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Descripción del libro
Santiago Santa Cruz, el Comandante Santiago, médico de profesión, relata su experiencia guerrillera en la Organización del Pueblo en Armas (ORPA) de Guatemala, y luego en el Frente Unitario de la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca (URNG), a partir de sus libretas de campaña y sus recuerdos personales. El resultado es una detallada historia político-militar del movimiento revolucionario en Guatemala de 1980 a 2001, fechas que abarcan su apogeo y su declive, desde el momento que sigue al triunfo de la Revolución sandinista en Nicaragua hasta la firma de los acuerdos de paz.
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Información
Editorial
Ediciones EraAño
2013ISBN del libro electrónico
97860744524191. Inherencias: los Santa Cruz/Mendoza
Corría el 26 de septiembre de 1980 y me encaminaba hacia el volcán Atitlán para dar inicio a mi experiencia como médico combatiente. El plan inicial, después de mi incorporación, era subir a la montaña un par de meses. Luego recibiría un curso de p reparación militar en Cuba, para posteriormente integrar un frente guerrillero, sin saber hasta cuándo.
La certeza que invadía en aquel entonces los círculos militantes indicaba que mi permanencia no debía ser muy prolongada. A mí me hablaron de meses, pero los años me demostraron lo contrario.
La euforia y efervescencia revolucionarias que se vivían en la región, y particularmente en el país, hacían que se escucharan con frecuencia las expresiones de que "el triunfo estaba cerca" y lo que haríamos "después del triunfo". Por desgracia, el tiempo se encargó de desmentirlas.
Guatemala anidaba una lucha guerrillera desde hacía veinte años y yo no había querido darme cuenta. Mucho menos considerar una participación militante.
Lejos estaba de imaginarme el significado de la plática que tuve conmi hermana Paty el 11 de septiembre de 1980, en nuestra casa de la 7a Avenida A 7-15, zona 2, frente al Hospital Latinoamericano, donde disfrutaba de mis primeras vacaciones laborales.
La Chinita me dio la infaltable charla sobre la situación del país, la imposibilidad de hacer una lucha política legal, abierta, y la necesidad de llevarla a cabo por la vía armada. No vacilé y le dije que estaba dispuesto a participar. En lenguaje conspirativo, diríamos que fue ella la que me "abordó e incorporó". La más distante, de la que nunca sospeché nada, fue quien me introdujo a otro mundo, a la época de los jóvenes ausentes que hicieron uso de oportunidades en el extranjero, como cobertura pertinente para su preparación bélica. Ella misma había ganado una "beca de estudios" con la que supuestamente se dirigió a Panamá ese mismo año, cuando en realidad estuvo en un campamento de entrenamiento en Cuba.
Una iniciativa así podía esperarla de mi hermano Rudy, de quien muchas veces imaginé que estaba participando, pero sin atreverme a preguntarle, a pesar de lo extraño que resultaba que siendo estudiante de ingeniería, me pidiera equipo de curación y primeros auxilios. En 1979, él también "se ganó una beca" para España. Luego me contó que su verdadero destino también fue Cuba, para recibir un curso de guerrilla urbana. En aquel tiempo no se contaba con la Nicaragua revolucionaria del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN), ni el Panamá del general Omar Torrijos para aproximarse al Caribe.
Quienes iban a entrenarse tenían que cubrir un largo itinerario, que contemplaba el viejo continente. Llegaban primero a un país de Europa occidental, para pasar a otro de la Europa oriental, donde las autoridades migratorias sabían que n o debían sellar los pasaportes. Eso requería increíbles redes de contactos orgánicos, recursos económicos y grandes muestras de solidaridad. Rudy, "Camilo", lo hizo por España y Checos-l ovaquia.
Yo también tuve que cumplir con este requisito desinformador, por lo que me vi obligado a articular, con extraordinaria rapidez, una cobertura coherente y creíble, que respaldara mi ausencia de Guatemala en menos de quince días.
Recordé que en mi práctica clínica de cuarto año, al rotar por el servicio de emergencia de la Cruz Roja Guatemalteca, conocí a un médico argentino, excepcional maestro de semiología, quien me ayudó a desarrollar de forma considerable mis habilidades diagnósticas. Nuestra relación rebasó lo profesional y llegamos a cultivar una linda amistad. Nunca hablamos de política, pero en cierta forma llegué a entender que se había visto forzado a salir de su país en momentos en los que se entronizaron las dictaduras militares en el cono sur.
En 1979, el doctor Eduardo Urtazún regresó a Argentina, y me propuso que fuera a estudiar neurología allá, ya que él tenía la posibilidad de relacionarme con los jefes de dicha especialidad en el hospital escuela de la Facultad de Medicina de la Universidad Nacional.
Estos fueron los hechos reales que fundamentaron una historia inventada. Así fue como a colegas, amigos y familia les notifiqué la buena nueva de que mis gestiones de preparación en el extranjero habían rendido frutos, y que me iba a Buenos Aires a convertirme en neurólogo, luego de un aviso apremiante que no daba tiempo para despedidas. En cuestión de días pesen té mi renuncia al médico jefe del departamento de medicina interna y arreglé con un amigo abogado la elaboración de una carta poder para que la menor de mis hermanas pudiera cobrar mi último cheque como médico residente, ya que la premura de tan venturoso viaje me lo impedía.
Todos creyeron que me había ido lejos, tan lejos como lo era el viajar a una bella ciudad del sur del continente cuyo nombre hablaba de aires y buenos; en ese momento no se imaginaron que iba a seguir estando muy cerca de ellos, en los mismos aire s de mi tierra, en un impensado volcán, que se convirtió en un símbolo para mí, en el que tuve que templar no sólo mis nervios, sino de igual forma, mi mente y mi corazón.
En ese momento, supe que la organización guerrillera a la que me iba a incorporar era la Organización del Pueblo en Armas (ORPA), de la que era comandante en jefe Gaspar Ilom. Sabía que existían otras organizaciones revolucionarias, fundamentalmente el Ejército Guerrillerode los Pobres (EGP), las Fuerzas Armadas Rebeldes (FAR) y el Partido Guatemalteco del Trabajo (PGT). A mí me dijeron que la nuestra era la mejor. Sin tener conciencia real de lo que ello significaba, me introduje en el universo de la lucha clandestina, con sus compartimentaciones y secretos. La guerra de guerrillas así lo demandaba, tanto en el campo como en la ciudad.
Me uní a una organización político-militar que surgió del reflujo y las diferencias que enfrentó el movimiento revolucionario a principios de la década del setenta. El Regional de Occidente de las FAR, escindido de éstas por diferencias estratégicas para desarrollar la lucha, se convirtió en el núcleo fundacional de este nuevo intento orgánico. Liderado por Gaspar Ilom, Luis Ixmatá y Marcos, rechazaron la superficialidad conceptual y la indiscriminada política de ajusticiamientos y "chipilineadas", que regía en ese momento en la región de la boca costa y costa de San Marcos. El planteamiento de la dirección de las FAR, de la que era comandante en jefe Pablo Monsanto, de abandonar la lucha guerrillera e integrarse al trabajo urbano de masas, su desacuerdo en integrar al "pueblo natural" a la guerra, provocó una ruptura irreconciliable y definitoria. Ocho años de preparación secreta y silenciosa, de 1971 a 1979, permitieron crear las condiciones militares y organizativas para iniciar acciones armadas el 18 de septiembre de 1979.
ORPA respaldaba la idea de considerar el marxismo-leninismo como un instrumento de análisis y no como un dogma; darle su lugar al pueblo maya como motor principal de la lucha; desarrollar la estrategia de la guerra popular prolongada; pe parar en la teoría y en la práctica a sus cuadros y militantes; instrumentar un programa formativo diverso que formara integralmente a sus incorporados. Todo ello debía conducir al triunfo y a la creación de una sociedad justa e igualitaria. Conceptos muy generales, ya que todavía no era el tiempo de las exigencias programáticas y las minuciosidades para gobernar. Pero eran planteamientos coherentes, y máxime viniendo de mis hermanos; los asimilé muy pronto
No me extraña mi ingenuidad, ya que nunca me había interesado la política. No formé parte de ningún movimiento estudiantil, jamás participé en marchas o manifestaciones de pro testa, ni proclamé ideas o ideales en actividad pública alguna.
Sin embargo, iba a una guerra.
Nací en Guatemala de la Asunción y buena parte de mi infancia transcurrió en una colonia de la zona 7, que en sus inicios se conoció como del "Carte ro", por ser los trabajadores de Correos sus originales beneficiarios, pero que después fue identificada como la colonia Centro América. Éste vino a ser el primer proyecto habitacional de casas en serie que se construía en lo que entonces eran las afueras de la capital. Por su lejanía y escasos centros de acopio, muchos de los primeros propietaríos pusieron en venta sus casas, diversificándose la población que la ocupó.
En la actualidad es fácil ubicarla, está a un costado del anillo periférico, a escasos minutos del centro, al que se llega a través de un alto y largo puente llamado El Incienso, que le ganó el pulso a uno de los más grandes barrancos que circundan el valle de la Ermita. Entonces era inimaginable que la ciudad de Guatemala pudiera llegar a tener la desmesurada y desordenada dimensión de ahora, con la proliferación de puentes, pasos a desnivel y calzadas.
A mediados del siglo XX, la ciudad era pequeña y la colonia estaba aislada, rodeada de ruinas mayas, fincas frutales, extensos campos y profundos barrancos. Los otros municipios del departamento de Guatemala quedaban distantes y mal comunicados. La configuración urbana actual, con varios poblados absorbidos por la metrópoli, era impensable.
Las antiguas edificaciones mayas eran las de Kaminal Juyú, al rededor de las cuales íbamos a jugar y a escalar en lo que considerábamos nuestro volcán: el Mongoy, que no era más que un insignificante montículo de quince metros de altura, en el que enterrábamos nuestros tesoros infantiles. A nuestra corta edad, lo concebíamos como una gran elevación y el centro de nuestras aventuras de escaladores.
Las fincas frutales de cítricos, duraznos y nísperos se remontaban a la época colonial, y junto con los tintes naturales, el añil y la cochinilla, fueron los principales productos agrícolas en esa región central en siglos pasados.
Nuestros recorridos con los amigos de la colonia para buscar frutas, cuyo cultivo seguía desafiando el paso del tiempo, requerían de una cuidadosa aproximación. Nos subíamos por las altas paredes de adobe que las resguardaban para llenar las bolsas de nuestros pantalones. Unas veces burque más tarde dieron origen a lábamos a los guardianes, otras, con machete en mano, nos amedrentaban para mantenernos alejados de tan apetitoso botín.
A principios de la década del sesenta, la ciudad comenzó a expandirse. Los caminos polvorientos y calles estrechas se convirtieron en importantes vías de tránsito, y las fincas y terrenos baldíos dieron cabida a muchos y variados proyectos de vivienda, industria, comercio y diversión. Así surgió un parcial anillo periférico, calzadas y lotificaciones que más tarde dieron origen a numerosas colonias, complementadas por asentamientos anárquicos y zonas marginales. De ser un barrio perdido en las afueras de la ciudad capital, la colonia Centro América pasó a formar parte de las habitadas cercanas a uno de los ejes económicos y comerciales más importantes en la actualidad.
Pero la esencia de la Centro América es más que eso para mí.
Allí transité mi infancia y tuve los primeros amigos, aventuras e iniciaciones. El lugar de los grandes espacios y libertades sin límite. De las primeras peleas, apodos, juegos de futbol y beisbol en el terreno baldío detrás de la casa; de los entretenimientos propios de la época y las alegrías inherentes a la condición de niño; de los dolores físicos por las múltiples fracturas (seis en tres años) y de los padecimientos interiores, al ser testigo de la separación tormentosa de mis padres; del daño que se ocasionaron entre ellos, del que nos hicieron, y el que se produjeron a través de nosotros.
Mi padre, Rodolfo Santa Cruz Morales, era violonchelista de la Orquesta Sinfónica Nacional, además de locutor. Mi madre, Zoila Carlota Mendoza, secretaria. Fuimos cuatro hermanos: Rodolfo Enrique (Rudy) el mayor, nació el 6 de noviembre de 1954; luego seguía yo. Después Patricia Eugenia (Paty), nacida el 5 de marzo de 1957 y Carlota Ileana, que era del 18 de julio de 1958. El Zurdo, el Negro, la China y la Colocha/Gorda, eran las formas habituales de trato entre nosotros y con los más allegados.
A nuestros padres se les acabó el amor luego de diez años de matrimonio, y sus impulsivas e irreflexivas reacciones ahondaron el daño y el dolor característicos de estas rupturas. Sin aviso previo, mi padre abandonó la casa llevándose a mis dos hermanas, mientras mi madre nos acompañaba a Rudy y a mí a la peluquería. Al regresar, vimos cuartos y roperos vacíos que evidenciaban su ausencia. Mi hermano y yo presenciamos la desgarradora reacción de nuestra madre. Sus lágrimas de indignación, rabia e impotencia invadieron el recinto.
Es sombrío cuando alguien es capaz de provocar mutilaciones sentimentales y ausencias físicas, trasladando sus odios a terceros, sin poder establecer los límites de un amor que se muere y otro que es posible preservar. Los hijos pueden llegar a tener buenos padres, sin que éstos necesariamente sigan siendo pareja. Quienes propician o avalan esos afectos truncados, los que se convierten en cómplices de las rupturas perversas, también tienen culpa y merecen condena.
Mi madre cedió ante su coraje para enfrentar la vida y tres intentos de suicidio lo confirman. El primero aconteció viviendo aún todos juntos; el segundo lo hizo estando sólo con los hijos y el tercero y definitivo, sin nadie, sin testigos ni auxilios posibles.
A raíz de la segunda tentativa de suicidio, nosotros nos vimos obligados a ir a vivir con mi padre y su segunda esposa, quien tenía cuatro hijos producto de su primer matrimonio y, además, velaba por sus padres. Fue un giro desdichado en nuestras vidas.
Cuando mi mamá salió del hospital y regresó a la casa se encontró sola, y nadie nos dijo que teníamos que ir a visitarla, ni se presentaron condiciones para ello; más bien nos lo prohibieron.
El 6 de noviembre de 1965, fecha en la que Rudy cumplía once años, ella esperaba verlo pero las circunstancias ya mencionadas lo impidieron. Le comentó a Guayo, su acompañante de vida, lo mucho que le entristecía la ausencia de sus hijos. A los dos días consiguió un revólver calibre 38 y se disparó en la sien.
Lo supimos posteriormente, sin que se nos dieran mayores detalles. Fue sepultada en una de las criptas colectivas del cementerio general, que nunca llegamos a conocer. Con el paso del tiempo y la falta de pago de las cuotas, sus restos fueron a parar a una fosa común. Desde entonces me convencí de la conveniencia de tener presentes a las personas amadas en vida y no obsesionarme por evidencias materiales, ni con rituales que me recordaran su paso por este mundo.
La determinación de mi madre de dejar de existir físicamente me hizo pensar que no todo acto de inmolación es una muestra de cobardía. Hay ocasiones en las que se afirma en asidero s más profundos y dignos. Cuando se cierran caminos, se agotan posibilidades y se rechazan humillaciones, puede ser una opción respetable y valiente.
Creo haber sido el clásico muchacho de colonia que creció en compañía de un grupo de amigos, con quienes se compartía el tiempo de estudios y ocio. De una extracción social que nos obligó a ser muy creativos con pocos recursos, fuimos capaces de crear condiciones para los juegos colectivos.
No existían instalaciones deportivas y acondicionamos el espacio de tierra semicircular que se encontraba detrás de nuestra Casa para ello. Si era béisbol, bateábamos con una tabla, a veces con un bate y algunos como yo que vivíamos fracturados, hasta con el yeso; pocos guantes, por lo regular pelotas de trapo, muchas de tenis y, ocasionalmente, las propias de dicho deporte. El campo y las almohadillas se marcaban con varas y piedras. Si era futbol, las porterías eran también de piedras, sin mayores indicaciones y con cualquier cosa redonda que tuviéramos. Ahí surgió, para mi hermano y para mí, uno de los primeros apodos de los que me acuerdo: los Muralla, ya que nos gustaba jugar de defensas y nadie nos pasaba.
Los retos del juego informal, con sus propias reglas y sanciones, pueden convertirse en una buena escuela de competición. Bien asimilados, construyen un espíritu de lucha acerado que, como puede comprobarse en otros momentos y facetas de la vida, preparan para mayores desafíos y permiten que éstos sean enfrentados con mayor audacia.
En este marco particular de desenvolvimiento, los niños y jóvenes se acostumbran a recibir no sólo afrentas físicas, sino también ofensas psicológicas. Si se toman a bien, dan confianza y seguridad; pero si se toman a mal, dan cabida a la vacilación y a la desconfianza. Es entonces cuando la pérdida de cualidades y habilidades llega a ensombrecer destinos.
Conviene agregar que por el desconocimiento y la inexperiencia infantil sobre la conducta humana, las provocaciones o señalamientos malintencionados, que pretenden demostrar que uno u otro es mejor, pueden más bien ocultar inseguridad, envidia y rencor. El temor de ser rebasados y superados, la maldad que emana de los complejos y la ignorancia, pueden llevar a muchos a conductas deshonestas.
Me tocó vivir en un medio competitivo y descalificador.
A los juegos colectivos antes mencionados, se agregaban otros que requerían mayor movilidad y habilidad en terrenos más reducidos. Armábamos "guerritas" con el "chiploc", un arma elaborada con dos piezas: los cilindros metálicos vacíos de los lapiceros y un alambre de su diámetro, mientras que la munición la obteníamos de los corazones del aguacate. Se taponeaban ambos extremos del pequeño tubo cilíndrico con dicha provisión y al empujar uno de éstos con el alambre, el otro era liberado con fuerza, debido a la presión aumentada en el vacío que se había creado entre ambos al momento del impulso de la acción mecánica. Corríamos mucho, teníamos que parapetarnos y necesitábamos buena puntería. El trompo de madera, el yoyo artesanal, el avioncito simulado, pintado en calles o aceras y jugado con cáscaras de banano; las canicas, con sus modalidades de juego en triángulo u hoyitos, completan la lista de los simples y entretenidos juegos de esa época.
La bicicleta era cosa aparte. Aprender a manejarla, guardar el equilibrio, sentir la velocidad y el aire en la cara, para luego tener la oportunidad de conocer nuevos y más distantes lugares, daba a este medio de locomoción un especial valor y una novedosa libertad. Tuve dos bicicletas y en ellas me fracturé un dedo y una clavícula.
No recuerdo haber tenido, durante los años de educación primaria la posibilidad de entrenarme formalmente en alguna disciplina deportiva. Todo fue aprendido de manera espontánea.
Llegué a ser un experto e imbatible jugador de canicas. De los diez a los doce años me contagié de la fiebre de practicarlo, tanto en la escuela como alrededor de mi casa y sus lugares colindantes. Recuerdo bien la primera vez que lo hice. Fue cerca de donde vivíamos, en una de las entonces aceras de tierra de la calle Martí, cercana a la décima avenida. Un conocido del barrio me ganó las pocas piezas que poseía y regresé llorando a la casa, con la incómoda y frustrante sensación de la derrota. A partir de ese día, me propuse aprender y dominar dicho juego, compré de nuevo las piezas iniciales y comencé a mejorar y a ganar. Conseguí dos recipientes metálicos cilíndricos que se llenaron por completo.
Los amigos y conocidos ya no querían jugar conmigo y más de algún disgusto tuve con ellos, incluidos algunos primos, que se molestaban por mi afortunada y certera puntería. Un querido amigo que reencontré años después, con quien estudié el sexto año en la misma escuela, me dijo que la imagen que yo presentaba en esa época era la de un muchacho con la uña del dedo pulgar derecho ennegrecida y las bolsas del pantalón llenas de canicas. Ciertamente, me había crecido una prominencia cutánea en la primera falange de dicho dedo, en el lugar que aprisionaba mi bola favorita.
En 1967 pertenecí a los Boys Scouts, Grupo 10, Patrulla Halcones. Allí encontré a quien, a temprana edad, fue uno de mis orientadores en la vida: Óscar Álvarez Cordero, "Coca", jefe de la patrulla, el primer guía de guías en Guatemala.
Me enseñó y aconsejó sobre muchos aspectos del escultismo, que reforzaran principios y modelaron mi proceder. Junto a su familia, se convirtió en un cálido refugio en momentos difíciles de mi niñez.
Luego de los primeros nueve años de infancia en la colonia Centro América, y a raíz de habernos ido a vivir con mi padre, habitamos en varios inmuebles rentados de distintas zonas de la capital, durante trece años.
La reconstrucción genealógica de mis ancestros se caracteriza por ser fragmentaria e incompleta, en particular por parte materna.
Respecto a mi madre, confieso que sé muy poco. Mis recuerdos comienzan apen...
Índice
- Title Page
- Copyright
- Índice
- Agradecimientos
- Prólogo
- 1. Inherencias: los Santa Cruz/Mendoza
- 2. San Juan de Dios, Frente
- 3. Nudos de sangre y lucha: Patricia Eugenia y Carlota Ileana
- 4. De números a nombres, del 2 y 5 al Javier Tambriz: Rodolfo Enrique
- 5. Juntos pero no revueltos
- 6. Sapos, culebras y alacranes
- 7. Fuego cruzado
- 8. Títulos sin diplomas
- 9. La otra cara: enseñanzas fundamentales
- 10. Rebotes trágicos
- 11. Balamjuyu
- 12. Testigos volcánicos
- 13. Frente Unitario
- 14. Castigos
- 15. Renuncia
- 16. Intentos
- 17. Retorno
- 18. De nuevo comandante. La Democracia
- 19. La dialéctica de los secretos
- 20. El fin del principio
- Glosario
- Bibliografía