Índice
CAPÍTULO I
CAPÍTULO II
CAPÍTULO III
CAPÍTULO IV
CAPÍTULO V
CAPÍTULO VI
CAPÍTULO VII
CAPÍTULO VIII
CAPÍTULO IX
CAPÍTULO X
CAPÍTULO XI
CAPÍTULO XII
CAPÍTULO XIII
CAPÍTULO XIV
CAPÍTULO XV
CAPÍTULO XVI
CAPÍTULO XVII
CAPÍTULO XVIII
CAPÍTULO XIX
CAPÍTULO XX
CAPÍTULO XXI
CAPÍTULO XXII
CAPÍTULO XXIII
CAPÍTULO XXIV
CAPÍTULO XXV
CAPÍTULO XXVI
CAPÍTULO XXVII
CAPÍTULO XXVIII
CAPÍTULO XXIX
CAPÍTULO XXX
CAPÍTULO XXXI
CAPÍTULO XXXII
CAPÍTULO XXXIII
CAPÍTULO XXXIV
CAPÍTULO XXXV
CAPÍTULO XXXVI
EPÍLOGO
Esta novela se basa en hechos reales. Cierto: se modificaron algunos nombres, se omitieron algunos personajes, ya no existen los escenarios ni los expedientes, y no sobreviven testigos presenciales de los hechos aquí narrados. Tales simulaciones, hurtos y tramoyas no se proponen restarle crédito a la Historia, sino agregárselo a la Escritura.
Ricardo Olmedo Ríos. Lecumberri, 1965
CAPÍTULO I
Donde el narrador evoca el final y el inicio de su amistad con Ricardo Olmedo Ríos
Mi nombre no importa. Si le late, puede llamarme Candingas. Así me han dicho siempre los pocos que me quisieron o malquisieron… pero eso no viene al caso, no por lo pronto. Usted no se puso a averiguar mi paradero para que le contara mi vida, ¿verdad? Lo que usted quiere es sonsacarme informes sobre el profe Ricardo, ¿o no? Je je: lo suponía pero no se agüite: ya estoy acostumbrado. Mejor póngase agujeta, invíteme un trago y pásele a mi taller, que es donde más a gusto platico.
Ji, ji, claro que me acuerdo de él. Y cómo no, si lo vi morir. Y cómo no, si en sueños escucho todavía los navajazos que tasajearon su pecho. Hace cuarenta años, fíjese nomás. Estaba dormido cuando el asesino entró a su celda para ajusticiárselo con seis rapidísimos piquetes. Fue nota principal de la prensa roja: Muere en prisión Ricardo Olmedo Ríos, rebelde sin causa y asaltabancos. Si leyó esos periódicos de seguro recuerda muy bien la foto de su cadáver: tenía el bigotito bien perfilado y mucha brillantina en el copete: ni siquiera muerto perdió el estilo, carajo.
Usted no se pregunte por qué llegué a admirarlo tanto. Muchos creen que él torció mi camino. A lo mejor sí, pero no le reprocho nada. Al contrario, le agradezco muchas cosas: por él conocí al amor de mis dolores, por él me enseñé a maldecir en fucking gabacho y, ciertamente, por él caí en la cárcel, pero gracias a su muerte estoy libre, y gracias a su vida me procuran todavía algunos curiosos, como usted, y me invitan unas Montejo bien heladas, y les cuento su historia, y así me siento menos solo.
Si la sesera no me miente, yo tenía dieciséis cumplidos cuando entré por quinta vez a quinto de primaria, allá por Peralvillo. Yo no era ningún menso: tenía ingenio para la geometría y la gramática; incluso mi hermana me decía que yo hablaba como un diccionario que se hubiera fugado de la biblioteca para fisgonear por los mercados, bares y congales. Hubiera llegado lejos en el estudio, se lo juro, si no fuera por aquella noche, en noviembre del 52, cuando el chamuco vino por mi papá y se fueron juntos al averno.
De ahí para el real, nadie pudo jalarme la rienda.
El gusto por las aulas lo recuperé en el 57, poco después del terremoto, cuando la escuela contrató nuevo maestro de educación física. Con su chamarra de cuero y sus lentes oscuros, su pelo corto y su larga lengua, Ricardo Olmedo se convirtió muy pronto en el ideal de nuestra rebeldía. Nadie como él para contarnos los chistes más pelados, nadie como él haciendo carambolas, nadie como él piropeando a las nenorras:
–Ay, señorita: si su nombre no es Belleza fue porque diosito, al crearla, se quedó sin habla –les decía Ricardo con tonada tierna, y ellas nomás se mordían el labio y meneaban con orgullo sus caderas.
Eso sí, lo simpático no le quitaba lo estricto. Tenía el aguante y la fuerza de un siete leguas. Mis amigos Joaquín y Pancho lo vieron boxear en el gimnasio: pegaba como un caballo, decían, y ya lo habían contratado en la Coliseo para pelear por los Guantes de Oro. En honor a su fama, durante sus clases nos recetaba treinta y dos estiramientos, cien lagartijas, veinte abdominales y seis vueltas, a paso veloz, alrededor de la cancha de fut. Nadie podía seguirle el paso, y eso que él se daba el lujo de correr en reversa o saltando la cuerda.
Nosotros acabábamos con los pulmones bofos. Él, en cambio, seguía sin sudar ni despeinarse, con ánimos para coquetear con las secres, o con las mamás, o con las criadas, mientras le daba una enceradita a su Mercury 52, descapotable, carrocería negra y rocanrol en el radio:
Les voy a platicar que conocí a la Mantequilla la chica más rebelde de toda la palomilla es sábado en la tarde cuando al cine vamos se pone a coquetear hasta con mis hermanos…
Ante nuestros ojos de escuincles, no era posible un estilo de vida más emocionante. No se imagina usted nuestro orgullo cuando nos reconocía afuera en el barrio, ni el desánimo que sentíamos cuando salíamos de su clase y regresábamos a nuestros cuartos de vecindad, a nuestras broncas, a nuestras tardes sin canciones, sin mujeres, sin motores de ocho cilindros.
Pero mejor ni se lo imagine, porque enseguida se lo cuento.
CAPÍTULO II
Que lamenta las circunstancias familiares del Candingas y celebra su amor por los trebejos
Pensar en mi papá me trae a la mente una foto: un retrato que por aquel entonces yo guardaba como un amuleto. La tomó un fotógrafo ambulante, un árabe que hablaba como Joaquín Pardavé y que de cuando en cuando montaba su estudio en la vecindad. Es la única fotografía donde salimos todos juntos: mi papá con una cara de crudo que daba pena, mi hermana con su vestido de primera comunión, mi jefecita con su panza de ocho meses… y yo adentro, sin prisa por nacer. Fíjese usted, qué mala ventura: después, cuando me escapé de la casa, lo hice tan deprisa que olvidé esa foto en mi mochila. De segurito Teresa la encontró y la hizo pedazos, como rompía todas las cosas relacionadas con nuestro padre.
Tanto lo aborrecían mi hermanita y mi mamá que nunca les creí cuando juraban que lo mataron por deudas de juego. Yo supongo más bien que se fugó con una cabaretera, de esas que iban al chante para que mamá les bordara sus vestidos y sus velos de tul y lentejuelas. A lo mejor lo pienso porque yo hubiera hecho lo mismo, vaya que sí. Apenas tenía seis años y me pasaba las horas escondido bajo la cama, admirando a esas mujeres de muslos macizos, risa fácil y perfume de gardenias. De seguro por eso me enamoré de Pilar, la muy cabrona… pero dispense usted, mejor no me adelanto.
Lo cierto es que pasaron los años, y cuando acordé la casa estaba repleta de ojerizas. Teresa tuvo que encargarse de la comida, del lavadero, de los centavos, mientras mi mamá pedaleaba su máquina de coser desde el canto del gallo hasta el grito del sereno… o hasta que oía el chiflido de su novio en turno, porque a la bruta le encantaba encapricharse con cualquier burro en primavera, que nomás la montaba un par de veces, le metía sus coces y se iba a otros corrales.
Yo la tenía peladita. Sólo me obligaban a ir a la escuela y hacer mis tareas. Ni siquiera iba a la tienda desde que Teresa me cachó clavándome los cambios:
–¡Cochino mocoso! –me gritó en la pura oreja–, ¡tu madre matándose con sus costuras, y tú de vago, desperdiciando su dinero en el cine!, ¡mejor ponte a estudiar, huevón, a ver si algún día pagas lo que te estás comiendo!
Y para que no se me olvidaran sus regaños, ella intentaba cachetearme… y a veces lo conseguía, aunque casi siempre yo alcanzaba a escaparme por piernas hasta la azotea de la vecindad.
Ahí tenía mi escondite: un cuarto de herramientas que pertenecía a un inquilino que andaba de bracero. Nadie las utilizaba, pero no se atrevían a malbaratarlas. Había de todo. Pinzas, motores eléctricos, cables, cerrojos y tuercas. Esos fueron mis juguetes: puros fierros viejos. Me maravillaba que esos pedacitos de metal, al engranarse entre sí, se volvieran artefactos útiles, precisos, casi mágicos. Si usted mira a su alrededor podrá comprobarlo: me encanta vivir entre cachivaches, y disfruto más la compañía de un reloj fino que la de una persona corriente. Desde mocoso me bastaba con manosear una cerradura para saber cómo era su mecanismo, qué movimientos debía hacer para abrirla con cualquier alambre, alfiler o tenedor.
Ése era mi talento, un talento que mantuve en secreto para sacarle mejor provecho y para vengar las cachetadas de Teresa: mientras ella se iba a los lavaderos yo abría su cajón de ahorros, cerrado con un candadito valín. Sólo le ordeñaba unos cuantos pesos: no quería que ella se las oliera luego lueguito. Con los hurtos de la semana, Joaquín, Pancho y yo nos íbamos los domingos al cine Prado o al de Las Américas para quemarnos la matinée y las dos funciones de la tarde, con un Orange Crush y una torta de chile curtido.
Éramos picadísimos: nadie me la cree cuando confieso que yo no aprendí a leer en la escuela, sino en el cine, con los subtítulos de las movies. Al principio nos la pasábamos deletreando entre los tres como tartamudos. Luego nos fue cayendo el veinte, y al final nos divertíamos mucho siguiendo los diálogos, o inventándolos. Yo recitaba las partes de Boris Karloff con acento de la Lagunilla, y Joaquín las de Peter Lorre, pero al estilo pachuco… hasta que Pancho y el público estaban más pendientes de nuestro cotorreo que de la pantalla.
No me diga. Ji, ji. También usted me juzga mentiroso, o de perdida se las huele que exagero. Qué importa. Si no fue así, así debió ser. Como afirmaba el papá de Joaquín cuando se ponía bíblico: el que tenga ojos para creer, que crea. Yo, por ejemplo, entonces creía que me faltaban aventuras, experiencias, emociones. Y ahora de viejo creo que en esos años era realmente feliz… lo que pasa es que era un tarugo y no me daba cuenta. O a lo mejor ahora me ocurre lo mismo.
Ojalá que eso nunca le pase a usted. Deveritas.
CAPÍTULO III
Sobre los apodos, las ilusiones y las pesadillas que suele malinducir el cine
Uno de esos domingos salimos bien turulatos del Alameda. Habíamos visto una película muy rara. Para empezar, no se trataba de lucha libre, ni de charros vengadores, ni de enredos amorosos. Era una historia real, que retrataba nuestra barriada, nuestra miseria, nuestra pendejez. Tanto me dolió que ya se me olvidó el nombre. Por eso prefiero ver películas mentirosas, de esas que no me raspan, porque así no me cuesta trabajo salirme del cine y regresar al mundo real, con sus colores chillantes, sus pestilencias, sus malas actuaciones.
–Ah, pero qué culero ese Jaibo –empezó a decirme Joaquín mientras caminábamos hacia el barrio–, no tiene madre lo que le hizo a la mamá de Pedrito…
–No, la que no tiene madre es la mamá de Pedrito –le respondí–, por torcerse a su hijo y de pilón creerse muy santa…
–Además, no puede ser buena una mujer que está tan buena.
–Eso hay que decírselo a la hermana del Pancho.
–Sí, ¿verdad? Pero hablando de eso, ¿cómo te va con don Manuel, el policía? Dicen que ése sí piensa casarse con tu mamá.
–No la jorobes, Joaquín: sólo me faltaba terminar como hijo de cuico… oye, y por cierto, ¿te fijaste en ese mocoso de la película, el Tejocote? Se parecía deatirito a ti. Se me hace que ya te encontré apodo.
–No te mandes, que para eso me pusieron nombre mis jefecitos.
–Pues ya te torciste, Tejocote: si el apodo te punza, se te queda.
–¡Te digo que no mames! –gritó el Tejocote, antes conocido como Joaquín, mientras intentaba tumbarme al piso.
No pudo hacerl...