El ocaso interminable
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El ocaso interminable

Política y sociedad en el México de los cambios rotos

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El ocaso interminable

Política y sociedad en el México de los cambios rotos

Descripción del libro

La forma de Estado y el orden social afianzado en México através de varios decenios se precipitaron desde el final de los años sesenta en la crisis y la degradación. Arrancó entonces una transición larga y difícil. Explorar y descifrar ese proceso en extremo contradictorio y conflictivo es el propósito de El ocaso interminable, un libro crítico que quiere alentar desde la sociedad la búsqueda de alternativas posibles a la crisis estatal, al ocaso de un arraigado régimen autoritario que se niega a desaparecer.

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Información

Editorial
Ediciones Era
Año
2014
ISBN del libro electrónico
9786074450958
V. LA ALTERNANCIA ROTA
1. LA ILUSORIA REVUELTA CIUDADANA
México vive la entrada en el siglo XXI sin que parezca estar en condiciones de desembocar en un proceso que garantice a los ciudadanos, a los pueblos y comunidades, la posibilidad de intervenir en la vida política a través de formas y métodos democráticos de manera que los asuntos públicos se vuelvan responsabilidad de todos y no sólo de minorías oligárquicas.
Décadas de enfrentamientos y conflictos, de luchas de innumerables núcleos sociales y de agrupamientos de diversa naturaleza contra el régimen autoritario y a favor de la instauración en el país de la tan postergada democracia, acarrearon reformas electorales que no hicieron sino extender el monopolio de la participación política a los partidos, imprimiéndole un sentido unidimensional a la política y lo político, restringidos al terreno de las instituciones estatales y a prácticas específicas de actores políticos profesionalizados. La crisis del régimen político excluyente no encuentra salida, sus principales rasgos sobreviven, si bien distorsionados por el proceso avanzado de descomposición y debilitados cada vez más ante los cambios efectivos en la realidad nacional. Al final del siglo XX, por consiguiente, el desorden, la violencia y la incertidumbre que alimentaron la crisis combinada de la economía y del Estado –con su cauda de desigualdades e intervenciones autoritarias– siguieron progresando por los arrebatos y bandazos del gobierno de Ernesto Zedillo Ponce de León y las irrupciones recurrentes de la sociedad en brega por derechos, realizando a contracorriente experiencias de movilización, participación y organización.
La inestabilidad y la polarización económico-social y política fueron los signos distintivos de la presidencia de Zedillo, quien más que buscar la paz renovó la guerra sucia en el país y alentó en Chiapas la guerra disfrazada (la guerra contrainsurgente, la guerra de baja intensidad) dañando el tejido social de las comunidades. Suspendió en los hechos la alianza con el PAN que no dejó de ensayar acuerdos puntuales con el PRD y, lo más importante, hundió en el marasmo a la reconvertida y declinante familia revolucionaria, imponiendo en forma errática una supuesta “sana distancia” del PRI que dejó a éste a la deriva, dividido, sin liderazgo alguno y sujeto a las presiones de los nuevos cotos políticos y geográficos que prosperaron –ante la falta de autoridad del presidente– bajo la tutela de los gobernadores de las distintas entidades del país.
La incertidumbre de la clase política priista ante la perspectiva de desocupación que el achicamiento del aparato estatal trajo consigo en la era neoliberal, empeoró con las secuelas de las reformas electorales que no dejaron de favorecer a las oposiciones. En efecto, los triunfos del PAN y el PRD en algunos gobiernos de los estados y especialmente en el Distrito Federal, así como el avance de la oposición en congresos estatales y municipios, significaron una pérdida muy amplia de espacios ocupados tradicionalmente por miles de intermediarios, funcionarios y cuadros políticos que formaban parte de las distintas fracciones de la clase política priista. Cada avance opositor se hacía en detrimento de PRI, cualquier progreso democrático corroía al régimen cerrado.1 De ahí que se agudizaran las pugnas al interior del aparato estatal, que los reflejos autoritarios no dejaran de reforzarse y que emergieran los bajos fondos del régimen, empujando al PRI-Gobierno a una situación de sálvese quien pueda, con desprendimiento tras desprendimiento, que lo arruinaban al tiempo que favorecían a los otros partidos (lo que a la larga no deja de perjudicar también a estos últimos, que extravían identidad y perfil, ahondando su pérdida de credibilidad).
En esas condiciones, la sucesión presidencial del año 2000 se llevó a cabo en un ambiente de fin de régimen, de rupturas en apariencia inevitables, de relevos al fin posibles y expectativas inéditas. Así que no resultó extraño que el proceso electoral se presentara desde el inicio como una suerte de plebiscito en contra del Estado-partido y que por consiguiente se sobredimensionara el significado de la alternancia política, vista entonces por numerosos núcleos sociales insatisfechos, por la llamada opinión pública y hasta por los propios partidos, como posible desenlace al insostenible y decadente régimen autoritario.
El 2 de julio de 2000 fue el remate del largo proceso electoral que había comenzado al menos tres años antes, en 1997, cuando Vicente Fox Quesada –entonces gobernador de Guanajuato– arrancó su campaña en pos de la candidatura presidencial y luego de las elecciones que colocaron a Cuauhtémoc Cárdenas en la reluciente Jefatura de Gobierno del Distrito Federal, que se convirtió en el segundo puesto político de importancia después de la Presidencia de la República. No sin conflictos ni contradicciones, ambos devinieron candidatos por sus respectivos partidos (y aliados), disputando la presidencia a Francisco Labastida Ochoa, quien de manera inédita había sido elegido por el PRI mediante un simulacro de elecciones primarias.
En las primeras elecciones presidenciales organizadas libremente y en forma más o menos autónoma en México –90 años después de la gesta electoral de Francisco I. Madero y del inicio de la Revolución–, el triunfo de Fox, candidato del PAN, se produjo como una suerte de nueva revuelta de millones de ciudadanos en ciernes quienes se agolparon en las urnas con el solo objetivo de acabar con la dominación simbolizada por el PRI.2 El desplome del PRI apareció en ese momento como la caída del régimen político que la Revolución mexicana había forjado a lo largo del siglo XX, lo que resultó más que asombroso por conseguirse mediante un proceso electoral en el que por primera vez los sufragios se contaron de manera clara y generalizada y valieron en verdad para la elección de los distintos cargos, destacadamente el de presidente de la República.
Vicente Fox Quesada y el PAN se beneficiaron por la política del mal menor y la consiguiente tendencia al voto útil que se fueron abriendo paso a través de una campaña electoral que se sobrepuso a todos los plazos formales, en la que se volvieron decisivos los medios de comunicación y el marketing político. Los enfrentamientos y deslindes que habían generado las políticas puestas en práctica por Zedillo, las más de las veces todavía en alianza con el PAN (como el aumento al Impuesto al Valor Agregado, el fraude del Fobaproa-IPAB, las privatizaciones, la supeditación a Estados Unidos, la guerra contra los indígenas, la aprobación unilateral de la reforma electoral, etcétera) se desvanecieron ante el llamado de Cárdenas a impulsar una “alianza electoral nacional opositora” con ese partido, lo que generó rechazos y confusiones, aunque también ilusiones.3 A pesar de reticencias que no dejaron de expresar, durante varios meses el PAN y el PRD se convirtieron de hecho en los principales impulsores de la comedia de equivocaciones que significó esa pretendida alianza opositora, la cual desorganizó y prácticamente paralizó durante un tiempo crucial al PRD, mientras favoreció a Fox y al PAN que en lo sucesivo trataron de presentarse en tanto oposición efectiva al PRI-Gobierno, su aliado de dos sexenios.
La elección de Cuauhtémoc Cárdenas como candidato presidencial fue muy difícil ante una sistemática campaña en su contra desarrollada abiertamente por Porfirio Muñoz Ledo –su contrincante–, quien acabó por escindirse del PRD, se postuló como candidato presidencial por el aún sobreviviente Partido Auténtico de la Revolución Mexicana (PARM) y al final declinó a favor de Fox.4 Cárdenas, así, arrancó tardíamente su campaña formal, la que se caracterizó por ser desordenada, gris, frágil, floja, sin ejes ni propuestas claros, y por lo mismo, sin atractivo para los núcleos sociales inconformes y críticos, recuperando demasiado tarde el estilo de 1988.5 El PRD y Cuauhtémoc Cárdenas no entendieron el significado que adquirieron los medios masivos de comunicación y las encuestas, de las que sin embargo quedaron prisioneros. Adicionalmente, salvo contadas excepciones, los candidatos al Congreso y a la Asamblea del Distrito Federal solamente personalizaban a sus distintas fracciones partidarias, sin referentes ni alianzas sociales, y no fueron capaces de ir más allá de exiguas campañas clientelares despolitizadas. Cárdenas no pudo impedir que Vicente Fox lo despojara con audacia de todos los símbolos que lo habían identificado y proyectado, como la lucha por el cambio y la crítica frontal al régimen priista, ni que pescara apoyos y sufragios en sus aguas resguardadas, resquebrajados los diques por el oleaje del voto útil.6
Ampliamente sostenido por los medios de comunicación masiva y los recursos incontrolados de los Amigos de Fox –grupo de empresarios que desde 1998 se fundó en vistas a las elecciones presidenciales–, desde el inicio el candidato panista repuntó potenciado por ellos. A medida que avanzó la campaña electoral –y aun ponderando los resultados de las innumerables encuestas–, todo parecía indicar que el PRI se desinflaba y podía ser derrotado. Se reducía el margen de diferencia entre Vicente Fox y el candidato oficial, mientras parecía irreversible la caída de Cuauhtémoc Cárdenas, por lo que buena parte del jalón final de la campaña se distinguió por la búsqueda del retiro de este último (quien se rehusó, aún acorralado) y por la promoción del voto útil en repudio al PRI. La ausencia de diferencias claras entre los candidatos, las promesas y desplantes demagógicos de Fox, el vuelco en los hechos de las fracciones perredistas hacia el voto útil (que desde hacía tiempo veían con recelo a Cuauhtémoc)7 y la fuerte campaña mediática favorecieron que millones de ciudadanos se agolparan en las urnas en una suerte de revuelta electoral en contra del régimen autoritario y corrupto que se negaba a desaparecer.
En el aire estaba, sin embargo, la gran apuesta sobre si el régimen todo, encabezado por el presidente Ernesto Zedillo, aceptaría ceder el poder del Estado a través de las elecciones. Si hubiese ganado Cárdenas, sin duda el escenario hubiera sido similar al de 1988, con la confirmación del fraude maquinado por sus enemigos acérrimos. En cambio, todo pareció prefigurar una gran convergencia de intereses en el bloque dominante (la oligarquía financiera, la mayor parte de la clase política, la jerarquía eclesiástica, los representantes imperiales) para ceder el gobierno a Vicente Fox, quien por supuesto ganó, pero quien sin duda se benefició de la crisis terminal del régimen, de los obstáculos de éste para proseguir aferrado a las inercias autoritarias y antidemocráticas, en un contexto nacional y mundial donde la repetición de la falsificación de las votaciones (y las divergencias posibles entre los de arriba) hubiera podido acarrear un costo demasiado grande. Al parecer, se corrió el riesgo de hacer una transición de terciopelo que bien podría resultar una solución de continuidad a la profunda crisis del añejo régimen político.
El triunfo de Vicente Fox se dio porque logró concentrar en sí mismo todos los símbolos del cambio convocando al voto de repudio, de protesta, bajo la forma del voto útil. En el contexto de la polarización del país agudizada durante la campaña electoral, los rechazos al autoritarismo, a la cerrazón antidemocrática y a las políticas inequitativas, excluyentes y racistas fueron en realidad subsumidos (o condensados) por el apremio del cambio al fin posible, identificado con la alternancia política, esto es con el fin del monopolio priista en la cumbre del Estado, la Presidencia de la República. Sobre todo porque se fueron preparando las condiciones institucionales (debido en particular a la ciudadanización parcial de los órganos electorales y la certidumbre del conteo verdadero de los votos) que volvieron una posibilidad objetiva el triunfo en las urnas del candidato opositor más fuerte, y por lo mismo, viable.
En este sentido, la avalancha de sufragios que se precipitó a favor de Fox de ninguna manera representó la fascinación de los recién estrenados ciudadanos por el pretendido carisma del candidato panista, ni tampoco un vuelco conservador del conjunto de la población. Así como el ascenso de Cuauhtémoc Cárdenas en 1988 no significó un nuevo aire de la Revolución mexicana y su régimen autoritario en desuso (como muchos en la izquierda lo malinterpretaron, reconvirtiéndose incluso al viejo nacionalismo revolucionario), sino más bien la revancha de los desposeídos en búsqueda de opciones democráticas, el 2 de julio de 2000 la sociedad mexicana estrenó su ciudadanía al fin encontrada votando contra el aborrecido régimen autoritario representado por Labastida Ochoa, candidato presidencial del PRI. Incluso núcleos sociales significativos resistieron la seducción mediática votando de todas maneras por Cuauhtémoc Cárdenas (o absteniéndose). En general, las fuerzas de la sociedad que se movilizaron el día de las elecciones por todo el país convergieron en el repudio al PRI-Gobierno luego de años de resistencias y reclamos, de agravios, inconformidades, demandas postergadas, represiones, ilusiones perdidas, etcétera, que las sensibilizaron y formaron (al menos a buena parte de ellas) y que sin duda estuvieron en el trasfondo de sus decisiones electorales. También confluyeron fuerzas conservadoras (empresarios, clero, burocracias corporativas o partidarias, organizaciones religiosas y laicas ultraderechistas, etcétera) que se volcaron a favor de Vicente Fox, un candidato confesadamente cristero, a cuyo éxito contribuyeron por supuesto.8
Los triunfos de Vicente Fox y el PAN en las elecciones de 2000 implicaron en especial dos derrotas que aparecieron como decisivas para el desenlace posible de la transición histórica en México. Primera –y más obvia–, la del régimen priista que durante más de 70 años mantuvo en el país un dominio prácticamente absoluto, moldeando a su antojo al Estado y subordinando al conjunto de la sociedad mediante una tenaz dominación corporativa y clientelar que sustrajo cualquier posibilidad de democracia. Segunda, la derrota de Cuauhtémoc Cárdenas y del PRD como la oposición institucional más intransigente al llamado régimen de partido de Estado y a las políticas económicas neoliberales que éste impuso sin mayores conflictos desde 1982, dando fin al ciclo del neocardenismo que no sólo creó y modeló a ese partido, sino que también había labrado su hegemonía en la izquierda mexicana desde 1988, a la cual transfiguró en gran medida.9
Así, el último gobierno priista del siglo XX preparó paradójicamente las condiciones sociales y políticas que hicieron factible la caída del régimen de Estado-partido por la insólita vía de las elecciones democráticas, extraña e inédita en México. La alternancia fue la apuesta de los millones de ciudadanos de la muy diversificada sociedad mexicana que volcaron su voto hacia el candidato que apareció con mayores posibilidades de ganar. A final de cuentas nada podía ser peor que la inacabable pesadilla priista, por lo que el voto útil adquirió también el sentido de un voto por el futuro, por más que éste se presagiara como inseguro, dadas la personalidad de Vicente Fox y las tradiciones conservadoras del PAN. La revuelta ciudadana, la jugada por el voto útil, el apuro por darle vuelta a la página de la tortuosa historia de la desfigurada y decadente “Revolución hecha gobierno”, las expectativas del cambio posible mediante la magia de la alternancia política, configuraron sin duda un hecho histórico crucial, pero habrían de resultar ilusorias y costosas.
2. CAMBIO O RESTAURACIÓN DEL RÉGIMEN
El impacto de la derrota del candidato presidencial del PRI y la caída general de las votaciones del partido oficial generaron una atmósfera de renovación, cargada de enormes expectativas mediáticas en torno a la alternancia política inaugurada por el triunfo de Vicente Fox Quesada. Por todas partes se comenzó a hablar de fin de régimen, de disolución automática del Estado-partido, de conclusión de la era del presidencialismo autoritario vertebrado por el corporativismo. La transición democrática, en extremo larga y accidentada, llegaba a su desenlace feliz con un presidente legitimado por la vía democrática por primera vez e incluso con nuevos equilibrios institucionales conseguidos en las urnas, ante todo por la ausencia de una mayoría clara en el Congreso de la Unión. Como siempre en la concepción presidencial de la política mexicana, todo parecía transformarse por el simple relevo del titular del Estado y México renacía después del 2 de julio como una democracia conseguida con la fuerza de los votos, de las elecciones libres, por la voluntad popular. Pero habría de pasar poco tiempo para que el gobierno del cambio decepcionara hasta a los defensores más fervientes del voto útil que catapultó hasta la cima a Vicente Fox, y los cambios aparentes acabaron por ser reabsorbidos en una penosa continuidad.
Tres cuestiones fueron centrales desde el comienzo para perfilar la presidencia de Fox: primero, la formación del primer gabinete de la era pospriista y la confirmación de la estrategia neoliberal; segundo, la actitud frente al conflicto de Chiapas, el EZLN y los Acuerdos de San Andrés y, tercero, la cuestión religiosa con sus secuelas integristas.
Vicente Fox, ex empleado de la Coca-Cola, hacía alarde de su origen empresarial y concibió al gobierno nacional como un gobierno de empresarios para empresarios. Fuera de los pretendidos criterios empresariales utilizados en la selección de los miembros del gabinete gubernamental –con la parafernalia y el acento mediático en la supuesta selección del gabinete a través del trabajo especializado de firmas privadas de headhunters–, lo cierto es que Fox integró el gobierno con personajes provenientes del sector privado que generaron desasosiego ante los conflictos de interés que podrían preverse y la incompetencia que no tardó en manifestarse. En particular, por ejemplo, la Secretaría del Trabajo, pretendida instancia de mediación entre los llamados “sectores de la producción”, pasó directamente a manos de Carlos Abascal Carranza, ex dirigente de uno de los principales organismos patronales (Coparmex), promotor de la nueva cultura laboral de carácter neoliberal y conocido militante de grupos fundamentalistas de derecha. De manera que aquí se vino abajo el mito de la mediación, de la conciliación de intereses de los distintos sectores de la producción y ya no digamos del traqueteado carácter tute...

Índice

  1. Cubrir
  2. Título
  3. Derechos de autor
  4. ÍNDICE
  5. Introducción
  6. I. Transfiguraciones del Estado y la dominación
  7. II. El Estado y el viraje neoliberal
  8. III. La reforma neoliberal del Estado
  9. IV. Recomposiciones políticas sin cambios de fondo
  10. V. La alternancia rota
  11. Bibliografía