• III •
Una de nosotros, los de aquí
Para los hambrientos españoles, los guajolotes que los visitantes nativos les traían al campamento eran un manjar. Llegaban por docenas, amarrados y desesperados por librarse de sus jaulas de madera. Los hombres que traían la comida se dirigían a la noble señora en elegante huipil que los había recibido y que se encargaría de arreglar el pago. “Oh, doña Marina”, empezaban. Pero, por supuesto, hablaban en su propia lengua. Para agregar un título de respeto al nombre, que pronunciaban “Malina”, decían “Malintzin”: agregado a un nombre, el sufijo “-tzin” era marca honorífica. Y usaban la palabra en una forma del vocativo. En casa, para dirigirse a un familiar querido, sólo hubieran añadido una sílaba al final: “Malintzine”. Pero en este caso, para poner a salvo su dignidad y dejar claro que no había ningún afecto de por medio, abreviaron el final “-tzine” en un simple “-tze”. Le decían “Malintze”. Los españoles oyeron “Malinche”.1
Al desplegar sus regalos a los pies de la joven señora, los visitantes se preguntaban quién era ella. El simple hecho de su existencia en el campamento de los españoles creaba la necesidad de una nueva categoría social que abarcara a todos aquellos que podían ser definidos por contraste con los recién llegados, con los españoles. Los mensajeros regresaron con Moctezuma y le informaron que los extranjeros tenían con ellos a “una mujer, una de nosotros los de aquí”.2 Algún día, en un futuro no muy lejano, llegarían a ser lo suficientemente versados en la geografía del mundo para entender el razonamiento que había conducido a los españoles a usar la palabra “indios”, pero en ese momento, obviamente no tenía sentido para ellos.
Ahora bien, si por muchos motivos Marina pertenecía al grupo de la gente que siempre había vivido de este lado del mar, otros aspectos la hacían claramente diferente. Al dirigirse a ella, los visitantes indígenas entendían que representaba a una entidad extranjera hasta entonces desconocida. Al parecer, los forasteros vestidos de metal representaban a la misma entidad. Cuando los visitantes volteaban hacia Cortés y, aunque no entendiera nada, le hablaban directamente, a él también le decían “Malintze”. Y cuando finalmente otro español empezó a aprender su lengua y se puso a conversar con ellos, lo llamaron por el mismo título. Más tarde, los nativos desarrollarían sus propias teorías en cuanto a quién representaban los tres. Pero mientras tanto Malintzin fue su punto de referencia inicial; las otras personas de su bando sólo se podían ubicar y entender en relación con ella.3
Pues ella era la vocera. Había sido elegida por los españoles para hacer declaraciones a nombre del grupo en su conjunto. Para los nahuas, ése era el meollo del asunto. La palabra que designaba a un gobernante, “tlatoani”, significaba literalmente “el que habla”. Malintzin no era gobernante, pero probablemente había momentos en que daba la impresión de tener poderes análogos. En el mundo indígena, los sacerdotes –hombres y mujeres– también eran voceros que expresaban la retórica sagrada transmitida por generaciones y recordaban a sus oyentes su obligación de seguir los caminos del deber y preservar un universo que de otra manera se hundiría en el caos.4 En las casas nobles había artistas que cantaban poemas en voz alta, al ritmo de tambores y maracas. Rivalizaban para crear cantares memorables, derivados siempre de modelos con temas e imágenes tradicionales y probados, pero con giros nuevos o alabanzas a un nuevo rey. Los sacerdotes –hombres y mujeres– disponían de textos pictoglíficos para recordarles qué decir, pero los cantos, memorizados sin ayudas de ese tipo, se transmitían de boca en boca. Los poetas-cantantes talentosos adquirían fama en su propia región, y entre ellos había mujeres. Poco tiempo antes, Nezahualpilli, el tlatoani de Texcoco, había condenado a muerte a uno de sus hijos y una de sus concubinas por cantar juntos en público de un modo que le pareció impropio. O eso decían los chismes.5 Así pues, cuando hablaba la joven señora Malintzin y cuando quienes la rodeaban callaban para escucharla, la situación era inusual pero no del todo inaudita.
Además, los visitantes pronto descubrieron que era una vocera talentosa; podían confiar en su comprensión de lo que ellos planteaban, y entendían claramente sus respuestas y admoniciones. Cuando un muchacho europeo que estaba aprendiendo su lengua empezó a tratar de hablar con ellos, su desempeño no siempre les resultó convincente y entonces pedían la presencia de Malintzin. En una batalla desastrosa, los españoles terminaron matando a algunos de sus aliados porque no lograban entenderles; en esa ocasión, Cortés admitió que se hubieran ahorrado muchos problemas con la presencia de un intérprete.6
En general, al contar sus historias, los españoles prefirieron presentarlas como si nunca hubieran necesitado traductores. Cabe imaginar que Cortés redactó buena parte de sus cartas a Carlos V en presencia de Malintzin, pero aun así muy raras veces la menciona, y sólo una vez por su nombre. En eso no era diferente de otros europeos: deseaba que aquellos que nunca habían estado en el Nuevo Mundo creyeran absolutamente en su propia y heroica aptitud, y para ello fingía –o por lo menos dejaba creer– que él podía hablar con los indios sin intermediarios. Muchos exploradores de sillón lo creyeron: la idea de una fácil comunicación con los nativos –cuyos modos y lenguaje supuestamente sencillos no requerían, en teoría, de mucha traducción– fue uno de los grandes mitos acariciados por los europeos. Un historiador ha llegado a hablar de la “supresión sistemática de la voz de los nativos” en las cartas que los colonizadores, empezando por Colón, mandaban a su tierra. Tal vez los que escribían tenían sus razones para no mencionar a sus traductores; pero por su parte, allá en casa, los crédulos lectores de sus informes disfrutaban de esa ficción sin dedicarle más atención al asunto.7
Sin embargo, de maneras sutiles y a veces no tanto, en sus acciones y sus escritos, los europeos revelaban lo mucho que dependían de sus intérpretes. En las expediciones estaban solos en una tierra inmensa donde no entendían nada ni a nadie; tenían que confiar completamente en los jóvenes secuestrados que llevaban consigo o en cadenas improvisadas de traducción que descansaban en gente como Malintzin. Los europeos estaban dispuestos a todo con tal de conseguir traductores; Cortés, que tenía indicios serios de la presencia de náufragos españoles en la zona de Cozumel, esperó muchos días en la costa para tratar de dar con Jerónimo de Aguilar y cuando descubrió las capacidades de Malintzin su reacción fue instantánea. Su biógrafo López de Gómara expresó claramente el significado de esa reacción cuando, años más tarde, escribió que Cortés le había pedido a la muchacha ser su feraute, su heraldo, es decir alguien que iría unos pasos delante de él para hablar con los indígenas.8 En sus cartas al emperador Carlos, Cortés se refiere a Malintzin simplemente como “la lengua”, la traductora, pero en la práctica sabía que su papel era decisivo.
Años más tarde, un hombre llamado Francisco de Aguilar, que había sido soldado de Cortés pero había renunciado a las riquezas terrenales para hacerse fraile dominico, dictó en su lecho de muerte un breve relato de la expedición. Una sola vez mencionaba explícitamente a Malintzin –pero aun así dejaba clara la importancia que conservaba en su memoria. En su primer párrafo, Cortés y su tropa parten; en el segundo, rescatan a Jerónimo de Aguilar (cansado y olvidadizo, el fraile lo llama “Hernando de Aguilar”); en el tercer párrafo, los españoles desembarcan sus cañones en la boca del río Grijalva y logran una gran victoria; en el cuarto, reciben a Marina.9
Los españoles no sólo necesitaban a sus traductores para guiarlos y encontrar el agua y los alimentos indispensables, sino para mucho más: para la conquista misma. Por supuesto, podían obtener victorias militares sin ellos y, cuando sólo pretendían reunir algo de oro y tributo y seguir viaje, como en Putunchán, el problema de la lengua no era tan crítico. Pero si se proponían extender la dominación española –y ése era el objetivo explícito de Cortés–, entonces era indispensable un traductor que pudiera explicar a los que habían sido conquistados el alcance de su derrota militar, el nuevo conjunto de reglas que impondrían los vencedores. Esos traductores iniciales, para ser realmente útiles, tenían que ser personas liminares, que hubieran vivido en ambos bandos y entendieran algo de ambos mundos. Era necesario que fueran parte de “nosotros los de aquí” y también que no lo fueran. Los niños secuestrados y obligados a vivir por años con los españoles eran la solución perfecta.
Los náufragos españoles como Jerónimo de Aguilar podían servir, pero apenas: ya eran hombres adultos cuando les había tocado aprender un idioma nuevo, sin ayuda de nadie y con poderosas razones psicológicas para negarse a asimilar del todo la cultura que los rodeaba. La fe católica de Aguilar lo impulsó a resistir tercamente, y también la esperanza que siempre albergó de ser rescatado algún día.10 Malintzin, por el contrario, era particularmente talentosa, además de joven; mantenía intacta su capacidad innata para aprender idiomas. Ahí estaba Jerónimo de Aguilar para ayudarla, para contestar sus preguntas. En términos psicológicos, no tenía por qué echar de menos su vida ni su casa anteriores ni motivo para negarse a aprender a pensar como los extranjeros. Sabía que su sobrevivencia dependía de la de los españoles, así que le sobraban razones para observarlos con cuidado, y sus años de esclavitud seguramente habían agudizado su capacidad de observación. No es tan sorprendente, pues, que según todas las fuentes haya aprendido tan velozmente la lengua y los modos de los españoles ni que, al paso de los meses, se haya vuelto cada vez más importante, mientras Jerónimo de Aguilar lo era cada vez menos. Alrededor de 1524, y probablemente mucho antes, Cortés ya no llamaba a Aguilar para nada; para entonces, Malintzin se hacía cargo de todas sus traducciones entre el español, el náhuatl y el maya.11
Malintzin, en efecto, podía hacer algo más que repetir lo que otros decían en un vocabulario extranjero. Como la persona liminar que era, podía hablar en registros variados y por tanto transmitir lo dicho de manera pertinente. No podemos confiar en Bernal Díaz para reportarnos exactamente lo que decía ella a los españoles, pero podemos creerle cuando expresa lo que pensaba de ella. La quería; al parecer, todos los españoles que dependían de su competencia la querían y la admiraban. Bernal Díaz habla de su valentía, de su buen humor, que todos apreciaban; también recuerda que, según el momento, les hablaba con desdén o coquetería; es decir, que sabía cómo manejar a su público de machos españoles. Ese modo, sin embargo, nunca hubiera funcionado con su audiencia náhuatl, que también era masculina en su gran mayoría. Con ellos, usaba de retórica, de lenguaje formal, de autoridad. Podían aceptar que una señora noble tuviera la palabra, incluso que les dijera qué hacer, pero sólo si hablaba como una cihuatecuhtli, una “dama de poder”, no como una niña juguetona. Una niña juguetona tenía que respetar a sus mayores, no decirles lo que tenían que hacer. Ella lo sabía, y sabía adaptar el tono de su discurso.
Iba a requerir de todos sus talentos, lingüísticos y de otros tipos, en la marcha tierra adentro camino a Tenochtitlan. Tlaxcala fue el primer gran reino que tuvieron que atravesar. Se ha hablado mucho de la alianza de los tlaxcaltecas con los españoles, pero en aquel día de septiembre de 1519, cuando se dio el primer contacto, recogieron el guante y pelearon por sus vidas y su autonomía. Pelearon sin descanso durante dieciocho sangrientos días.
Cuando empezaron las batallas, les españoles ya estaban nerviosos. El ascenso progresivo desde el nivel del mar los había agotado. Los días eran secos y calurosos y sufrían de sed. Las noches eran frías y no tenían ropa apropiada para el clima. Algunos de los indios caribes que los acompañaban murieron a raíz de una tormenta de lluvia y granizo que los dejó a todos empapados, helados y exhaustos. Cuando se detuvieron en un poblado, Cortés le pidió al señor local por boca de sus intérpretes que le diera comida y oro y jurara lealtad al emperador Carlos. El hombre se negó, diciendo que no lo haría sin el permiso de Moctezuma. Cortés se sentía más vulnerable de lo que después afirmaría. “Por no escandalizarle ni dar algún desmán a mi propósito y camino, disimulé con él lo mejor que pude y le dije que muy presto le enviaría a mandar Mutezuma que diese el oro y lo demás que tuviese.”12
Cuando ocurrió ese incidente, la tropa española ya se acercaba al territorio de los tlaxcaltecas: los aliados cempoaltecas les habían dicho que cabía esperar una acogida amistosa, ya que eran enemigos jurados de Moctezuma. Dos jefes cempoaltecas se adelantaron como embajadores pero, aunque Cortés los espero ocho días, no regresaron. Algo andaba mal, pero Cortés estaba firmemente convencido –y con razón– de que no le quedaba más que seguir avanzando, ya que cualquier señal de debilidad le haría perder a los aliados que tenía. Reanudaron la marcha y pronto encontraron una muralla de piedra de tres metros de alto “que atravesaba todo el valle de la una sierra a la otra”. Tenía la forma de un prisma, como si fuera una pirámide estirada: en la base medía siete metros de ancho, y culminaba en un pretil plano de sólo medio metro. Habían llegado a la frontera tlaxcalteca. A pesar de la inhóspita barrera, los cempoaltecas seguían repitiendo que todo iba a salir bien, o que en todo caso les iría mejor cruzando por...