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Descripción del libro
En una playa que visita por primera vez, un hombre obedece una intuición y se adueña de un tesoro que los piratas de hace siglos sepultaron en el mar. Además de flamante millonario, el personaje César es exalcohólico, escritor y un científico secreto de obscuras vocaciones que nos irá confesando conforme avance la trama. Su siguiente misión consiste en clonar a Carlos Fuentes. Es claro que no puede salirle bien: los sueños de su razón acaban produciendo monstruos dignos de la más delirante película apocalíptica y, por supuesto, del resto de la obra narrativa de César Aira: el más inventivo de los novelistas de la lengua, quizás el único que sin ceder en inteligencia, se atreve a imaginar con esta soltura.
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Información
Editorial
Ediciones EraAño
2013ISBN del libro electrónico
9786074452365SEGUNDA PARTE
El Congreso
I
Para hacerme entender en lo que sigue tendré que ser muy claro y muy detallado, aun a costa de la elegancia literaria. Aunque no demasiado prolijo en los detalles, porque su acumulación puede oscurecer la captación del conjunto; además de que, como ya dije, debo vigilar la extensión. En parte por la exigencia de claridad (me espantan las neblinas poéticas), en parte por una inclinación natural en mí a la disposición ordenada del material, creo que lo más conveniente será remontarme al comienzo. Pero no el comienzo de esta historia sino el anterior, el comienzo que hizo posible que hubiera una historia. Para lo cual es inevitable cambiar de nivel y empezar por la Fábula que constituye la lógica del relato. Después tendré que hacer la “traducción”, pero como hacerlo completamente me llevaría más páginas de las que me he impuesto como máximo para este libro, iré “traduciendo” sólo donde sea necesario; donde no sea así, quedarán fragmentos de Fábula en su lengua original; si bien me doy cuenta de que eso puede afectar el verosímil, creo que de todos modos es la solución preferible. Hago la advertencia suplementaria de que la Fábula a su vez toma su lógica de una Fábula anterior, en otro nivel más de discurso, del mismo modo que del otro lado la historia sirve de lógica inmanente de otra historia, y así al infinito. Y (para terminar) que los contenidos con que he llenado estos esquemas no guardan entre sí más que una relación de equivalencias aproximativas, no de significados.
Había una vez, entonces… un científico en la Argentina experimentando con la clonación de células, de órganos, de miembros, y había llegado al punto de poder reproducir a voluntad individuos enteros en cantidades indefinidas. Probó primero con insectos, después con animales superiores, por último con seres humanos. El éxito era invariable, aunque al pasar a los seres humanos los clones resultantes cambiaron sutilmente de naturaleza: eran clones no parecidos. Superó el desaliento producido por esta variación diciéndose que al fin de cuentas la percepción de parecidos es algo muy subjetivo, siempre cuestionable. De lo que no tenía dudas era de que sus clones eran genuinos, legiones de Uno cuyo número podía multiplicar cuantas veces quisiera.
En este punto quedó en un impasse, sin poder seguir en la dirección de su objetivo final, que era nada menos que el dominio del mundo. En ese sentido era el típico Sabio Loco de los cómics. No podía proponerse nada más modesto, porque en su nivel no habría valido la pena. Y descubrió que para el fin último sus ejércitos de clones (virtuales por el momento, ya que por motivos prácticos había hecho sólo unas pocas muestras) no le servían de nada.
En cierto modo se había metido en la trampa de su propio éxito, en el esquema clásico del Sabio Loco, que en el curso de la aventura propiamente dicha, en la política de la acción, siempre es derrotado, por grandes que hayan sido sus logros previos en el campo de la ciencia. Por suerte para él, no estaba loco de verdad, la sed de poder no lo cegaba: tenía el margen de lucidez suficiente para cambiar a tiempo la marcha de sus experimentos. Podía hacerlo gracias a las condiciones materiales en que los había realizado. Condiciones precarias, de bricoleur aficionado, arreglándoselas con cartones y frascos, con juguetes reciclados y retortas chinas de ocasión. Su laboratorio estaba instalado en el cuartito de servicio de su viejo departamento; y como no tenía depósito de cadáveres hacía circular a sus clones humanos por las calles del barrio. La pobreza, que tantas frustraciones le había causado, tuvo su lado positivo cuando se hizo patente que sólo lograría su fin mediante una radical reconversión de métodos, y ésta pudo hacerse sin perjuicio de inversiones o instalaciones que no existían o equivalían a nada.
El problema, y la solución, fueron éstos: podía crear un ser humano a partir de una sola célula, un ser idéntico en cuerpo y alma al espécimen del que provenía la célula. Uno, o muchos, todos los que quisiera. Hasta ahí, muy bien. El inconveniente, paradójico si se quiere, es que estas criaturas no podían sino quedar a su merced. No podía quedar él a merced de ellos. Podían obedecerlo, pero él no podía obedecerlos a ellos; no veía razón para hacerlo: eran seres sin prestigio, sin ideas, sin originalidad. Con lo cual la acción quedaba trunca, porque él seguía cargando con la iniciativa. ¿Y qué podía hacer él, aun como general en jefe de un ejército innumerable, para alcanzar su fin último de dominio global? ¿Declarar una guerra? ¿Lanzarse al asalto del poder? Llevaba todas las de perder. No tenía siquiera armas, ni sabía cómo procurárselas; las armas no se reproducían por clonación; ésta actuaba sólo sobre materia orgánica viviente, de modo que la vida era el único elemento con el que podía contar. Y la mera multiplicación de la vida no puede contarse como arma, al menos en las condiciones en que se daba en su caso, por clonación. El milagro de la creación espontánea de un sistema nervioso extra se anulaba al despojarlo de entrada de su posibilidad de dar órdenes, y con ella de la facultad de crear.
Era en este punto donde el Sabio Loco más se apartaba del estereotipo del Sabio Loco, que típicamente se obstina, con un empecinamiento autodestructivo, en preservar la posición central de su inteligencia. El nuestro llegó a la conclusión de que a partir del estadio al que había arribado, sólo lograría dar el “salto adelante” si encontraba el modo de salir del centro, si su inteligencia se ponía al servicio de otra inteligencia, su poder al servicio de otro poder superior… si su voluntad se degradaba dentro de un sistema de gravitaciones externas. Ahí estuvo su originalidad sin parangón (en términos de Sabio Loco): en reconocer que “otra” idea siempre es más eficaz que “una” idea, sólo por ser otra. A una idea no la enriquece ni la expansión ni la multiplicación (los clones) sino el pasaje a otro cerebro.
¿Qué hacer entonces? La solución obvia era clonar a un hombre superior… Pero no era tan fácil elegirlo. La superioridad es un asunto relativo, y eminentemente sujeto a discusión. Sobre todo, no es fácil decidirlo desde el punto de vista de uno mismo, que es el único punto de vista del que uno dispone. Y adoptar criterios objetivos puede ser engañoso; aun así, sólo podía adoptar alguna clase de criterio objetivo, cuya elección entonces debía refinar. Como primera medida, debía descartar el parecer estadístico, el que prevalecería en una encuesta, vale decir el que se inclinaría por los que están en la cima de la pirámide visible del poder: jefes de estado, magnates, generales… No. Pensarlo nada más le provocaba una sonrisa, la misma sonrisa que se imaginaba muy bien en los labios de los verdaderos dueños del poder al oír esos nombres. Porque la experiencia de la vida le había enseñado que, dijeran lo que dijeran, el verdadero poder, el que hace sonreír con desdén del poder aparente, residía en otra clase de gente. Su instrumento central y definitorio era la alta cultura: la Filosofía, la Historia, la Literatura, los Clásicos. Los sedicentes remplazos por la cultura popular, por la tecnología de avanzada, y hasta por la acumulación de ingentes fortunas provenientes de la manipulación financiera, eran simulacros inoperantes. De hecho, el disfraz de cosa anticuada y pasada de moda de la alta cultura era la estratagema perfecta para desorientar a las masas incautas. Por eso la alta cultura seguía siendo privilegio casi exclusivo de la clase alta. Pero el Sabio Loco no pensó siquiera en clonar a un miembro de esta clase. Justamente porque tenían tan asegurado el ejercicio del poder último y definitivo, y lo tenían asegurado en toda la sucesión de generaciones de sí mismos, no le servían. Pensó entonces en recurrir a algún gran criminal, pero era una idea romántica, atractiva sólo por su resonancia nietzscheana, y en el fondo absurda.
Al fin se decidió por lo más simple y efectivo: por una Celebridad. Por un Genio reconocido y aclamado. ¡Clonar a un genio! Era el paso decisivo. A partir de ahí, el camino al dominio del planeta estaba expedito. (Entre otras cosas, porque la mitad ya estaba recorrido.) Sintió la excitación de los grandes momentos. Más allá de esta maniobra, no tenía necesidad siquiera de hacer proyectos o abrigar esperanzas, porque todo quedaría puesto, “invertido”, en el Gran Hombre, que por ser superior se haría cargo. Él por su parte quedaría libre de toda responsabilidad, salvo la de hacer el papel del chupamedias, el bufón abyecto, y ya no importarían su incompetencia, su pobreza, sus metidas de pata; al contrario, se volverían sus cartas de triunfo.
Lo eligió cuidadosamente, o mejor dicho no necesitó elegirlo porque el azar le había puesto en la mira, y al alcance de la mano, al genio más indiscutido e intachable que pudiera querer; su nivel de respetabilidad rozaba el máximo. Fue su blanco natural, y puso manos a la obra sin dilación.
Decir que lo tenía “al alcance de la mano” es una exageración; en nuestra cultura de las celebridades, éstas viven aisladas dentro de inexpugnables muros de privacidad, y se desplazan en invisibles fortalezas que nadie escala. Pero el mismo azar que se lo había señalado se lo puso más o menos cerca… No necesitaba estar demasiado cerca. Todo lo que necesitaba era una célula de su cuerpo, una célula cualquiera pues todas contienen la información que se necesita para clonar al individuo entero. Como no podía confiar en que la casualidad le permitiera apoderarse de un pelo o un recorte de uña o una escama de piel, usó a una de sus criaturas más confiables, un pequeño clon de avispa reducido al tamaño de un punto, cargado de nacimiento con los datos de identidad del genio de marras, y la mandó en su misión secreta al mediodía, con las condiciones de proximidad aseguradas (la avispa tenía poca autonomía de vuelo). Confiaba ciegamente en ella, porque la sabía sujeto de las fuerzas infalibles del instinto, de la Naturaleza que nunca se equivoca. Y no lo defraudó: diez minutos después volvía, y traía en las patitas la célula… La puso de inmediato en la platina de su microscopio de bolsillo y quedó extático. Confirmaba lo bien fundado de su estrategia: era una célula bellísima, profunda, cargada de lenguajes, irisada, de un color azul límpido con reflejos transparentes. Nunca había visto una célula igual, casi no parecía humana. La puso en el clonador portátil que había llevado consigo, llamó un taxi al hotel, se hizo llevar al páramo más alto de las inmediaciones, desde allí siguió trepando a pie durante un par de horas, y ya en los ventisqueros donde empezaba a faltarle el aire buscó un sitio recóndito para depositar el aparato. Esta incubación en la cumbre de una montaña no era un detalle poético: las condiciones de presión y temperatura a esa altura eran las que necesitaba el proceso; para reproducirlas artificialmente debería haber estado en su modesto laboratorio, del que lo separaban muchos miles de kilómetros, y temía que la célula no resistiese los rigores del viaje, o que perdiera su lozanía. La dejó allá arriba y bajó. No le quedaba más que esperar…
Aquí debo hacer una primera traducción parcial. El “Sabio Loco”, por supuesto, soy yo. La identificación del Genio puede resultar más problemática, pero no vale la pena perderse en conjeturas: es Carlos Fuentes. Si acepté ir a ese Congreso en Mérida fue sólo después de que se confirmara la presencia de él; necesitaba acercarme lo suficiente como para que mi avispa clónica pudiera arrebatarle la célula. Era una oportunidad única de tenerlo al alcance de mis maniobras científicas. Me lo daban servido en bandeja, y sin tener que gastar siquiera en el pasaje de avión, que no habría podido permitirme tal como están las cosas últimamente. O tal como estaban, antes del episodio del Hilo de Macuto. Había tenido un año malísimo, de indigente, por la gravedad de la crisis económica, que afectó de manera especial al sector editorial. Pese a ello, no había interrumpido mis experimentos, porque en el nivel en que trabajaba no necesitaba dinero. Además de venirme como anillo al dedo para mis fines secretos, esta invitación al Congreso me daba la oportunidad de pasar una semana en los trópicos, de tomarme unas vacaciones, y descansar y reponerme y ventilarme un poco después de un año de preocupación constante.
De vuelta en el hotel, la exaltación de las últimas horas pasaba a la fase de anticlímax. La primera parte del operativo, la que más exigía de mí, estaba cumplida: había conseguido una célula de Carlos Fuentes, la había puesto en el clonador y a é...
Índice
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- Título
- Derechos de Autor
- PRIMERA PARTE: El Hilo de Macuto
- SEGUNDA PARTE: El Congreso
- César Aira en Ediciones era