II. Máscaras de nailon:
autodefensas/malandros, 2013-2017
17 de noviembre de 2013
Noel Ramírez, El Tlacuache
Tancítaro, Michoacán
El sol desciende lento desde su cenit alumbrando las montañas boscosas de Tancítaro –municipio michoacano vecino al de Apatzingán–, pobladas de árboles donde maduran toneladas de aguacates Hass. Noel Ramírez, El Tlacuache, pizca en la huerta de su patrón, extorsionado con 100 mil pesos mensuales de cuota por parte de la organización criminal que lleva el nombre de Los Caballeros Templarios. El muchacho es habilidoso en el corte del fruto, en el que utilizan redes amarradas a palos de tres o seis o nueve metros de largo. El mediodía fenece cuando la noticia viaja entre el ramaje de hojas oscuras –como un disparo– y llega a su oído: están entrando las autodefensas a la ranchería. Suspende su jornada. Apresurado va al encuentro del grupo de civiles armados que llegó en una fila de camionetas. Más gente sale a escucharlos. Todos traen los rostros descubiertos. Uno informa que ellos están enfrentando a los criminales y que ya tomaron la cabecera municipal. Les pide organizarse para no permitirles su reingreso a la ranchería. Les pide unirse a la rebelión para liberar a los otros municipios aledaños. El Tlacuache rememora a su padre asesinado en 2009, cuando él tenía once años. Su padre era un pequeño productor de aguacate. Un día encontraron su cadáver en el camino de terracería. Su cuerpo estaba absolutamente quebrantado. Las piernas y los brazos rotos y aplastados. El tronco y la cabeza machacados. Le repasaron con saña una camioneta. El Tlacuache vio la marca de las rodadas de las llantas en el terreno. Desde entonces los criminales, “los malandrines” les llama, habían cambiado de nombre: de La Familia Michoacana a Los Caballeros Templarios, pero eran los mismos personajes los que tenían sometida a su ranchería. Bajo ese terror creció. El Tlacuache decide enrolarse en la tropa miliciana. Sólo había disparado la escopeta familiar para cazar conejos. No tenía un fusil Barrett como el que usará en la toma de Arteaga. No tenía un cuerno de chivo como el que portará durante la persecución del capo Nazario Moreno González, El Chayo. No tenía un fusil de francotirador como el que sujetará en la toma de Nueva Italia. Tampoco tenía el cuerpo incrustado de balas y esquirlas de granada como las que lo atravesarán en el ataque de policías federales a autodefensas desarmados en Apatzingán, poco más de un año después. Embarnecía entero a sus diecisiete años. Habló con su familia y su patrón. Partió sin llevarse la escopeta familiar, pero poseía su propio armamento: dos ojos preciados para darle una puntería certera, dos brazos ligeros para pizcar el fruto en las alturas, dos piernas aguantadoras para caminar en el cerro y la naturaleza del animal silvestre que le dio su mote desde niño. El tlacuache en su rancho es conocido por tozudo, inquieto, fiero. Y también por astuto: cuando lo atacan y no tiene escapatoria, se queda inmóvil. Se hace el muerto.
El 13 de enero de 2014 El Tlacuache participa en la toma de Nueva Italia –a dos horas de la capital de Morelia– en la que hubo una balacera que duró un par de horas. La prensa cubrió el suceso. Después del triunfo de las autodefensas, un fotoperiodista capturó la imagen del muchacho largo, con rostro adolescente, portando su fusil de mira francotiradora. A petición de ese fotógrafo El Tlacuache cubrió su cara con una capucha negra de nailon para posar ante la lente. “Por un Tancítaro libre”, estaba escrito en su camiseta. Dice que uno de los líderes de su grupo lo vio y lo regañó, le ordenó no embozarse para no despertar suspicacias. Que fue la única vez que ocultó su rostro. Esas máscaras son populares entre los motociclistas. También entre los policías. Y entre los criminales: malandrines, malandros, mañosos, les llaman en Michoacán. Algunos autodefensas las usaron durante la fase de alzamientos para resguardar su integridad. Otros, para cometer atropellos. El Tlacuache llevaba dos meses enrolado en las autodefensas. Su municipio nutría la avalancha de levantamientos que en las siguientes semanas se extenderá a Coahuayana, Jicalán, Apatzingán, Ostula, Caleta, Yurécuaro, Peribán y Los Reyes. Ésta había sido detonada por las sublevaciones de Parácuaro, La Huacana, Zicuiarán, Churumuco, Aquila, Coalcomán, Buenavista y Tepalcatepec, entre otros municipios. De forma inédita y asombrosa poblaciones mestizas se insurreccionaban contra la violencia organizada adueñada de toda la cadena de producción, en una región excepcionalmente rica en recursos: es líder mundial en la producción de aguacate; en Tierra Caliente está la principal región exportadora de limón y de mango en el mundo; hacia la meseta purépecha, la tierra es fértil para la siembra de zarzamora y fresa; en la costa, crecen mangos y papayas. La zona también es rica en producción ganadera y maderera. El estado además encabeza la producción de hierro a nivel nacional y posee el puerto de Lázaro Cárdenas, el punto central de exportación del mineral –legal e ilegal– hacia el mercado asiático. Dicha abundancia explica la rapiña de la violencia organizada. Las rebeliones de estos guardias civiles en treinta y cuatro municipios –sin contar los que tienen rondas comunitarias indígenas como el de Cherán– abarcarán poco más de la mitad de la extensión estatal de Michoacán: 56 por ciento. Ese territorio equivale al de cinco estados juntos: Querétaro, Colima, Morelos, Tlaxcala y Aguascalientes. En términos poblacionales, la tercera parte de la población de Michoacán –1 millón 500 mil personas– vive en un municipio en el que surgió una autodefensa como parte de esta oleada. Numéricamente dicha población es similar a la de todo el estado de Zacatecas. Esa población portará más de 13 mil armas. Si bien en sus comunidades prevalecen los roles tradicionales de género, hay casos excepcionales de mujeres armadas. Miles de ellas hacen tareas de alimentación, atienden a las personas heridas, son correos de comunicación, cuidan de las familias y de sus posesiones y acuden a las reuniones comunitarias, en muchos casos, en una situación de gran vulnerabilidad.
La avanzada subversiva había durado once meses sin tregua. Peña Nieto decidió atajarla al iniciar 2014 nombrando de forma inconstitucional a un amigo suyo, Alfredo Castillo, ex subprocurador de Justicia del Estado de México, como comisionado federal de Seguridad en Michoacán. Le dio una autoridad sobre los poderes estatales sin precedente en la historia moderna del país. “El Virrey”, le pusieron por mote. Su encomienda: “pacificar” los treinta y cuatro municipios alzados. Pero dichos municipios, como apunté antes, no se habían levantado en contra del Estado, sino para que éste interviniera y acabara con la violencia organizada gestionada por colusión, omisión y corrupción desde los distintos niveles de gobierno. La convulsión popular tenía lugar además en el mismo estado en el que Peña Nieto arrancó su estrategia nacional de seguridad. La había puesto en marcha enviando seis mil efectivos federales después de que prendió la pólvora de las autodefensas en municipios michoacanos. Esta expresión armada no había sido súbita: fue gestándose en los siete años previos por el desgarramiento social que produjo la misma política de militarización aplicada por parte de su antecesor, Felipe Calderón, la cual, importa enfatizarlo, de idéntica manera comenzó en este mismo suelo en 2006. Así, Michoacán fue el laboratorio social de dos presidentes que gobernaron por medio de la violencia organizada.
Los brotes rebeldes surgieron en un territorio desgarrado brutal...