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eBook - ePub
Faustina
Descripción del libro
Faustina es una novela pero también es un habla: un soliloquio y una recuperación de palabras que se van desgastando, conforme cambian la ciudad y las maneras de vivirla. Se acumulan maneras de decir, y se van recuperando también maneras de comer, de añorar, de querer, de tener miedo. Quien ya está hablando cuando entramos al libro está contando su historia desde antes de que lo abramos, y cuando nos vayamos, en la última página del libro, no cesará.
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Información
Editorial
Ediciones EraAño
2015ISBN del libro electrónico
9786074453294Mario González Suárez
•
Faustina

Ediciones Era
Esta obra se escribió con el apoyo
del Sistema Nacional de Creadores de Arte.
del Sistema Nacional de Creadores de Arte.
Primera edición en Biblioteca Era: 2013
ISBN: 978-607-445-318-8
Edición digital: 2014
eISBN: 978-607-445-329-4
DR © 2014, Ediciones Era, S. A. de C. V.
Calle del Trabajo 31, 14269 México, D. F.
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Para Yendi
in tonan in tota tlaltecuhtli tonatiuh
se me juntaron las emociones en un puño de pétalos que apenas le dejaba espacio a mi corazón para latir. Sentía la piel estirada y atada en un nudo de chorizo en mitad de la espalda. Me parecían asombrosas las cosas de todos los días, las patas de la cama, la forma en que habían quedado mis ropas en el piso, el zapato volteado, mis cejas peludas, mi impaciencia por descubrir el misterio que presentía en cada segundo y en cada punto de la habitación. Se me hicieron muy presentes las palmas de mis manos, su contorno y su superficie me miraban como si alguien empujara desde adentro, y por eso mismo no quería tocar nada. Era como si estuviera viviendo dentro de un cuadro.
Mejor me puse a recoger la ropa y guardar mi tiradero en su lugar en el clóset. Hoy era el día. No me atreví a abrir la puerta hasta que oí ruidos en el comedor. Me asomé y ahí estaba mi mamá. Se veía radiante y tan bonita, a ella también le estaba haciendo efecto eso que yo sentí desde que me desperté. Mi papá había regresado, y sin preguntarle nada entendí que aún estaba acostado. Yo no lo oí en la noche cuando llegó, seguramente venía cansado, muy cansado de haberse ido a trabajar tan lejos y por tanto tiempo. Todavía no lo conozco... o sí lo conozco pero no me acuerdo. Mi mamá me contó que cuando nací me tuvo en sus brazos y luego se tuvo que ir. Esa imagen que me he hecho de mi papá cargándome es la que me ha sostenido toda mi vida, la que me ha dado fuerza en la escuela para no sentirme en la orfandad o la vergüenza que a muchos niños les da por tener sólo mamá.
Mi tía Mary, que no es hermana de mi mamá pero peor que si lo fuera, un día le dijo que tenía suerte de no haberse encontrado un cabrón que la embarazara cada vez que regresara de esos trabajos tan lejanos que se consiguen los hombres, como le pasó y le seguirá pasando a su hija la menor. La Paty, a sus veinte años, ya tiene seis hijos. Pobrecita, y todo por culpa de ese cabrón, dicen. Un cabrón, para ellas todos los hombres son eso. Últimamente se me ha venido aclarando que yo he vivido siempre con la sensación de que a mi alrededor pasan demasiadas cosas de las que no me entero. ¿Quién puede saber si es eso un defecto de los sentidos o una característica de la realidad? La cosa es que ver a mi mamá preparar el desayuno y poner tres platos en la mesa sin que le note ninguna urgencia de decirme qué pasa, cómo regresó mi papá, me hace sentir rabia y luego tristeza. Cuando ya me ve muy cerca me dice lávese la cara.
A propósito me tardé en el baño porque adivinaba que en cuanto mi papá quisiera entrar mi madre iba a tocarme la puerta. Y así fue, abrí con un solo movimiento para quedar en el umbral de cuerpo entero. Ahí estaba, efectivamente. Era un señor, calzaba unos zapatos negros, de suela volada, muy anchos. Llevaba un pantalón de casimir oscuro con la rayita bien planchada. No se había abrochado la camisa, blanca, y se le escapaban unos pelos grises por el borde de la camiseta. Le lancé una mirada a mi mamá, de reclamo y extrañeza: ese señor está muy viejo para ser mi padre, más bien parece el tuyo. Enseguida se me acercó y no sabía si darme la mano o abrazarme. Yo avancé hacia él espontáneamente y me recosté en su pecho y puse mis manos en su hombros. Papá, le dije, papacito. Él posó la barbilla en mi cabeza. Me reconoce, sentí, pero no quería mirarlo a la cara porque sabía que iba a llorar y para nada le iba a dar esa mala impresión a mi papá. Respiré hondo y me separé de él reteniendo su olor a desodorante de varios días. Habrá venido en camión y desde muy lejos.
Iba a sentarme en mi silla de siempre cuando mi mamá me pidió que le dejara ese sitio a mi papá. Salió del baño peinado, con la camisa fajada y los tirantes puestos. El pantalón le llegaba casi a la mitad de la barriga. Me pareció un señor venido de una película mexicana en blanco y negro, de labios mestizos y el erizado bigote entrecano enfatizando su moral mexica. Partí un bolillo a la mitad y lo metí en el platón de los frijoles. ¿Qué educación es ésa? ¡Sírvase en el plato!, ¿qué va a decir su padre? Creo que todos estábamos tensos aunque mi mamá se veía radiante, hacía años que no la veía tan emocionada, lo notaba por más que se empeñara en hablarme de esa manera brusca. Qué ricos los huevos rancheros y la concha sopeada en el vaso de leche. Yo sentía por fin la benevolencia de la luz y la nobleza de la vida. Por fin estábamos juntos aunque al mismo tiempo supiera que eso no podía durar. Pero no me importó, más que todos los años que pueda vivir vale este momento. Como un sueño hermoso que no deja de haber ocurrido aunque sólo sea eso. Ocupa desde siempre una casilla del calendario. La superficie de las cosas no es más que el primer manto, debajo hay más y más capas. De eso estamos hechos, el aire, las paredes, la mesa. Y eso es lo que vemos, eso es lo que somos, sentimientos que aglutinan la materia en torno.
Mi mamá le preguntó a mi papá si quería más café, él asintió con un movimiento de cabeza al tiempo que se levantaba para ir a la recámara. Salió enseguida con un paquete envuelto en el papel de la tienda donde lo había comprado. Es para ti, me dijo con una voz como de disculpa. Yo sabía lo que era y también que me lo daba para darme a entender que ya era grande y responsable: un reloj. Me lo puse enseguida y vi que estaba a la hora. En qué año vas, me preguntó luego. En segundo de la secundaria, y quise contarle que estaba en el taller de electricidad pero en realidad yo quería cambiarme al de cocina. Antes de terminar intervino mi mamá para decir no moleste a su papá, váyase a hacer la tarea. Pero yo no tenía ninguna tarea pendiente ni sentí que estuviera molestando a nadie. Me fui a mi recámara a tristear un rato. El reloj era bien bonito y hasta de buena marca, no sé por qué me lo quité y nunca me lo volví a poner; hoy no sabría decir dónde lo dejé, se lo hubiera regalado al Adolfito. Se me fue pasando el enfurruñamiento, yo sabía que en cualquier momento teníamos que salir a hacer compras, de seguro habrá un gentío en todos lados. El segundero se movía sin saltitos, como si los segundos estuvieran todos pegados sin separación alguna. Ya no se oía nada, yo me había imaginado que tendrían mucho que platicar, muchas cosas que contarse después de tantos años sin verse. Me tendí de panza en la cama a acechar cualquier ruidito. Y si… ¡No!, con mayor razón se tendría que oír. Tanta impaciencia me hizo salir de nuevo, y ahí estaban, hablando en silencio. Vístase para que nos acompañe, dijo mi mamá.
Nos fuimos directo al Centro y yo no sabía dónde ponerme, si atrás o adelante, si darle la mano a mi papá o a ella o en medio de los dos. Entramos primero al Puerto de Veracruz, ahí mi papá nos compró zapatos, exactamente los que yo quería y sin fijarnos en el precio ni dudar ni nada. Mi mamá de todo remilgaba, como temiendo que él se fuera a molestar por algo. No quiso que le comprara un vestido ni la licuadora Osterizer como las de los puestos de jugos. Luego fuimos al Palacio de Hierro, yo quería un suéter y una bufanda roja. Compramos también una cartera y pañoletas y chucherías. Eran para regalar hoy en la noche. Luego nos cruzamos la calle para entrar a Liverpool, y ya sabía que ahí estaba el abrigo que mi mamá había querido siempre. Un abrigo de lana pachoncita con el que ella se iba a ver como un capullo, como una cosita rica y buena que era mi mamá. Empezó a hacerse del rogar pero decidimos no hacerle caso, y hasta la empleada la presionó un poco para que se lo probara. Lo que sí que no era barato, pero vaya que era divino. Cuando se lo abrochó y su cabecita le salía como una flor del paraíso, del paraíso perdido y recobrado de nuevo, yo miré a mi papá como diciéndole ya, ya vámonos.
Ir caminando con mis papás por el Zócalo, cargados de bolsas de regalos y cosas padrísimas, indispensables, maravillosas fue el más grande regalo de Navidad de toda mi vida. Mi papá dijo que ya tenía hambre y se le antojaron unas tortas que vendían ahí a unos pasos en una panadería lonchería rosticería que no me acuerdo cómo se llamaba. Vendían unas donas que sabían a humo, las cubría un espejo negro de chocolate, esponjaditas como las rosquillas que hace un gordo cuando fuma puro. Aunque en realidad lo mejor de todo eran los pollos rostizados. El pollo rostizado es como comerse un corazón latiente dorado con caramelo. Vale más que la vida de un náufrago, es lo que se le da de comer a los sobrevivientes, a los secuestrados, y suele ser el último deseo de los fusilados. El pollo rostizado alivia con lujo el hambre más perra, es un manjar a media mudanza, una hostia para los glotones y la justa Navidad de los solteros. Perdona a las mamás que no quisieron cocinar. Se puede comer frío y sabe rico toda la semana. Y si lo acompañas con un puño de papas fritas es que puedes pagar hasta las chelas o aunque sea un Sidral Mundet. ¡Yo me como uno enterito!, y entonces pensé ojalá pidan dos, uno para ellos y el otro para mí.
Pero mi mamá dijo que no, que mejor tortas, que nos aguantáramos a la cena, va a estar re buena. Se pidió una torta de huevo, mi papá una cubana y la especial de milanesa, yo una de pollo. Me tomé una coquita y mi papá nos compró turrones y un billete de lotería a los ciegos de Tacuba. Para el sorteo de Navidad. ¡Ochenta millones!, uy, yo me compro una casota, y lo demás para viajar. Le daría algo a mi mamá, y a la mejor hasta conoce allá donde vive mi papá. Entonces me quedé pensando que yo no sabía y en realidad nadie decía nada al respecto, si mi papá ahora sí se iba a quedar o se va a volver a ir, ¿va a mandar por nosotros o qué onda? Luego paramos un taxi y nos regresamos a la casa. La mugrosa torta me estaba provocando agruras, tuve que tomarme un Picot. Mi mamá se puso a hablar por teléfono con su comadre. Mi papá y yo nos sentamos a platicar. Me estuvo preguntando que cómo voy en la escuela, qué me gustaría estudiar y si me gusta alguien del salón. Le dije que nadie y le pregunté ¿y tú en qué trabajabas? Me dijo que en una fábrica en Texas. Y ¿nos vas a llevar? No tienen visa, y a ver si se las dan, me dijo. Y ¿por qué no te regresas? Aquí ¿de qué voy a trabajar?, y para lo que pagan. No iba a insistir pero en eso mi madre colgó el teléfono y me dijo otra vez no me moleste a su padre, váyase a su recámara.
Yo digo que en la cena de Navidad de ese año se cumplió algo que estaba escrito. Para empezar, me parecía que las personas invitadas esa noche estaban allí un poco en contra de su voluntad, que la reunión había resultado de los restos de otras cenas canceladas, frustradas, prohibidas. Que todos los que estábamos allí habíamos sido excluidos de nuestra verdadera pertenencia. Y yo no cabía de entusiasmo. En primer lugar porque había venido mi papá, y ya de su brazo no habría sitio donde no nos recibieran. Y era la primera vez que íbamos a ir juntos a algo importante mi mamá, él y yo. Cuando estuvimos en el Centro hubo un momento en que me los quedé mirando como desde afuera. Ella se estaba probando el abrigo y él le decía a ver, levanta los brazos, súbete el cuello, abrocha el botón. Ella se veía feliz aunque lo ocultara. Ya estaba realizada, hecha ella misma, cuando se giró por completo frente a nosotros. Y él con esos zapatones, sí eran como de señor que trabaja duro, de cartero, vendedor, ingeniero. Y ese traje tan suyo que lo hacía verse antiguo, como pistolero de Chicago o yo qué sé. El saco estaba bien confeccionado, de tela para que durara. Cómo podía yo ser el resultado de esos señores que se veían tan distantes, tan ajenos. Él la trataba con demasiada cortesía, no quiero decir que me parezca mal, sino que es precisamente una cortesía que ya no se tienen personas que han dormido juntas y hasta tienen descendencia. La idea de que mi papá tal vez fuera su papá podía significar que su papá la había violado. Esa vez vino mi papá para que yo lo conociera pero yo no pude dejar de sentir que más bien era el padre de ella, allí, comprándole un abrigo.
No sé de quién fue exactamente la idea, si de mi mamá o de su comadre María. Yo oía que hablaban de demasiados preparativos aunque la cena no sería en casa de ninguna de ellas. Ya luego pensé que la comadre la invitó para disimular un poco sus intenciones, y le salió redondo cuando además iría con su marido, porque así lo presentaron, y mi mamá tenía el firme interés de que todos conocieran a mi papá, que vieran que yo tenía padre. Desde luego, para mí mi papá tenía otra importancia. La comadre llegó acompañada de su nieto, el hijo mayor de la Paty, Adolfito. Ese pinche chamaco era el típico chaneque, y no era zonzo. Y estaba bien berrinchudo precisamente porque lo habían echado fuera. Su mamita, la Paty, se había ido a vivir con un señor que no era el padre de todos sus chamacos, y siempre chocaba con el mayorcito, así que lo mandaron a pasar Navidad con su abuelita. Hubo un rato en que no paraba de llorar y la comadre entonces puso un disco de Mariano Mercerón, lo cargó en brazos y empezó a bailar con él. Quiero-que-me-no-que-sí-me-quieras. Quiero-que-me-sí-que-no-me-quieras. Así también bailan un hombre y una mujer. Recargó su cabecita en el hombro de la abuela y ahí se quedó hasta que terminó el danzón. Luego la abuela lo bajó, yo creo que sí pesaba, el Adolfito ya tenía como seis años.
¡Cómo viene al mundo la gente! Un día a mi mamá le hablaron por teléfono, subió el muchacho de la tiendita a avisarle que tenía una llamada, de su comadre. Y como no había con quién dejarme me agarró y me llevó con ella. Yo no entendía qué estaba pasando. Mi mamá y su comadre se encerraron en el cuarto de ella y yo me quedé entre los mocosos que estaban ahí, hijos de los vecinos o de las infinitas parientes de la comadre. Luego llegó Lalo, su hijo mayor, y también se encerró con ellas en la recámara, ni siquiera me saludó. Era un chavo guapo y bien trabajador, tocaba la guitarra y se cortaba el bigotito igual que su papá. Ese señor se llamaba Vicente y era bien pachuco. Bailaba re bonito, se inventaba pasos, dominaba todos los ritmos. Los que mejor le salían eran los mambos, ¿qué le pasa a Lupita?, ¿qué le pasa a esa niña?, ¿qué es lo que quiere?, ¡bailar! Se daba la vuelta, levantaba una rodilla, le daba una palmada y hacía lo mismo del otro lado. Él nunca vivió con ellos, bajaba a ver a María y a sus hijos cuando había fiestas. Ellos vivían pasando el centro de Azcapotzalco, aquello era un pueblo de vecindades muy viejas o nunca terminadas, erigidas en medio del panteón de los antiguos. Por todos la...
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