “el censo de la población ha arrojado, en Viena, la cifra de 2030834 habitantes; es decir, 2030833 almas y yo”; Arnold Schönberg concibió la dodeca-fonía; Adolf Loos brindó un vestíbulo a la escuela Bauhaus; Ludwig Wittgenstein se propuso “enseñar a la mosca a escapar del frasco”, y Sigmund Freud interpretó los sueños a precios regalados.
La Viena de Schnitzler, por el contrario, es la del Hotel Sacher y sus prodigiosos pasteles de chocolate, las carreras de caballos y los picnics en las afueras de la ciudad. Pero su aceptación no está desprovista de ironía; se asoma al mundo como alguien que ve una hermosa causa perdida, un fracaso de lujo. La vida es imperfecta, y esto le divierte; cuando describe la traición en la que suele desembocar el amor, no se guía por un fin moralizante sino por el “escép-tico determinismo” que Freud distinguió en sus obras.
En sus desteñidos apuntes autobiográficos, Juventud en Viena, Schnitzler se presenta como un habitante del mejor de los mundos posibles. La paradoja es que ese mundo es un desastre. Vivir es equivocarse, actuar un papel en una comedia de enredos, y por eso mismo vale la pena. Viena brilla en los candiles de los Habsburgo, en los bucles mozartianos, en los pasteles cubiertos de azúcar glass. Para Schnitzler, también brilla en los pies indiscretos que se tocan bajo las mesas de los cafés, en los amigos que bromean presentando a un tipo antipático con una muchacha sifilítica, en el amante que muere en un duelo y recibe como última caricia el roce de la hojarasca en la mejilla.
El apocalipsis feliz
¿Quién es el desencaminado que en plena primavera cultural se dedica a coleccionar hojas secas? Arthur Schnitzler nació en Viena el 15 de mayo de 1862, en una familia de origen judío, y murió en 1931. La profesión de su padre le permitió un curioso acercamiento al mundo del espectáculo: era laringólogo y su clientela estaba integrada en gran parte por actores y cantantes en busca de remedios para sus valiosas gargantas irritadas. En 1880, a los dieciocho años, consigna en su diario que ha escrito veintitrés dramas y empezado otros trece. Sin embargo, decide estudiar medicina para complacer a su padre y “para pasear todo el día en coche y detenerse a voluntad en cualquier pastelería”. En la facultad de medicina se vuelve un hipocondriaco ejemplar, que asume los síntomas de las enfermedades estudiadas. Se aficiona al baile, en especial a las rápidas polcas “que van mejor con mi diletantismo”, y a tocar el piano a cuatro manos. Se enamora de un sinnúmero de süsse Mädels, el arquetipo femenino que atravesará sus obras: muchachas frescas, incultas, movidas por una candorosa audacia que las convierte en víctimas propiciatorias de los dandies. Sus amigos carecen de todo temor al qué dirán; si están de buenas, son snobs declarados; si están de malas, se hunden en una atractiva melancolía (“¿puede haber algo más elegante a fin de cuentas que alguien condenado a muerte?”).
Para definir a un vienés de la época bastaba conocer su café favorito. Schnitzler decidió su destino al unirse a las tertulias del Café Griensteidl, donde Hermann Bahr, Gustav Klimt, Otto Wagner y Gustav Mahler integraban el grupo conocido como Jung Wien (Joven Viena). Hacia 1890 trabó amistad con el precoz Hugo von Hofmannsthal, quien a los dieciocho años prologaría Anatol, el primer libro de Schnitzler.
Curiosamente la Jung Wien respiraba el aire inerte de un imperio en disolución. Bienvenidos al Finis Austriael Del asombro de ser joven en una sociedad decrépita, surgiría una peculiar estética de la decadencia. En una conversación con Martin Buber, Schnitzler afirmó que sus personajes eran típicos de su tiempo en la medida en que encarnaban el fin inminente de su universo. Schnitzler y Hofmannsthal vivieron esos años crepusculares con una mezcla de fascinación y tristeza, seguros de habitar un mundo fugitivo que sin embargo podía brindarles un último destello, un resto de placer en la agonía.
Los escritores de la siguiente generación ya no serían gourmets de la catástrofe. Broch, Musil y Roth repudiarían sin miramientos el cadáver maquillado de adolescente en que se convirtió Viena, ese “laboratorio para el fin de los tiempos” (Karl Kraus). Incomparable dandy del deterioro, Schnitzler logró una corrosiva commedia dell’arte en torno a los dobleces de un imperio enfermo de extemporaneidad, donde las convenciones perdían su razón de ser y se reiteraban en forma insensata y maquinal.
A partir de 1895 sus obras se estrenaron regularmente en los prestigiosos escenarios del Burgtheater de Viena y el Deutsches Theater de Berlín. En 1900 se prohibió la puesta en escena de La ronda, sobre diez parejas que revelan la hipocresía de la sociedad austríaca. El autor pagó la edición de doscientos ejemplares con el sello de “prohibida su venta”. Al año siguiente el ejército austro-húngaro le retiró el grado de médico militar por la publicación del relato “El teniente Gustl”, sobre un oficial cobarde y lleno de prejuicios.
En 1911 La tierra extensase estrenó simultáneamente en Berlín, Múnich, Breslau, Hamburgo, Praga, Leipzig, Hannover y Viena. En 1921, durante diecisiete días, La rondase repuso en Viena; después de tumultuosas protestas, la policía prohibió las funciones “por razones de seguridad pública”.
Una nota sobre el escándalo. La ronda fue durante años la pieza maldita de un autor que se atrevió a exponer el amor como una carrera de relevos donde la sífilis servía de estafeta. En Amoríos, su obra costumbrista más conocida, escrita en 1894, la victoria del amor puede ser vista como algo aislado: la süsse Mädel que muere engañada representa un caso no necesariamente repetible. En La ronda nadie está libre de culpa, el círculo fatal comienza y se cierra en la prostitución.
A semejanza de los personajes de Proust que saben que el buen gusto sólo es absoluto si conlleva una pizca de escándalo o vulgaridad, Schnitzler supo lucir con elegancia el “estigma” de La ronda. Esto lo aparta de otros célebres alborotadores, como Henry Miller o Jean Genet; mientras él se entretiene lavando la ropa íntima de la sociedad, ellos la tiran a la basura.
Freud y su doble
¿Cuántos regalos de cumpleaños han pasado a la historia de la cultura? En 1922, con motivo de sus sesenta años, Schnitzler recibió una carta de un amigo al que no conocía personalmente. Aunque vivían en la misma ciudad nunca se habían buscado. ¿Por qué? Quizá animado por el intercambio de personajes típico de Schnitzler, Sigmund Freud se convirtió en paciente de sí mismo y encontró una causa “demasiado íntima” para no visitar a su amigo: “Me ha estado atormentando la pregunta de por qué en todos estos años no he intentado jamás establecer una relación personal entre nosotros […] Creo que lo he evitado por temor a encontrarme con una especie de doble”. Por vía intuitiva, el escritor había llegado a los profundos caminos del inconsciente.
Lo que distingue la agudeza psicológica de Schnitzler es que nunca parece intencional, producto de un escritor de bata blanca. Siguiendo el consejo de Dostoievski, no “explica” la caída de las monedas; simplemente deja que suenen.
Cuando Schnitzler estrenó sus primeras obras de importancia (Anatol, en 1892, Amoríos, en 1895), Ernst Mach, pionero del empiriocriticismo, buscaba entender la totalidad de la experiencia a partir de las sensaciones. Para Mach, el camino a la mente es indirecto, depende de una red funcional, los datos positivos que arroja la conducta. De ahí que dijera: “el yo es insalvable”.
Schnitzler, como Freud, avanzó en dirección contraria y registró la disparidad entre los impulsos y la conducta social. En 1900 utilizó el monólogo interior y la asociación libre de ideas en “El teniente Gustl”. Un año antes, Dujardin había experimentado con el flujo de la conciencia y en 1922 Joyce exploraría in extenso el cerebro de la rubicunda irlandesa Molly Bloom. El escritor austríaco no puede reclamar la patente ni la aplicación más radical del stream of consciousness pero sin duda agregó un sesgo psicológico y moral a los pensamientos que representan “lo indecible”.
En la novela breve La señorita Elsa (1924) la introspección psicológica es tan lograda que ya no parece un alarde técnico (al dominio del inconsciente se agrega el de la tipografía; virtuoso de las cursivas y los puntos suspensivos, Schnitzler entrelaza diálogos, pensamientos y acciones tal y como los percibe su protagonista).
También en el terreno médico hubo afinidades entre Freud y Schnitzler. En 1888 el escritor publicó un artículo contra los detractores de la cocaína (Freud, por su parte, escandalizó a algunos colegas al sugerir que una administración dosificada de cocaína podía ayudar al paciente sin causarle adicción). En su juventud, los dos médicos recurrieron a la hipnosis; tal vez seducido por la imagen de una soprano hipnotizada, Schnitzler escribió el ensayo “El tratamiento de la afonía funcional por medio de la hipnosis”.
Como Freud, Schnitzler estaba convencido de que el hombre, de quedar en libertad absoluta, daría rienda suelta a instintos dignos de ilustrar un cuadro del Bosco. Gracias al principio de realidad, el mundo se convierte en un infierno atenuado. De cualquier forma, a pesar de los numerosos puntos de contacto con Freud, sería absurdo interpretar a Schnitzler sólo en clave psicoanalítica. La frase acerca del “doble”, que suele imprimirse en los programas de mano cuando se monta una obra de Schnitzler, fue ante todo un gesto de cortesía, un regalo de cumpleaños.
La atracción veneciana
Los escritores de la generación de la Jung Wien abrieron un paréntesis de ligereza en la cultura alemana. Las obras completas de Schnitzler podrían llevar de epígrafe el aforismo de Hofmannsthal: “La profundidad está oculta. ¿Dónde? En la superficie”.
El principio de levedad, que después tendría defensores como Auden o Calvino, significa para Schnitzler una ruptura con el culto a lo sublime tan frecuente en la poesía alemana. No sin riesgos, el autor de La ronda se amparó en la máxima de Hofmannsthal. En sus peores páginas, Schnitzler se pierde en la banalidad. Juventud en Viena es el retrato de un dandy que descree de las grandes pasiones y los argumentos trascendentes y adelgaza su vida hasta reducirla a una estadística de descargas eróticas. Por otra parte, en las raras ocasiones en que sus personajes teatrales filosofan, el resultado es tedioso. Schnitzler es, en esencia, un maestro del tono medio, un habilísimo constructor de tramas a partir de la triangulación amorosa, un impecable dramaturgo de los afectos: pocos lo igualan en poner en escena los gestos leves, rápidos, que siempre significan “otra cosa”.
Para Broch o Musil el texto es un espacio de renovación técnica. Schnitzler fue más convencional pero se permitió un par de búsquedas: el flujo de la conciencia y el teatro dentro del teatro. En 1898 La cacatúa verde anticipa los Seis personajes en busca de autor, de
Pirandello, e incluso The Real Thing, de Tom Stoppard (quien ha traducido a Schnitzler al inglés). En La cacatúa verde el espectador asume como “realidad” una escena montada para divertir a unos burgueses ávidos de emociones fuertes; poco a poco aparece una subtrama que muestra las tensiones que los actores viven tras bambalinas; por último, una tercera realidad, la de la revolución francesa, interrumpe la obra. En este juego de suplantaciones, la representación inicial semeja un trozo de vida y la verdad histórica un sangriento carnaval.
En el horizonte de la cultura austríaca, una ciudad se alza como paradigma de la vida que se confunde con el teatro: Venecia. En su asombrosa teatralidad, la Serenissima es siempre telón de fondo; doblar una calle es cambiar de escena. A propósito de la obsesión de superficie de los austríacos, Anna Giubertoni ha escrito: “Si la cultura alemana -con Wagner a la cabeza- cala el mito de la profundidad […] la austríaca, en cambio, hace que emerja la brillante ligereza de la superficie”. De ahí la fascinación por Venecia, el sitio donde “la superficie ha perdido sus raíces” (Georg Simmel).
Un pasajero en incesante tránsito por las alcobas de Europa sirvió para poblar la imaginación austríaca de escenas venecianas: el hombre de las máscaras y los alias infinitos, Giacomo Casanova. Amigo de Mozart y de su mejor libretista, el también veneciano Lorenzo Da Ponte, Casanova es una presencia implícita en la ópera Don Giovanni. Su paso por la música y la literatura sería más duradero que sus conquistas. El 9 de octubre de 1833 se estrenó la opereta de Johann Strauss Una noche en Venecia, donde Casanova aparece como el duque D’Urbino. La obra es un inventario folklórico de la dolce vita veneciana. En 1898 Hugo von Hofmannsthal escribió una pieza de registro más complejo: El aventurero y la cantante. Ahí Casanova es el barón Weidenstamm. En esta comedia de enredos el conquistador impenitente se las arregla para engañar sin descalabros; es dueño de una malicia sin otras consecuencias que hacer la vida agradablemente complicada.
El “doble” de Freud abordó por primera vez el tema de Casa-nova en 1917, en la obra de teatro Las hermanas o Casanova en Spa. La pieza le sirvió para tratar uno de sus temas esenciales: la irrevocable injusticia con que el amor se presenta en la vejez. Casanovaestá en la plenitud de su edad y es mirado con envidia por un anciano holandés incapaz de conquistar a nadie. Un año más tarde, en la novela El retorno de Casanova, Schnitzler invierte los términos del conflicto: ahora es Casanova quien tiene cincuenta y tres años y envidia al joven Lorenzi; el hombre que escribió sus Memorias en francés para que sus aventuras tuvieran más público, ha perdido su identidad; para conquistar se hace pasar por otro; al final, llega enjuto y desdentado a una Venecia que no lo reconoce. El retorno equivale a un sueño profundo, sin imágenes, demasiado parecido a la muerte.
Venecia también fue el escenario del episodio más doloroso en la vida de Schnitzler. Luego de un año de matrimonio con el oficial italiano Amoldo Cappelini, su hija Lili se pegó un tiro, pero el disparo no la mató de inmediato y agonizó durante días, asistida por Anna Mahler, hija del compositor. Cuando Schnitzler llegó a Ve-necia, Lili ya había muerto. Tenía diecinueve años. Después del suicidio de su hija, el creador de La ronda siguió aprovechando los dobleces de la vida, pero con un acento trágico que lo acercaba al destino de su Casanova. Una de sus últimas amantes lo describiría como “un pequeño hombre amarillo”.
El teatro de los impulsos
Schnitzler pone en práctica el axioma de Karl Kraus: “quien calla una palabra es su dueño; quien la pronuncia, su esclavo”. Sus personajes saben que el engaño es una técnica de supervivencia. Para el dandy que se pretende inconmovible, la sinceridad es una variante del fracaso; sin embargo, los elegantes hipócritas de Schnitzler suelen traicionarse; dominan la compleja etiqueta de la sociedad habsbúrgica, apuran las copas en la gran fiesta de despedida de la monarquía imperial y real, disfrutan la alegre decadencia de una Viena incapaz de reconocer su desmesura, pero acaban rompiendo la regla no escrita de ese teatro sin bastidores: pronuncian la palabra que los esclaviza.
No es extraño que Schnitzler se haya servido del inconsciente para descubrir lo que no deben decir sus protagonistas. Contra el clasicismo de Goethe, Schnitzler sólo concibe el binomio “poesía y verdad” como el fin de la trama; cuando el personaje se delata, sobreviene la caída. En su breve ensayo “El carrusel de las pulsiones”, Claudio Magris observa: “Schnitzler dispone de un sentido típicamente austríaco de la vida como teatro. El pathos barroco del teatrum mundi, donde la vida se representa como un interminable juego de apariencias que enmascaran la verdad y se desvanecen en la revelación del desengaño, se relaciona con la concepción freu-diana del inconsciente como escenario y auditorio”.
La disparidad entre el principio del placer y el principio de la realidad, entre los impulsos y la moral en curso, encuentra en el lenguaje de Schnitzler un mecanismo regulador: la mentira. En el relato “El padrino” (1932) un hombre atestigua la muerte de su amigo y protege sus emociones teatralizando el entorno: “el duelo se me ha quedado en la memoria como si fuera un juego de marionetas […] tratamos el fatal desenlace de ese día no de una manera sentimental, sino más bien desde el punto de vista estético-deportivo”. El lance a muerte se transforma en una representac...