Estos son los días
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Estos son los días

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Estos son los días

Descripción del libro

Niñas de apariencia inocente que en realidad son asesinas seriales, personajes que se rebelan en contra de su creador, mujeres adictas a raros objetos que extraen de ellas personalidades desconocidas o jovencitas que emprenden viajes a países desaparecidos hacen de {Éstos son los días} un libro que nos interna en un universo donde la fantasía y la realidad se dan la mano hasta borrar sus diferencias, demostrándonos que lo insólito forma parte de nuestra vida cotidiana aunque nos neguemos a admitirlo.

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Información

Editorial
Ediciones Era
Año
2014
ISBN del libro electrónico
9786074451139
SHANTÉ
These are the days my friends
and these are the days, my friends
.
Christopher Knowles1
Los habitantes de Ficticia somos realistas.
Juan José Arreola
[…] reviendrot toujours, tant que nous durerons
et tant que durera cette terre de malheur
.
Jean Ray2
¿Cómo será esto, mi Dios,
que yo creo en Vos,
y aunque creo lo que veo
no veo todo lo que creo?
Sor Juana Inés de la Cruz
1 Éstos son los días amigos / y éstos son los días, amigos.
2 […] volverán siempre, mientras nosotros duremos y dure esta tierra de desgracia.
Yet come to me in dreams, that I may live
my very life again
.
Christina Rossetti
1
Una fantasía: está desnuda, tendida en la penumbra, con los ojos cerrados. Espera. La persona a quien espera ya está allí, aunque no pueda verla. No importa. La ha imaginado antes, muchas veces…
Una mano firme, tibia, tocará uno de sus pechos, de pronto: sin aviso, muy suavemente. Cuando ella lo advierta, la palma y los dedos, juguetones, ya se habrán retirado. Tras una pausa, vendrá un roce en su hombro, en una mejilla, y un beso en su vientre: el contacto de unos labios anchos y cálidos. Luego, otro beso, justo bajo el ombligo; luego, otro más, muy lento.
Pero hoy lunes, que está tan angustiada, que Elena no va a llegar, Beatriz tarda mucho en responder:
–¿Ya la despidió?
El ingeniero Mendiola se demora también, pero sólo para acomodarse mejor en el sillón, tras su escritorio de caoba.
–Desde hoy como a las nueve –dice–. Son varias cosas. Más que nada está la cuestión de su desempeño, que usted lo ha visto, Bety. Ya sé que le tiene mucha estimación a la ingeniera, pero no sólo está dejando que desear en cuanto a calidad…
Ella trabaja más que tú, piensa Beatriz. No lo dice.
–… sino que además –sigue el ingeniero– también está la mala imagen que proyecta. Le voy a ser sincero. Usted no me va a dejar mentir. Todo el día están viniendo a la empresa muchos clientes y gente importante, y usted ve la cara que ponen cada vez que la ingeniera Ely, que ya está grandecita y que se supone tiene un puesto de responsabilidad, se levanta al baño, se queda diez minutos y luego regresa… Usted ha visto la cara que trae cuando regresa.
También se levanta Fernández, piensa Beatriz, y él regresa haciendo ruidos con la nariz.
–Y encima está la muchachita esa, que todo el tiempo está de arriba para abajo por la oficina…
–¿Cuál?
El ingeniero se queda mirándola. Menea la cabeza y dice:
–Bety, ni a usted le voy a creer que no la haya visto. Además, todo el día está aquí. Una morenaza, gorda, que siempre trae los mismos jeans.
–¿Quién es? –miente Beatriz.
Pero el ingeniero la mira otra vez como hace un momento y, después de hablar un rato de calidad total, la misión de la empresa y la misión de cada quién, el atreverse a ser mejores cada día, le explica: la llamó porque desea encargarle varios pendientes de los que, dadas las circunstancias, ha dejado Elena.
–Mientras encontramos algún sustituto voy a confiar en usted –le dice–. Es posible que vayamos a recortar la plaza de la ingeniera, así que a lo mejor tendrá que encargarse de todo eso ya de fijo, pero mientras es temporal. De todos modos es muy sencillo.
Al salir de la oficina del ingeniero, Beatriz llama al departamento de Elena. Nadie contesta.
A la hora de comer, ya ha llamado otras tres o cuatro veces. Al salir de la fonda en la que come, busca un teléfono público. De regreso en la oficina, vuelve a llamar. Sigue sin haber nadie.
Después de una hora de abrir y cerrar archivos en su computadora, sentarse y levantarse, ir y volver a la ventana, tomar agua y café, se pone a preguntar a los demás. Nadie sabe nada de Elena. En Recursos Humanos le dicen tan sólo que Elena ya recibió su liquidación. Fernández, al llegar su turno, le pregunta:
–¿No la iban a correr?
–¿Y tú cómo sabes? –pregunta Beatriz.
–Lo dijo el ingeniero en la comida del otro día.
–¿A qué horas?
–Cuando nos pasamos del restaurante al bar. Ya se habían ido ustedes dos… Pero ella ya lo veía venir, ¿no? ¿Nunca te dijo nada? ¿Ni así en corto? ¿O su amiga la gorda esa?
–¿Cuál amiga? –vuelve a mentir Beatriz.
Y él sonríe al responder: –Bueno, para como anda la inge, esas cosas ya ni le han de interesar, ¿verdad? Puro viaje astral.
Cerca de las cinco, cuando todavía falta otra hora, Beatriz está mirando el reloj cada pocos minutos.
A las cinco y media, la señora Meche, la de los archivos, va hasta su lugar, le hace plática y, cuando Beatriz se niega a hablar de Elena, dice:
–Bety, a la hija de una amiga mía así le pasó. Estaba en la universidad y un día se paró y se fue.
–Me va a perdonar, doña Meche –dice Beatriz, y siente rabia, porque cuando preguntó tampoco la señora Meche sabía nada. Se pone de pie–, yo no conozco a su, su amiga, o la hija de su amiga, pero a mí me parece que Ely, que la ingeniera…
Toma su bolso y lo abre para guardar sus cosas. Cuando va a meter su lápiz de labios, vacila. –¿Sabe qué? Sí estoy un poco preocupada. Voy a ir a verla.
–Falta media hora.
–Dígale al ingeniero…
–¿Por qué no te esperas a las seis? Ya no falta nada.
–Doña Meche, ¿usted nunca se ha quedado sin trabajo?
–Sí, y más de una vez –dice la señora, muy seria–. ¿Qué te pasa? Ya sé que…, ya sé que la aprecias mucho, ¿no?, y todo…
Beatriz se queda mirándola.
–Nada más te digo una cosa –continúa la señora–: que no te busques problemas. Haz de tu vida un papalote, si quieres, pero no seas tonta. Ya ves cómo es el ingeniero. Mira, no siempre es verdad, pero a lo mejor con ella sí, a lo mejor hasta tiene modo…, una tía…
–¿Cómo?
–¿No te acuerdas de lo de la tía, lo que dijo el ingeniero en la comida?
A las seis y pocos minutos, cuando el elevador llega a la planta baja, Beatriz piensa que ella tampoco sabe bien qué le pasa, y que Elena debe estar en su departamento, muy tranquila y sin ganas de contestar el teléfono. O en un café, o viendo una película en un cine. Puede haber salido, también, a buscar otro trabajo, o a cualquier otra cosa.
Sale del edificio y levanta el brazo para detener un taxi. Tal vez no debería estar tan nerviosa, pero sabe bien por qué Elena se levanta al baño con tanta frecuencia.
El taxista pregunta: –Adónde.
Ella le dice. El taxista asiente y ella sube. –Vámonos, señito –dice el taxista, y el semáforo cambia a rojo.
Mientras esperan, Beatriz revisa su monedero, ve que sí podrá pagar el viaje, y luego, para distraerse, mira por la ventanilla. Atardece: desde hace mucho no sale tan temprano, y le llaman la atención los rostros cansados, ausentes, fastidiados de la gente en las banquetas. De repente, descubre a tres mujeres que van muy juntas: una joven, f laca y desgarbada, con un suéter enorme de color rosa, las piernas desnudas y sandalias; otra de unos treinta y tantos, con la cabeza rapada y sin cejas, vestida toda de negro, y otra mucho mayor, con la cara arrugada, una larga cabellera, una blusa blanca y una falda de volantes de muchos colores. Ninguna de las tres parece con ganas de ir a ningún lado; conversan en voz alta, aunque Beatriz no puede distinguir las palabras, y ríen con frecuencia. La gente que pasa a su alrededor las evita.
–¿De qué se ríen las locas esas? –pregunta el taxista.
A lo largo del viaje, Beatriz ve a muchas otras mujeres de aspecto estrafalario, de todas las edades, en actitudes igualmente extrañas: dos que parecen gemelas, vestidas con gruesos abrigos, observan a un par de golondrinas posadas en un cable; otra, delgada y con un vestido de gasa, hace cabriolas en un parque; cuatro más, muy jóvenes y vestidas de negro, van colgadas de la parte trasera de un camión y arrojan volantes, o al menos papel de colores, a la gente que pasa.
–Yo la verdad no entiendo –dice el taxista.
Beatriz va a responder cuando ve, en una esquina, a otra. Sentada en la banqueta, parece dormir, aunque puede verse que tiene los puños apretados (los brazos le tiemblan). La gente pasa sin detenerse; algunos deben dar una zancada para no pisarla. Las ropas de la mujer están sucias, con grandes manchas grises de polvo y mugre, como si llevara un largo rato allí.
–Y estas otras, también. ¿Se ha fijado que ahora están por todos lados? Yo digo, ¿no tendrán en dónde vivir siendo que tienen para pagar las cosas que se meten? Porque ya ve, según son de las que son adictas a…
–Aquí a la derecha.
Mientras el coche da la vuelta, Beatriz alcanza a ver a una muchacha que aparece junto a la mujer sentada, se inclina ante ella, la abraza. La muchacha viste un uniforme escolar completamente blanco, desde los moños en el cabello hasta la falda corta y los zapatos.
2
Beatriz paga, cierra la puerta del taxi y camina hasta la entrada del edificio. Toca un timbre, espera, y se siente aliviada cuando escucha el zumbador y puede abrir la puerta. Beatriz entra en el edificio y sube las escaleras.
Elena la espera en el rellano. Se ve muy pequeña: trae un camisón que cuelga de sus hombros y apenas permite adivinar el torso delgado, la cintura estrecha, las piernas. Una sonrisa se diluye en sus labios delgados. Trae la cara lavada, y suelto el pelo, lacio y pintado de castaño (las raíces se ven).
–Hola –dice Elena–. ¿Qué te pasa, estás bien?
Por primera vez, hasta donde Beatriz recuerda, aparenta su edad: dos líneas f lanquean su boca y tiene arrugas alrededor de los ojos. Se ve cansada y encogida. Pero Beatriz descubre que la esperaba aún peor, más pálida, con grandes ojeras; tal vez (aunque su problema es otro) con los brazos llenos de picaduras, con sangre en la nariz.
–Ah –dice Elena–. Ya sé qué me vas a decir.
–Vine hasta ahorita –responde Beatriz– porque apenas me dijo Mendiola…
–¿Cómo viste que el Mierdola me dio vacaciones?
–¿Qué?
–Bueno, me corrió. Pero al menos, no le quedó otra que darme mi liquidación –la sonrisa de Elena se reanima–. Si fuera por ese cabrón, nos cobraría por ir a trabajar…
Entran en el departamento y Elena cierra la puerta.
–¿Estás bien tú? –pregunta Beatriz– ¿Cómo estás? ¿Qué pasó, por qué no llamaste?
Elena camina hasta la sala y se sienta en un sillón. Beatriz se sienta junto a ella. –Yo estoy bien –dice Elena, que ha puesto cara de preocupación–. ¿Tú? Te ves nerviosa.
–Es que te hablé varias veces.
–¿Nadie te contestó?
–¿Tienes, tienes visitas, esperas a alguien? –Beatriz mira a un lado y al otro–. ¿O qué?
–No, bueno… Oye, pero de veras, ¿estás bien? ¿Por qué siempre estás tan angustiada?
–Tú estás muy tranquila, ¿verdad?
Beatriz se sorprende al escuchar su pregunta: sin querer, se da cuenta, le ha salido un reproche.
–Tú eras quien me lo decía, ¿no? Que era adicta al trabajo, que no estaba bien matarse…
Beatriz asiente. –Ahora ya tengo como medio año libre. Y no sabes qué gusto me va a dar no volver a ver al pendejo ese del Fernández…
–Pero no te vas a pasar aquí encerrada el medio año, ni nada por el estilo, ¿verdad?
–¿Qué?
Beatriz piensa en una película que vio hace poco; Jennifer Connelly salía de adicta, y el final era espantoso. Esa noche tuvo una pesadilla, de la que consiguió olvidar casi todo, pero en la que alguien repetía que lo mejor es una muerte rápida. Al despertar siguió escuchando las palabras, aterrada, hasta que descubrió que eran el rechinido de uno de los batientes de su ventana, mal cerrado y movido por el viento. El sonido, al entrar en el sueño, se había transformado.
–Ely, no me digas que no sabes de qué te estoy hablando. Además ya todo el mundo lo sabe.
En la misma película, había una señora a la que su hijo le robaba para ir y comprar su…
–¿Por eso estás tan preocupada? –pregunta Elena.
Beatriz mira de reojo los cuadros sin colgar, los sillones todavía envueltos en el plástico de la mueblería, la televisión con la etiqueta en la pantalla. Todo está como siempre. Parecería que Elena sólo ha regresado a cenar de prisa y acostarse, como es su costumbre. Siente un ligero alivio hasta que la oye decir:
–Ahora, antes de que digas otra cosa: no te llamé porque no pude. Estaba…, ya sabes lo que estaba haciendo. Y sí, tengo la idea de pasarme el medio año o el tiempo que pueda…, así, igual. ¿Sí?
Beatriz se queda callada por un momento.
Luego dice: –Haciendo eso.
–Sí.
–Te vas a quedar –sigue Beatriz– en la cama todo el tiempo, así como…
–No, Beatriz, no seas bruta. Alguna vez me tendré que parar al baño. ¿No? A comer.
–¿Y luego?
Elena se queda mirándola en silencio.
–¿Luego qué? –dice al fin–. Ah, ¿luego qué voy a hacer? ¿Luego del medio año? No sé. No me veas así: ya estoy grandecita.
Comienza a frotarse las manos. Lo hace poco y (según ha visto Beatriz) sólo cuando no sabe qué decir.
–No lo he decidido. No te voy a decir que no me preocupa.
–Van a ser como vacaciones –dice Beatriz, y casi al mismo tiempo:
–Una siempre llega a pensar en aventarse y dejarlo todo, pero…
–¿Aventarte a qué?
Elena aparta la mirada de los ojos de Beatriz.
–¿Ely?
En otra película que vio, Jennifer Jason Leigh y otro actor eran una pareja de adictos; estaban en un callejón, o en algún sitio vacío y muy oscuro, y mientras se hablaban de amor se repartían unas pastillas.
–¿Qué dijiste? ¿A qué te vas a aventar?
–¿Te acuerdas de lo de la tía, lo que decía Mendiola de la tía rica? ¿La otra vez, en su discurso imbécil de costumbre? Ven.
Elena se para y va hacia la recámara. Beatriz la sigue. Es la primera vez que entra en este cuarto; mientras observa que también aquí hay cuadros sin colgar recargados en las paredes, y que hay un librero vacío en la pared del fondo, junto al tocador, Elena se pone a alisar las sábanas de la cama; toma una almohada y la cambia de sitio; se inclina.
–¿Te acuerdas –pregunta Elena– o no?
Beatriz se siente irritada al ver que Elena hace cuanto puede por darle la espalda. –¿Quieres que me vaya? –dice– ¿Segura que no esperas a nadie?
Pero, mientras Elena continúa inclinada sobre la cama, le parece estar viendo a una anciana, enferma, a la que cada movimiento le cuesta.
–No, Beatriz –la escucha decir–, no te vayas. No espero a nadie. Ven. Siéntate. Por favor.
Las dos se sientan, una al lado de la otra, en la cama.
–Mira, me vas a regañar, me vas a decir que soy una idiota, pero… –se interrumpe–. Te va a sonar absurdo.
Levanta las manos, abre y cierra los dedos, vuelve a bajarlas.
–Tranquila –dice Beatriz, mientras Elena vuelve a levantar las manos para cubri...

Índice

  1. Cubrir
  2. Título
  3. Derechos de autor
  4. Índice
  5. Dedicatoria
  6. Principios
  7. Shanté
  8. Conejo
  9. Camas de Horacio Kustos
  10. El tesoro
  11. Se ha perdido una niña
  12. Finales
  13. Epílogo