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Descripción del libro
Con una prosa tan arrebatada como certera, Héctor Manjarrez cuenta la historia del pintor Seix y su extraña relación con el arte. Cuando descubre que no ama a su pareja, este joven absolutamente noble y autocrítico decide abandonarlo todo, incluso a sus mejores amigos, y se esconde durante años, a fin de dedicarse a descubrir su propia pintura. Luego de muchos sacrificios y esfuerzos, Seix regresa y advierte que, mientras él se convertía en pintor, un hecho inusitado transformaba a sus seres queridos. Un hecho horrible, capaz de trastornar su cordura.
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Información
Editorial
Ediciones EraAño
2013ISBN del libro electrónico
9786074451382III
Lo que vi arriba no lo esperaba, nunca lo soñé. Una y Cinco detrás de barrotes grises de pulgada y media, desnudas como dementes de otra época, en Bedlam, en Charenton, desnudas con los pezones desnudos como timbres de metal, desnudas con sus macetas de pelo en el sexo, la cabeza y las axilas, desnudas como animales de zoológico sin pelambre, desnuda Una como pantera albina, desnuda Cinco casi como mandril, en aquel recinto caliente como invernadero para orquídeas, construido en lo que habían sido mi estudio y la habitación de Cinco, sin traza de la pared medianera.
Desnuda, como madre, desnuda, como bacante, Una me miraba mirar las tres sillas, la mesa, los dos sillones, las dos camas, el lavabo, la regadera y el excusado (detrás de una cortina blanca flamante). Fuerte y orgullosa como siempre, miraba cómo yo evitaba mirar sus ojos, sus pechos, su sexo.
Estuve a punto de desvanecerme. Lo que se me revelaba parecía tan verdadero como inimaginable, tan lógico como irracional. Sentía tanto miedo hacia Una como se lo habría tenido a Medea. Me preguntaba si había matado o querido matar a sus ingobernables hijos, con la ayuda de Cinco. De otra forma no podía entender esta cárcel en el piso superior de una casa en los aledaños de Primrose Hill.
Dos se quitaba la camisa y la colgaba en uno de varios ganchos colocados evidentemente ad hoc en un viejo bastón rojo, michoacano, horizontal sobre dos grandes alcayatas pintadas del mismo gris claro, casi blanco, de los barrotes.
Una estaba de pie, como pantera alzada pero con los brazos a los lados. Dos me daba la espalda, tan ancha y tan densa como siempre, mientras miraba doce o trece discos compactos y encendía un aparato de sonido de muy buena calidad, de los que valen miles de esterlinas.
Cinco se había vuelto un animal, un antropoide, o lo emulaba fantástica y aterradoramente, con el pulgar derecho en la boca, como una niñita, y el anular izquierdo en su chatte, su gata, como dicen los franceses, cual loca de Charcot.
Yo sabía que había estado ocho o diez momentos antes a un paso, a un gesto, a un solo movimiento de salirme de la casa y de no ver este tableau vivant, y sabía también que el venenoso azar de las plantas caníbales enjauladas estaba a punto de atraparme, y que yo tenía que sobrevivir, porque huir era imposible, impensable.
No habían pasado más que muchos, muchos segundos. Escuché, como quien oye una voz ajena después de una pesadilla o borrachera o caminata en el desierto, la voz tan querida (y ahora tan temida) de Dos.
–Aquí están tus amigas, son mis prisioneras. ¿No siguen siendo bellísimas? Y, sin embargo, han hecho cosas malas.
Las miré. Las vi. Las observé. Desnudas, indefensas, deseables, salvajes, arrinconadas, gallardas, animales, sumisas, peligrosas.
–¡¿Cómo pudiste hacer esto?! –le grité a Dos, faltándole por primera vez, en el tono, en la forma, en el fondo, al respeto.
Una ya no me miraba sino que nos observaba, tal como los animales del zoológico ven a las bestias de afuera y –más que nunca– como socióloga mirando hombres: extraños.
Dos respondió:
–Esta cárcel no sólo la construí yo, sino que Una y yo la pensamos y pensamos y pensamos antes. Cuando le preguntamos a Cinco, no sólo estuvo de acuerdo, sino que la quería hacer más dura.
Yo no tenía nada que decir, todos mis pensamientos y sentimientos llevaban años de ser solitarios y no comunitarios. Pregunté:
–¿Y Tres y Cuatro?
–Ellos viven en otro mundo, Seix. En El Mundo, desde donde participaron. Hicieron instalar las cámaras de video que lo filman casi todo, no todo. Son unos verdaderos cabrones, tenemos que mantenerlos más o menos contentos, no sé si me entiendes.
Una se había ido a sentar, cruzando las piernas, en una silla; parecía un Magritte o un Segal. Yo me quité el chaleco y la camisa, que Dos colgó en un solo gancho con dos o tres rápidos movimientos profundamente terrenales.
Cinco seguía sentada de nalgas sobre los talones, sin mirarnos y tal vez sin oírnos, con una tranquilidad animal y casi vegetal.
Como para tranquilizarme, como anfitrión amable, Dos echó a andar un disco, de la banda de Tres y Cuatro, y me dijo:
–Yo también he estado preso aquí, me eché casi a perder el brazo aquí. ¿Crees que hubiera podido encerrarlas solo? Además, soy un carcelero más humano que ellas, créemelo. ¿O crees que soy un cabrón que disfruta de verlas encerradas y a ratos enloquecidas?
Le contesté, con un gesto, que no.
–Pues sí, lo disfruto. Lo gozo. Por otra parte, no sabes lo que fue estar encerrado más de un mes con dos carceleras que se mofaban de mí y me imitaban y no me daban bien de comer y me aventaban cacahuates y nueces de la India. No exagero.
O yo no le creía, o no quería creerle.
–¡CÁLLATE! –le grité, y me aproximé a sólo sesenta centímetros de las rejas, temeroso de las zarpas y las miradas y el deseo y las palabras.
Las dos eran mujeres que, si sólo juzgáramos los atributos del cuerpo, cualquier hombre desearía profundamente. Una alta, soberbia, felina, en la flor de los cuarenta, de huesos admirables, vagamente asiáticos en el rostro, largos y arqueados en los pies; la otra más pequeña y carnosa y suculenta y joven, con cara de madonna italiana y ojos de iluminada o sedada, grises.
¡Cómo me hubiera gustado ser tan bello como ellas, y que mi propia cárcel fuera tan evidente como la suya!
–Sólo llevan tres semanas encerradas. Yo sí les cocino, pero les gusta creerse animales salvajes. No te acerques más, no me hago responsable –me dijo Dos.
–Tú las encerraste y...
–No. Ellas reconocieron su falta y se metieron y hasta cerraron el candado y me dieron la llave –dijo señalando una llavecita plateada colgando de un clavo en la pared, lejos del alcance de las presas–. No me preguntes qué falta cometieron, porque no puedo decírtela. Y si ellas te la dicen, tendrán diez días más de encierro. Ésas son las reglas.
Cinco me horrorizaba y excitaba y aterrorizaba y angustiaba y conmovía y asqueaba. ¿Qué había hecho de su vida, de su juventud, de su talento?
–No sé por qué está tan así. Debe haber adivinado que estabas aquí –dijo Dos.
–U oyó mi voz –dije, sin creerlo.
–U oyó tu voz. Es un estado de shock en que entra a veces. Es impresionante, pero no es nada grave –explicó Dos, abriendo un pomo medicinal y sacando una cápsula que arrojó, delicadamente, a los pies de Una, que se levantó de la silla, como cualquiera se levanta de una silla en silencio, y se puso en cuclillas, enseñándome su muy protuberante cóccix y sus nalgas trapezoidales, y la introdujo entre los labios inertes, carnosos, de la boca de la joven. Y volvió a la silla.
En ese momento me di cuenta que mientras en la planta baja la sala y el comedor conservaban los mismos muebles de antaño, alguno de ellos retapizado hacía ya tiempo, todo acá arriba era austero, sí, porque tal era el estilo de los cinco (y el mío también), pero nuevo y de buena calidad.
La música era agresiva sin alivio, violenta y repetitiva como un mantra heavy metal y electrónico de odio, más odio y el mismo odio.
–Por favor, cambia el disco.
En vez de eso, Dos aumentó el volumen. Las voces de Tres y Cuatro, al mismo tiempo salvajes y monótonas, reci taban una, dos, tres, cuatro, cinco, seis veces un estribillo:
–“We’re bloody British! We’re the British brutes! We’re bloody brutes! We are British!” –como un himno hipnótico derviche de vándalos futboleros–. “¡Somos los malditos (sangrientos) británicos! ¡Somos los brutales británicos! ¡Somos brutos malditos (sangrientos)! ¡Somos británicos!”
Recordé una frase que en los viejos tiempos repetía Dos: “Los ingleses hacen sacrificios humanos sin pirámides ni Inquisición. Hacen que la gente se destruya sola”. También me acordé de algo en lo que nunca había realmente reparado: que mi amigo y mentor siempre hablaba mal de los ingleses, nombre con el cual designaba a todos los británicos. “And you know what the fucking English will say?” era su frase inicial casi siempre en las conversaciones; como otros dicen “¿Y sabes lo que va a decir la pinche derecha o la pendeja izquierda o el maldito gobierno?”
Dos apagó bruscamente el aparato, informándome al mismo tiempo:
–La canción se llama “I’m your fuckin’ prisoner”. Estas gentes son más salvajes, y tribales, que nosotros. Más crueles y más sofisticados. No creas que me asustan, menos que nadie mis hijos. Esta gente sólo te respeta si les ganas en su propio juego, como los West Indians en el cricket –agregó carcajeándose.
Dos vivía en el pasado: también los West Indians habían perdido su gracia deportiva. Pero ¿qué importaba? El presente, esa acumulación de pasado y futuro, radicaba ante todo en esta cárcel.
Una, en su silla, tenía los ojos cerrados. De la comisura derecha de la boca de Cinco salían dos gotitas de baba sepia, sin duda segregadas y coloreadas por el medicamento. Había un absoluto silencio.
Dos no me miraba, lo cual me permitía mirarlo a él, reconcentrado y encrespado como siempre, algunos años más viejo, ¿cuántos en el alma?, rebosante de sorna y teatralidad, como siempre y más.
Se volvió hacia mí, como si quisiera decirme o preguntarme algo, pero guardó silencio, mirándome sin expresión, actor que olvida su parlamento.
Es cierto, podía haberme ido en ese instante.
Pero le tenía tanto miedo a la desesperación o violencia de Dos como a salirme para siempre de sus vidas, sin hacer algo por ellas, o por mí.
No sé qué pensaba, qué sentía Una, que seguía sentada en aquella silla, la más señaladamente blanca que he visto, como si fuera Hera en su trono del Olimpo esperando la ocasión propicia para castigar a los favoritos de Zeus.
Me llenaba de miedo divino, me aterraba. Las mujeres pueden llevar las cosas mucho, mucho más lejos.
Cinco, sin que yo me diera cuenta, se había recostado de lado en la extraña alfombra azul cielo –como de nursery antigua– con las manos en las orejas y los ojos abiertos como muñeca.
Fue entonces cuando advertí una veintena de grandes hojas de papel fabriano donde Dos había dibujado al carbón los cuerpos desnudos, la mesa y las sillas desnudas, el excusado y el lavabo desnudos, la ventana rectangular de aquella cárcel, con sus rejas y bonitas cortinas blancas. (Los sillones y las camas y la regadera no aparecían en ninguno de los dibujos.) Colgaban, prendidos con pin zas, de un cordel adosado a la pared izquierda, y no se parecían en nada ni a mis homenajes a Piranesi, ni a los desnudos de Francis Bacon o Lucian Freud.
Todo lo contrario. A despecho de la falta de color, eran homenajes a los cuadros del joven Matisse en sus años en Niza, llenos de serenidad, naturalidad, plasticidad, cotidianidad, objetividad (por así decir), sensualidad, simplicidad e intimidad. Sin odio de clase o de sexo.
Eran técnicamente extraordinarios: por la destreza de la mano y por la recuperación de la belleza de la figura humana y de la gracia específica de la forma femenina, sin guiñarle a Bonnard...
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