Los motivos de Caín
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Los motivos de Caín

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Los motivos de Caín

Descripción del libro

En esta curiosa obra sobre mexicano-estadounidenses, el personaje Jack Mendoza es un desertor del ejército de Estados Unidos en Corea que torturó a un prisionero comunista de ascendencia también mexicana. Varias de las páginas de esta novela se cuentan entre las más extraordinarias de Revueltas, ese escritor religioso en quien siempre triunfaba lo humano.

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Información

Editorial
Ediciones Era
Año
2014
ISBN del libro electrónico
9786074451443
IV
Al principio ni siquiera podía afirmarse si aquello era Corea. Bien; esto se les dijo, que se trataba de Corea y de aplastar al comunismo: entonces era preciso aceptarlo. Pero podía no tratarse de Corea, sino de cualquier otra cosa; nadie estaba seguro de si se les engañaba. ¿Y cómo podrían saberlo?
Ciertamente fueron embarcados en un puerto del Pacífico; mas ya desde aquí comenzaba la incertidumbre. ¿Cuál puerto? Era una noche cerrada, compacta, pero tanto daba si hubiera sido de día, a plena luz del sol, pues en la guerra nadie sabe en rigor dónde está, en qué punto se encuentra o de qué sitio parte, y todos los movimientos y las acciones tienen un sobrenombre más o menos tonto o gracioso, como aquello que Jack había leído en los periódicos acerca del “Proyecto Manhattan” o de la “Operación Gilda”, como si todo lo relativo a la guerra fuese el seudónimo de algo no solamente secreto, sino que debiera mantenerse oculto por vergüenza de lo que sería sin el disfraz de esas palabras.
Vino en seguida el viaje a través del océano a bordo de un barco también sin nombre, luego la llegada a tierra, para finalmente encontrarse de súbito metido dentro de un camión, en una columna inmensa de otros camiones, avanzando a duras penas entre el fango, y entonces a esto se le llamaba Corea.
Claro, están los heridos, los muertos, y ese ruido alucinante, único, ese bramar de monstruos que sólo la guerra puede producir. Pero aún no hay nada, aún no se siente nadie culpable, como nadie se sentiría culpable de un terremoto o de un eclipse. Hay un asombro, simplemente, una cierta incredulidad, entre los que hacen la guerra, respecto a que los resultados de aquello puedan ser obra suya y los muertos sean esos hombres a los que ellos dieron muerte. Un simple asombro, nada más.
Se dice, por ejemplo, “preparación artillera”. ¿Qué significan estas palabras? “La unidad B-31 —supongamos que así rece la orden del Alto Mando o de quien sea, lo cual tampoco se sabe nunca—, la unidad B-31 tiene bajo su cargo la misión de ‘ablandar’ la colina X-25 mediante una intensa y eficaz preparación artillera.” Me gustaría enterarme qué es lo que se esconde detrás de esto, qué significa esa descansada, tranquila palabra “ablandar”, me gustaría saber dónde estoy yo, dónde está un hombre. Cualquier hombre.
A unas cuantas millas de distancia se eleva la colina X-25, dorada y diáfana bajo la luz del sol. Las líneas de sus contornos son precisas y puras, casi intencionadamente bellas, como si se tratara de un dibujo premeditado por la misteriosa sabiduría de algún artista. Sus colores son vivos, concretos, con altibajos y matices tan bien contrastados y llenos de equilibrio, que convierten al volumen en algo ya no tan sólo visual, sino táctil, de una existencia extraordinaria, de una realidad increíble.
Al pie de la colina se extiende la mancha verde y fina de un pequeño bosque, una especie de caricia capilar, de vello adolescente que sube y se detiene sin llegar a la cumbre. Ahí, se dice, está el enemigo. Entonces sobre la colina X-25, sobre la abstracción X-25, comienza a caer una lluvia de metralla que se resuelve, allá, en blancas nubes de humo despacioso e incruento. ¿Dónde estoy yo? Y tú, amigo, camarada, enemigo, rival, hermano, héroe, asesino, ¿dónde estás?
Es un sueño, un juego de distante pirotecnia, en que la colina acaba por arder con inopinada y espantosa gracia bajo la brillantez del cielo intacto que nada tiene que ver con la guerra. Mas en seguida los tanques se lanzan como astutos animales ciegos, olfateando, deteniéndose, haciendo girar la cabeza con una lentitud calculadora y pérfida, contra la colina destrozada, y atrás aparecemos nosotros, las hormigas frenéticas de la infantería, nosotros, hombres, hombres, con nuestras ametralladoras portátiles y los pequeños dragones mitológicos de los lanzallamas, listos para cegar, para escocer con sus dulces lenguas rojas el cuerpo de los enemigos, en el rincón, en el nido de sucias ratas donde se les encuentre.
Es monótono, casi un fastidio decirlo, pero nos hemos adueñado por fin de la posición X-25 no sabemos exactamente cómo. Estamos sobre ella y quizá más adelante se nos diga que los nativos, en su lengua, la llamaban La Suave Pendiente de la Sonrisa Encantada, pero no por ello deja de ser la posición X-25, con sus cráteres humeantes, sus árboles rotos y sus intestinos fuera, la bella colina cuyos contornos prefigurara un delicado pintor oriental.
Aquí y allá, bajo un casco, anudados a repentinas raíces que brotaron de la tierra, mirándose el vientre con asombro, o sencillamente, riendo a carcajadas, están los muertos: muertos no por mano del hombre ni de su “preparación artillera”, sino víctimas de un cataclismo anónimo y sin culpa. Nosotros, los que hacemos la guerra con nuestras propias manos, hemos disparado en abstracto contra una posición abstracta. La unidad F-31 se ha hecho dueña del punto X-25. Éstos no pueden ser nuestros muertos, los muertos fabricados por nosotros. No podemos creerlo. Los miramos con asco y con prisa. Sin horror.
Jack recordaba aquel servicio de patrulla en compañía de Elmer y Tom, sus compañeros, Tom gigantesco, elemental, con las mejillas de un rojo brillante, y Elmer parpadeando bajo las cejas y pestañas albinas, las manos con su piel de dos colores, uno más blanco que el otro.
Caminaron a la ventura, despreocupados como en un paseo a través del campo, ya que el frente estaba quieto, excepción hecha de un cañoneo esporádico al otro lado del horizonte.
Respiraban con plenitud el aroma olvidado de la tierra en paz, tranquila y ondulante, que se extendía en silencio ante la vista mientras las nubes, esparcidas sobre el fondo de aquel azul intenso del cielo, eran como trapos recién lavados e informes, puestos al sol.
Se habían apartado de la carretera para seguir por una vereda, entre el monte bajo, a través de las pequeñas lomas desiguales sin propósito alguno, divertidos e infantiles, incluso con aquellas ramas de arbusto, atadas al casco, que acentuaban su apariencia cándida y desprevenida. Ése parecía ser un momento aparte, singular, como si estuvieran dentro de una gran campana de vidrio que los hubiese aislado de la guerra, del servicio, de la disciplina, de todo.
Ninguno se atrevía a decir la menor palabra, hasta que Elmer, quien iba por delante en la vereda, se detuvo al volver un recodo señalando con el brazo extendido el rostro descompuesto por algo que no podía expresar. En efecto: aquello a que Elmer señalaba era incomprensible, absurdo, un contrasentido sin razón de ser, que los anonadaba, sacudiéndolos por dentro como una emoción indefinida.
—¿No es . . . —tartamudeó Elmer—, no es como para perder el habla veinticuatro horas seguidas. . .?
A sus ojos se ofrecía, apenas oculta entre las lomas, una superficie sembrada de trigo, un esbelto trigo de oro, una tierra íntegra, entera, como en los mejores tiempos de la paz, tierra cultivada. Cristo Santo, prodigiosas espigas, algo nunca visto en medio de la destrucción y violencia de la guerra, el reencuentro con lo que se ha perdido para siempre, un trozo intocado de tierra victoriosa a la que no destrozaron las bombas, los tanques, el fuego: tierra casta y fundamental que los transformaba otra vez en hombres.
Elmer se puso a saltar de gozo, enloquecido, haciendo mil piruetas extravagantes, pero el gigantesco Tom lo contuvo con un severo ademán cargado de misterio, como si aquellos aspavientos de Elmer fueran un sacrilegio.
No obstante su rostro de rubio mono cruel, Tom había adoptado una actitud de calma profunda y solemnemente autoritaria, con el propósito de impedir que nadie perturbara cierta revelación, cierto estado único de su espíritu al cual sólo él tenía acceso, y que sin duda había comenzado a invadirlo ya. Contemplaba las espigas de trigo acariciándolas lenta, devotamente, con los ojos húmedos rebosantes de la misma ternura con que miraría a la mujer amada. Elmer parecía comprender algo, en silencio.
—Es sagrado —dijo Tom sin saber qué otra cosa decir—. es sagrado —y a Jack no le parecieron disparatadas estas dos palabras que correspondían tan justamente a lo que hubiera querido expresar.
Entonces Tom se despojó del casco con un movimiento amplio y grave, para luego arrodillarse, trémulo, mientras sus dedos buscaban entre la camisa hasta encontrar la pequeña biblia de bolsillo, de la que recitó en seguida un salmo, la entonación emocionada y profunda.
Jack y Elmer lo imitaron, apenas con un ligero asombro, sin perder uno solo de aquellos movimientos de los labios con los que Tom vocalizaba cada versículo.
La guerra estaba muy lejos, remota y ajena; había quedado atrás, en cierta prehistoria muy lejana. La guerra había terminado, eso era indudable.
“La espada de ellos entrará en su mismo corazón, y su arco será quebrado. Mejor es lo poco del justo, que las riquezas de muchos pecadores, porque los lazos de los impíos serán quebrados”, se escuchaba la voz de Tom, cóncava bajo el alto cielo transido de paz.
Los versículos caían como gotas de agua sobre la tierra, penetrándola, santificándola hasta el fondo, para enaltecer al hombre que la había labrado, que la había dignificado con su esfuerzo; para dar las gracias a ese obrero anónimo y extranjero con el cual estaban unidos todos los demás hombres del planeta por encima de odios y disputas, incluso estos tres inocentes invasores que traían consigo la cólera y el exterminio, pero que arrodillados ahí eran el testimonio ardiente de que la vida es invencible.
“Mas el justo tiene misericordia y da, porque los benditos de él heredarán la tierra, y los malditos de él serán talados.”
A pesar de sus rasgos brutales el rostro de Tom resplandecía, los párpados entrecerrados y una inesperada luminosidad en la frente, tras de la cual se adivinaban los pensamientos más insospechadamente nobles.
Era comprensible, ya que antes de enrolarse en el ejército Tom había sido un farmer —y lo seguiría siendo después de que terminara este enojoso asunto de la guerra con el triunfo de las democracias occidentales—, un pequeño terrateniente de California que llegaba a reunir hasta cincuenta braceros para la recolección de la cosecha, y por ello amaba a la madre tierra y sabía darle todo su valor, tanto en el sentido figurado como en el otro sentido. Oraba unciosamente, con devoción profunda, convencido de que la causa de los Buenos, representada aquí por este trozo de tierra en cultivo y allá, en California, por su propia y hermosa granja, la causa, en fin, de Norteamérica —que implantaría granjas como la suya en todos los rincones del mundo—estaba destinada a triunfar, puesto que tenía a Dios de su parte.
El rumor de los versículos, que Tom decía cada vez en un tono más apagado y bisbiseante, dejaba libres los otros rumores de la naturaleza, que se oían entonces con una diafanidad más pura, formando, juntos, la oración única, el canto unido de todas las cosas creadas, que dirigían al cielo su acción de gracias por habérseles otorgado el dulce, el incomparable bien de la vida.
La voz de Tom a cada momento se empequeñecía más, en tanto su expresión cambiaba lentamente, transfigurándose en una especie de sagrada alegría, de goce divino, de jubilosa santidad, como en espera de percibir la respuesta a sus ruegos, como en sacrosanta espera de escuchar la voz del Señor, que así premiaba el fervor de sus oraciones.
“Cuando esperaba el bien, entonces vino el mal; y cuando esperaba la luz, la oscuridad vino. Mis entrañas hierven y no reposan; días de aflicción me han sobrecogido.”
Las últimas palabras ya no se escucharon y de pronto Tom interrumpió en seco la lectura. Elmer y Jack lo miraron con una inquietud imprecisa. En efecto, Tom parecía haber estado a la escucha de algo desde algún tiempo antes, aunque esto no fuera precisamente la voz del Señor, sino otra cosa. Un segundo bastó para que en su rostro no quedara la menor huella de religiosidad, de fervor, de piedad, o más bien, bastó para que se comprendiera que tales manifestaciones devotas, desde que Tom comenzó a bajar la voz, obedecían a causas muy distintas. Sus rasgos habían vuelto a ser duros, alertas, y en sus pupilas se reflejaba una acechanza llena de cálculo, la chispa de un odio subyacente listo a ponerse en acción en cualquier momento. Se incorporó sin ruido mientras indicaba silencio con el índice sobre los labios, el aire resuelto. Una transformación absoluta, que hacía desaparecer cualquier parentesco que pudiera existir entre los dos Tom, el de los versículos y éste, el soldado.
Jack lo miraba más bien con hastío, mientras Elmer ya había adoptado una apariencia feroz, sin que él mismo supiera por qué.
Tom inclinó la cabeza con la actitud exacta de un perdiguero reconcentradamente atento hacia el punto donde está la presa. Silencio. Los tres escucharon entonces un silbidito ondulante, el silbido que produce la “estática” en un receptor de radio.
Allí muy cerca estaba el enemigo; ahí, oculto en la dulzura angélica de este paisaje donde parecía reinar la paz más limpia, la más delicada y profunda paz.
Un estremecimiento les sacudió el cuerpo de la cabeza a los pies.
Se deslizaron furtivamente hacia el lugar de donde provenía el ruido. Excelente perro este Tom. con su sigilo, con su admirable astucia y la amorosa voluntad que ponía para caer por sorpresa sobre su víctima, sin dejarle escapatoria. Rodearon el punto arrastrándose sobre el pecho, la voluntad entera en tensión, quizá hasta el extremo de que podrían hipnotizar al enemigo, a ese enemigo codiciado, entrañable, al que tanto amaban, al que querían matar antes de que pudiera darse cuenta. Pero cuando lo sorprendieron no fue necesario; es decir, había resultado algo bastante diferente a lo que habían imaginado.
Una cosa es el enemigo en abstracto, se había dicho Jack siempre; el enemigo al que nunca se ve, ése que en las grandes batallas no pasa de ser una fórmula algebraica, la colina X-25, y otra el enemigo tangible, concreto, el hombre igual que tú y que yo, con zapatos y con ojos.
Se trataba de un único muchacho no mayor de los veinticinco, absorto por completo en el manejo del aparato radiotransmisor, al amparo de una grieta del monte donde se había escondido, totalmente absorto en su entretenimiento como un niño que se divierte con el juguete nuevo. Un niño, aunque con estos diablos asiáticos uno se equivoca siempre. Cuando quiso darse cuenta, ya estaba rodeado por las tres bocas de los fusiles automáticos. Primero miró sin comprender, con un movimiento de los labios que quiso ser sonrisa, y luego se puso en pie llevándose las manos a la nuca, vencido, con una expresión de sumo desencanto y la actitud de quien se disculpa por alguna falta que le fue imposible advertir, pese a ser una falta tan evidente, tan estúpidamente trivial.
Tom le encajó el cañón del fusil en las costillas, con miedo, como si el muchacho tuviera el cuerpo impregnado de nitroglicerina para hacerse estallar a sí mismo de un momento a otro, igual que una bomba viviente. Los ojos oblicuos del norcoreano se velaron con una sombra de súplica amistosa, sin animadversión. Pronunció algunos vocablos incomprensibles, pero Jack se dio cuenta de que no estaban dichos en coreano, sino en algo que quería ser una lengua común.
—¡Qué! ¿Qué dices, hijo de perra? —le escupió Tom en la cara. Los labios cenicientos del norcoreano se entreabrieron en una sonrisa tímida. Dijo algo así como “crims, frinds”, seguro de que lo comprenderían en eso que él pensaba palabras dichas en inglés.
Jack cayó en la cuenta: comrades, friends; cantaradas, amigos. Esto intentaba decirles el coreano del demonio. El muy listo quería “fraternizar” con ellos, trataba de hacer propaganda. Comprendió Jack que se las tenía que haber con un comunista de carne y hueso, no con el “enemigo” habitual, el soldado de línea, simple e ignorante, sino con un comunista verdadero, es decir, uno que sabía usar la palabra camaradas.
—Nosotros no camaradas —gritó Jack con rudeza—, nosotros no amigos; tú nuestro prisionero.
Elmer se apresuró a registrar al norcoreano, vo...

Índice

  1. Portada
  2. Portada
  3. Créditos
  4. Nota Previa del Autor
  5. Capítulo I
  6. Capítulo II
  7. Capítulo III
  8. Capítulo IV
  9. Capítulo V
  10. Capítulo VI
  11. Palabras Finales del Autor
  12. Obra literaria
  13. Obra teórica y política
  14. Obra varia