Elsinore
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Elsinore

Un cuaderno

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Elsinore

Un cuaderno

Descripción del libro

En Elsinore: Un cuaderno el autor narra su estancia en una escuela militar de California al acabar la Segunda Guerra Mundial. Memoria y ensoñación se entretejen para construir una Bildungsroman –o novela de formación– sobre el despertar sexual del muy joven protagonista y a la vez un emocionante relato de aventuras. Elizondo retrata un abanico de contrastes: el mundo adulto y la adolescencia, el inglés y el español, los braceros y los blancos estadounidenses, las calles de la ciudad y el encierro del internado, el drama y el humor. Como apuntó Octavio Paz en una carta al autor, se trata de "un libro breve y perfecto [en el que] se alían la ligereza y la inteligencia, la gracia y la melancolía […], todo transformado en una prosa fluida, transparente. Milagro de la economía verbal: no sobra ni falta nada".

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Información

Editorial
Ediciones Era
Año
2020
ISBN del libro electrónico
9786074455793

I

Estoy soñando que escribo este relato. Las imágenes se suceden y giran a mi alrededor en un torbellino vertiginoso. Me veo escribiendo en el cuaderno como si estuviera encerrado en un paréntesis dentro del sueño, en el centro inmóvil de un vórtice de figuras que me son a la vez familiares y desconocidas, que emergen de la niebla, se manifiestan un instante, circulan, hablan, gesticulan, luego se quedan quietas como fotografías, antes de perderse en el abismo de la noche, abrumadas por la avalancha de olvido, y sumirse en la quietud inquietante de las aguas del lago. Las palabras que escucho mientras sueño que escribo parecen venir de un más allá, desde una vigilia remota en el tiempo y en el espacio, y aunque las oigo con claridad no las entiendo, como si estuvieran dichas en una lengua vestigial o ya olvidada. Todo está inscrito en la brumosa lejanía del olvido y los seres y las cosas aparecen envueltos en esa lentitud de lo que apenas empieza a ser recordado, de lo que acaba de despertar a la vida renovada de la memoria. Sobre la página del cuaderno en que escribo el sueño proyecta, difusas e imprecisas, las imágenes que guardan todavía el torpor y la laxitud de su propio sueño de olvido. Me veo llegar por primera vez a esa ciudad en compañía de mi padre, a quien sus calles y sus gentes le son familiares y acostumbradas. El aeropuerto estaba repleto de soldados y marineros, sanos y heridos. Las wacs y las enfermeras iban y venían afanosas por las inmensas salas de espera. Las paredes estaban tapizadas con avisos y carteles de propaganda entre los que, por su profusión y notoriedad, me llamó poderosamente la atención uno que representaba a un hombrecillo pálido y sañudo, de ojos claros con lentes de bordes esmerilados y gruesos arillos de carey. De los lívidos y apretados labios le salía una boquilla de ámbar con un cigarrillo recién encendido cuya lumbre rozaba casi el filo del ala caída de su sombrero de fieltro. Llevaba el cuello de su trench coat subido hasta las orejas. Atrás se vislumbraba no recuerdo bien si un tramo del Golden Gate con la bahía de San Francisco al fondo o el skyline de New York con la Estatua de la Libertad al frente. El hombrecillo estaba en actitud de escuchar atenta pero displicente y solapadamente lo que se decía a su alrededor. BE CAREFUL...!, decía el cartel con grandes letras en la parte superior, y abajo... HE MIGHT BE LISTENING! ¿Quién es ése del sombrero?, le pregunté a mi papá. Goebbels, me contestó maliciosamente. Pasaríamos unos días juntos antes de que yo fuera a casa de mis tíos a hacer los preparativos para la entrada a la escuela. Nos quedamos en el Biltmore. Se alojaban allí los oficiales que venían con licencia de la guerra en el Pacífico. Sus maletas de lona se apilaban en el lobby. Cuando abrimos las nuestras mi padre se dio cuenta de que no llevaba pañuelos. Se ve que no saben hacer su maleta, pensé. Era temprano. Bajamos a la tienda de Gus S. May que estaba en la planta baja del hotel, sobre la calle Olive a un lado de la puerta principal. Compró una docena de los más finos y para mí una billetera de cuero de cochino con compartimento secreto y las esquinas de plata. En el compartimento puso un billete doblado en ocho. Por si alguna vez tienes mucha urgencia de dinero, dijo, pero era tan secreto y tan difícil de desentrañar que durante muchos meses me olvidé de ello. Reveo en el sueño los restaurants y las tiendas a donde fuimos, los personajes que me señalaba: la imponente masa acromegálica de Primo Carnera, sentado en una mesa contigua a la nuestra en el Mike Lyman’s, a las estrellas famosas que bailaban, cantaban o decían chistes en el tablado que el USO había erigido en el centro de Pershing Square y que podíamos ver desde nuestro cuarto. Un día antes de su regreso lo acompañé a Hollywood a sus negocios. Comimos en Lawry’s con sus amigos. Luego fuimos de compras y entramos un rato en un newsreel theater. Anochecía tarde en esa época del año. Cuando regresamos al Downtown vimos en el camino muchos heridos que reposaban, convalecientes, al sol de la tarde, tendidos en sus camillas o inmóviles en sus sillas de ruedas y cubiertos de horribles escayolas y accesorios médicos, sobre el césped del front lawn, rodeados de sus padres, de sus mujeres, de sus hijos pequeños o de sus enfermeras. Muchas casas ostentaban en la vidriera de la puerta principal o en alguna de las ventanas de la fachada pendones de seda blanca con flecos dorados y con estrellas; estrellas plateadas para los hombres que estaban en el frente; estrellas doradas para los que ya habían caído. Se formaban todas las combinaciones hasta de cinco: una dorada y tres plateadas, una plateada y una dorada, dos plateadas, tres doradas y dos plateadas, una afortunada estrella plateada..., tres terribles doradas. Cenamos chili con carne en la cafetería del Biltmore y cuando me metí a la cama y pensé en lo que había visto, por primera vez me di cuenta de que de veras vivía yo en un país en guerra. Al día siguiente, camino al aeropuerto, mi padre me dejó en casa de mis tíos. Estaba sobre la colina donde acababa la Calle Quinta. Ostentaba en la puerta principal, detrás de la vidriera, un pendón con una sola estrella dorada. Para evitarse una visita penosa, era la hermana mayor de mi madre, mi tía salió a recibirme a las escalerillas del porch de la entrada. Mi papá bajó del coche, se saludaron afablemente, pero con cierta frialdad. Era, a pesar de su edad y de su pena, una mujer hermosa y jovial. Muy alta y bien plantada; muy blanca, de grandes ojos negros y pelo castaño un poco encanecido en las sienes. Tenía un cuerpo a la vez sensual e ideal. Años después oí decir de ella, en inglés, really fit for the wares she sells! Era desde hacía mucho tiempo Head de Ladies’ Fine Lingerie en una tienda muy elegante del Downtown. El luto le sentaba divinamente, como a casi todas las mujeres. Había tomado unos días off para ayudarme a preparar mi ingreso en la escuela. Ocuparía yo una de las habitaciones de abajo. Un día me dio permiso de subir a ver el cuarto de mi primo. Estaba en el ático y tenía el techo inclinado. Parecía que acabara de salir su dueño, aunque todo estaba en orden perfecto. En las paredes había fotografías, algunas de grupo, otras de parientes, una de una muchacha de sweater Love, Laverne, un banderín deportivo Westlake High; de la alfarda colgaba el modelo a escala de un biplano Jenny. Al fondo había una ventana. Me asomé a ella. Daba al oriente y desde allí se podía ver el panorama de todo el Downtown y dirigiendo la vista un poco hacia el norte se alcanzaba a divisar la enorme torre blanca del City Hall con su remate de cobre verdizo. Junto a la ventana había un escritorio; sobre una cubierta de terciopelo azul había un portarretratos con la fotografía de mi primo en uniforme, sus medallas y trofeos, insignias alemanas, una daga de las SS. Tuve entonces por primera vez una sensación que luego se ha repetido a lo largo de mi vida y que no sé si es debida a una facultad común a toda la gente o propia de un efecto fotográfico mágico: la de saber, con sólo ver su fotografía, si el modelo está vivo o muerto. Se veía luego que Laverne estaba viva y que mi primo estaba muerto. Mis tíos habían conseguido unos cupones extra para gasolina, que estaba estrictamente racionada igual que los cigarrillos y, en su coche que nunca usaban, me llevarían a la escuela. Con mi tía al volante salimos temprano aquel domingo. Pasa como en un sueño dentro de otro sueño la carretera hacia levante. Queda atrás el inmenso gasómetro, las fábricas, los patios del ferrocarril, los interminables aledaños y los shantytowns que acusan los signos inconfundibles de una mexicanidad miserable y abyecta. Poco a poco el sueño frutícola de Luther Burbank va cobrando preeminencia en el paisaje y suplantando la endeble arquitectura doméstica urbana de light-frame. Hacia el mediodía llegamos al Knott’s Berry Farm, inmenso restaurant de pollo frito, donde nos paramos a comer. Ahora lo considero un presagio significativo. Después de visitar apresuradamente el Far West Village, con su horca, su banco, su cárcel, su saloon, seguimos nuestro camino entre hortalizas cuidadas por hombres rubios bronceados por el sol de California, enfundados en sus camisolas grises que dicen con grandes letras negras POW; más adelante otros hombres, morenos, tocados con sombreros me­xicanos de palma pero con iguales camisolas se afanan entre los viñedos. Alemanes e italianos que han recorrido el largo trayecto de la guerra desde el desierto de Tobruk hasta el de Mojave. Hacia las tres de la tarde llegamos a nuestro destino, punto final de una tortuosa y estrecha carretera condal: Lake Elsinore. Más allá de las montañas que rodean el lago, decían –no a ciencia cierta, claro– que no había más que el desierto y el misterio. Una leyenda paradisiaca penetraría la imaginación y el sueño, se prolongaría a lo largo de los meses y de los años en otro sueño y éste a su vez se mezclaría con otros y así sucesivamente hasta que la vida entera quedaba rodeada de sueños, aprisionando en su centro un sueño único que ahora que lo estoy soñando otra vez por escrito los abarca a todos y en el que todos se confunden en una sola imagen: la del Deseo. Fuera del sueño, sobre el mapa, el Lago Elsinore se extendía de este a oeste a lo largo de unas seis o siete millas, pero su anchura mayor no era de más de una. Estas proporciones lo hacían ideal para pista de carreras de lanchas de alta velocidad. El lugar había tenido su apogeo al final de los años veinte. Los noticieros de la época abundan en bellas bañistas que presencian las carreras de lanchas. Elsinore era la sede veraniega de Aimée Semple McPherson, fundadora de una religión entusiasta, y los newsreels la mostraban cruzando a nado el lago desde la playa junto a la iglesia hasta el embarcadero del Southern California Automobile Club, en la otra ribera. Sobre todos estos recuerdos presidí...

Índice

  1. I
  2. II
  3. III
  4. IV
  5. V