La prueba
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Descripción del libro

Dos muchachas punks, Mao y Lenin, son las magníficas, terroríficas y tal vez trágicas heroínas de este fascinante relato incendiario. Las novelas de Aira son textos concentradísimos y libérrimos que en pocas páginas cuentan una historia, describen un ambiente, crean personajes, pero además trastornan todos los supuestos y forjan una realidad nueva y aparte. Marcia, una muchacha de dieciséis años, muy lista y también muy sensata, atraviesa a la salida de la escuela una plaza que es lugar habitual de reunión de los punks de la ciudad y escucha de una de las muchachas, Mao, las dos primeras palabras de esta novela: "¿Querés coger?" Cuando Marcia le pregunta que si está loca, la otra le explica que no lo está, sino que se ha enamorado de ella con sólo verla. Junto con otra punk, se van a platicar, discuten sobre qué es ser punk, sobre el amor, sobre el mundo y su irrealidad. De pronto sin apenas darse cuenta cómo, el lector está de lleno en el territorio de Aira, donde todo da vuelta, enloquece, se violenta, se dispara, abandona toda verosimilitud y entra en una lógica salvaje. Las dos punks salen a la calle y se lanzan a la prueba de amor de Mao por Marcia, con un saldo más bien rojo y toda suerte de daños en propiedad ajena.

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Información

Editorial
Ediciones Era
Año
2013
ISBN del libro electrónico
9786074452532
–¿Querés coger?
A Marcia la sorpresa le hizo incomprensible la pregunta. Miró a su alrededor sobresaltada para ver de dónde provenía… Aunque no estaba tan fuera de lugar, y quizás no podía esperarse otra cosa, en ese laberinto de voces y miradas, a la vez transparente, liviano, sin consecuencias, y denso, veloz, algo salvaje. Pero si uno se ponía a esperar algo…
Tres cuadras antes de la Plaza Flores empezaba a desplegarse, de este lado de la avenida, un mundo juvenil, detenido y móvil, tridimensional, que hacía sentir su envoltura, el volumen que creaba. Eran grupos nutridos de chicos y chicas, más de los primeros que de las segundas, en las puertas de las dos disquerías, en el espacio libre del Cine Flores entre ambas, y contra los autos estacionados. A esa hora habían salido de los colegios y se reunían allí. Ella también había salido del colegio dos horas antes (estaba en cuarto), pero lejos, quince cuadras más abajo, en Caballito, y hacía su caminata cotidiana. Marcia tenía sobrepeso, y un problema en las vértebras que a los dieciséis años no era grave, pero podía llegar a serlo. Nadie le había recomendado que caminara; lo hacía por instinto terapéutico. Y por otros motivos también, principalmente el hábito; la grave depresión que había sufrido, con su clímax unos pocos meses atrás, la obligó a moverse sin cesar para sobrevivir, y ahora lo hacía en buena medida porque sí, por inercia o por cábala. A esta altura del ejercicio, ya cerca de donde emprendía la vuelta, era como si fuera desacelerando; entrar en esa otra área juvenil después del kilómetro más bien neutro por Rivadavia que separaba ambos barrios, era hacer más y más lenta la marcha, aunque no disminuyera el paso. Chocaba con la carga de signos flotantes, cada paso, cada ondular de los brazos se hacía innumerable en respuestas y alusiones… Flores, con su gran sociedad juvenil en la calle, se alzaba como un espejo de su historia, algo alejado del escenario original, no mucho, al alcance de una caminata vespertina; de todos modos resultaba lógico que el tiempo se hiciera más espeso al llegar. Fuera de su historia se sentía deslizar demasiado rápido, como un cuerpo en el éter donde no hubiera resistencia. Tampoco debía haberla en exceso, o quedaría detenida, como le había sucedido en el periodo bastante trágico que ya empezaba a palidecer en el pasado.
Aunque eran apenas las siete, había oscurecido. Estaban en invierno, y la noche caía temprano. No la noche cerrada, para la que faltaba un rato. En el sentido en que caminaba, Marcia tenía el crepúsculo adelante; al fondo de la avenida había una luz intensa, roja, violeta, anaranjada; pudo verla sólo al acercarse a Flores, cuando Rivadavia hacía una suave curva. Había salido casi de día, pero era un proceso rápido; en pleno invierno a las seis y media de la tarde habría sido de noche: la estación había avanzado y ya no podía decirse que fueran los días más cortos del año, pero persistía el frío, los crepúsculos bruscos, los anuncios de la noche al salir del colegio a las cinco. Debía de quedar algo de luz en el aire, aun a las siete, pero la iluminación intensa de la calle volvía negro el aire del cielo, por contraste. Sobre todo al llegar a la zona más comercial de Flores, cerca de la plaza, con las vidrieras y marquesinas encendidas. Eso hacía incongruente el brillo rojo de la puesta de sol del fondo, salvo que ya no era roja, era apenas sombra azul con una irradiación gris. Aquí el fulgor de las perchas de mercurio deslumbraba, quizás por la cantidad de jóvenes que se miraban y conversaban o esperaban o discutían a gritos. En las cuadras anteriores, casi vacías de gente (hacía muchísimo frío, y los que no eran jóvenes con esa necesidad inútil de encontrarse con sus amistades preferían quedarse adentro) las luces parecían brillar menos; es cierto que al pasar por ellas había sido más temprano. La hora parecía volver atrás, desde alguna medianoche, hacia la tarde, hacia el día.
Ella no lo sentía, o no debería sentirlo, porque era parte del sistema, pero todos esos chicos estaban perdiendo el tiempo. Era el sistema que tenían de ser felices. De eso se trataba, y Marcia lo captaba perfectamente, aunque no podía participar. O creía que no podía. Sea como fuera entraba a ese reino encantado, que no era ningún lugar, era un momento causal de la tarde. ¿Había llegado ella a él? ¿Él a ella? ¿La había estado esperando? No se hacía más preguntas porque ya estaba allí. Había llegado a olvidarse de que estaba caminando, de que iba en cierta dirección (de cualquier modo no iba a ninguna parte) en medio de la resistencia suave de la luz y la oscuridad, el silencio y las miradas que cambiaban sus rostros.
Se miraban todos entre sí, se encontraban, para eso habían salido. Hablaban, gritaban, se murmuraban secretos, pero todo se resolvía vertiginosamente en la nada. La felicidad de hallarse en un lugar y un momento era así. Tuvo que zigzaguear para pasar por fuera de unos círculos dentro de los cuales reverberaba el secreto. El secreto era ser niño o no. Aun así, no podía evitar mirar, ver, montar en la atención general. De los grupitos se desprendían todo el tiempo algunos chicos y chicas que se apuraban para un lado u otro, y siempre volvían, hablando, gesticulando. Todo ese tramo estaba poblado; parecían llegar o irse, y sobre todo mantener la cantidad. Daban una impresión de sociabilidad inestable. De hecho, se diría que no estaban estacionados allí, sino de paso, como ella. No era un área de resistencia, salvo poética, imaginaria, sino un suave tumulto con grandes y pequeñas risas. Todos parecían estar discutiendo. ¡Boludo! ¡Boludo! era la palabra que más se oía, aunque nadie se peleaba. Se recriminaban todo, pero era una manera de ser. No es que la miraran pasar; no estaban tan callados ni tan inmóviles para eso. Además, era un instante, unos pocos metros. Pero proseguía. Cruzando la calle Gavilán estaba la verdadera muchedumbre. Ese lado de la esquina, donde estaba Duncan, una confitería enorme, era un poco más oscuro. Aquí parecían más. Éstos sí eran los típicos jóvenes de Flores; pelos largos, camperas de cuero, las motos estacionadas sobre la vereda. Reinaba una urgencia detenida. Había un kiosco de revistas cerrado, y junto a él un puesto de florista; hasta unos veinte o treinta metros más adelante seguía habiendo grupitos, hasta la primera entrada de la galería, donde había una disquería, y culminaba la presencia de gente joven exhibiéndose, al menos por el momento. Marcia sabía que en la esquina siguiente, frente a una farmacia, se hacía siempre a esa hora una aglomeración de chicos. Era avanzar y progresar en lo más característico del barrio. Pero todavía iba a la altura de la esquina anterior, la de Duncan, colmada de motociclistas… Ya le llegaba la música de la disquería, The Cure, que a Marcia le encantaba.
La música modificó su estado de ánimo, lo llevó a su culminación inexpresada. Como no había sucedido con la música de las dos disquerías de la cuadra anterior, no podía deberse sino a la cualidad de ésta; aunque quizás se debiera a un final de la suma de impresiones. La música era la resistencia que faltaba para hacer el pasaje totalmente fluido. Todas las miradas, las voces entre las que se deslizaba, se conjugaban en la noche. Porque era la noche. El día había cesado y la noche estaba en el mundo; a esta hora en verano era pleno día; ahora era de noche. No la noche de dormir, la verdadera, sino una noche puesta sobre el día sólo porque era invierno.
Caminaba envuelta en su aureola, en sus dieciséis años. Marcia era rubia, baja, gordita, con algo infantil y algo adulto. Llevaba una pollera de lana y un pulóver gordo azul, zapatos acordonados, el rostro encendido por la caminata, pero siempre lo tenía rubicundo. Se sabía fuera de lugar en su movimiento; habría sido una más en alguna barrita, en la que no eran infrecuentes las chicas como ella, charlando y riéndose, pero no conocía a nadie de Flores. Parecía una chica que iba a alguna parte y tenía que cruzar por ahí. Milagro que no le hubieran dado tarjetas; se las daban todos los días, pero hoy no, por una de esas casualidades; todos los tarjeteros se habían distraído justo en el momento en que ella pasaba. Se diría que era un fantasma, que era invisible. Pero eso no hacía sino volverla más y más el centro vacío de todas las miradas y conversaciones… si es que se podía hablar de conversaciones. Cuando nada le estaba dirigido, era porque las direcciones se habían desvanecido. Era la nube de jóvenes desconocidos…
–A vos te digo…
–¿A mí?
–¿Querés coger?
Dos chicas se habían desprendido del grupo grande o los grupos estacionados en Duncan y fueron tras ella, le dieron alcance, sin ir muy lejos porque Marcia estaba ahí nomás. Una de ellas le hablaba, la otra estaba de acompañante, muy atenta, algo más atrás. Marcia se detuvo, cuando hubo localizado quién le hablaba, y la miró:
–¿Estás loca?
–No.
Eran dos punks, de negro, muy jóvenes, pero quizás algo mayores que ella, de caras infantiles, pálidas. La que hablaba estaba muy cerca.
–Estás buenísima y te quiero coger.
–¿Estás mal de la cabeza?
Miró a la otra, que era igual y estaba muy seria. No parecía una broma, no eran conocidas, o por lo menos no podía reconocerlas con esos disfraces. Había algo de serio y de loco en las dos, en la situación. Marcia no cabía en sí del asombro. Apartó la vista y siguió caminando, pero la punkie la tomó del brazo.
–Sos la que estaba esperando, gorda de mierda. No te hagas la difícil. Quiero lamerte la concha ¡para empezar!
Se soltó inmediatamente, pero de todos modos volvió la cabeza, por segunda vez, para responderle.
–Estás chiflada.
–Vení a lo oscuro –señalaba la calle Gavilán, a su espalda, que efectivamente era una boca de lobo, con sus grandes árboles–. Quiero darte un beso.
–Dejame en paz.
Seguía su marcha, y las dos se habían quedado quietas, renunciando de antemano, pero la que hablaba levantaba la voz, como se hace siempre con alguien que se aleja, aunque siga cerca. Vagamente alarmada, Marcia notó a posteriori que la desconocida había hablado en voz alta desde el comienzo, y algunos las habían oído y se reían. Y no sólo jóvenes, sino también el florista, un hombre mayor, un abuelito, rozando al cual pasó Marcia en su huida, que miraba muy interesado pero con cara inexpresiva, como si no pudiera reaccionar. Lo haría después, en sus comentarios con las clientas, sería inagotable con la “degeneración”, los “¿sabe lo que pasó?”, etcétera. “Seguro que estaban drogadas”, dirían las señoras. ¡Qué inconscientes eran estas pibas! se sorprendió pensando Marcia. ¡Qué imprudentes! ¡Cómo saboteaban a la juventud! Los muchachos que habían oído no parecían para nada preocupados por eso; se reían y gritaban, divertidísimos.
Ya habían quedado atrás. Sin querer, había acelerado un poco. La música sonaba más fuerte, y unos chicos estacionados en la puerta de la disquería, más adelante, miraban interesados. Sin oír, debían de haber adivinado, quizás no el sentido exacto del intercambio, pero sí su extrañeza. O quizás ella no era la primera que abordaban esas dos, u otras, quizás era una broma de mal gusto que estaban haciendo todo el ti...

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