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eBook - ePub
Descripción del libro
Cinco comunistas, entre ellos una mujer, son deportados al penal de las remotas Islas Marías, tal como lo fue el propio Revueltas. Junto a ellos, los demás inasimilables de la sociedad, personajes perpetuos de la obra revueltiana: prostitutas, homosexuales, rateros, lisiados. Si hay algún hermano de Dostoievski en lengua española, ése es Revueltas. Una novela dramática, inolvidable.
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Información
Editorial
Ediciones EraAño
2015ISBN del libro electrónico
9786074451481VIII
Los cerdos del subteniente Smith eran gordos, innobles como todos los cerdos del mundo. Después de la comida se movían perezosamente, con un ritmo pesado, satisfecho y actitudes que parecían humanas, pero en el acto mismo y un poco antes, cuando presentían la comida, eran de una diligencia primitiva y grosera, llena de escándalo y de brutalidad. Los cerdos jóvenes, pequeños y aún limpios, tenían, por el contrario, cierta gracia, se asustaban, corrían, y en sus ojillos vivaces parpadeaba el azoro de la vida.
Cuando todas las mañanas, entre las nueve y las diez, oían un ruido particular, un ruido a la vez elástico y seco, de ligaduras restiradas y sin lubricación, se ponían a gruñir como en un infierno, como gruñen los cerdos por cualquier cosa para demostrar su profundísimo apego a la vida. Y es que el ruido lo provocaba el subteniente Smith al encaminarse a los chiqueros moviendo sus piernas escrofulosas y sus brazos embrionarios, de animal aún no consumado.
El subteniente Smith había adquirido la costumbre de golpear diariamente a los cerdos, con un bastón, gozándose en los lamentos y en los ojillos angustiados, fijos, que corrían como arrastrando el cuerpo. (Los cerdos deben ser de la familia de las ratas; tienen una mirada muy semejante y casi se dedican al mismo género de vida; además, sienten el mismo odio por el hombre.)
Smith estaba solo en la vida y ni siquiera el calor de una mujer le había dado alguna vez abrigo y descanso, pues su aspecto, su rostro, su afonía (¡si cuando menos se le oyera...!) y todos sus innumerables defectos físicos lo colocaban aun fuera del grupo que las más feas y desgraciadas mujeres pueden aceptar. Sin embargo, él hizo todos los esfuerzos que su tenaz empeño le dictó para agenciarse una querida.
Fuese a ver a Galindo:
–¡Amigo Jalindo, nejejito una hembrita por ahi!
Galindo era el patrón de La Victoria, un balandro que hacía viajes entre San Blas y la Isla y que, a veces, iba también a Mazatlán.
–¡Pos se la traeré a usté, mi subteniente...!
Éste era un servicio legalmente establecido en la Isla, pues de otra suerte los empleados célibes y los guardianes sin soldadera sucumbirían al terrible imperativo del sexo, que es como la sed. Un juego interesante porque ni la mujer ni el hombre se conocían. Galindo se llegaba a San Blas, que tiene los burdeles más pobres del mundo, y reclutaba las voluntarias.
–Allá –explicaba, y este allá quería decir la Isla– tendrás la comida a tus horas, y te darán ropa. ¡Toma! –y extendía un peso o uno cincuenta–. ¡Cómprate tus medias!
Las mujeres miraban a Galindo con unos ojos de agua, indiferentes:
–¿Y cómo es él? ¿No está enfermo? –preguntaban.
A Galindo se le daban diez pesos por cada hembra, dizque para costear el viaje, y siempre, toda la vida, una propina de tres o cinco, “para las medias”, para que las mujeres no llegaran a la Isla “tan diatiro”.
Cuando La Victoria atracaba en Balleto, después de quince días o un mes de espera, en el muelle aguardaban los presuntos maridos: en su mayor parte soldados, cabos, sargentos, oficiales de baja graduación y hasta empleados administrativos que no tenían esposa.
–Ésta es la suya, sargento Quiñones –decía Galindo mostrando la hembra–, y ésta la de usted, amigo García.
Las mujeres se mostraban tímidas y examinaban con rapidez al hombre que les tocaba en suerte. Más tarde, no obstante, amoldábanse a la vida isleña y se les veía haciendo compras en la tienda o los domingos, muy de seda y tacón alto paseando por el muelle al son de la música de viento.
Al subteniente Smith le correspondió una muchacha enfermiza y delgada (“ya ha de entrar en carnes”, pensó Smith), hambrienta, aún cuando tenía algunos rasgos agradables y casi bellos.
La muchacha era seria, fría, y realizaba todo con indiferencia abrumadora. El “casamiento” de Smith, por eso quizá, terminó a la semana de iniciado, pues agregóse a todo el hecho de que María –así se llamaba– se entregó a un colono cierto día, sin más formalidades y en la propia casa del subteniente. Al colono se le impusieron seis meses de castigo y a la infiel aventurera se le reembarcó hacia su punto de origen.
Por las noches plenas y profundas, cuando el sexo parecía un mar sin freno en medio del clima afrodisiaco, la imaginación suelta y todo el cuerpo atento –aun el suyo, tan miserable–, se lamentaba de no haber aprovechado cabalmente el tiempo con María, de no haber bebido hasta las heces aquel vaso oscuro de pasión (de no haber hecho esto o aquello, etcétera). La memoria del sexo –y todavía más, la memoria del sexo perdido– es peor en la viveza y en la tangibilidad, en los sentidos y en el espíritu, que el sexo mismo. No hay lamentaciones bastantes, ni rabia, para dolerse por completo de ese paraíso del mal, de ese tóxico sombrío de piernas, de vientres, de senos, de respiraciones, en que el recuerdo se quema. Por esto el subteniente no se resignaba. Aún más: la vida se había alterado notablemente y tanto, que su espíritu giraba ya, obsesivo, en torno de una sola idea: la mujer.
En casa del general cierto día, arrugando entre sus manos una ficha enviada desde Gobernación, suplicaba:
–Nejejito ejta muchacha, mi general. Nejejito alguien que cuide mij puejcoj... –El pretexto, los puercos.
El general sonreía sarcásticamente, pues estaba enterado de las aficiones del subteniente.
–¡Ajá! ¡Alguien que cuide sus puercos!
En la ficha podía leerse:
Nombre: Rosario del Valle.
Estatura: regular.
Ojos: castaño claros.
Cabello: de igual color.
Boca: grande.
Nariz: recta.
Señas particulares: ninguna.
Antecedentes: comunista.
Acostumbra la Secretaría de Gobernación enviar anticipadamente las fichas de algunos reos, por telégrafo, para que la dirección del penal tenga información completa sobre ellos. La ficha de Rosario, junto con la de sus compañeros, había llegado a la colonia una semana antes.
Smith, temblándole en las manos el papel de Gobernación pensaba oscuramente: “estatura regular” (y veía una mujer “ni alta ni baja”, maravillosamente formada, de un cuerpo aéreo, grácil); “ojos castaños” (y adivinaba unos ojos finos, graves, luminosos); “¡y boca, y nariz, y rostro...!”
Estaba dispuesto a pedir de rodillas se le “comisionara” a Rosario. Existe en la Isla esta posibilidad: cualquier empleado puede solicitar de la dirección, se “comisione” un colono junto a él, en calidad de criado u otra cosa. Smith pedía ahora ese privilegio, y no sabía el general cuán grande, cuán inmenso era el favor y todo lo que representaba.
–¡Conque para que cuide sus puercos...! ¡Ah que subteniente! ¡Llévesela, llévesela, y haga lo que quiera, hombre!
–No sabe cuánto se lo agradezco..., mi general.
Los cerdos del subteniente eran gordos, ruines, como todos los cerdos del mundo. Pero en medio de ellos Rosario aparecía como una figura bíblica, dorada, con su prestigio de espiga grácil y sus ademanes de danza, arrojando el maíz desde una cesta, como una sembradora. Se descubría en ella, entonces, una conjunción atrayente, vital, de mujer llena de inteligencia, al mismo tiempo que de mujer de la tierra, fresca, formada de semillas y de cosas feraces.
Smith quedó anonadado. El ejemplar que se le ofrecía era muy superior a cuanto pudiera imaginar. Rebasaba de tal manera los límites, era tan extraordinaria para él, con esas manos, con ese rostro, con ese talle de planta, que una pasión caliente, de metales ardiendo, nubló su espíritu e hizo hervir su pecho en una marea incontenible y desproporcionada.
Aquella mujer tenía la virtud enloquecedora de subvertirlo interiormente: sus nociones y sus apetitos cambiaban de pronto; los cauces de su pasión se alteraban tornándose canales subterráneos, cuyo destino era el más insospechado y tremendo. Era tan inabarcable el placer que esperaba encontrar en Rosario, representaba a tal grado una fiesta loca y un vendaval de los sentidos, que no podía imaginarse un hecho sexual simple con ella, un contacto breve y en cierto modo solitario, mínimo. No.
No besaría previamente sus manos, su rostro, su boca. No acariciaría sus senos, su vientre. No tomaría su cálido cabello de abrasadoras bandas. No. ¡Primero había que golpearla! ¡Azotar su cuerpo desnudo! ¡Enloquecer de golpes hasta llegar al espasmo!
Iba a esperar noches y semanas; a aguardar como aguarda el jugador empedernido un golpe de fortuna ante el tapete verde; como espera el condenado el momento de la fuga, previsto a largo plazo.
Renqueando, con unos calzones cortos que ponían al descubierto sus piernas arrugadas, junto a la puerta de Rosario oía, por las noches, cómo ésta se desnudaba, cómo sus ropas le palpaban el cuerpo y subían fabulosamente por los muslos, temblorosos y húmedos como dos vivientes columnas humanas.
Dentro del pecho de Rosario, al ser arrancada de sus compañeros, aquella primera tarde de la Isla, algo penoso y duro se movió, con insistencia de llanto. “La mujer se queda aquí”, escuchó como en un sueño. ¿De dónde partían estas palabras? La tierra era opaca y sobre su superficie las pisadas cobraban sitio prolongándose como en un planeta sin atmósfera. Rosario distinguió por última vez los ojos sanos, sin horizontes, de Ernesto, que la miraban con dulzura, y entonces una cosa antigua, de salones de clase, de jóvenes con libros, de palabras cálidas, de pupitres, de caricias remotas y de alientos, se le aglomeró en los sentidos como si el recu...
Índice
- A propósito de Los muros de agua
- I
- II
- III
- IV
- V
- VI
- VII
- VIII
- IX
- X
- XI
- XII
- XIII
- José Revueltas