Juegos florales
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Juegos florales

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Juegos florales

Descripción del libro

Entrar en una novela de Sergio Pitol –sus lectores lo saben– significa introducirse en mundos aparentemente muy normales. Al cabo de unas cuantas páginas, sin embargo, el lector descubre que muchos personajes apenas si logran sofocar un inmenso malestar vital, malestar que poco a poco, como una iluminación creciente, se apodera totalmente de sus almas y siembra la zozobra entre todos aquellos que los circundan.

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Información

Editorial
Ediciones Era
Año
2013
ISBN del libro electrónico
9786074451597

IV

La historia que comenzó a escribir en el barco y terminó en Italia no fue bien acogida. Billie lo desanimó de inmediato. No tenía raíces, pontificó, todo en ella era muy abstracto. Imposible ubicar el lugar donde la acción transcurría. Orión tenía otras exigencias. Revelar a un público cultivado aspectos del mundo que el mundo desconocía. Unos días antes, añadió, le habían llevado la traducción de un relato islandés. Limpio de localismos y de folklore y sin necesidad de glosarios especiales, el autor había elaborado un drama moderno que cualquiera de los presentes podía protagonizar, pero que a la vez dejaba sentir un olor a mar diferente al de todo otro mar. Era posible imaginar una luz que sólo los nórdicos veían. Paladear un arenque de sabor distinto al habitual, sin que él (ese muchacho de pelo color de paja que asistía regularmente a las reuniones, apenas hablaba y bebía inmoderada y silenciosamente) mencionara en absoluto esa luz y esos sabores; todo estaba implícito en una narración intimista que transcurría en un departamento igual posiblemente a ése, el de Raúl, donde la conversación tenía lugar.
Terminó dándole la razón, porque en su relato la protagonista debía haber pasado una temporada en el extranjero, en Nueva York para ser más precisos, ofrecer una fiesta para celebrar la exposición de un viejo amigo mexicano convertido en un pintor famoso, y a la vez recibir a su hijo a quien no había visto en una larga temporada. Para que se planteara el conflicto que le interesaba desarollar era necesario que vivieran en países distintos y que madre e hijo se hubieran tratado muy poco en los años anteriores. Apenas conocía Nueva York, tenía una visión meramente turística de la ciudad, nunca había pasado en ella más de diez días seguidos, y por eso le era difícil lograr que los personajes se movieran con soltura. De seguir los consejos de Billie hubiera debido rehacer el texto por completo, lo que de ninguna manera se le antojaba. Si en aquel tiempo envidiable algo le sobraba eran historias. Tenía cuadernos llenos de apuntes, de esbozos, de proyectos más o menos desarrollados. Tal vez los vaivenes del viaje siempre le produzcan ese efecto. En esos días de Roma, no se le ocurren nuevos temas, pero sí soluciones atractivas para aquellos relatos que se le quedaron a medias.
Un sueño fue decisivo para echar a andar los mecanismos de la creación. Debe haberlo padecido una noche no demasiado posterior a la muerte de su padre, cuando intentaba olvidar que no había acompañado a su madre en aquellos días luctuosos, y los sueños lo agobiaban sin cesar.
Escribió el cuento como entre fiebres, en el interior de un café carente de gracia donde oía caer los chubascos de otoño; quedaba muy cerca de su apartamento, un café bastante sórdido donde por las tardes se reunía una clientela juvenil a oír una sinfonola. Un local situado casi en el cruce de la via Vittoria con la del Corso, la quintaesencia de cierta Roma populachera y desabrida. Lo único parecido a ese pueblo mexicano en el que de pronto se sumió eran los chaparrones.
En sus sueños hay apenas acción; a veces tiene la impresión de estar soñando en cámara lenta, de tan estáticas como son las escenas. Alguien comienza a hablar, y, aunque después sólo recuerda una frase o unas cuantas palabras, le queda la impresión de que la persona habló durante horas enteras. Las reuniones no terminan nunca. Hacía apenas unos días, por ejemplo, soñó que su pantalón nuevo, el del traje azul a rayas que le hizo comprar Leonor a los pocos días de haber llegado a Roma, tenía un boquete en la rodilla; cuando despertó sintió el efecto de haber pasado un tiempo infinito contemplando con estupor los destrozos del casimir. Cualquier sueño puede aproximarse a la pesadilla debido a esa duración desusada. Le exaspera que aquello no termine nunca, lo que puede convertir la situación más idílica en una verdadera tortura.
En cambio el sueño al que parcialmente atribuye el nacimiento del relato estuvo colmado de movimiento y de contrastes. Soñó que era un niño y que vivía en el campo en una casa de amplios tejados, una serie de espaciosas habitaciones alineadas en torno a un patio interior, y soleados corredores con macetas de helechos y geranios. Hay mucho de abandono y descuido en aquella casona, donde vive acompañado de sirvientes y trabajadores del rancho. De vez en cuando aparece por allí su abuelo. A partir de cierto momento comienza a presentarse estrambótica y caricaturescamente disfrazado de millonario. Ostenta una levita, sombrero de copa gris perla, polainas, fistol en la corbata y guantes grises, atuendo que por fuerza contrasta con el sobrio y natural deterioro que reina en la casa. El nieto observa regocijado las apariciones y transformaciones de su abuelo y la opulencia cada vez más notoria en su atavío. De pronto la acción sufre un vuelco. Desaparece la casa y en su lugar aparece un hermoso palacete situado en la zona residencial de una capital europea, posiblemente París. Junto al niño viaja don Panchito, un antiguo sirviente de la casa, su amigo y confidente. A veces el palacio es visitado, lo que no deja de sorprenderlo, por Vicente Valverde (en la vida real Valverde era un antiguo compañero de trabajo, un tipo cuya capacidad de intriga le permitió crear en unas cuantas semanas tal desconfianza e incomodidad entre el personal de la oficina que si en verdad era policía, como se rumoraba, le debía resultar fácil obtener la información que necesitara: todo el mundo rastreaba a todo el mundo. El clima de abyección donde chapoteaba era tal que cuando Oliva le propuso ocupar una plaza bastante mediocre en la Secretaría de Educación no dudó un instante en aceptarla). En el sueño, Valverde llegaba de visita casi siempre en ausencia de su abuelo e interrogaba a los sirvientes. A veces lo veía registrar en una libreta el nombre y dirección de los remitentes de la correspondencia acumulada en una mesa del despacho. El niño sabe por instinto que debe desconfiar de aquel gordo que no para de hablar, y en su presencia es en extremo reservado. Algunas veces sale a pasear con su fiel don Panchito en uno de los automóviles del abuelo, un Rolls Royce imponente. No puede menos que comentarle que le intriga el origen de la fortuna que disfrutan. Los dineros que su abuelo gasta a manos llenas no pueden ser legítimos. Le recuerda la modestia con que originariamente vivían en el campo, los problemas económicos del anciano, sus apuros hasta para pagar las cuentas más elementales. ¿O acaso no había sido así su vida antes de que apareciera con levita y sombrero de copa? No se había ganado la lotería, ni realizado ningún negocio espectacularmente afortunado. Lo único que podía explicar esa bonanza… Y ahí le revelaba a don Panchito sus sospechas: se trataba de ciertas actividades criminales que al día siguiente, cuando reconstruyó el sueño, sintomáticamente no logró precisar. Recuerda que apenas manifestó sus sospechas, el hipócrita Valverde, oculto tras el respaldo del asiento, se levantó, abrió la portezuela, y una vez dueño del secreto, saltó del automóvil aún en movimiento. A los pocos días el abuelo apareció muy sobresaltado, con el ropaje de guardarropía mal abotonado sobre su voluminoso cuerpo y dio órdenes para que empezaran a empacar los objetos más valiosos. A él lo envió en el Rolls Royce a un taller mecánico donde inmediatamente lo desmantelaron y convirtieron en un coche pobretón de modelo anacrónico. Por las conversaciones de los mecánicos se enteró de que, tal como sospechaba, las actividades del abuelo encubrían una vasta organización criminal. Eso no le asusta tanto como tener que reconocer que por su culpa, por haber hablado delante de un soplón, perseguían a su abuelo. De pronto, al asomarse por la ventana del cuartucho que le han acondicionado como dormitorio, descubre que el taller estaba situado en los alrededores del ingenio donde pasó sus vacaciones infantiles.
No dejó de sorprenderlo la presencia recurrente e incomprensible de ese ingenio, tanto cuando intentaba recordar a su padre como en el sueño.
La tarde siguiente al sueño la pasó haciendo notas sobre aquellas lejanas vacaciones en el local al que bajaba todas las mañanas a desayunar y a leer el periódico, un café, ya lo ha dicho, de muros desnudos por entero diferente al Greco o al bar del Albergo d’lnghilterra, desprovisto del prestigio de esos otros recintos, de sus antecedentes literarios, de las atmósferas concentradas y de esa especie de elegancia opaca que tan bien suele armonizar con las letras. En el suyo (ni siquiera recuerda el nombre… ya no existe, ha pasado varias veces por allí y ahora el local lo ocupa un anticuario…) no había nada que ver fuera de algún manchado calendario en las paredes, o las tres o cuatro mesas de patas metálicas y superficies de baquelita color naranja, sobre una de las cuales empezó a enumerar los elementos distintivos de aquel remoto pueblo tropical de su infancia. Esa misma tarde vislumbró la trama de su cuento.
Imaginó a un narrador sentado en un escuálido cafetucho de Roma lanzado a la reconquista de los espacios donde transcurrió su niñez. Un escritor que a su vez imagina a un niño, a su familia, vecinos y amigos, y describe el momento en que por primera vez conoce el mal, o, mejor dicho, el momento en que descubrió su propia flaqueza, su carencia de resistencia al mal.
Cuando salió del primer trance había llenado varias páginas de su libreta con una letra minúscula y segura y había tomado tantos cafés que sentía que los músculos faciales estaban a punto de disparársele. El ruido de la sinfonola había cesado, y un mesero, desatando las cintas de su largo delantal blanco, le avisaba que había llegado la hora de cerrar el establecimiento. Advirtió que había en efecto pasado unas cinco horas encerrado en el antro, que había dejado desde hacía mucho tiempo de llover, que no había ido, como todas las noches, al departamento de Raúl y que tenía ya una idea más o menos clara de lo que se proponía escribir.
En cierta forma se trataría de una investigación sobre los mecanismos de la memoria: sus pliegues, sus trampas, sus sorpresas. El protagonista tendría su edad. Muy niño, a la muerte de su abuelo, un ingeniero agrónomo, la familia se había dividido; una hermana de su padre, casada con el licenciado de la empresa, se había quedado a vivir en el ingenio. Sus padres y su abuela se habían instalado en México. Todos los años pasaban las navidades juntos. Él y su hermana llegaban con la abuela mucho antes y pasaban con sus tíos las vacaciones completas. Los primeros recuerdos del lugar eran muy confusos. De eso se trataba, de esbozar con la imprecisión de una mente infantil una historia donde el narrador quería ser testigo y a la vez se sabía cómplice.
Aquel protagonista, sentado en una mesa de un café de Roma, trataría en primer lugar de establecer aunque fuera a grandes rasgos la oscura cronología de sus viajes al ingenio. Está casi seguro de que comenzó a ir antes de entrar a la primaria; debía haber pasado allí sus vacaciones de invierno durante seis o siete años. Pero hablar de invierno y referirse a ese lugar era ya en sí un desvarío, porque el calor era un tema que suscitaba profundos lamentos, causa de sufrimientos constantes para su abuela, su madre, su tía, comienzo y fin de cualquier conversación, estaba siempre presente, aun en medio de la lluvia, y el tizne ardiente que intermitentemente desprendía la alta chimenea lo acentuaba. Miles de cosas se le confunden; no sabe con exactitud en qué viaje ocurrió tal o cual incidente. Las conversaciones, los hechos, todo se aglutina en una especie de tiempo único que suma esos meses de diciembre de los varios años en que fue y dejó de ser niño. Sobre todo porque desde hace mucho ha dejado de pensar en esa época, la tiene enterrada en la memoria, casi podía decir que la detesta, no obstante haber sido en otro tiempo esas vacaciones al trópico lo más semejante al paraíso que podía concebir. Se ve con el pelo casi blancuzco de tan rubio, una camisa de manga corta, pantalones también cortos, las piernas llenas de arañazos, raspaduras en las rodillas y en los codos y unos pesados y espantosos zapatos de minero de punta chata. Se ve corriendo entre huertos de naranjos, jardines perfectamente cuidados con manchones de adelfas, buganvilias, jazmines, flores de Pascua que separaban entre sí las casas de los empleados del ingenio. Un largo muro rodeaba la fábrica, la casa y los jardines que las ceñían, así como los centros de esparcimiento: el hotel para huéspedes, el club de damas situado en los altos del restaurante, las canchas de tenis cuyo objeto era separar aquel flamante oasis del resto del pueblo. Del otro lado del muro vivían los obreros, los peones y los comerciantes; gente de otro color y otro pelaje. Las sirvientas constituían uno de los pocos puentes entre ambos mundos. Otro, las excursiones al río; a menudo un grupo de niños y adolescentes salía a nadar en las pozas del Atoyac ante la curiosidad de los de afuera, quienes se aproximaban para aconsejar tal o cual modo de bracear, de vadear la corriente o indicar los mejores lugares para practicar clavados. Pero no es de la separación de esos dos grupos humanos y sus furtivos contactos de lo que iba a tratar el relato. La acción sucedería pura y exclusivamente adentro, a pesar de que figuren el gordo Valverde y los chinos, hijos de los empleados del restaurante a quienes se trataba como a gente de afuera.
El protagonista se inclina a creer que si revisitara el ingenio descubriría que todo era mucho más modesto de como lo veían sus ojos infantiles. Está seguro de que el jardín era menos espectacularmente hermoso que la visión conservada en su memoria, que las casas no eran tan amplias, ni tan modernas como una serie de artefactos entonces casi desconocidos se lo indicaban: las estufas y los calentadores de baño eléctricos, por ejemplo. Los idiomas extranjeros, en especial el inglés que oía constantemente, le imprimían al lugar otra nota de extrañeza, pues buena parte de los técnicos eran norteamericanos.
Anotó, anotó todo lo que la memoria le arrojaba, sin preocuparle la calidad de materiales que ese aluvión incontenible le ofrecía, sabedor de que sobre algunas de esas anécdotas en apariencia triviales se edificaría el relato cuyo germen vislumbró al recordar el sueño en que por imprudencia, por descuido, traicionaba a su abuelo revelando a sus enemigos el carácter delictivo de sus empresas.
Trazó, por ejemplo, a grandes rasgos una crónica de aquella misa en memoria de su abuelo que acabó en una riña entre el rústico sacerdote del pueblo y sus feligreses, quienes se sentían timados por supuestas anomalías en la colecta para comprar una campana, lo que a él le libró de asistir a misa el resto de sus vacaciones, pues su familia, muy ofendida, dejó de frecuentar la iglesia. Anotó cosas más placenteras, las cacerías de pájaros a las que a veces acompañaba a sus primos, los frecuentes paseos a los pueblos cercanos con un viejo velador del ingenio, un borrachín impenitente que les daba a probar unos refrescos cuya botella tapaba con una canica engarzada en un aro metálico que hacía girar con los dedos, refrescos a los que añadía unas gotas de ron para darle a la infatigable parvada de excursionistas la sensación de haber alcanzado la mayoría de edad. Escribió sobre los combates feroces que sostenían los muchachos del ingenio convertidos de pronto en «aliados» y «alemanes», cuando enardecidos por.los rumores que circulaban de un peligro inminente, cuyos primeros indicios los daba la presencia de submarinos alemanes cerca de Veracruz y la declaración de guerra al Eje, que ninguno de ellos sabía bien a bien lo que significaba, sentían acercarse el espectáculo de carnicerías atroces que cada semana les proporcionaba el noticiero cinematográfico. Anotó algunas conversaciones típicas de la época, los monólogos del esposo de su tía, abogado de la empresa, ante una mesa cubierta de cascos de cerveza; imprecaciones violentas e incoherentes contra su enemigo principal, el sindicato, que luego extendía al gobierno en general y a la escuela de la localidad en particular, la demagogia de cuyos maestros, decía, le producía vómito. Y también las conversaciones trémulas de las damas. Su añoranza de las castañas sin las cuales ninguna cena de Navidad lo sería ya del todo, el horror ante la noticia de que las medias, y no sólo las de seda serían retiradas del mercado; doña Charo, la inmensa esposa del agrónomo en jefe declaró a voz en cuello que primero se envolvería las piernas con vendas que salir a la calle al descubierto. Los hombres hablaban de dificultades cada vez mayores para obtener llantas y temían que con la gasolina fuera a ocurrir lo mismo. Parecía como si los mayores penetraran de pronto en un mundo cuajado de aprensiones e incertidumbres mientras que para los chicos el estímulo de los riesgos por venir hacía que sus juegos fuesen más plenos y salvajes y más amplias las horas de permiso para sus hazañas nocturnas.
Anotaba todo aquello, pero de cuando en cuando volvía atrás para retocar algún párrafo o añadir nuevos detalles referentes a la misa en memoria de su abuelo, por ejemplo, estropeada por la contienda que se entabló entre el sacerdote y los feligreses. Le extrañó la importancia que en sus recuerdos tomaba aquella ceremonia religiosa atropellada por una riña surgida de la compra de una campana. No era la anécdota misma, la misa terminada en forma tempestuosa, se dijo, lo que le interesaba, sino el hecho de que en aquella ceremonia aparecía el elenco completo de personajes de la historia que se proponía relatar: él y su hermana; los chinos con quienes construía ciudades de corcholatas al lado de pequeños canales de riego; el gordo Valverde con su aspecto santurrón, los ojos en blanco, las manos unidas ante el pecho; el ingeniero Gallardo, ese hombre seco de piel áspera a quien en su casa llamaban el lobo estepario; su mujer, a la cual no le gustaba tratar con nadie, y sus hijos, Felipe y José Luis, sus vecinos, quienes durante años se convirtieron en sus más adictos compañeros de juegos. En un rincón, a la entrada de la iglesia, se hallaba, y eso como una mera deferencia a su familia, pues ella no acostumbraba ir a misa, Lorenza Compton, aquella muchacha que tanto había cambiado desde la muerte de su padre.
Cuando piensa en esa época, le parece que siempre estuvieron al lado de los Gallardo. Pero de pronto recuerda que durante los dos primeros viajes que hizo al ingenio, el chalet vecino a la casa de su tía Emma estaba vacío. Rememora una casa sombría en mal estado y un mínimo y descuidado jardín.
Es posible que todo ello no sea sino producto de la imaginación, que se deje influir por los acontecimientos que ocurrieron más tarde y que sean ellos los que tiñan su imagen del lugar. No le cabe duda de que en el último año (había entrado ya en la secundaria y fue la última vez que la familia se reunió en casa de su tía para celebrar la Navidad) los Gallardo ya no fueron al ingenio. Es posible que la imagen lúgubre de un chalet deshabitado en medio de un jardín enmarañado corresponda a la realidad de las primeras vacaciones, cuando los Gallardo aún no llegaban al ingenio.
Él y su hermana aparecían siempre en el lugar antes que los Gallardo; apenas terminadas las clases su abuela los acompañaba al ingenio, sin esperar a sus padres que llegarían mucho después, como los Gallardo, quienes se presentaban en vísperas de la Navidad, para, a diferencia de sus padres que sólo pasaban allí las fiestas, quedarse hasta finales de enero. Había veces en que Felipe y José Luis ni siquiera pasaban la Navidad en el ingenio. Recuerda una noche memorable, aquella donde por primera vez le permitieron beber vino en la cena, y en que alguien, tal vez su madre, al asomarse al balcón y ver iluminadas las ventanas de la casa vecina comentó que habían sido poco generosos, que debían haber pensado en el pobre ingeniero. No era justo que aquel hombre pasara solo la Nochebuena, seguramente bebiendo, ¿pues qué otra cosa podía hacer a esa hora? Su tío comentó que no tenía caso invitarlo; les hubiera respondido con una aspereza, era el hombre más antisocial que había conocido, un verdadero lobo estepario. El comentario debió haber sido hecho con mucha anticipación a la historia que se proponía narrar. Esa noche pasaron a última hora por su casa todos los hermanos Compton, incluida Lorenza, quien a la muerte de su padre y por un breve período, se acercó mucho a sus tíos.
Al autor en Roma, igual que a su protagonista, le ocurre concebirse por momentos como un personaje dividido por lealtades muy diferentes que no le hacen sentirse del todo a gusto en los varios mundos que frecuenta, y que dando en apariencia la sensación de que en ellos se mueve como un pez en el agua tiene intermitentemente la certidumbre de que sí, que es cierto, pero que se trata de un agua equivocada, no la de la pecera o el río que le corresponden. Es consciente de que el relato trata de evadirse antes de siquiera permitirle una aproximación a la historia que pretende contar. Apenas se ha referido a Lorenza, al lobo estepario, nada ha dicho aún de su esposa, ni de los chinos o del villano Valverde fuera de simples menciones de paso. Lo que trata de decir, para explicar por qué se intensificó su amistad con los Gallardo, y de ahí la reflexión sobre su ambivalente situación entre Roma y su país, es que su infantil protagonista, por un proceso indefinido y subterráneo, se fue convirtiendo cada año más en un niño urbano que veía en el ingenio un lugar exótico y divertido, totalmente distinto a como lo podían concebir los chicos que allí vivían. De pronto se descubrió dife...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Créditos
  4. Índice
  5. I
  6. II
  7. III
  8. IV
  9. V
  10. VI
  11. VII
  12. Sobre el autor