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Descripción del libro
En un pueblo costero situado en cualquier parte del mundo, lleno de leyendas del mar y de viejos marinos que en la taberna cuentan sus relatos, un joven confunde los sueños con la escritura y la realidad con el mito mientras sufre de mal de amores. Intentando aliviarse de la pasión que lo embarga, deambula en un viaje alucinante por el pueblo, durante el carnaval, y se llena de sus historias. Envuelta en una atmósfera onírica, fantasmal, {La frase negra} es una novela extraordinaria que abre nuevas rutas a nuestra narrativa. Su lectura es un recorrido a través de una serie de espejismos y visiones poéticas, muestra fiel de las más fuertes obsesiones humanas.
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Información
Editorial
Ediciones EraAño
2014ISBN del libro electrónico
9786074451191III
El último túnel fue más largo que los anteriores. Entraron en aquella oscuridad –una oscuridad distinta a la de la noche mermada apenas por los faros del automóvil que la laceraban por la carretera: las formas grises de las montañas hacia la derecha; a su izquierda, hacia el este, la negrura sobre el mar y a lo lejos un tintineo luminoso que podía ser de las primeras estrellas o de las luces de una ciudad olvidada–, al fondo una imagen se acercaba poco a poco, semejante a una fotografía vista en un caleidoscopio que se agrandaba conforme se aproximaba el final del túnel. Luego, como un parpadeo, aparecieron los primeros matorrales y los enormes árboles casi invisibles y, al otro lado, una franja de terreno –yermo de no ser por lo que parecían altos pastizales para ganado– que caía de súbito con los promontorios. El trecho a lo largo del túnel había sido una pendiente y ahora se encontraban a menor distancia del mar. Los acantilados, si bien imponentes, eran de menor envergadura, el rumor del oleaje sonaba mucho más cercano. En medio de la noche se distinguía el resplandor de un f aro que en una isla giraba en redondo y frente a ellos el cono de luz de una segunda torre.
Al principio no reconocieron el pueblo. Cora sacaba la cabeza por la ventanilla, miraba hacia arriba, gritaba y su voz se escapaba con la velocidad del viento. Nunca había visto que el cielo estuviese tan alto.
Se toparon de frente con un abismo cuando llegaron al pie del silencioso faro que abría la boca a la noche y dejaba escapar un alma escueta y traslúcida. Un brazo de mar penetraba la tierra a lo largo de un par de kilómetros y el camino viraba con violencia para seguir por la orilla de los peñascos hacia el interior, donde un tercer faro señalaba la punta de la estrecha bahía.
Y hacia allá se dirigieron.
En la entrada al pueblo, las prostitutas esperaban denunciadas por una vergüenza contenida, se escurrían a hurtadillas entre braseros y templetes a medio armar, recargándose contra los faroles de petróleo y parafina afianzados sobre estacas de madera de la altura de un hombre –para Cora, representaciones contrahechas de almuédanos dormidos en sus puestos, atalayas que descansaban entre los parapetos de torreones frágiles y temerosos. Nadie se acercaba. Aquellas mujeres taloneaban las calles silbando sonsonetes plenos de nostalgia que predicaban la creencia de que el sonido era capaz de crear un cuerpo distinto que las reconfortaría.
Cora recargaba la cabeza en el hombro de Quayne y se dejaba acariciar el pelo. Pensaba en ellas y las sorprendía llevándose a hurtadillas las manos al sexo con desesperado dolor, como si se hubiesen estado frotando con ortigas, mulatas que hacían volar los pájaros tatuados en sus caderas con el contoneo del coito, hembras vendidas por sus hermanos a cambio de dos guineas, hijas de reyes estériles que escondían su paga bajo la lengua para evitar que les robaran mientras trabajaban. Las imaginaba entrando a covachas oscuras donde una vieja recogía las monedas y las enviaba después a buscar tierra removida de los cementerios y les frotaba el vellón oscuro con untos de grasa y les curaba las excoriaciones de los genitales con hechizos y signos grabados en las ingles con clavos al rojo vivo, guiñándoles el ojo casi cerrado mientras una mano a la vez rabiosa y débil les apretaba la entrepierna.
Quayne enfilaba por las calles que iban hacia el mar suponiendo que encontrarían una posada cerca de las construcciones avecindadas al pie del faro, entre los caseríos que circundaban el embarcadero. Pasaron por la plaza del pueblo, en un cadalso de madera una horca solitaria colgaba como un amenazador péndulo. ¿Habrán ahorcado a alguien recientemente o apenas se disponen a hacerlo?, se preguntaba Cora y de inmediato trataba de pensar en otra cosa. Un desagradable rumor parecía circular entre aquellos muros altos y prominentes, algo que guardaba una asombrosa semejanza con el rumor que colma las procesiones y los tumultos que se aprietan para observar una ejecución pública. A cada tramo se topaban con callejuelas que a los pocos metros se convertían en precipicios o desaparecían ante un peñón del acantilado. Aquel dédalo de estrechos pasadizos era un bloque tétrico de oscuridad donde ocasionalmente se veía la flama de una vela en el alféizar de una ventana. El haz del faro pasaba por encima de sus techos y seguía de largo hacia el agua mientras los grises edificios se sumergían en una umbría sensación de despecho. Cruzaron una avenida empedrada, luego torcieron en un callejón por donde vieron doblar a un borracho que se bamboleaba y frotaba el hombro contra los muros. Dejaron atrás otra plazoleta enclavada entre las construcciones, semejante a un anfiteatro adaptado en el cráter de un volcán extinguido. En una esquina, afuera de una tienda donde no se veía movimiento, se toparon con una jaula hecha de ramas atadas entre sí con cuerda de henequén; en su interior caminaba en círculos un lobo cuyos ojos brillaron al encarar los faros del automóvil. Cora quiso decir algo pero las palabras se ahogaron en su garganta. El animal los miró con arrogancia y levantó los belfos descubriendo los colmillos. En el ambiente flotaba un enrarecimiento del aire, una sensación de violencia sofocada.
Mientras esperaba a Quayne que había bajado a preguntar por un lugar para pasar la noche, imágenes lejanas encallaron en su memoria como una tempestad que pretendía ahogar incluso el recuerdo del presente, imágenes de la vida que habían llevado juntos, de la espalda de su marido cuando trabajaba frente al caballete en medio de la madrugada, de sus uñas siempre manchadas de pintura, de los estruendosos colores del incendio y de Quayne entrando al estudio en llamas para rescatar sus telas, imágenes de aquel personaje del que siempre hablaba, del trayecto hasta ese puerto, el reflejo de su rostro en el parabrisas, el ruido intermitente y regular al pasar junto a los arbotantes, la sensación de descenso, el paisaje espléndido y desplegado: … no sé por qué me ha traído hasta acá. No sé por qué lo he seguido. Madre, tú lo mencionaste alguna vez, había regresado del liceo y llovía, el pelo me escurría y caían gotas de mi mentón y de la punta de mi nariz, la ropa la tenía pegada al cuerpo y me dijiste que si el mundo merecía volver a nacer no sería así. Dijiste que tendría que surgir de otro lado, como si creciera un gusano en el cáliz de la flor y en esa vulva de terciopelo fuéramos a criar a nuestros hijos y no en el mundo de ahora, constru ido dentro de la cabeza de algún dios adormilado que –di - jiste– se parece tanto a un sanatorio para sifilíticos.
Una jaula de alambre cubierta por retazos de toallas viejas y telas a cuadros colgaba de una armella en el techo. El ave parecía agitada, se le oía revolotear. A Quayne le extrañó la coincidencia: dos animales encerrados en cuestión de minutos; daba la impresión de que los moradores de aquel villorrio gustaban de atrapar cuanto podían y poseerlo aunque en ello se difuminara su esencia. Un asomo de temor surcó su espíritu, la sombra de un murciélago volaba por debajo de la luna en una noche clara. Pasó por un costado inclinando la cabeza para no pegarse con la jaula y empujó la puerta. La escasa luz del interior diluyó las figuras que poblaban el recinto y se las presentó como una aparición borrosa y mal dibujada. Retrocedió entornando los ojos, golpeó la jaula con el hombro y tropezó con la escalera que acababa de descender. Era una cantina, una cantina que cimentaba el faro del pueblo. Sin terminar de entrar, sin terminar siquiera de saber a quién le hablaba, preguntó a gritos por una posada y el cantinero, robusto y de gestos exagerados y febriles, preguntó a su vez si se había adelantado el barco.
–No, no sé, ¿cuál barco? Vengo con mi esposa, vengo de visita.
–¿De visita? –una sonrisa sardónica atravesó el rostro demacrado del cantinero y, sin que el gesto desapareciera del todo, explicó que no había mesones ni posadas y que le sería difícil encontrar a alguien que los acogiera.
–Mañana llega el barco –agregó categórico. Luego, como buscando continuar un mal chiste, le dijo que si querían podían esperar y les permitiría dormir sobre la mesa de billar cuando la gente hubiera salido. Se escucharon algunas risas entrecortadas que cesaron de inmediato como si nadie hubiese dicho nada. Quayne paseó la vista por el lugar. Algunos hombres envueltos en gruesos gabanes bebían con las cabezas gachas alrededor de una mesa, cuatro tablones clavados sobre dos cabrestantes medio carcomidos por las polillas y las larvas. En un rincón, en una mesa aparte, un viejo negro de gran tamaño, vestido con una lustrosa levita como un oso amaestrado, cabeceaba con la espalda recargada contra la pared. Junto a él, un hogar ardía iluminando las paredes con tonos rojizos y temblorosos. Aquellos rostros decadentes actuaban como si nunca hubiera entrado, como si sólo el viento hubiese empujado la puerta y su murmullo timorato buscase refugio. Quayne sintió q u e la mirada del cantinero se clavaba sobre su persona y se quedaba fija en la cartera de piel que llevaba bajo el brazo.
–¿Forastero?
–Sí, sí.
–Dile a las niñas que saquen sus cosas del cuarto. Hoy dormirán con nosotros –en un principio Quayne no entendió de qué hablaba y sólo más tarde comprendió que el cantinero se dirigía a una cabeza que se asomaba apenas por una puerta entreabierta, una maraña de cabellos enredados y ojeras como hondonadas resquebrajadas.
El sonido de la piel de los cuellos hundidos, casi inexistentes, al rozar contra el cuero de los gabanes le provocó una sensación desagradable, una mezcla de indignación y asco. El cantinero le tendía una mano rasposa:
–Moses Coffin, bienvenida, bienvenida.
Cora no supo qué responder y deslizó sus dedos por la garra de aquella silueta cuyos detalles apenas distinguía. Poco a poco sus ojos se habituaron a esa oscuridad forzada y las formas comenzaron a concretarse igual que si mirase su reflejo en un pozo después de haber retirado el balde rebosante de agua.
–Por aquí, pasen por favor, todo está listo.
La mujer del cantinero se movía de un lado a otro y los empujaba hacia el interior. Los grupos de pescadores lanzaban miradas sobre su cuerpo y Cora pensó que quizá esos ojos pequeños, negros y apagados, como de rata o como canicas negras entre la arena, brillaban de igual modo cuando divisaban la joroba de una ballena a través de la espuma de las olas. Se llevó las manos a las caderas y las dejó subir de manera inconsciente hacia la espalda como si esperase encontrar una aleta dorsal brotando de su columna. El fuego de la hoguera crepitaba casi asfixiado por un montón de cenizas. A pocos pasos ondeaba una cortina que su anfitrión señaló como el cuarto de baño. Detrás de las mesas y del silencio –sorprendente para ella que esperaba al menos algún ingenioso epíteto obsceno–, una barra de madera hinchada escondía una puerta giratoria por donde se escapaba el olor de la cocina, un olor rancio a aceite y pescado. La mujer les hizo sortear la barra y sólo entonces pudieron ver un pasillo mimetizado entre las sombras. Al acercarse, Moses al frente, la pareja siguiéndolo con paso vacilante y la mujer iluminando el camino con un cirio dentro de un fanal de cristales tachonados de manchas sepia, apareció una escalera que comunicaba el sótano con un desván que alguna vez había servido de bodega y que el cantinero había acondicionado como habitaciones. Los peldaños ascendían por encima de una covacha cerrada con llave.
–Ahí es donde duerme Blackwood –dijo la mujer de cabellos grasientos y despeinados cuyo rostro se teñía de un amarillo pálido por la luz del fanal–. Pero ahora no está. No volverá hasta mañana. Su barco zarpó hace algunos días, estará aquí por la madrugada, pero no se preocupen, no le sentirán llegar.
Cora imaginó a un hombre corpulento que atracaba en los muelles al rayar el alba, el cuerpo cubierto de un vello negro que habría ido tiñéndose por el sol hacia tonos más claros, las manos surcadas de llagas en carne viva. Le veía caminar por las callejuelas del puerto, tropezando una y otra vez porque la inercia de las interminables llanuras de agua le habrían hecho olvidar las sinuosidades y los meandros y las infinitas deformidades de tierra firme; después entraría a esa covacha con olor a humedad y encierro –como el lobo o el pájaro– para tenderse en una estera, no, en una hamaca, agotado, arrojándose encima una manta llena de polvo que similar a una mujer abnegada le esperaría doblada en una silla y así, en esa posición, el pescador yacería bajo un techo escalonado que podía tocar con la mano, tratando de conciliar el sueño en una estabilidad que él relacionaría más bien con un extrañamiento del mundo conocido, con desdén y olvido, tal como lo hace el niño que ha sido arrullado por última vez en los brazos de la madre.
–Ésta será su recámara –la voz zalamera del cantinero la hizo salir de su ensimismamiento–, ya les he mostrado dónde está el cuarto de baño.
–Sí. Gracias. ¿Estarán ustedes abajo todavía?
–Sí, por supuesto, ¿se le ofrece algo? Las niñas dormirán con nosotros en aquella habitación, si necesita algo sólo llame –Coffin señaló otra puerta y sus ojos resbalaron una vez más por la cartera de cuero.
–Bien, creo que bajaré a beber algo. ¿Vienes, querida?
Cora se rehusó pretextando cansancio. Los miró bajar las escaleras, luego cerró la puerta, retiró el cobertor y se sentó en la orilla del lecho. Aparte de la cama sólo había una estantería con la ropa de las hijas y la chimenea con una repisa y un candelabro. El fuego era joven, el cantinero debía haber alistado la habitación mientras Quayne iba por ella. No había cortinas en la ventana y el cristal crujía cada vez que el viento se estrellaba contra él. Quiso mirar afuera pero la noche cerrada y el resplandor de la hoguera hacían que el vidrio le ofreciera sólo su propio reflejo. Distraída se pasó la mano por el pelo y acomodó un mechón detrás de la oreja. Uno de los muros era cóncavo y se prestaba para la chimenea, sin embargo producía la sensación de estar dentro del vientre de un gigantesco cachalote colgado por la cola.
–¿ A quién se le ocurriría abrir una taberna en los cimientos del faro? Parece irónico que un tipo con las entrañas llenas de alcohol sea quien dirija las naves a puerto seguro.
En realidad, la cantina solía ser sólo un almacén en el sótano que con el tiempo se convirtió en un refugio para los pescadores durante los días lluviosos. Se reunían ahí para matar el tiempo hasta que el clima mejoraba y el encargado, Moses, terminó por vender alcohol y prestar mazos de cartas.
Desde que esperaba a su marido en el automóvil y contemplaba el faro por el parabrisas, aquella construcción le había recordado la cofa de una embarcación deforme y titánica. Quayne le había descrito en repetidas ocasiones, durante veladas enteras que dejaban transcurrir tendidos en el lecho marital, con los ojos cerrados pero ajenos al sueño, aquellas crucetas en la punta de los mástiles adonde subían los pescadores para escrutar desde las alturas los bancos de peces. Ella le dejaba hablar sin interrumpirle; de vez en cuando dormitaba y el relato se mezclaba con el sueño y aparecían esos personajes que, retrepados sobre las velas, como crucificados que se arropaban en la soledad más absoluta, sostenían en sus ojos y en sus voces el destino de la embarcación.
Desde que la casa en que vivían se prendió en llamas y ardió hasta los cimientos, su marido hablaba con mayor vehemencia y sus facciones se transformaban y se parecía cada vez más al Jonás cuyos miles de rostros habían ardido en lienzos inconclusos. Él se había propuesto descubrir sus rasgos y se empeñaba sin tregua en arrancarlos de los tubos de óleo. Se lo contó por primera vez a los pocos días de conocerse, varios años atrás. Ella se regocijaba al sentir el leve temblor de su mano entre las suyas por encima de las tazas de café, Quayne construía imágenes sobre la mesa y ella lo imaginaba en aquel museo del extranjero, yendo cada tarde durante dos meses, sentándose en una banca a contemplar cuatro piezas que casi pasaban desapercibidas, cuatro figurillas de mármol talladas con esmero. Podía ver también al artesano luchando contra la piedra, a un tipo barbudo, perseguido quizá, que esculpía a un hombre y a un monstruo y luego sólo al hombre y ponía en el rostro de su creación el suyo propio. Las cuatro esculturas contenían una secuencia, como si la temporalidad se hubiera aposentado también en las invisibles porosidades de la piedra, pero algo las hacía falsas, afectadas, e impelía a Quayne a regresar a diario: Jonás rezando con las manos separadas como si esperara recibir algo del cielo; Jonás en la boca del monstruo, mitad pez, mitad mamífero, sus piernas asomándose apenas por un hocico semejante al de un perro; Jonás escapando del monstruo, la mano izquierda cercenada por el paso del tiempo y los brazos en posición de júbilo; Jonás bajo la rama de ricino que debía darle sombra, con un gesto más de placidez que de t o rmento. Su rostro era el mismo en las cuatro representaciones, no había ningún dolor en sus ojos blancos y fríos y sobre todo no había ningún cambio, la profundidad de sus rasgos era igual antes y después de haber estado dentro del monstruo. Quayne tardó en comprender aquello, pero cuando lo hizo se dio cuenta de que incluso las imágenes m á s estáticas, los iconos de las iglesias, las estatuas que custodian las ciudades, debían contar historias, de otro modo perdían relieve, y se propuso hacer el retrato de aquel hombre, una pintura donde su rostro narrase todo su relato.
Así, cuando Cora cerraba los párpados cada noche mientras escuchaba a su marido narrar por milésima vez la leyenda del antiguo marino y profeta, tenía la impresión de tenerlo ante ella: al pie de la cama, con los cabellos y la ropa escurriendo, Jonás escuchaba su propia historia mientras la miraba con ojos colmados de deseo y nostalgia.
En una ocasión, cuando Cora rebuscaba entre los cajones de Quayne algún billete para ir al mercado, descubrió un cuaderno de notas que su marido escondía en el doble fondo del mueble. Se trataba de una especie de diario, las entradas distaban mucho una de la otra y no guardaban ilación alguna. La última databa de pocas semanas atrás: “Recuerdos de Viena al ver las sábanas revueltas sobre la cama. Cora prepara el desayuno en la cocina. En la Kaiser - gruft, cientos de tumbas y monumentos funerarios. Una tenía rostros de mujeres cubiertas con pañuelos, plañideras de bronce, en otra aparecían cráneos descarnados con coronas en la cabeza. Otra más era sólo una cama destendida”. Cora había sentido un calambre en el centro de su vientre. ¿Hacia qué infierno se sumergía su marido para encontrar a Jonás y qué pasaría cuando al llegar ahí mirase su reflejo en el lago del olvido y descubriese los rasgos del dolor en su propio rostro? De inmediato había cerrado el cuaderno pero luego volvió a abrirlo y buscó la fecha en que se habían conocido, fue un día a finales de abril y había una anotación muy breve, con seguridad escrita momentos antes de que se encontraran en el andén de aquella estación perdida: “En el tren. Trayecto Zagreb-Budapest. Viajamos a gran velocidad, llevo la ventana abierta y el viento frío da una sensación de desamparo. Un niño pequeño corre por el pasillo, suelta un grito y abraza a la madre que lo espera al otro extremo. Envidia por el consuelo que nace ante ese dulce miedo. Ahora, a mi izquierda, puedo ver el Balatón”.
La noche se abría sobre el océano y lo envolvía. Todo debía de convertirse en una fuga, una escapatoria que la hiciera huir de la futura ceguera de su cuerpo. Se desnudó y dobló con cuidado la ropa sobre la repisa de la chimenea para que estuviese tibia por la mañana: los pantalones de mezclilla, la cazadora de cuero, las botas de piel de ternera. Algunas risas llegaban desde la taberna entremezcladas con las palabras de su marido, ominosas carcajadas de marineros, distintas y al mismo tiempo idénticas a las que escuchaba en su ciudad natal, más bien especulares, reproducidas hasta en su más mínimo detalle pero a la inversa, antagónicas, como si la risa fuera concebida a partir de la colisión de dos realidades imposibles: el momento en que lo existente y lo inexistente se miraban a la cara y los vivos y los muertos se encontraban frente a frente. Cora los escuchaba y se agitaba y de pronto le entraban locas ganas de reír nerviosamente.
–… unos cuantos fantasmas escondidos en las puertas del mundo ríen y los otros, los que viven en las ciudades al otro lado del océano, no entienden la broma pero ríen de todas maneras para aparentar que saben –musitó y se sorprendió ella misma al oírse acompañada del crepitar sereno de los leños en el fuego–. Quisiera creer que esos pescadores celebran de verdad lo que mi marido les cuenta. ¿Quiénes entre ellos son los fantasmas? ¿O se ríen de él? ¿Se ríen de su ingenuidad? Cora miró las llamas que se escurrían entre los maderos. En el cristal de la ventana aparecía por momentos una leve iridiscencia que provenía del reflejo de la luz del faro sobre el océano. El ronroneo del generador que alimentaba la fuente de luz parecía responder a las interrogaciones que la marea lanzaba a la costa con cada ola que rompía. En medio de esa velada gélida y ajena echaba de menos la voz de Quayne, no tanto por el cuerpo tibio y herrumbroso de donde provenía sino por las palabras que se consolidaban en medio de la noche y comenzaban a dar forma a ese extraño asustadizo, con los ojos tatuados de horror y muerte, tembloroso, que la miraba con la misma expresión del niño que observa a la impotente madre mientras un padre feroz y atronador lo golpea hasta desfallecer. Sí, más bien era a ese náufrago a quien extrañaba y al ver su ausencia en la habitación, semejante al hueco que queda en la almohada al abandonar el tálamo antes del alba, pensó que ninguna ciudad valía el inexplicable dolor grabado entre los huesos de ese hombre.
… Solo como cuando estaba en el vientre de la ballena…
… Solo como en un sueño…
Cora recordó una pesadilla recurrente de su infancia donde se veía enfundada en un vestido de crinolinas. Se mecía en un columpio que alguien había construido encima del canto de un cuchillo y sentía su cabello flotar como una estela; en algún punto miraba hacia un lado y se percataba de que un abismo insondable esperaba el aterrizaje de sus huesos…
Siguió desenredando y tiñendo con nuevos tonos la imagen del universo que había heredado de su madre, luego trató de dormir. Quizá aquélla era la síntesis de la histori...
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- Capítulo I
- Capítulo II
- Capítulo III
- Capítulo IV
- Capítulo V