El principe mexicano
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El principe mexicano

Subalternidad, historia y Estado

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El principe mexicano

Subalternidad, historia y Estado

Descripción del libro

El título remite a la lectura gramsciana de {El Príncipe} de Maquiavelo como un tratado del arte de la política tendiente a la creación de una creencia colectiva, una nueva visión del mundo, capaz de impulsar la realización de esa gran empresa histórica que es la construcción de un Estado. Lo que aquí se propone es definir el ser del Estado mexicano como el del Príncipe que ha llegado a ser a través de las vicisitudes, persistencias y conflictos de la historia mexicana.

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Información

Editorial
Ediciones Era
Año
2013
ISBN del libro electrónico
9786074451689

1. Historia y comunidad estatal

Tan pronto como se expone este proceso activo de vida, la historia deja de ser una colección de hechos muertos o una acción imaginaria de sujetos imagínanos.
K. Marx
Antiguos y modernos distinguieron entre la historia natural, la que transcurre en el mundo físico y animal, y la historia humana, la construida por los propios hombres. Ésta, aun bajo la forma antigua del relato, alude a la actividad de seres humanos. Pero no de individuos abstractos, considerados aisladamente, sino de los seres humanos del modo como sólo pueden serlo: en sus relaciones1 Porque trata de seres humanos, y no de ángeles o de cosas, la historia remite a formas de reproducción de la vida. No de la existencia biológica o física, sino de reproducción social de vida humana: corporalidad viva y consciente de sujetos relacionados, con necesidades y valores, cultura y moralidad. Es ese proceso activo y relacional entre seres humanos, considerado espacial y temporalmente, lo que constituye eso que llamamos historia. Otra, a la que damos el mismo nombre, es la reconstrucción intelectual de aquel proceso y tiene sus propias reglas y condiciones de validez científica: ajustarse a lo realmente acontecido, comprobar la veracidad de las fuentes y de los testimonios, comprender antes que juzgar y establecer las conexiones entre las múltiples determinaciones que constituyen los hechos para poder explicar y no sólo narrar.
Esta última se reconstruye en el taller de quien la investiga, la piensa y la explica. La otra se realiza en las diversas dimensiones de actividad y relacionalidad humanas. Una de ellas, no la única ni la determinante, pero sin la cual tampoco podrían existir las demás porque se orienta a la satisfacción de necesidades, es la que se despliega en el mundo de la producción y del intercambio: es el ámbito de actividad y relación entre los seres humanos en tanto productores. Otra es la erótica, práctica intersubjetiva que involucra la corporalidad humana en los planos del deseo, del amor y del goce. Otra es la que relaciona a los individuos en tanto copartícipes de una forma organizada de su vida en común, de su vida pública (res publica): es la política, espacio relacional de los seres humanos en tanto ciudadanos. De esta última dimensión de la actividad humana, considerada en el terreno de la historia, se desprende la existencia del Estado.

El Estado: una forma de la vida social

Usualmente se asocia el Estado con los gobernantes o con el aparato estatal: órganos de la administración pública, instituciones gubernativas y legislativas, tribunales, policía, ejército. La representación cotidiana del Estado comprende muchas veces, incluso, su identificación con las sedes o espacios físicos que simbolizan el poder político: residencias presidenciales, recintos parlamentarios, tribunales, palacios de gobierno. Esta percepción del Estado como si fuera una cosa, una persona o un ente externo a la sociedad no es, sin embargo, sólo resultado de una ilusión óptica. La clave explicativa de la forma autonomizada y cosificada en que aparece cotidianamente lo que en realidad es un proceso social no está en la mente humana ni en una equivocada percepción sensorial. La explicación de este fenómeno está en un modo histórico de existencia y reproducción de la vida humana y, concretamente, en la forma que adopta un vínculo de dominación.
Conformada y difundida por el mundo entre los siglos XVI y XX, la forma-Estado reposa en el núcleo dinámico del capital, entendido éste no como una categoría económica, sino como un proceso de vida social global. El capital es una forma de estructuración y reproducción de la vida humana fundada en relaciones de dominación: lazos no simétricos creados desde el mando sobre la actividad vital, y no sólo productiva, de unos para la existencia y reproducción de la vida de todos. El Estado descansa en la disposición y subsunción de trabajo vivo—actividad vital, subjetividad, trabajo existente en el tiempo— para el proceso de valorización de valor. Se trata de un proceso cuyo soporte es una forma de dominación impersonal, que no requiere de coerción física directa y cuya peculiaridad —en contraste con otras formas históricas de dominación— consiste en realizarse ocultándose.
A diferencia de la esclavitud, que supone la posesión jurídicamente sancionada de una corporalidad ajena, y en contraste con las relaciones de vasallaje, recreadas en lazos de dependencia personal, el capital reposa en vínculos de dominación que no aparecen como tales. Se trata de un modo de dominación cuya magia reside, precisamente, en realizarse bajo la forma de relaciones de independencia personal establecidas voluntariamente entre individuos jurídicamente iguales. El capital es un vínculo de dominio-subordinación que, mediado por el intercambio mercantil entre sujetos privados, aparece (se manifiesta) en la superficie exactamente como su contrario: como lazos establecidos voluntariamente entre individuos libres e iguales. “Independencia personal fundada en la dependencia material de las cosas”, describió Marx en los Grundrisse esta forma histórica de la socialidad humana en que los individuos se relacionan no por lazos de sujeción personal, sino como individuos libres subordinados a procesos impersonales que, siendo creados en sus propias interacciones, son sin embargo vivenciados como si se tratara de objetos o poderes externos: dinero, mercancía, Estado.
La separación moderna entre economía y política, el desprendimiento de la esfera de lo político-estatal del mundo de las actividades privadas y la forma autonomizada y cosificada que adopta la relación estatal constituyen, justamente, momentos de esa mistificación inherente a la dominación del capital. Al igual que el dinero, una forma de relacionalidad social vivida cotidianamente como si se tratara de un objeto, el Estado es una forma de la vida social que aparece como si fuera una cosa o un poder externo a la sociedad. Estas “fantasmagorías” —como les llamó Marx— son constitutivas del proceso de reproducción de la dominación del capital.2
Aunque aparece encarnado en los gobernantes o —como la mercancía o el dinero—, bajo la forma cosificada de aparatos e instituciones, el Estado es una forma de las relaciones sociales: una configuración de la vida social que se crea y recrea cotidianamente en interacciones recíprocas entre individuos.3 El Estado no es una cosa ni una persona. Tampoco es una sustancia material: visible, cuantificable, medible, “tomable”. No es un fenómeno natural a ser constatado. No es un ente externo a la sociedad. El Estado es, más bien, un concepto que sintetiza en el pensamiento un proceso relacional entre seres humanos. Ese proceso activo, dinámico, fluido, cuya naturaleza Rudolf Smend trató de expresar hablando metafóricamente del Estado como “un plebiscito que se renueva cada día”.4
El Estado es el proceso de reconstitución, como comunidad, de la unidad de una sociedad internamente desgarrada por relaciones de dominio-subordinación. Es el permanente —y siempre inestable— proceso de unificación de seres humanos que, relacionados entre sí por lazos no simétricos, supera —al unificarlos— el potencial conflicto entre ellos, conservando la fragmentación interna de la sociedad cohesionada. Esa comunidad se desdobla internamente en una relación vertical de mando-obediencia entre los que dirigen y administran los asuntos públicos de la comunidad (gobernantes) y la propia comunidad (gobernados). Supone además —y esto distingue al Estado de otras asociaciones humanas— la existencia de una autoridad suprema colectivamente reconocida y el monopolio legítimo de la coerción física, de la imposición de penas y castigos.5
La idea del Estado como comunidad no alude a los lazos naturales y culturales implicados en la categoría “nación”: esa identidad colectiva construida desde la pertenencia de los hombres a un territorio y a una comunidad de creencias, tradiciones, costumbres y lengua. No refiere tampoco, por supuesto, a la idea mística de comunidad planteada en el discurso nacionalsocialista (Volksgemeinschaft). No se trata de una variante de las teorías organicistas del Estado: aquellas que, usando la metáfora del cuerpo humano, entendieron la asociación política como un cuerpo orgánico cuya unidad y armonía estaban garantizadas por la diferenciación funcional de los miembros de que estaba compuesto. Tampoco se ubica en las coordenadas del debate filosófico contemporáneo entre los liberales y los llamados “comunitaristas”.6
La idea de comunidad política es una noción que atraviesa toda la historia del pensamiento político, antiguo y moderno. Remite a aquello que los griegos entendían como koinonía politiké: una asociación humana no natural, que se construye artificialmente —por medios políticos— para unificar de manera perdurable a los hombres y ordenar jurídicamente su convivencia. Recuperada por la teoría política moderna —en sus distintas variantes—, la idea de comunidad política refiere a una asociación humana cuyos partícipes están unidos no por vínculos de parentesco o creencias compartidas, sino por la existencia de leyes comunes y la subordinación de todos al mando de una autoridad suprema. A esa situación jurídica de una asociación humana asentada en un territorio y cuya unión está sancionada por rituales y mitos comunes, los clásicos de la teoría política le otorgaron distintas denominaciones: polis, civitas, res publica, sociedad civil, Commonwealth o, para usar un término moderno acuñado en el siglo XVI, Estado.
Los clásicos se refirieron así —con distintos términos y desde diversas coordenadas históricas— a esa dimensión del proceso de reproducción social de la vida humana relativa a Ia política: la concerniente a las acciones orientadas a la construcción del ordenamiento normativo de la convivencia. Esta dimensión de la vida social fue contemplada no sólo como un ámbito distinto a la esfera de la producción material o a la vida familiar y doméstica, sino como la dimensión en que se expresaba la libertad exclusiva del mundo humano, es decir, la posibilidad de decidir sobre aquello que, a diferencia de las actividades orientadas a la satisfacción de necesidades o a la reproducción de la especie, estaba abierto a la voluntad y a lo imprevisto: el establecimiento, en el conflicto y en el acuerdo, de los principios y reglas concernientes al vivir-juntos.
Para los antiguos, esta dimensión política de la vida social era lo que distinguía a la socialidad humana de la gregariedad animal: la posibilidad de ordenación de la convivencia y de vinculación con los otros desde el reconocimiento recíproco en una comunidad política construida de común acuerdo y posibilitada por el lenguaje.
Entre los antiguos la política implicaba un nivel civilizatorio: que el ser humano había trascendido, sin abandonar, el mundo natural y los límites impuestos por la necesidad de reproducción de la vida física, para vivir en comunidad política.7 Ello no significaba que el ser humano se hubiera emancipado de las necesidades materiales inherentes a la reproducción de la vida: el ser humano necesitaba alimentarse, vestirse y protegerse, como necesitaba procrear para reproducir la especie. Pero estas funciones, compartidas con el mundo animal, tenían un significado humano sólo en comunidad política, es decir, en la construcción de un mundo normativamente ordenado que posibilitara la convivencia: nociones compartidas de lo bueno y de lo malo, de lo justo y de lo injusto porque, argumentaba Aristóteles, “en el caso de los hombres ‘convivir’ significa esto y no alimentarse en el mismo pasto, como en el caso de los ganados”.8
Ciertamente la irrupción de la sociedad moderna modificaría radicalmente la concepción acerca del origen y del sentido de la convivencia civil o política. El despliegue de la sociedad capitalista universalizó aquello que para los antiguos habría significado, justamente, la decadencia de una comunidad política: la producción orientada a la ganancia, la mercantilización de las actividades humanas, el repliegue de los ciudadanos hacia la vida privada y el abandono de los asuntos públicos, la subordinación del proceso de reproducción de la vida a la valorización de valor. En el plano de la teoría política esos cambios dejaron su impronta. Si bien algunas tradiciones del pensamiento político (como Hegel) intentaron recuperar la herencia griega tratando de conciliar el ideal de la polis con la nueva realidad del mundo moderno, la teoría política de la modernidad incluiría nuevas fundamentaciones acerca del origen del Estado y del sentido de la política.
Con el proyecto civilizatorio de la modernidad capitalista una nueva visión acerca del Estado y la política se abrió paso: la política empezaría a ser pensada como una técnica, ligada al cálculo y al saber gobernar, y el Estado dejó de ser pensado como realización de la libertad o como una asociación orientada al logro de una “vida buena”. Con el contractualismo liberal el Estado empezaría a ser fundamentado, en cambio, como un artificio: una situación constrictiva a la que debían someterse voluntariamente los hombres en aras de la conservación de su vida o de la garantía de sus derechos naturales privados. Y sin embargo, a pesar de su ruptura con los presupuestos del pensamiento antiguo, la teoría política de la modernidad no pudo tampoco prescindir de la idea del Estado —también llamado res publica, civitas, sociedad civil— como una asociación humana distinta al mero agregado de voluntades individuales y como una condición necesaria para la ordenación de la convivencia.9
Y es que, a pesar de la elevación del homo oeconomicus a deidad suprema, el nuevo proyecto civilizatorio de la modernidad capitalista no podía prescindir del momento de la dimensión normativa —y política— de la vida social.
La reproducción estable de un orden social no puede sostenerse exclusivamente en la circulación de mercancías o en los lazos impersonales del dinero. Requiere de un entramado normativo relativo a la vida en común y campo simbólico referencial de las interacciones humanas.10 Aun si fuera posible pensar el capital como un orden social dominado solamente por la racionalidad económica, su existencia sería impensable sin el momento estatal. Porque la socialidad abstracta mercantil-capitalista se funda en la constitución civil de los individuos (esto es, su determinación como sujetos de derecho: personas privadas), el metabolismo social del capital transita por la relación estatal: requiere de un entramado legal que sostenga la validez de los intercambios, las relaciones contractuales e, incluso, otorgue ese reconocimiento universal de lo que, sin la sanción del Estado, sería únicamente posesión: personalidad jurídica.
El orden social del capital no se autorreproduce desde una “mano invisible” del mercado ni desde el movimiento espontáneo del dinero. Porque es una determinada configuración de la vida social el capital requiere también de ese momento que irradia, que organiza, que da forma política —universal— a un modo de organización de las actividades humanas. En otras palabras, el momento del mando político: el que rige, el que manda, el que establece la ley común (universal, obligatoria y vinculante) y cuya transgresión está sancionada con la coerción física. Siendo invisible e impersonal, la dominación en que se funda el capital requiere del momento de la violencia legítima concentrada.
Como el concepto “capital”, que no refiere solamente a la producción o al mercado, sino a la unidad de procesos desplegados simultáneamente en la valorización de valor, el concepto “Estado” no alude a una interacción simple, sino a la unidad de un complejo de procesos.
Una de las dimensiones del proceso estatal es la relativa a la cohesión política de una sociedad dividida: la construcción de una comunidad estructurada desde el establecimiento de principios y reglas colectivamente aceptados que ordenan la convivencia; reglas cuyo acatamiento está garantizado por la amenaza latente del castigo y cuya infracción es sancionada con el uso de la coerción física. Este proceso, que cohesiona a dominadores y dominados conformando entre ellos una comunidad estatal, no resuelve ni borra los vínculos de dominación. Suspende provisionalmente la potencial irrupción del conflicto, enlazando a sus actores desde la existencia de reglas, rituales, creencias y mitos compartidos que, ordenando la convivencia, mantienen el desgarramiento interno de la sociedad cohesionada.11
El proceso de unificación de dominadores y dominados en comunidad estatal no es producto del arbitrio o de un engaño colectivo. Modos de ordenación de la convivencia humana, de unificación de los seres humanos en comunidad política, de regulación de la violencia y de gobierno y administración de los asuntos públicos han existido en la historia —desde un cierto nivel civilizatorio— bajo distintas formas: desde los grandes ord...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Créditos
  4. Índice
  5. El Príncipe enmascarado, por Adolfo Gilly
  6. Introducción
  7. 1. Historia y comunidad estatal
  8. 2. La tragedia del liberalismo
  9. 3. Socialidades y derechos
  10. 4. Las razones de la legitimidad
  11. 5. Subalternidad y hegemonía
  12. 6. El Príncipe mexicano
  13. 7. El Estado: proceso y figuras
  14. Epílogo. Una mutación epocal
  15. Bibliografía
  16. Sobre el Auhor
  17. Notas