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Descripción del libro
Cada siglo se condensa en ciertas páginas que revelan su secreto, cristalizando sus rasgos más hondos en una fábula. (La metamorfosis) es el siglo XX. Amaneció como una pesadilla más y se ha convertido en una de las piedras de toque de nuestra imaginación política, poética, vital. Cada vez que lo abrimos, este libro se vuelve más verdadero. Gregor Samsa despierta convertido en insecto. No hay error. No es un sueño. No hay crimen que expiar. Tampoco hay regreso. Y todos nos reconocemos en él y en su familia, aterrada, asqueada y, poco a poco, cruel. Todos tenemos un corazón de escarabajo y un alma negra capaz de pisotearlo.
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Información
Categoría
LiteraturaCategoría
Literatura generalIII
La grave herida, que siguió doliéndole durante más de un mes (pues nadie se atrevía a sacar la manzana, que había quedado incrustada en la carne como un recuerdo tangible), pareció hacerle recordar inclusive al padre que Gregor, aun con su aspecto actual tan lamentable y repugnante, era pese a todo un miembro de la familia al que no tenían derecho a tratar como un enemigo, sino ante el cual la familia tenía el deber de tragarse su asco y soportarlo, sin más.
Era evidente que con esta herida Gregor había perdido, sin duda definitivamente, parte de su movilidad: ahora parecía un viejo inválido cuando recorría el cuarto, tarea que le llevaba largos, muy largos minutos; y en cuanto a trepar a las alturas, no lo pensaba siquiera; pero a cambio de este agravamiento de su estado recibió una compensación que le pareció plenamente satisfactoria, y fue que por las noches la puerta de su cuarto a la sala era abierta (y él tomó el hábito de fijar la vista en ella una o dos horas antes de que la abrieran); de ese modo podía, en la oscuridad del cuarto, invisible para ellos, observar a toda la familia alrededor de la mesa brillantemente iluminada y escuchar sus conversaciones, y todo esto, por así decirlo, con consentimiento general, es decir de modo muy distinto al de antes.
Por supuesto, ya no eran las charlas animadas de antaño, las que Gregor siempre había recordado con nostalgia en sus cuartuchos de hotel, cuando, muerto de cansancio, se hundía en las sábanas húmedas de la cama. Ahora las veladas se desarrollaban casi siempre en silencio. El padre no tardaba en dormirse en su silla después de la cena; la madre y la hermana se exhortaban al silencio una a la otra; la madre, inclinándose mucho bajo la lámpara, cosía lencería para una tienda de modas; la hermana, que se había empleado de vendedora, pasaba las veladas estudiando taquigrafía y francés, con la esperanza de conseguir más adelante un empleo mejor. A veces el padre se despertaba, y como si no advirtiera que se había dormido le decía a la madre: “Hoy también estás cosiendo mucho”, y volvía a dormirse, mientras la madre y la hermana intercambiaban sonrisas cansadas.
Con una especie de obstinación, el padre se negaba a sacarse el uniforme de ordenanza, incluso en la casa, y mientras su bata colgaba en la percha, él dormía enteramente vestido en su silla, como si se mantuviera listo y atento a un llamado de su superior. Como resultado de lo cual la prenda, que no había sido nueva cuando él empezó a usarla, resistió a todos los esfuerzos de la madre y la hermana por mantenerla limpia; Gregor pasaba sus veladas contemplando ese uniforme llamativo, con sus botones dorados resplandecientes, y cubierto de manchas, en el que el anciano dormía con la mayor incomodidad pero profundamente.
No bien el reloj daba las diez, la madre trataba de despertar al padre hablándole suavemente, para después convencerlo de ir a acostarse, pues en la silla no podía descansar de verdad, y como debía reportarse en el trabajo a las seis, necesitaba realmente el sueño. Pero, con la obstinación que se había apoderado de él desde que era ordenanza, el padre se encaprichaba siempre en quedarse un rato más a la mesa, aunque siempre se dormía de nuevo y después era la mar de difícil hacerle cambiar la silla por la cama. Por mucho que insistieran la madre y la hermana, con cariñosos reproches, él negaba con la cabeza durante cuartos de hora enteros, con los ojos cerrados, sin levantarse. La madre le tiraba de la manga, le susurraba algo al oído, la hermana dejaba su trabajo para ayudar a la madre, pero nada hacía efecto sobre el padre. Al contrario, se hundía más en su silla. Sólo cuando las mujeres lo tomaban por los brazos para alzarlo él abría los ojos y mirando a una y a otra, solía decir: “¡Qué vida! ¡Éste es el descanso de mi vejez!” Apoyándose en ambas mujeres, se ponía de pie con torpeza, como si fuera una carga enorme para sí mismo, y se dejaba llevar hasta la puerta, y allí las despedía con un gesto y seguía solo; entonces la madre guardaba de prisa su costura, y la hermana su lapicera, para correr tras el padre y seguir ayudándolo.
En esta familia agotada por el trabajo, ¿quién tendría tiempo para ocuparse de Gregor más allá de lo absolutamente necesario? El tren de vida se redujo progresivamente; al final despidieron a la mucama; una mujer alta y huesuda, con cabello blanco alborotado alrededor de la cabeza, venía a hacer la limpieza más pesada a la mañana y a la tarde; la madre se ocupaba de todo el resto, además de sus numerosos trabajos de costura. Llegaron incluso a vender varias joyas de la familia, que antaño la madre y la hermana habían lucido con orgullo en salidas y festividades; Gregor se enteró del hecho cuando los oyó hablar en la mesa sobre los precios que habían obtenido. Pero la queja principal siempre era que, si bien el departamento era demasiado grande para su situación actual, no podían dejarlo por el problema insoluble de cómo transportar a Gregor. Él comprendía que no era el único obstáculo para la mudanza, pues habrían podido transportarlo en una caja especial con agujeros para respirar; lo que en el fondo les impedía cambiar de departamento era más bien el sentimiento de completa falta de esperanzas y la idea de que habían sido víctimas de una desgracia que iba más allá de lo experimentado por cualquiera de sus parientes y conocidos. Estaban pasando por las más duras pruebas que el mundo puede imponerles a los pobres: el padre iba a buscar el desayuno a los empleados de menor jerarquía del banco, la madre se agotaba cosiendo ropa interior para gente extraña, la hija se afanaba todo el día tras el mostrador para satisfacer a los clientes; la familia había llegado al límite de sus fuerzas. Y la herida de Gregor empezaba a dolerle otra vez como al principio cuando veía a la madre y la hermana volver después de haber acostado al padre, dejar el trabajo donde lo habían interrumpido y sentarse una junto a la otra, mejilla contra mejilla, y la madre decía entonces, indicando el cuarto de Gregor: “Cierra la puerta, Greta”. Gregor volvía a quedar en la oscuridad, mientras en la sala las mujeres lloraban o quizás, sin lágrimas, se quedaban quietas fijando una mirada ausente en la mesa.
Gregor pasaba casi sin dormir sus noches y sus días. Por momentos pensaba en volver a ocuparse de los asuntos de la familia, como antes, desde el momento en que volvieran a abrir la puerta. Después de una larga ausencia vio reaparecer en su mente al jefe y al director, junto con otros empleados y ordenanzas, el cadete especialmente tonto, dos o tres colegas de otras firmas, una mucama de un hotel del interior, recuerdo fugaz y tierno, una cajera de una tienda de sombreros a la que había cortejado seriamente pero sin apuro... Aparecían todos, mezclados con desconocidos o con personas olvidadas, pero en lugar de venir en su ayuda, y de su familia, todos eran inabordables, y se alegró de verlos desaparecer. Con el tiempo dejó de estar de ánimo para preocuparse por su familia; simplemente estaba indignado por el modo deplorable en que se ocupaban de él; y aunque no pensaba en nada especial que pudiera abrirle el apetito, hacía planes para llegar a la despensa y servirse lo que le correspondía por derecho, aunque no tuviera hambre. Sin pensar ya más en lo que podría complacer a Gregor, su hermana, antes de ir a la tienda a la mañana y al mediodía, empujaba con la punta del pie algo de comer, cualquier cosa, adentro del cuarto; y a la noche, sin fijarse si la comida había sido probada o, como era cada vez más frecuente, no había sido tocada, la sacaba con la escoba. La limpieza del cuarto, que ahora siempre hacía de noche, no podría haber sido más expedita. Las paredes estaban manchadas, había bolas de pelusa y excrementos en los rincones. Al comienzo Gregor solía colocarse, cuando llegaba su hermana, en rincones especialmente sucios, a modo de reproche. Pero podría haberse quedado semanas ahí sin que la hermana se corrigiera; ella veía la mugre tan bien como él, sólo que había decidido dejarla donde estaba. Al mismo tiempo, con una susceptibilidad nueva en ella, pero que ahora compartía toda la familia, insistía en que la limpieza del cuarto de Gregor siguiera a su cargo. Un día la madre hizo una limpieza a fondo, que le insumió varios cubos de agua (tanta humedad tampoco fue del gusto de Gregor, que se quedó echado sobre el sillón, malhumorado), y fue castigada por hacerlo. Pues esa noche, apenas la hermana vio los cambios en el cuarto, se precipitó a la sala y pese a que la madre le suplicaba alzando los brazos, estalló en una crisis de lágrimas delante de sus padres; el padre se había despertado sobresaltado en su silla; al principio se limitaron a mirarla sorprendidos e impotentes, pero después reaccionaron a su vez. El padre le gritó a la madre, a la derecha, reprochándole por no dejar la limpieza del cuarto de Gregor a cargo de la hermana; y a su izquierda le gritaba a la hermana que no tendría más el derecho de limpiar el cuarto; la madre intentaba arrastrar hacia el dormitorio al padre, que había perdido todo control; la hermana, sacudida por los sollozos, descargaba sus pequeños puños contra la mesa, y el mismo Gregor soltaba violentos silbidos, furioso al ver que a nadie se le ocurría cerrar la puerta para evitarle ese ruidoso espectáculo.
Pero aun cuando la hermana, agotada por el trabajo de la jornada, no pudiera ocuparse de Gregor como lo había hecho antes, no había necesidad de que la madre tomara su lugar, ni de que Gregor quedara desatendido. Pues ahora estaba la mujer de la limpieza. Esta viuda vieja, cuya sólida contextura seguramente la había ayudado a superar las peores pruebas, no sentía repugnancia especial por Gregor. Un día, más por azar que por curiosidad, abrió la puerta del cuarto, y al ver a Gregor, que tomado por sorpresa corría en un sentido y otro aunque nadie lo perseguía, se quedó plantada ahí con cara de asombro, tomándose las manos. Desde entonces, no pasaba día sin que entreabriera la puerta, a la mañana y a la tarde, para espiar a Gregor. Al comienzo, para que fuera hacia ella, lo llamaba con palabras que debía de considerar amistosas, como “Ven aquí, viejo bicho” o “Pero miren un poco, al viejo bicho”. Ante estas llamadas Gregor no respondía en modo alguno, sino que se quedaba inmóvil donde estuviera, como si nadie hubiera abierto la puerta. Por lo menos, en lugar de permitirle molestarlo cuando se le antojaba, habría sido mejor ordenarle que limpiara el cuarto una vez por día. Una mañana temprano, con una lluvia violenta, anuncio quizás de la primavera, golpeando los vidrios de la ventana, Gregor se sintió tan contrariado por las palabras de la sirvienta que se volvió hacia ella como si fuera a atacarla, aunque sus movimientos eran muy lentos y sin energía. La mujer, lejos de asustarse, se limitó a tomar una silla que había cerca de la puerta y levantarla, y por el modo en que se mantenía firme, con la boca abierta, era evidente que sólo la cerraría después de decargar la silla sobre el lomo de Gregor.
–¿Mantenemos las distancias, eh? –preguntó cuando Gregor dio media vuelta; y volvió a apoyar tranquilamente la silla en el rincón.
Para entonces, Gregor ya no comía prácticamente nada. Sólo cuando por casualidad pasaba junto a la comida, mordía sin ganas un bocado, que tenía durante horas en la boca y en general terminaba por escupir. Al principio creía que era la pena de ver el estado en que se encontraba su cuarto lo que le había quitado el apetito, pero no tardó en sacar partido de los cambios. Se habían acostumbrado a meter en su cuarto cosas que no podían ubicar en otra parte de la casa, y ahora había muchas porque habían tomado a tres caballeros como inquilinos en uno de los dormitorios del departamento. Estos tres hombres, muy serios (los tres usaban barba, como Gregor pudo observar un día a través de una rendija en la puerta) eran muy exigentes en el orden, no sólo en el cuarto que ocupaban sino también en el resto de la casa, y especialmente en la cocina, ahora que estaban instalados como pensionistas. No soportaban el menor objeto inútil, y menos si estaba sucio. Además, habían traído consigo la mayor parte del mobiliario que usaban. Como resultado, sobra...
Índice
- Prólogo
- La metamorfosis
- I
- II
- III
- Franz Kafka
- Sobre el autor
