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Descripción del libro
Un cura cristero, un asesino a sueldo, tres miserables matrimonios campesinos, una niña que muere y la tierra inhóspita y la historia malhadada de México: en su segunda novela, Revueltas traza una situación límite donde las pasiones se entrecruzan hasta que las tierras yermas se inundan sepultando a los hijos traicionados de la Revolución y a los cristeros abandonados por Dios y por la Iglesia. Cada uno de ellos va al encuentro de su destino con obstinación, y Revueltas condensa en ellos, con feroz maestría, su visión de la desesperada violencia mexicana, que enluta aquí todos los lazos humanos.
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Información
Editorial
Ediciones EraAño
2016ISBN del libro electrónico
9786074451528IX
Muy despacio, a impulsos de la brisa ligera, navegaba. Iba pasando ante ellos como bajel de sombras, correo imposible.
Era el enemigo.
Ninguna piedad, ninguna misericordia podía moverlos para con él. Perseguidor implacable, hoy lo veían derrotado, en esta hora de náufragos. Deslizábanse el tórax y la cabeza, surgiendo del agua. La herida limpia, en el cuello, detrás de la oreja, era tan sólo una hendidura inocente, incruenta, como pintada. Costaba trabajo imaginarse cómo podría ese cuerpo —descontando la terrible cara— ser el de un cadáver: había en él cierta animación sobrenatural, como si no hubiese muerto del todo.
Adán: Úrsulo lo imaginaba deteniéndose ante su presencia como ante un muelle preciso y obligado, bajel enemigo para que entonces, ahí junto a Chonita, resurrecto, fuese creciendo, lívida yedra sin barrera. Un golpe de alucinación absurda vibró en su mente: Adán saltaría ahora desde su propia caja corporal, estableciéndose sobre la azotea. Helo aquí ya como un vegetal zoológico; en la transición que hubo de los vegetales a los animales y cuando las ramas empezaron con su sensibilidad, capaces de odio o de amor o de locura.
Adán era una yedra con pensamiento y con labios, desparramando su cuerpo sin cesar, mientras en las vértebras mezclábanse la savia y la sangre. Había crecido de tal manera, dueño ya de la bóveda celeste, que podría ser como un ojo visto desde dentro, desde la oscura caja cerebral, con sus membranas y sus rojas raíces en medio de unas voces que ahora llamaban a Úrsulo: “¡Úrsulo, Úrsulo!”, pero a las que no era posible darles un lugar en el espacio cuando un mapa de membranas y continentes amarillos, con islas que herían y microorganismos llenos de furia, se repetía dentro del cerebro, como un galope oscuro.
Resultaba tan extraña la sensación, que Úrsulo no pudo menos que preguntarse si eso era morir, si eso era su propia muerte.
Había caído golpeando duramente con la cabeza mientras la sangre le llegaba como salpicaduras intermitentes al cerebro. “No puede ser, no quiero”, insistió, aunque se sabía perdido y el primero que moriría de todos, desde que comprendió que Cecilia jamás le volvería a pertenecer, ni aun durante los últimos segundos de la vida.
Frente a él una mujer, dos mujeres se inclinaban sobre su cuerpo.
Cecilia observó cómo Úrsulo entreabría los labios para pronunciar un nombre. De rodillas acariciábale la frente con un temor súbito de que aquel cuerpo se extinguiera.
—¡Déjalo! —exclamó Calixto al ver las atenciones de que Úrsulo era objeto y colocándose de pronto en el papel de jefe—. ¡Déjalo! No podemos hacer nada.
Ella se volvió, fea, agonizante, para mirar a Calixto. Estaba tan próximo el fin de todos, que no pudo replicar, comprendiendo que así, como él ordenaba, estaba bien.
La respiración de Úrsulo, extremadamente débil, parecía un soplo de niño enfermo.
—¿Sufrirá mucho? —preguntó Marcela sin obtener respuesta.
Las sombras se abatían por todos lados. Un extraño golpe de viento provocó un remolino, dentro del cual giró Adán, meciéndose para permanecer quieto después.
Adán, padre de Abel, padre de Caín, padre de los hombres.
Representaba mucho aquel cuerpo habitado por la muerte. No era un cuerpo ocasional, sino profundo; un proceso sombrío.
Un año antes le habían ofrecido a ese Adán, a ese cuerpo entonces habitado, entonces con espíritu, entonces con llama, cien pesos por la muerte de Úrsulo. Y ahora estaba ahí.
El ayudante del gobernador estuvo en casa de Adán, aquella vez. Era un hombre robusto, alto, de ojos negros, Adornaban su dentadura —y en realidad no eran para otra cosa— dos magníficos dientes de oro.
Adán en esos momentos se cortaba las uñas de los pies con una gran navaja de cazador, después de que su mujer se los había lavado y aguardaba, quién sabe qué, a sus espaldas, en un rincón.
Sentado en el pequeño taburete, descalzo, veía sus dos extremidades con atención, limpias, morenas y de piel dura. En los talones una gruesa callosidad las preservaba, y aunque anchas, los dedos abiertos, podían mantenerse dentro del zapato sin dolor. La curva del puente no tenía una elevación considerable, lo cual hacía de los pies dos masas radicales, aplanadas.
La sombra del ayudante se proyectó sobre ellos.
—¡Buenos días!
Adán no levantó la cabeza. Había reconocido la voz y sólo hasta momentos después se volvió, con lentitud.
—¿Qué tal? ¡Siéntese!
Eran unos ojos negros, muy inquietos, los de aquel hombre. Se volvían de derecha a izquierda, examinando con rapidez todo, mas no por ello superficialmente, antes con pasmosa exactitud.
—¿Qué lo trae por aquí? —preguntó Adán, volviendo a su tarea.
El hombre vaciló un tanto.
—Nada más que saludarlo y ver qué nuevas hay . . .
Adán esbozó una sonrisa irónica.
—Pues ya ve: yo aquí cortándome las uñas . . .
Parecía de muy buena calidad la cazadora de gamuza que llevaba puesta el ayudante. Por envidiarla súbitamente, Adán se sintió incómodo y con cólera.
—¿Y qué —preguntó con cierta insolencia, sin dejar de mirar hacia la cazadora—, dice algo mi general?
—Sí, sí dice algo . . . —repuso el ayudante mirando con obstinación.
Ambos sabían qué era aquello que “decía” el general, pero acaso un resto de pudor o escrúpulos les impedían hablar.
Adán se puso un par de calcetines verdes, permaneciendo así no más.
Parecían sus pies entonces como ésos de las imágenes, en las pequeñas parroquias de pueblo, a quienes, de igual manera, no calza ninguna otra cosa que calcetines verdes o morados o color de rosa.
Los dos hombres se observaban abrigando los mismos pensamientos recíprocos de desprecio y miedo. Aquello debía concluir lo más pronto posible.
El enviado del gobernador hizo girar hacia la izquierda el grueso cincho que le sujetaba los pantalones, para que, muy visible, la pistola cuarenta y cinco se recostara en su muslo. Adán fingió no darle importancia al hecho, pero con indiferencia tomó a su vez el machete, que pendía de un horcón, poniéndose a jugar.
—Pues mi general ya está cansado de lo que pasa por aquí, en el Sistema —dijo el ayudante—. Primero la agitación sembrada por José de Arcos, Revueltas, Salazar, García y demás comunistas. Luego ese líder, Natividad . . . Y ahora otra vez . . .
Aquél era simplemente un prólogo. Nunca se le decía: “Queremos que mates a Fulano”. Tan sólo alguna insinuación: “Fulano no nos gusta, no le gusta al general. Mira, aquí tienes este dinero”.
En consecuencia, Adán iba al sitio, más tarde, y oprimía el llamador de su pistola.
Algo tan rutinario había en las palabras del ayudante, que Adán se distrajo, pensando en otras cosas. En realidad, aquel asunto de los comunistas no tuvo gran importancia, pues el papel de Adán se limitó a ponerlos presos y prestar su ayuda modesta para que fuesen enviados a las Islas Marías. Lo de Natividad, desde luego, fue más grave.
Tenía Natividad una sonrisa franca, ancha, magnífica. En su rostro quién sabe qué de atractivo prestábase a la cordialidad inmediata, ya fueran los ojos negros, vivísimos, o la frente serena y clara. Dos veces habló Adán con él. La segunda cuando ya tenía el propósito de darle muerte.
“Ahí viene”, se dijo aquella segunda vez.
Aún no caía la tarde y más bien la luz, como sólida y viva, derramábase en medio de firme quietud. A lo largo de la mate pradera, mientras más lejos, las cosas se destacaban con mayor precisión. Un pequeño arbusto, a distancia se convertía en árbol crecido y Natividad caminando era de una extraña estatura, justamente armónica y proporcionada.
Adán amartilló su revólver, previniéndolo.
Aquel encuentro tenía algo de imposible y resultaba difícil un movimiento tan sencillo como el de sacar la pistola de su funda.
—¿Oué hay, Adán? —sonó la voz robusta y confiada de Natividad.
Sesgóse Adán a un lado del camino. “Ahora, en cuanto se acerque”, pensó, mas la pistola, junto a su cadera, constituía una entidad muerta e inútil.
Natividad se detuvo con las manos apoyadas en el cincho del pantalón, sin aspavientos, con los ojos alegres.
—Nunca podrás matarme —dijo rotundo y sin abandonar su sonrisa, pues conocía ya los propósitos de Adán.
Apretó éste los dientes, sin voluntad ni fuerza para agredir. Aun disparando, las balas no podrían tocar a este hombre, e incluso tocándolo no le causarían daño alguno, potente como era y confiado.
Quién sabe por qué, Adán sintió que el razonamiento ése con ser absurdo y sin lógica, era cierto. No podría matarlo y tan sólo por una serie de causas más allá de la voluntad.
—Otra vez será, hermano, —replicó no obstante—, prevente y no andes solo . . .
Los ojos de Natividad se ensombrecieron por un segundo.
Una idea le cruzó en esos instantes por la mente, extendiendo sus alas negras.
—A menos que sea a traición . . . —silbó como para sí.
Pero aquello fue cbra de un instante. La sombra se disipó al punto y otra vez con la sonrisa en los labios Natividad prosiguió su camino.
Había un tono tan particular en la pradera, que Adán no sintió deseos de reemprender la marcha. La viveza del aire, su claridad, como que anunciaban un cambio en la vida. Tonos color de rosa y opalescentes se vertían con gracia en sucesivos escalones o mezclándose, y los rayos del sol eran finísimas agujas pictóricas. La figura de Natividad había desaparecido en la hondonada próxima y todo aquello, la luz purísima, ese otoño del día que es la tarde poco antes del crepúsculo, la frutal atmósfera madura, contribuyeron a que Adán experimentase con mayor fuerza la sensación de su fracaso.
No había podido hacer nada en contra de Natividad; la maciza pistola quedó inmóvil dentro de su sitio de cuero y ahora le resultaba del todo imposible olvidar la sonrisa de Natividad tanto como aquella frase agorera y entristecida. “A menos que sea a traición.”
No le tenía miedo —pensaba para reconfortarse—, y hasta las palabras que le dijo: “Otra vez será, hermano, prevente y no andes solo”, indicaban su disposición franca, sin embozos, de matarlo. Pero el problema —se le ocurría en contraste con los anteriores pensamientos— no radicaba en la disposición interior que tuviese, sino en cómo serían las circunstancias concretas, vivas, absolutamente reales, en que le daría muerte. Ahora, después de haber visto a Natividad cara a cara y, sobre todo, después de haber fracasado en su intento de darle muerte, experimentaba una especie de vago terror, no por el peligro que entrañara, sino tan sólo porque tenía que habérselas con un espíritu vigoroso y lleno de fortaleza.
“A menos que sea a traición”, oía nuevamente las palabras y no le era posible otra cosa que representarse el rostro de su futura víctima con el aire por un momento entristecido y la sonrisa melancólica.
“A traición”, repitióse y un convencimiento sereno lo hizo musitar de pronto:
—Sí, solamente así.
Reemprendió la marcha en sentido opuesto al que había tomado Natividad y de esta suerte, el sol, que ya comenzaba a caer, quedó a sus espaldas. Un fenómeno singular se desarrolló entonces ante su vista. Los rayos del sol, cayendo sobre las pequeñas y lejanas casas de enfrente, dábanles extraordinaria perfección y plasticidad, como si atrás de ellas fuese a nacer la aurora. De un golpe perdía el crepúsculo su sitio, y un amanecer increíble, en el lado opuesto a donde el sol caía, alteraba las nociones. Caminar con el sol a la espalda era, paradójicamente, ir a su encuentro, y el hombre podía seguir este espejismo insensato, dirigiéndose, no a su salvación, sino a las tinieblas; no al día sonoro y creador, sino a la noche del miedo y la ceguera, pero creyendo siempre ir en busca de la luz.
Adán caminaba sin apercibirse del engaño, confiadamente.
Aquel descubrimiento de que Natividad sólo podría ser muerto a traición, le sacudía el alma de manera profunda: su victoria radicaba en matar y no de manera alguna en la forma de matar, y si por algo se mostró con dudas en un principio y vencido, fue tan sólo porque durante un momento creyó que era imposible hacerle nada. Pero al descubrir que existía un medio, y que éste era la acechanza fría y traicionera, su espíritu se llenó de una calma alentadora y plena de afirmación.
¿Cómo no iba a creer, entonces, que tras de las casas, pese a la hora del crepúsculo, saldría el sol, un vespertino sol auroral, que se elevaría majestuoso y solitario, si su alma se encontraba plácida ya y dispuesta como nunca a cualquier prodigio?
Caminó con mayor brío pero algo le hizo mudar la dirección de su marcha: ahí en el puente se encontraba un grupo de hombres con los cuales no hubiese querido tropezar.
Cantaban una quejumbrosa melodía, y sin advertir el viraje súbito de Adán, apenas a unos cuantos metros, continuaron con el arrastrar nostálgico de las notas que el dulce viento de la tarde hacía más largas y tristes.
Era la de ellos una cara severa y grave, pero al mismo tiempo llena de confianza. Aglomerados sobre un tractor que interceptaba el puente, les salía al rostro la convicción profunda de su importancia y su papel. Detenidos ahí con su empeño, eran la representación de la fuerza y de la voluntad colectivas: únicamente ese simple hecho de estar inmóviles bajo la roja bandera significaba la paralización absoluta de todo el trabajo en el Sistema de Riego. Otros grupos iguales, con un tractor igual —Fordson pesado, animal y rítmico— en cada puente, sobre los drenes y los canales, constituían la red precisa de la huelga general que había estallado un mes antes. El Sistema, en efecto, se hallaba aprisionado dentro de las metálicas, duras mallas de la red y la tierra reseca, sin la mano del hombre, comenzaba a blanquear mientras las incipientes matas de algodón perecían rodeadas de cenizas.
El desagradable encuentro con estos hombres transformó por completo las emociones de Adán. Ahora un descontento y una angustia se apoderaban de su ser. Las sombras del crepúsculo iban cayendo poco a poco, como hojas de un árbol celeste, en su derredor, y esto influía depresivamente sobre él. Luchaba como contra un muro, pues era un muro ...
Índice
- Portada
- Portada
- Créditos
- Dedicatoria
- Índice
- Capítulo I
- Capítulo II
- Capítulo III
- Capítulo IV
- Capítulo V
- Capítulo VI
- Capítulo VII
- Capítulo VIII
- Capítulo IX
- José Revueltas Obras Completas
- La palabra sagrada
