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Descripción del libro
Cuerpo presente incluye algunos de los relatos más notables de la literatura mexicana dispersos hasta ahora en las ya inencontrables ediciones de Infierno de todos (1964), Los climas (1966), No hay tal lugar (1967) y Del encuentro nupcial (1970). Pitol es el sabio director de personajes errantes, vagamente esperanzados e incumplidos, y es también el formidable relator de las vidas secretas de los veracruzanos: sus sentimientos de estirpe, sus visiones, sus inesperadas osadías.
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Información
Editorial
Ediciones EraAño
2013ISBN del libro electrónico
9786074451740II
Cuerpo presente
En el momento en que a Daniel Guarneros se le reveló la vacuidad del mundo su conciencia incurrió en indudables contradicciones, conoció el regusto de violentos, extremados rencores que al esbozarse lo dejaron tan sorprendido como si en su interior abrigara un incendio y sólo hubiese podido advertirlo cuando el fuego había ya ganado los cimientos, cuando todo acto posible —fuese ésta o aquélla la vía elegida— no habría de ser sino derrumbe, recolección de cenizas, de escombros, de perplejas e inservibles musarañas. ¿Por qué así tan de golpe?, se preguntó consternado ante la botella de coñac que sin desesperación posible, ya anonadado, pausadamente consumía en uno de los tantos bares que poblaban la ciudad. Muchas veces se había sentido mal, a disgusto con sus circunstancias, hastiado del compradazgo, de las mezquinas tretas que le habían valido para alcanzar la posición actualmente disfrutada, pero eran aquéllos ratos desesperados —y allí fincaba la distinción esencial— que podían borrarse, destruirse con el coñac, el whisky o el tequila. Lo de hoy era del todo diferente. El ataque se volvía más frío, más agobiante: un contemplar de pronto el vientre desnudo ante un espejo, un forzar la mirada, la verdad, hacia adentro, y el alcohol no tenía alcances ni poder para aquietar terrenos de la conciencia convertidos en una pura llaga. Había bebido más de las tres cuartas partes de la botella sin lograr resarcirse, es decir embriagarse, olvidarse, alcanzando, a lo más, una cierta confusión de fechas y acontecimientos, de cortesanías y traiciones, de frases y hechos extraídos del caudaloso acervo que contenía su memoria. En alguna parte dentro de nosotros —le pareció oír— todo, siempre, es aquí y ahora. No fluye lo pasado, se estanca, se detiene y se fija con perfiles clarísimos y en el momento preciso (ese instante cuya elección nada tiene que ver con la voluntad o el deseo) surge para salvar o condenar a la persona dentro de la cual se alberga. Medroso de revelaciones que presentía, intentaba descabalar, empañar los recuerdos. Así, por ejemplo, no podía —y esa imprecisión le alegraba— recordar si aquello de “eres un bicho; de ahora en adelante lo serás cada vez más. El Daniel que amé ha desaparecido para siempre” le había venido a la memoria en el momento que todo acaeció y descubrió su desamparo o ya después, frente a la botella, cuando al tratar de olvidar el trance lo hacía, para su infortunio, más próximo y tangible.
Había que considerar, se dijo al principio sin lograr convencerse, la fatiga: en los últimos meses sus negocios habían requerido una atención excesiva y este viaje no resultaba tan de reposo como los de los años anteriores. El hecho de incorporar a Juan Felipe en el programa le confería un carácter diverso. Se debían, por fuerza, sumar demasiadas actividades, hacer cosas de más que disminuían la placidez, la gracia del recreo. Descendían a la categoría de turistas americanos en incesante, baldío contoneo de uno a otro sitio. Nada menos que ayer, al caminar por los senderos de Villa Adriana, que de tan devastada poco podía aportar a quien como él frecuentaba desde hacía tiempo las auténticas fuentes del arte y de la historia, o en los días anteriores, al hacer recorridos por los museos y galerías romanas (que en veces anteriores habían desechado, pues para ellos era perder el tiempo en algo sabido casi de memoria, olvidado de tan puro sabido) se aburrió de manera descomunal. Todo se convirtió en un suplicio desde el día mismo de la llegada, cuando al petimetre se le ocurrió comenzar a meter las narices en guías y mapas para descubrir que existía el museo tal, el otro, aquella galería, la iglesia de Santa Fulana, el monumento X, el Y y el Z, que regularmente, acompañado por su madre, se dedicó a conocer, cumpliendo al dedillo las prescripciones que le imponían sus estúpidos libracos. Y había que ver, ¡pobre paya deslumbrada por la novelería de lo antiguo!, a la misma Antonieta cuya infancia había transcurrido en un amable exilio parisino, cuyo primer viaje de bodas lo empleó en el conocimiento del Oriente y que año tras año pasaba a su lado el otoño en Europa, con qué aire estúpido, de chicuela atolondrada, lo esperaba a la hora de almorzar:
—Hoy hemos hecho el recorrido de Piazza Venezia a San Giovanni in Laterano, ¿te das cuenta? Mañana nos toca ir a Villa Borghese para que Juan Felipe conozca la Paolina.
Y él, que resintiera siempre la excesiva proximidad de su mujer, que sostuviera que un hombre debía correr sueltamente sus juergas sin una esposa quejumbrosa y solícita al lado, en esos primeros días de Roma, solo, libre, comenzó a sentir la necesidad, luego la urgencia, de estar en familia. Envejezco —había pensado a las pocas tardes de su llegada, cuando en el bar del Excélsior, en vez de responder al abierto reclamo de una rubia estupenda, meditaba en las insípidas jornadas que Antonieta y su hijastro le hacían conocer: descenso de un taxi para tomar unas fotografías, vuelta al automóvil que los conduciría al próximo sitio recomendado en la guía, hasta que, sin darse cuenta casi, determinó sumárseles y compartir sus paseos y llegar por fin a ese atroz sábado de septiembre en que desde la siempre invariable Piazza Venezia se habían lanzado a recorrer el Corso para desembocar en la iglesia de Santa María del Popolo, y allí, mientras contemplaba una pintura al fresco —quizás el primer mural visto en Roma unos treinta años atrás— volvió la cara, miró a su mujer y no pudo contener una marejada de asco que comprendió a Juan Felipe, a los pocos turistas y feligreses que a esas horas deambulaban por el templo y que retornó a él como un boomerang macabro. Supo en ese instante hasta qué punto se detestaba y de qué manera los hechos que conformaban su vida se habían vuelto estúpidos e innobles. Cualquier palabra hubiera resultado trivial; escapó de la iglesia y caminó durante horas por una Roma que el crepúsculo otoñal magnificaba; los pinos de púrpura y de oro sobre un telón negrísimo denunciaban de modo equívoco y complejo el carácter apasionado, lúbrico, delirante de la ciudad. Vencido por la fatiga entró en un bar a beber y a semirrecordar y en el semirrecuerdo irrumpir hasta el origen mismo de su actual angustia, para únicamente alcanzar un estado donde ya no sabía si era a efectos del alcohol o de la variedad de situaciones: fortuna, empleos, mujeres, por donde había desfilado, que le pareció estar manejando un mazo de cartas de identificación pertenecientes a individuos distintos, los cuales, como por arte de magia, padecían de la misma personalidad jurídica. Semejantes los nombres, idénticos los apellidos.
El niño Daniel Guarneros que jugaba a la pelota con un grupo de amigos en calles larguísimas, desoladas, de la colonia San Rafael, mientras esperaba a su madre que cosía botones en una pequeña fábrica de camisas; Daniel Guarneros y su madre, la vez que anduvieron casi a la carrera entre gentes temerosas, igualmente apresuradas, pues esa noche entrarían en la ciudad los villistas y se hablaba de la posibilidad de combates sangrientos, zafarranchos, ¡vaya uno a saber!, por las calles. Daniel Guarneros ¡presente!, en la escuela Melchor Ocampo, y las primeras escapadas por la noche para ver las películas italianas del Rialto y bailar en El Apache cachondísimos danzones.
Cuando uno encuentra una vieja está arruinado —se dijo imbécilmente, en tanto que la rubia descubierta la otra tarde en el bar del Excélsior le sonreía mientras con una especie de estudiado desgano sorbía lentamente el contenido de una copa. “¿Me habré acostado con ella?” Si ni siquiera tenía claro si unos tres o cuatro días atrás lo había hecho, ¿cómo suponer que aquellos vetustos recuerdos tan empolvados, además, por lo poco que los frecuentaba, fuesen auténticos, que no estuviera mistificándolos, trastocándolos?
—Mira, primor —se oyó decirle un rato después, cuando ya había una nueva botella y ella estaba a su lado— aunque hablaras mi lengua no podrías comprenderme. ¡Qué ibas a poder! Éramos muy chamacos y el maestro nos tenía convencidísimos. El viejo era un chingón, corazón, ¿ves cómo hasta sale en verso? No se ha repetido en México una generación como la nuestra. Estábamos decididos a entregar hasta el pellejo si se hacía necesario. Nos faltaba claridad en cuanto a los fines, pero así y todo, créeme, nos lanzábamos a hablar en los mercados, en la Universidad, por la calle, donde podíamos. Muchos fueron a parar a la cárcel, ¡qué importaba! Queríamos cambiarlo todo. ¡Vas a entender tú de esto! Luego él, que era muy zorro, se vino a Europa y nos dejó varados. Algunos se hicieron entonces comunistas. Sí, güera, así mismo. Claro que no lo resistieron. No nació uno para acatar el dogma. Allí estaba Eloísa Martínez. Mira, güerita, lo que debías hacer es sacarme de aquí y mostrarme tus habilidades. De la cuenta no te preocupes. Por allí andaba Eloísa Martínez hablando y diciendo necedades. Siempre fue una mentecata, ¿sabes? Una necia redomada que se desvivía por hacer frases. No tenía amor más que para las grandes palabras; ni siquiera se enteró de lo que eran los principios. Todo se reducía a un culto ciego por las palabras, y por el hombre o la entidad que las emitía. ¡La voz y sus voceros! Jamás se preocupó en rascar un poco para ver qué es lo que había debajo. Su primera devoción fue Vasconcelos, cuya sombra seguía con servil mimetismo. En el fondo no era sino una perra, te lo digo yo. ¡Vaya uno a saber con qué clase de canalla andará liada ahora! Un día me dijo, no entonces, pues la conocía muy poco, ni siquiera en París cuando me casé con ella, o aquí donde, ríete, ríe por favor a mis costillas, vine a pasar mi luna de miel. ¿Te das cuenta? ¡Mi luna de miel con Eloísa Martínez!, que era yo un bicho y que ya no podía dejar de serlo. Pero eso fue más tarde, cuando acepté aquel cargo, y, no obstante, ¡imagínate si me va a importar un carajo lo que ella diga!, no se podrá quejar de mi comportamiento; he sido un caballero, chula; nunca pasé ninguna información que la comprometiera. Era mi primer trabajo importante, ¿entiendes por qué debía aceptarlo?, prácticamente allí dio inicio mi carrera, pues lo de antes, si bien se mira, se quedó en peloteras, pasos necesarios para ser quien fui, como luego, a su vez, tal empleo resultó otro escalón que tenía que ascender para llegar a lo que soy ahora.
Daniel Guarneros descubrió a su regreso del sanitario que la rubia se había marchado. La volvería a encontrar, ¡no faltaba más! Porque era raro que a él le perdieran la pista. Sucedía que en esos días, en ése precisamente, estaba harto de enredos, de cama, de mujeres. ¡Las que había disfrutado en aquellos tiempos! Toda una colección de “damitas del cine nacional”. Un regalo, una chuchería, una carta de presentación para Fulano y las tenía a su disposición. Luego, al casarse con Antonieta se volvió más discreto; era Díaz de Lauda, ¡antigua aristocracia, my dear!, no una doña nadie, no una María basura como la que le había espetado que ya nunca dejaría de ser un bicho, porque el Daniel que amé ha desaparecido para siempre, a la que por pura decencia no le había roto la cara, ni la denunció (si es que se podía hablar en términos de denuncia) en el informe preparado sobre actividades que comenzaban a considerarse subversivas; relación que pudo hacer mejor que nadie pues tenía para ello datos de primera mano; su colaboración con los otros: comités de apoyo a la expropiación del petróleo, grupos de solidaridad con la República Española, organizaciones contra el fascismo, y ella, Eloísa, ¿no había sido miembro del Socorro Rojo Internacional, del Comité de ayuda a Rusia en guerra y demás zarandajas por el estilo? No, no, debía una y mil veces dejar constancia de que no se trataba de una traición. Sin embargo, qué difíciles se le hicieron aquellas noches entrecruzadas de sudores helados, de angustia sofocante, penetradas de palpitaciones y de inmundos terrores. “Agua que no fluye se estanca”, se repetía, y era de hombres sensatos avanzar, madurar, exponer sus ideas constantemente al tamiz del más despiadado enjuiciamiento. ¿Que hubo ese cambio?, bien, sí, sí lo hubo; evolucionó, se transformó, pero sabía que su destino individual se deslizaba por la corriente de la historia. Los tiempos eran otros: allí residía al meollo de la cuestión que Eloísa y sus vagabundos, alocados compañeros, se negaban a comprender; la época de ninguna manera era la misma; México debía industrializarse, avanzar, desarrollarse, crear capital. Se hacía necesario por lo pronto conformar una estructura, después, tal vez, se podría ir más adelante, transformar el actual orden de cosas, pensar en mejoras, en cambios sociales. Estaba convencido. Por eso aceptó el puesto en la presidencia que tan al pelo le ofreció su amigo, el diputado Guerrero.
—Ya has dado muchos tumbos, mi viejo —le dijo después de largos e imprecisos circunloquios—, y no me vengas con historias, es hora de que empieces a sentar cabeza. En todo me hallarás de acuerdo con tus ideas, ¿quién no había de estarlo?, créeme, el presidente es el primero, pero no podemos olvidarnos de la situación geográfica, y la dialéctica, manito, será siempre la dialéctica. Fíjate cómo hasta el maestro aprueba nuestra línea. Nos excedimos en el pasado, debemos reconocerlo honradamente, y has de darme la razón cuando digo que todo terminó en palabras, palabras y demagogia y a la hora de los hechos, rien, como dicen los franceses, rien de rien, mon cher.
—¡Como si no lo supiera! —replicó mecánicamente—; en este momento hay que actuar por encima de todo partidismo…
—¡Claro, claro! Puedes ya dar por hecho que trabajas con nosotros. El nombramiento se te entregará en unos cuantos días. Anótame en esta tarjeta los estudios y los cargos que has desempeñado; luego te explicaremos en qué consistirá tu labor.
Parecía que todo aquello le sucedía a otra persona, a una persona soñada, o mejor dicho presentida, y no al que escribía, divertido, entusiasmado ante las perspectivas de jugosos sueldos, de una casa frente a las playas de Acapulco, de viejas, de viajes, en una tarjeta sebosa cuyo ángulo izquierdo reproducía el escudo nacional, su nombre, y abajo de los consabidos dos puntos,
licenciado en derecho por la Universidad Nacional,
laureado en ciencias económicas en el Collège de France,
consejero en el departamento tal de la Secretaría de Hacienda,
consejero en el Banco de Crédito Ejidal.
—Muy bien, mañana paso a la Secretaría… —y dio por terminada la frase.
Fue todo como un sueño; como un sueño también los días siguientes llenos de desayunos con personas clave, de agitado tráfago entre apretones de manos, visitas a oficinas, sonrisas de compromiso, preparativos para una nueva forma de vida: sastre, tiendas, facturas; pero el sueño se desvaneció el primer día de labores, cuando después de que Marcelino Guerrero lo presentó a sus colaboradores, a sus empleados, a su secretaria, tan pronto como tomó posesión del flamante, espectacular, cinematográfico escritorio, le comunicaron que esa misma tarde se celebraría una junta para trazar el plan de campaña a seguir, y entonces comenzó la pesadilla, ésa sí muy concreta, muy al alcance de la mano, y el hombre que fue, el desleal, el chambista-arribista-oportunista, el tibio compañero de ruta desapareció del todo para revelar a otro que merecía distintos adjetivos: los que un idioma va acuñando para calificar por ejemplo a la hiena. ¡Duros días que al recordar a través del alcohol le producían todavía una áspera repugnancia! Pero lo heroico, lo que no comprendía nadie y por ello era aún más loable su conducta, es que en tal sitio descubrió el valor de los principios (hasta entonces, debido al trato con sus antiguos compañeros, le habían parecido meras balandronadas). En ellos debía apoyarse para efectuar la ardua tarea de saneamiento que se proponía. Convencido de que el país requería una paz propicia, un clima de absoluta tranquilidad para el buen desenvolvimiento de la política de inversiones, fue implacable. Trabajó, y con él todo su cuerpo de investigadores y técnicos, de un modo tenaz y despiadado para formular aquella relación sobre ciertas actividades políticas y en la confección de los medios de control aplicables en el momento ne cesario. Había que comenzar por desvanecer ficciones, dejar clara constancia de que no tendría ya cabida el desorden. Los procedimientos que en un principio le granjearon noches de turbulento insomnio, acabaron en su cotidianeidad por serle habituales, pero no por eso dejó de pensar en retirarse; además, podía confesarlo ahora que todas la aclaraciones estaban permitidas: también por algún temor a que la situación pudiese variar (aunque los signos que señalaran la más ligera fisura de ese orden perfecto en cuya creación participaba no apareciesen por ninguna parte) y él se viese comprometido, sentado en la misma banca en que hacía sentar a otros, tan pronto como concluyera la misión que se le había encomendado. El sueldo era alto, y del presupuesto asignado, más cuantioso de lo que en un principio supusiera, se podía ir pellizcando algo con que empezar a invertir. Donde se interesaba el alto mando jamás había pierde.
—iCameriere! ¡Eli, cameriere!
El servicio era malo, lento. Estaba de poco humor para esperar.
—Cameriere, ¿qué pasa con la cuenta?
Pagó y trastabillando buscó nuevamente el servicio sanitario. Tenía ganas de vomitar.
“¿Dónde andarás, Eloísa Martínez? Mírame aquí, borracho, borracho perdido, con una mujer y un hijastro que me importan un carajo, aún no viejo, con buenos negocios, dinero, posibilidades, y hecho un perdido, Eloísa Martínez.”
Salió a la calle con andar inseguro; luego, el mundo se transformó en gente que caminaba con una lentitud exasperante, callejuelas poco iluminadas, una puerta donde a la luz de un anuncio de neón se podían ver fotografías de trompetistas negros, conversaciones en francés —que sí era un idioma decente—, un grupo de rapaces elegantes y desvergonzados que se reían a carcajadas mientras dislocadamente se contoneaban bajo los efectos de una mala orquesta, una morena de ojos como almendras, negros y con un brillo y unos reflejos indudablemente producidos por la coca y, aún más tarde, un andar por aquí y por allá, correteando entre ruinas de un potente, grandísimo automóvil inglés, arañando los muslos de la joven de los ojos de almendra, de fulgor de cocaína, mientras los demás, apelotonados, reían a carcajadas, destempladamente, implacablemente, sin respeto ni compasión, porque, ¿a qué negarlo?, lo que el hombre quiere, un hombre que a los veinte años no había tenido automóviles ingleses ni mujeres con ojos insaciables y muslos arañados como estos jovenzuelos que lanzaban el auto por calles calientes, plagadas de ruinas, de bochorno y de gatos, donde la luna como un crisol de hielo lo bañaba todo con una luz irreal, beoda, fragmentada, era compasión. Y ni siquiera podía encontrar la palabra en francés que expresara esa necesidad, ni siquiera… ni siquiera… ni siquiera…, porque el amor, porque el dolor, porque la vida requieren compasión y él no lo podía expresar y, en el fondo, ni siquiera creerlo, pues había comenzado desde muy abajo y nunca la obtuvo ni la concedió; desde muy abajo, sí, con una madre que cosía botones a las camisas. “He trabajado para ti, madre, créemelo. De verdad que todo lo que he hecho ha sido para que lo pudieses pasar mejor. No es culpa mía que te hayas petateado, icarajo, decencia por lo menos, Guarneros!, que hayas muerto cuando yo comenzaba a poder remediar tus necesidades.”
Me tejió un suéter, saben, cuando vine a París con la beca. No se atrevía a creerlo, ni siquiera a hacerse a la idea de que para mí las cosas comenzaran a mejorar. En aquel tiempo no se viajaba tan fácilmente como hoy día. Estudiar hace treinta años en París sí que era una proeza. Creía la pobre que de mí no iba a sacar nada de provecho. ¡Si pudiera verme ahora!
¡París soberbio el de los años treinta! Allí la volvió a encontrar, allí se definió la amistad, porque a decir verdad en México apenas se conocían. Claro, cuando la campaña electoral estuvieron juntos muchas veces, asistieron a los mismos mítines, recorrieron los mismos mercados y sindicatos distribuyendo propaganda, pero nada sabían de sus respectivas existencias. Fueron juntos, sentados lado a lado, a Cuernavaca y a Toluca; cambiaron ideas sobre los procedimientos que debían adoptarse en la campaña, pero lo serio, para su desgracia, comenzó en París la noche en que la encontró en un café de Saint-Michel. Acababa casi de llegar y se sentía perdido, angustiado, payísimo: ella, en cambio, se movía ya como un pez en el agua, con unas ridiculas ínfulas de marisabidilla que si en aquel entonces lo deslumhraron ahora le producirían verdadera nausea. En el fondo fueron días hermosos. Se divertían, discutían de la mañana a la noche, veían museos, organizaban paseos dominicales; le presentó a sus amigos. No, no se arrepentía de haber vivido aquellos tiempos. De cuando en cuando, entre rachas de nostalgia, sentían el llamado del intrincado Anáhuac. Regresarían a crear una vida decente, respirable. Todos eran compañeros. Se creía en el americanismo como solución. Ignacio regresaría a Chile, Gustavo a Bogotá. Vivir, por primera, por única vez, era una delicia. ¡Vaya si lo era! Entretanto se casaron. Él quería ir en viaje de bodas a Lisboa, ella a Brujas; al fin optaron por Italia. Una escritora sudamericana los llevaría en su automóvil.
Pero el calor, pero aquella carrera ciega, inhumana, donde los cuerpos se apelmazaban en obsceno nudo como festín de arañas que trémulamente sorbieran la savia del insecto atrapado, donde su boca goteaba vaho y saliva en la espalda de la morena de los ojos de coca, no permitía el fluir de los recuerdos. Los quebraba, los confundía: la cara de su madre, las caderas finas, macizas de Eloísa, la nuca de la morena, las carcajadas atronadoras de los jóvenes del asiento delantero, la voz del teniente coronel Hernández, los pasillos de la Presidencia, las charlas con la poetisa sudamericana, la idiotez reflejada en la mirada de su hijastro, el dinero, y más y más elementos que bogaban secretamente para configurar un rostro. ¡Poca cosa es un hombre! Nada, al fin de cuentas. Una sucesión de gestos, de frases, ¡Poca cosa! Cuando cree haber llegado, alcanzado el sitio al que aspiró durante tantos años y por el que libró tantas batallas, es para advertir que no ha valido la pena; que hágase lo que se haga algo hay que permanece definitivamente roto, un trocillo de vida extraviado en vaya uno a saber qué vericuetos, y en el que tal vez residía la clave, el santo y seña que le librara a uno de ser un granuja. No, una y mil veces tendría que esclarecerlo, dilucidarlo, repetirlo atronadoramente a quien se negase a entenderlo, no era que él se sintiese un tal por en determinado momento haber hecho esto o aquello, por haberse ligado con los más deshonestos, por conseguir la concesión para explotar madera en bosques espesísimos de Chiapas y del sur de Tabasco sin desdeñar métodos que muy cerca anduvieron del chantaje. El servicio de investigacione...
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