
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Descripción del libro
Lo que al monje le falta en estatura le sobra en elocuencia y encanto; embelesados con su discurso y sus conocimientos, la pareja de franceses sigue a su pequeño intérprete en un viaje cada vez más extraordinario en el que se topan con un tren de pasajeros embrujados, un caballo suicida, una perra en celo psicológico, un templo budista donde sólo se escuchan los éxitos del pop adolescente y donde los monjes cenan Coca-Cola y papas fritas. Tantos acontecimientos inusuales ponen en crisis a los miembros de la pareja: al hombre le rompen su racionalismo y a la mujer le devuelven el habla… La imaginación excéntrica de César Aira tiene en el enigmático monje budista y sus divertidísimas aventuras uno de sus inventos más afortunados.
Preguntas frecuentes
Sí, puedes cancelar tu suscripción en cualquier momento desde la pestaña Suscripción en los ajustes de tu cuenta en el sitio web de Perlego. La suscripción seguirá activa hasta que finalice el periodo de facturación actual. Descubre cómo cancelar tu suscripción.
Por el momento, todos los libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Perlego ofrece dos planes: Esencial y Avanzado
- Esencial es ideal para estudiantes y profesionales que disfrutan explorando una amplia variedad de materias. Accede a la Biblioteca Esencial con más de 800.000 títulos de confianza y best-sellers en negocios, crecimiento personal y humanidades. Incluye lectura ilimitada y voz estándar de lectura en voz alta.
- Avanzado: Perfecto para estudiantes avanzados e investigadores que necesitan acceso completo e ilimitado. Desbloquea más de 1,4 millones de libros en cientos de materias, incluidos títulos académicos y especializados. El plan Avanzado también incluye funciones avanzadas como Premium Read Aloud y Research Assistant.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
¡Sí! Puedes usar la app de Perlego tanto en dispositivos iOS como Android para leer en cualquier momento, en cualquier lugar, incluso sin conexión. Perfecto para desplazamientos o cuando estás en movimiento.
Ten en cuenta que no podemos dar soporte a dispositivos con iOS 13 o Android 7 o versiones anteriores. Aprende más sobre el uso de la app.
Ten en cuenta que no podemos dar soporte a dispositivos con iOS 13 o Android 7 o versiones anteriores. Aprende más sobre el uso de la app.
Sí, puedes acceder a El pequeño monje budista de Aira, César en formato PDF o ePUB. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.
Información
Editorial
Ediciones EraAño
2013ISBN del libro electrónico
9786074452266XIV

Había caído la noche y el pequeño monje budista se había quedado solo y lejos de su casa. Su plan había fallado, los pájaros habían volado. En retrospectiva, se daba cuenta de que había abusado de la ilusión. ¿Cómo alguien tan pequeño y débil iba a atrapar en sus redes presas tan grandes y poderosas? Hazañas mayores se habían visto, pero no en la cruel realidad.
Y también había abusado de sus fuerzas. Se sentía agotado a fondo por la constante tensión de la jornada. No había podido hacer sus siestas (porque hacía tres, breves, una a media mañana, una después del almuerzo y una antes de la cena), había estado todo el tiempo en movimiento y además la compañía ya era para él una fatiga pues no podía relajarse sino cuando estaba solo. Ahora que al fin llegaba la tan necesaria soledad no podía disfrutarla por haber sobrepasado los límites de su resistencia y tenía cada nervio de su cuerpecito tenso como un cable de acero. Los músculos desinflados no soportaban el peso de esta estructura metálica. El cansancio lo derrumbaba, creyó que no podría seguir en pie.
Y sin embargo... No sólo debía seguir en pie sino caminar y hasta correr; tenía por delante un prolongado esfuerzo final, una urgencia que le hacía imposible pensar siquiera en el descanso. El fracaso de su maniobra de acercamiento a los extranjeros, con el doloroso sentimiento de frustración consiguiente, quedaba relegado a mero suplemento de ansiedad, frente a la emergencia que debía encarar todavía: volver a su casa.
Y volver ¡rápido! No había un segundo que perder. El tiempo se cobraba su venganza. Todas las maravillosas suspensiones de horario con las que había hechizado a sus franceses se disolvían para dejar a la vista un límite inflexible y sin apelaciones.
Lo separaba de su casa un bosque y debía atravesarlo a pie. No tenía miedo de perderse (el temor ni siquiera lo rozó) porque lo conocía de memoria y no podría extraviarse aunque quisiera, aun en la más completa oscuridad, como sería seguramente en esta ocasión. Pero la oscuridad nunca era completa para él, porque su cuerpo mismo, o quizá su desplazamiento, producía un brillo. En realidad no pensaba en el bosque, ni en la oscuridad: sus pensamientos se limitaban con fanática insistencia a la meta del trayecto, su casa. Habría podido decir, y lo habría dicho si hubiera estado conversando con alguien, “Mi casa es mi castillo”. Y su casa era pura luz. El término exacto habría sido “casita”, por el tamaño y el despojamiento. En su casa no había, literalmente, nada, salvo un televisor, siempre encendido durante la noche.
Esa luz de pantalla, alucinada por la urgencia, lo guiaba como la estrella errante había guiado a los pastorcitos de la fábula, y en su imaginación agitada se volvía luz pura, mirada perpetua y salvadora. La televisión, justamente, era el motivo de su urgencia: a las diez, a las diez en punto, no bien hubiera aparecido la señal que indicaba el final del Horario de Protección al Menor, y unos simpáticos muñequitos mandaran a los niños a dormir, al ritmo de una canción de cuna, empezaba un programa que no podía perderse. Desde hacía semanas lo venía esperando, y hoy mismo al salir a la calle lo había tenido muy presente, tanto que se dijo, no obstante que eran las nueve de la mañana, que salía a dar una vuelta, a tomar un poco de aire, y volvía pronto para estar preparado y no perderse ni un minuto del programa... Pero se había interpuesto la aventura con los franceses y ahora se veía en este lamentable apuro. No podía creer su mala suerte, pero debía creer porque la culpa era suya: se había dejado llevar por la imprudencia, por la improvisación.
En fin. No había que llorar por la leche derramada. No se demoró en lamentos ni dejó que las recriminaciones lo paralizaran. Ya iba por el bosque, meneando sus piernecitas con frenesí, por la línea que esperaba que fuera la más recta. Sabía que “un camino de mil leguas empieza con un paso”, y daba todos los pasos que podía. Esquivaba los árboles, atravesaba los arbustos, buscaba un punto de apoyo firme en las raíces que asomaban de la tierra para impulsarse, adelante, siempre adelante. Los tropiezos lo hacían saltar, y a veces rodaba, pero nada lo detenía. Su idea fija era llegar, llegar a tiempo.
Ni siquiera podía calcular si llegaría, porque ignoraba cuánto tiempo necesitaba para cruzar el bosque. Lo había hecho muchas veces, pero nunca se había cronometrado. Además, no sabía qué hora era. Tenía un reloj pulsera, pero en la oscuridad no podía verlo. Lo intentó, llevando el brazo casi hasta la cara y tratando de que el débil resplandor que emitía él mismo diera en el cuadrante, que era redondo y pequeñísimo: no, no veía nada, y no quería perder tiempo. Bajaba el brazo y seguía su marcha, más apurado que antes. Un poco más allá la curiosidad lo vencía y otra vez trataba de descifrar la posición de las agujas. Le parecía que había una sola... ¿Estarían encimadas, serían las diez menos diez? Pero después creía ver tres agujas, o doce, o ninguna. Lo único de lo que podía estar seguro era de que el tiempo seguía pasando, inexorable, y pronto serían las diez, si no eran ya. Y lo invadía una angustia sin límites ante la idea de perderse el programa, o, peor, estar perdiéndoselo, en este mismo instante, porque no iban a esperarlo a él para empezar a emitirlo, a las diez... a las diez en punto...
No era un programa más; tenía motivos para darle tanta importancia. Lo venían promocionando desde hacía semanas, y desde el momento en que se enteró, él había estado en ascuas esperando el día y la hora, en lo cual no se diferenciaba de otros millones de coreanos.
Se trataba de una novedad insólita, resultado de avances recientes de la tecnología del diseño y la animación. La feliz conjunción de un equipo de médicos, artistas y magos del ordenador había logrado por primera vez crear un modelo del aparato sexual femenino que permitiría, por primera vez en la historia, localizar exactamente la ubicación del clítoris. No es que se ignorase la existencia de este pequeño órgano del placer, y el lugar que ocupaba, pero el hombre de la calle, el marido o amante promedio, seguía teniendo dificultades para encontrarlo. Esto se debía a la confusión que producían las descripciones verbales, confusión que nunca llegó a ser paliada por los dibujos con que los libros han ilustrado estas descripciones. Al contrario: los dibujos eran los que habían terminado por hacer inextricable la dificultad. La representación bidimensional tenía las limitaciones que se le conocen, pero éstas se hacían definitivas cuando se trataba de los complejos “volúmenes huecos” de la parte externa del aparato reproductor de la mujer. No ayudaba el hecho de que el ser humano hubiera pasado de la postura cuadrúpeda a la bípeda, colocando estos volúmenes en una posición que los dibujos en el plano nunca aclaraban.
Los modelos tridimensionales sólidos que el ingenio pedagógico había pergeñado hasta el presente, además de quedar recluidos en las aulas universitarias o los museos de anatomía, no cumplían su función por demasiado pequeños y difíciles de manipular. A nadie hasta ahora se le había ocurrido que el medio ideal para llevar la Buena Nueva al público era la televisión. La animación 3D, digitalizada y motorizada por un programa ad hoc, resolvía de un golpe todos los problemas de comprensión. Los espectadores podrían realizar un paseo virtual por ese primer interior, por ese “exterior interno”, sus recesos y reveses, sus concavidades y convexidades superpuestas; identificándose con el ojo de la cámara podría orientarse, al fin, y saber para siempre dónde encontrar al huidizo fantasmita. El pueblo coreano sería el privilegiado con la primicia.
El pequeño monje budista, consciente de la importancia del goce sexual en la vida, había esperado la emisión con una impaciencia compartida por millones de compatriotas. La pasión moderna por la televisión encontraba al fin un objeto digno de la puntualidad con que se esperaba un programa. El recuerdo de su anticipación, al herirlo como una flecha de tiempo en medio de la noche oscura, hizo subir de golpe el nivel de angustia. ¡No podía perdérselo! Lo sintió como una cuestión de vida o muerte, y se negó a preguntarse si no estaba portándose como un niño. ¿No era acaso, por el contrario, lo más adulto que le había pasado en su vida? Y no era cuestión de esperar una repetición, porque no la habría. Bastante trabajo le había costado al productor conseguir que se autorizara la emisión. La batalla legal había durado meses y el resultado no se había decidido del todo; la puesta en el aire se hacía aprovechando un amparo judicial pendiente de apelaciones, en un gesto audaz de “ahora o nunca”. Al día siguiente los diarios estarían llenos de indignadas cartas de lectores escritas por los reaccionarios de siempre, y el escándalo presionaría sobre los jueces hasta lograr una prohibición definitiva. Además, nadie pediría la repetición. ¿Para qué, si ya habían averiguado lo que querían? Ahí podía actuar un previsible mecanismo psicológico: los que ya sabían el secreto (el camino al objeto oculto) no querrían que otros se enteraran; no importaba que el programa lo hubieran visto decenas de millones de televidentes; la cualidad de único de la ocasión haría precioso el conocimiento, y se frotarían las manos muy satisfechos diciendo “el que se lo perdió, se lo perdió para siempre”. Podrían regodearse en su superioridad sobre ese pobre infeliz, real o virtual. Y podía ser real, tan perfectamente real como que sería él mismo, si no llegaba a tiempo.
¿Habría llegado ya a la mitad del bosque? No podía decirlo. De pronto lo desconocía todo, si bien era cierto que no veía nada. La trama de los árboles se había hecho casi sólida de tan cerrada; avanzaba a tientas, subía y bajaba accidentes del terreno, buscaba con las manos el pasaje entre dos troncos, caía de cabeza en un arbusto y pataleaba hasta liberarse del abrazo asfixiante de flores frías y sedosas como peces.
Si alzaba la mirada veía el follaje de altura en negro sobre negro revolviéndose al ritmo de un viento que no llegaba al suelo. Si volvía la cabeza veía el resplandor amarillento que él mismo había dejado a su paso. Ya no vigilaba sus pisadas, pero al mismo tiempo las vigilaba más que nunca. Notó que el suelo subía y se acordó, con un vahído de desaliento, que en el centro del bosque había montañas, y debía cruzarlas también. Montañas que eran parte del bosque, ocultas bajo los árboles que las cubrían pero aun así altas, con desfiladeros, cañadas, picos nevados y peligrosos puentes suspendidos sobre abismos.
No disminuyó la velocidad de la marcha. No lo habría hecho ni aunque hubiera recordado que también se interponía un océano. Al contrario, trató de acelerar. Pero había llegado a ese extremo del agotamiento en que las piernas no le obedecían. Las sentía de trapo. Las lágrimas de desesperación que le corrían por las mejillas no servían de combustible para su maquinaria desfalleciente. En el fondo de la parálisis seguía confiando en llegar. Claro que el fondo no era la superficie, y en ésta sentía la oposición invencible del contraste entre la extensión del bosque y su pequeñez. Sus pasitos, por más que los multiplicara, eran patéticos milímetros. Si por lo menos no estuviera tan cansado...
Como un extremo recurso de la esperanza, se decía que el componente subjetivo del tiempo podía estar engañándolo. Había ocasiones en que la tensión mental, o la mera impaciencia, hacía parecer una hora lo que en realidad era un minuto. Lamentablemente, no era lo que ocurría esta vez. Estaba viendo efectuarse la evolución de las especies, y eso tardaba más que un minuto.
No era una metáfora: realmente estaba viendo. El resplandor debilísimo que dejaba a sus espaldas se había ampliado a todo su alrededor, y la tiniebla cedía a las tenues figuras de una naturaleza gótica, reca...
Índice
- Página del título
- Derechos de autor
- Contenido
- I
- II
- III
- IV
- V
- VI
- VII
- VIII
- IX
- X
- XI
- XII
- XIII
- XIV