Memoria
Todo está en todas las cosas
Sí, también yo he tenido mi visión
Bastó sólo abandonar la estación ferroviaria y vislumbrar desde el vaporetto la sucesiva aparición de las fachadas a lo largo del Gran Canal para vivir la sensación de estar a un paso de la meta, de haber viajado durante años para trasponer el umbral, sin lograr descifrar en qué consistiría esa meta y qué umbral había que trasponer. ¿Moriría en Venecia? ¿Surgiría algo que lograra transformar en un momento mi destino? ¿Renacería, acaso, en Venecia?
Llegaba yo de Trieste; no había buscado la casa de Joyce ni las huellas de Svevo, ni hecho ni visto nada que valiera la pena. Había llegado a esa ciudad la tarde anterior y al intentar hospedarme en un hotel, un empleado detectó no sé qué anomalía en mi visado, un error en la fecha de caducidad, me parece, que volvía ilegal mi permanencia en el país. A regañadientes se me permitió permanecer esa noche en el lobby del hotel. En la madrugada tomé el tren de regreso; al detenerse en Venecia decidí bajarme. Debían ser las siete de la mañana cuando puse pie por primera vez en suelo veneciano. Pasaría el resto del día allí y continuaría hacia Roma en el expreso nocturno. Está escrito que las desdichas nunca llegan solas: al consignar mi maleta en el depósito de equipajes descubrí que había perdido mis lentes; registré mis bolsillos, corrí hacia los andenes con la esperanza de encontrarlos en el suelo, pero la multitud de viajeros y cargadores que se movían por ellos me hizo desistir de cualquier búsqueda. Lo más seguro, pensé, era que los hubiese olvidado en el hotel de Trieste o en el vagón de donde había salido con tanta precipitación.
Todo esto tiene que haber ocurrido a mediados de octubre de 1961. De pronto me encontré en la Piazzeta, dispuesto a comenzar mi recorrido. Mi miopía de ningún modo atenuó el deslumbramiento. Llegué a la Plaza de San Marcos y tomé mi primer café en Florian, el legendario lugar reseñado por todos los escritores y artistas que alguna vez visitaron Venecia. Compré, a un lado de Florian, una guía turística. Ver de cerca, leer, por ejemplo, no me presentaba mayor problema. Después del café, guía en mano, comencé a caminar. Se me escapaban los detalles, se desvanecían los contornos; por todas partes surgían ante mí inmensas manchas multicolores, brillos suntuosos, pátinas perfectas. Veía resplandores de oro viejo donde seguramente había descascaramientos en un muro. Todo estaba inmerso en la neblina como en las misteriosas Vedute de Venezia, coloreadas por Turner. Caminaba entre sombras. Veía y no veía, captaba fragmentos de una realidad mutable; la sensación de estar situado en una franja intermedia entre la luz y las tinieblas se acentuó más y más cuando una fina y trémula llovizna fue creando el claroscuro en el que me movía.
A medida que la niebla me velaba aún más la visión de palacios, plazas y puentes mi felicidad crecía. Caminé tanto que aún hoy me queda la impresión de que aquel día incorporó una inmensa multitud de días. En la marcha, extasiado, repetía una y otra vez una frase de Berenson: “El mayor regalo que nos han dado los venecianos es el color”, palabras que recordaba haber leído al inicio de Los pintores venecianos del Renacimiento. Vuelvo hoy al libro a ratificar la cita y encuentro que no sólo le había hecho perder su entonación, sino deformado y contraído, como sin duda pasó con todo lo que descubrí en Venecia en ese encuentro inicial. Berenson escribe: “Their mastery over colour is the first thing that attracts most people to the painters of Venice. Their colouring not only gives direct pleasure to the eye, but acts like music upon the moods, stimulating thought and memory in much the same way as a work by a great composer”. La reducción de la cita intentaba aproximarse a su contenido. Sí, el color, ese gris preponderante que percibía, con fondos ocres, rojos de Siena, verdes botella y constantes dorados se convertía no sólo en fuente de placer para mis ojos maltrechos, sino que estimulaba la mente, la imaginación y la memoria de modo extraordinario.
Entré en San Marcos; la inmensidad del espacio me dejó sobrecogido. Durante un buen rato seguí a un grupo a quien un guía de turistas explicaba en francés con morosa pedantería ciertas características del arte bizantino. En aquel fastuoso espacio tuve el único momento de duda de ese día. Me parecía difícil aclararme si aquella grandeza era un signo evidente del esplendor de Bizancio, o un camino hacia la estética de Cecil B. de Mille, ese triunfo de Hollywood. En visitas posteriores más serenas persistió esa sospecha hasta que decidí salomónicamente: en la gloriosa basílica ambas poéticas se traman con notable armonía. Pasé después a una sala situada en un palacio vecino, donde vi una exposición del Bosco. ¡Fue una prueba de fuego! Había que ver los cuadros desde una distancia considerable, lo que para mí significó topar con la oscuridad total. De haber sido entonces menos rudimentarios mis conocimientos sobre arte moderno, hubiese podido comparar algunos de esos cuadros con el famoso Negro sobre negro, de Malevich, o con alguno de los enormes lienzos en negro de Rothko, cuya existencia por supuesto ignoraba.
Partí después hacia la Galleria. Recorrí sus salas colmadas de prodigios: Giorgione, Bellini, Tiziano, Tintoretto, Veronese y Carpaccio: el inmenso legado de formas y color que Venecia ha dejado al mundo. No logro recordar si seguí, como en San Marcos, a un grupo, o si me auxiliaba con la lectura de mi guía detenido ante algunos de los cuadros. Me pierdo después. Sólo sé que caminé al azar durante muchas horas, recorrí innumerables calles y crucé varias veces el gran puente del Rialto, y otros mucho menos majestuosos, hasta algunos ruinosos que cruzan los canales pequeños en barrios sin prestigio. Subí al vaporetto en varias ocasiones y seguí caminando, volví a tomar café en Florian, comí gloriosamente en alguna trattoria encontrada al azar. Me sumía de vez en cuando en la lectura de mi pequeña guía y continuaba andando. Traté de encontrar los edificios de Palladio, esos espacios que Hofmannsthal consideraba más dignos de ser habitados por Dios que por los hombres; no sabía entonces que fuera de dos o tres iglesias el resto de esa obra se sitúa en tierra firme, especialmente en Vicenza. Creí localizar el palacio Mocenigo donde Byron vivió dos años de estruendosas orgías y fecunda creación; el palacio Vendramin que alojó a Wagner, y aquel otro donde Henry James consiguió un apartamento para escribir Los papeles de Aspern, me puse a imaginar cuál fue el de Juliana Bordereau, la centenaria protagonista que custodia esos codiciadísimos papeles, y la casa donde murió Robert Browning, y aquélla donde Alma Mahler asistió a la agonía y muerte de su hija, y la otra donde se suicidó la hija de Schnitzler pocos días después de casarse. El mero nombre de la ciudad enlaza los grandes fastos amorosos con los momentos mortuorios. No por nada uno de los grandes títulos literarios es La muerte en Venecia. Vi palacios por docenas, y también iglesias, claustros, puentes. Vi torres, almenas y balcones. Vi ojivas y columnas, vi caballos de bronce y leones de mármol. Oí hablar italiano y alemán y francés en torno mío, y también el dialecto véneto, salpicado de viejos vocablos españoles, que alguna vez debieron hablar en esas mismas callejuelas mis antepasados. Me detuve frente al teatro de La Fenice, cuyo interior espléndido acababa de ver en una película de Visconti. En el vestíbulo, un gran cartel de Picasso anunciaba una función reciente del Berliner Ensemble: Mutter Courage.
Esa noche, al subir a mi vagón creía conocer Venecia como la palma de mi mano. ¡Qué iluso pobre diablo! La fatiga me vencía; sentí de golpe el esfuerzo brutal realizado durante el día; me dolían los ojos, las sienes, la nuca, todas las articulaciones. Abrí como pude la maleta en busca de un pijama. Lo primero que saqué fue una chaqueta; el tacto me anunció que en uno de sus bolsillos estaban mis lentes. El milagro se había consumado: había cruzado el umbral, el acerado huevo de Leda comenzaba a romperse y en el fondo de las sepulturas se fundían los contrarios. ¿De dónde me venía esa verba esotérica? No terminé de ponerme el pijama. Recordé una frase que está al final de Al faro: “Sí, también yo he tenido mi visión”, y me quedé dormido. Volví a repetirla por la mañana, al despertar, cuando ya el tren estaba a punto de llegar a Roma.
Pasado y presente
Corría el año 1965. Llevaba dos años de vivir en Varsovia. Un día el cartero me entregó una carta procedente de Vence, una población del sur de Francia. La firmaba Witold Gombrowicz. ¿Se trataría, acaso, de una broma? Me resultaba difícil creer que fuera auténtica. La mostré a algunos amigos polacos y se quedaron estupefactos. ¡Una carta de Gombrowicz recibida por un joven mexicano residente en Varsovia! ¡Qué exceso, qué anomalía! Yo asentía y me regocijaba. “Como todo en la vida de Gombrowicz”, me decía.
En la carta me explicaba que alguien había puesto en sus manos la traducción al español de Las puertas del paraíso, de Jerzy Andrzejewski, y que le había parecido satisfactoria. Tanto, que me invitaba a colaborar con él en la traducción de su Diario argentino, que publicaría en Buenos Aires la editorial Sudamericana. Fue el inicio de una mejoría considerable en mis condiciones de vida. De repente comencé a recibir proposiciones de varios lugares. Mis fuentes de ingreso en México eran Joaquín Mortiz, Era, la editorial de la Universidad Veracruzana. En Barcelona, Seix Barral y Planeta; en Buenos Aires, Sudamericana. En el pasado, sólo había logrado colocar esporádicamente unas cuantas traducciones. A partir de entonces, con sólo tres o cuatro horas diarias pude recibir un ingreso regular que en la Polonia de aquellos días significaba un capital muy saneadito. Más que la literatura polaca, recibía solicitudes para traducir a autores ingleses e italianos. En los siguientes seis o siete años fui fundamentalmente traductor; ese oficio iniciado en Varsovia me mantuvo de manera total en Barcelona y parcial en Inglaterra.
Evocar esa época no me hace pensar que “vivía yo otra vida”, como por lo general se dice, sino más bien que la persona a quien me refiero no era del todo yo mismo; se trataba, en todo caso, de un joven mexicano que compartía conmigo el mismo nombre y algunos hábitos y manías.
Uno de los lazos evidentes que encuentro con aquel muchacho plantado en Varsovia es una desmedida afición a la lectura. La libertad de la que entonces disfrutaba apenas se advierte en lo que escribía, pero quizás le sirvió como reserva para emplear más tarde, cuando, paradójicamente, su espíritu de libertad se había agostado. Recordar su irresponsabilidad, su desfachatez, su gusto por la aventura, le produce a quien esto escribe algo parecido al mareo.
Me resulta difícil escribir. Se me traba la mano sólo al recordar que hubo un tiempo en que vivir era algo cercano a ser un buen salvaje y reconocer, sin rencor, que la sociedad, las oficinas, las convenciones, terminaron por lograr su cometido. ¡Pero no del todo! Quizás mi disidencia de los usos del mundo es ahora más radical, pero se manifiesta en hosquedad y no en alegría; en convicciones. Ya no es una mera emanación de la naturaleza.
Durante mi estancia en Varsovia era dueño de mi tiempo, de mi cuerpo y de mi pluma. Y si bien es cierto que en Polonia la libertad distaba de ser absoluta, también lo es que los polacos aprovechaban de la mejor manera y con una intensidad que rayaba en frenesí los espacios creados durante la desestalinización, sobre todo los artísticos. Le debo a aquel periodo el disfrute de lecturas que con toda seguridad hubieran sido diferentes de haber vivido en mi país o en alguna de las metrópolis culturales. Libre del peso de las modas, de las capillas, de cualquier urgencia de información, leer se convertía en un acto de hedonismo puro. Leía, desde luego, a los polacos, y en ese mundo todo era descubrimiento; leía lo que mis amigos me enviaban desde México: literatura mexicana e hispanoamericana. Rayuela fue una revelación. Otros libros me fueron preciosos: La lozana andaluza, de Francisco Delicado; muchísimo Tirso de Molina; Auto de fe, de Canetti; Las tribulaciones del estudiante Törless, de Musil; El señor G. A. en X, de Tibor Déry; La historia de mi mujer, de Milan Füst y, sobre todo, el amplio acervo de la biblioteca del British Council: Shakespeare y los demás isabelinos; el teatro de la Restauración, en especial Sheridan y Congreve; el Tristam Shandy, de Sterne; las Memorias de una enana, de Walter de la Mare, y, por supuesto, todo o casi todo Conrad, cuya lectura se volvía diferente en el entorno polaco, y Henry James y Ford Madox Ford y Firbank y tantos otros más. La pasión por la lectura y la antipatía a cualquier manifestación del poder definen la identidad entre quien soy y quien fui entonces.
Casi al mismo tiempo que la de Gombrowicz, me llegó otra carta, de don Rafael Giménez Siles, el editor, para incitarme a escribir una autobiografía. Había invitado a una docena de escritores de mi generación y de la todavía más joven. Le interesaba, decía, saber cómo percibían el mundo los nuevos escritores y, más aún, cómo ajustaban sus circunstancias a él.
Una característica de las biografías fue su brevedad, acorde con el corto tramo recorrido por los autores. Comencé a escribir esa crónica con sentimientos muy encontrados, con desgana, sin placer, pero convencido de la necesidad de tener una presencia, por mínima que fuese, en mi país. A diferencia de otros autores incluidos, mi obra era reducidísima: dos pequeños libros de cuentos. Estaba convencido de que mi vida, y no sólo la literaria, se iniciaba apenas; sin embargo, seguí escribiendo ese ensayo biográfico por vanidad, o por frivolidad, o por inercia.
Terminé en pocos días el texto solicitado. Mientras lo escribía me acompañaba la sensación de no salir de un continuo sin fin. La historia anterior me quedaba muy cerca, a tiro de pedrada, y ninguna de sus líneas estaba clausurada. Podía comparar mi pasado a ese tipo de ciclones extremadamente agresivos que azotan con ferocidad una región determinada y, luego, durante semanas, se desplazan por miles de kilómetros, pero sin quitar el pie del punto donde adquirieron su mayor potencia, al que regresan una y otra vez para descargar su cólera. Era la idea que tenía de mi vida: la infancia, o lo que quise y pude recordar de ella, el periodo universitario, algunos viajes, todo se presentaba en mi memoria como una entidad única, bastante confusa. La distancia de las cosas de México, la perspectiva que eso me permitía, la rareza del nuevo escenario, contribuían a convertir el pasado en un informe conglomerado de elementos.
A finales de 1988, regresé definitivamente a México. Durante mi ausencia publiqué varios libros; algunos se tradujeron a otras lenguas, recibí premios, ¡todas esas cosas! Volví al país con el propósito de emplear mi tiempo y mis energías sólo en la escritura. Sentía una necesidad casi física de convivir con el lenguaje, de escuchar a toda hora el castellano, de saber que lo tenía a mi alrededor, aunque no lo oyera. La ciudad de México que encontré me resultó ajena, tenazmente complicada. Perseveré cuatro años sin lograr asimilarla, ni asimilarme a ella. Al llegar, comencé a recibir propuestas editoriales; una fue reeditar aquella autobiografía precoz, añadiéndole una segunda parte que diera fe de lo ocurrido en los veinte años posteriores. Nunca la había releído. Cuando lo hice me sentí asqueado, de mí, y, sobre todo, de mi lenguaje. No me reconocí para nada en la imagen esbozada en Varsovia de 1965. Me saltaba a la vista un tono modosito, de falsa virtud; irreconciliable con mi relación con la literatura, que ha sido visceral, excesiva y aun salvaje. Sentía emanar del texto una imploración de perdón por el hecho de escribir y publicar lo que escribía. Eran páginas de inmensa hipocresía. El quehacer del escritor aparecía como una actividad de tercera clase. En fin, no me hubiera fastidiado afirmar –porque entonces lo creía– que escribir me producía menos placer que leer, o que me resultaba una experiencia precaria y desvaída en comparación con las otras que me ofrecía la vida. Eso hubiera estado bien. Lo que encontraba aberrante era la máscara de escolar virtuoso en que me ocultaba, el elogio al medio tono, el mustio balbuceo del fariseo.
En los últimos tiempos me ha ocurrido a menudo ser consciente de que tengo un pasado. No sólo por haber llegado a una edad en que la mayor parte del camino ha sido recorrida, sino también por conocer fragmentos de mi infancia que hasta hace poco me estaban vedados. Puedo distinguir las etapas anteriores con suficiente claridad, la autonomía de las partes y su relación en el conjunto, lo que entonces me era imposible. Comienzo a recordar la juventud, la mía y la de los demás, con respeto y emoción, por lo que contiene de inocencia, de ceguera, de intransigencia y de fatalidad. Eso mismo me hace concebir el futuro como una zona infinita, desconocida y promisoria.
Almuerzo en el Bellinghausen
En 1978 o 1979 pasé un par de meses en la ciudad de México. Era en aquel entonces consejero cultural de nuestra embajada en Moscú. Había acumulado mis vacaciones durante dos años a fin de que mi estancia en México tuviera mayor sentido que en ocasiones anteriores, cuando la sensación de estar y no estar en mi país había sido la dominante. Dos meses formaban una entidad temporal más respetable. En los primeros días de mi estancia recibí una llamada telefónica de Julieta Campos, directora entonces del PEN Club Mexicano, para invitarme a participar en un ciclo de presentaciones de escritores de distintas generaciones. En cada sesión, un autor mayor y un joven recién nacido a las letras leerían textos recientes y luego conversarían con el público. Me dijo que había pensado presentarme con Villoro; luego hablamos de otras cosas y algunas, relativas al acto literario, me quedaron imprecisas.
Después de colgar el teléfono comenzó a parecerme que había algo poco razonable en esa proposición, pues la diferencia generacional entre Villoro y yo no era suficientemente contrastante. Me hubiera parecido mejor estar frente a Juan de la Cabada, Fernando Benítez o Luis Cardoza y Aragón, mis mayores. Mi estupor fue inmenso cuando me enteré unos días más tarde que el Villoro con quien me presentaría sería Juan, el hijo de Luis; era el papel del viejo el que me estaba reservado en la confrontación. Tenía cuarenta y cinco años de edad, pero hasta hacía poco se me mencionaba aún entre los jóvenes escritores de México. Me imagino que en parte por mi ausencia, que me hacía difícilmente detectable, y la escasez de mi obra.
Fue la primera señal que debía advertirme que las cosas ya no eran como habían sido hasta entonces. Esa, la primera lectura pública que hacía en México, me dio la oportunidad de leer un relato reciente nacido después de varios años de intolerable hibernación. Fue también el inicio de una gran amistad, la que me une con Juan Villoro.
Una primera presentación ante el público no se concilia con la condición de autor maduro, ¿no es cierto? En efecto, la mayor parte de mi obra apareció después de esa noche en que le di la alternativa a un altísimo adolescente hiperkinético, quien leyó con impresionante despliegue de energía el relato “El mariscal de campo”.
El hecho de leer en ese encuentro de generaciones un texto que significó mi vuelta a la escritura me hizo sentir, una vez terminado el suplicio e iniciado el vacilón celebratorio, que llegaba yo a la edad madura en una situación más bien equívoca, que me había comportado como un escritor adolescente y Juan como el maestro que venía de regreso de todas las experiencias. Leí con una tensión casi imposible de resistir, sin saber si lograría llegar al final de un párrafo, de una frase. Tenía miedo de caer fulminado por una embolia o por un infarto antes de arribar al punto donde pudiera detenerme, en contraste con la insufrible desenvoltura del joven imberbe que parecía comerse no sólo al público sino al mundo entero.
Pero a pesar del desconcierto me parecía vislumbrar que esa relación equívoca entre la edad y la escritura se convertiría con los años en algo eminentemente cómico. La marcha hacia la vejez, y, digámoslo sin rodeos, hacia la muerte, sigue deparándome sorpresas notables, como si todo fuera fabulación, espectáculo en que soy actor y público al mismo tiempo, y en que con bastante frecuencia las escenas se caracterizan por su calidad paródica, como una ilusión escénica risible, pero también ácida.
Veamos un ejemplo:
Voy con Carlos Monsiváis al Bellinghausen para encontrarnos con Hugo Gutiérrez Vega, quien acaba de llegar a México a pasar las vacaciones de fin de año. Siempre que vuelve al país, sea de Madrid, de Río, de Washington, de Atenas, de cualesquiera de las ciudades donde su destino diplomático lo sitúa, Carlos y yo nos reunimos a comer con él en el mismo lugar. Siempre ocurre, lo que significa una de las confirmaciones más seguras de la amistad, que comenzamos a hablar como si sólo unas cuantas semanas nos distanciaran de la última comida. En esta ocasión viene de San Juan de Puerto Rico donde es cónsul general.
La magnanimidad de Hugo es reconocida por todos. Le debo, entre muchos gestos de afecto, el haberme puesto en contacto con algunos amigos suyos de la Universidad de Bristol, donde durante un año fui lector en el Departamento de Español.. Tenemos la misma edad, y aun me parece que le llevo por delante un par de años, lo que no me impide recordarlo como a un hermano mayor. De hecho, él y Lucy lo fueron, ¡y de qué extraordinaria manera!, durante mi estancia en Inglaterra.
En fin, nos encontramos y nos sentimos felices de estar otra vez conversando en el Bellinghausen. Después de los comentarios de rigor: las dolencias, los amigos, la situación del país, Hugo se las ingenia para recalar en uno de sus temas predilectos: Rumania o, mejor dicho, la literatura rumana. Le entusiasma que el Premio Mundo Latino, otorgado hace unos cuantos días en Roma, le haya sido dado al rumano Alexandru Vona, a quien conoce bien. Lo ha ganado por una novela única, nos comenta, con la que ha vivido a solas desde 1947, año en que terminó de escribirla y en que estuvo a punto de publicarla. Esa novela, Las ventanas clausuradas, ha configurado su destino. ¡Sigue siendo su destino! Los pocos amigos íntimos a quienes el autor rumano permitió conocer esa novela declaraban que su estilo narrativo revelaba una búsqueda formal tan rigurosa y soberbia que, si se quería compararla con alguien, sólo saltaban a la mente las grandes personalidades narrativas de nuestro siglo: Kafka, Joyce, Broch o...