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Descripción del libro
En este volumen se han reunido, junto con muchas fotografías de la colección del Museo del Estanquillo. Páginas que dedicó a esas imágenes fugaces pero inolvidables en libros, revistas, prólogos, periódicos, catálogos. Estas páginas son espejos del país y de nosotros, imágenes de nuestros recuerdos, Maravillas que son, sombras que fueron, captadas por esa especie de fotógrafo de México que fue Carlos Monsiváis durante cinco décadas.
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Información
Editorial
Ediciones EraAño
2013ISBN del libro electrónico
9786074452167II

15
Mariana Yampolsky: entre paisajes

Fuérame dado remontar el río de las imágenes
En la obra de Mariana Yampolsky lo “ajeno” o lo “extraño” no son nunca atributos del tema o del sujeto de las fotos, sino –en todo caso– la síntesis de las opiniones de quienes se sustentan en prejuicios. Yampolsky no discrimina ni se escandaliza o se siente superior a sus dos grandes temas: el primero, la captación de lo indígena, y el segundo, la contemplación de objetos, elementos vegetales o minerales, situaciones rurales y “accidentes” de la mirada. Para ella, si el enfoque es el justo, todo se presta a la revelación de la belleza, de las formas irrepetibles. A lo largo de su trabajo, tan exigente y prolífico, Mariana Yampolsky se propuso ver y dotó a este verbo de sus rasgos personales: sencillez, talento, humor no tan ocasional, actitudes solidarias, pasión estética y, sin pretensiones, complejidad.
Al revisar algunas de las más de seis mil fotos de Yampolsky, advierto una constante: la capacidad de admirar y, con voluntad complementaria, la decisión de circular por rumbos por lo común inexplorados o inadvertidos. Así, un indígena zacapoaxtla en un cementerio le resulta lo más normal: está allí porque así debe ser (la suerte es el nombre que se le da a la combinación del azar y la persistencia). Nadie y nada es en sí “desordenado” o “exótico” para Yampolsky, y por lo mismo nunca ejerce el “allanamiento de morada” en los ámbitos a su disposición visual. Es respetuosa en grado sumo y nunca se guía por el afán del reconocimiento instantáneo sino por las revelaciones sucesivas de un tema.
¿Cómo armonizar en una foto a los seres humanos y sus alrededores, el aislamiento y la vivacidad? En el horizonte de encuentros de Yampolsky la desolación, inevitable, no es nunca el laberinto de la tristeza polvosa, sino la suma de sensaciones precisas; allí, la caída y el fracaso se dan sin remedio pero si los observamos con cuidado resultan algo distinto: la conversión de los epitafios (los hechos remediables) en enigmas, de la desesperanza en ejercicio de introspección, de lo desértico en lo poblado por la fatiga y sus recompensas diurnas o nocturnas. Véanse algunas fotos: un edificio desahuciado por los criterios de comodidad o localismo, un muro simbólico en la frontera norte, un indígena descalzo sobre un caballo de juguete, un animal junto a un muro, un aviso moralizador en la puerta de una pulquería (“Se prohíbe la entrada a menores de edad y mujeres de mala nota”), dos luchadores enmascarados de cartón en un volantín.
Mariana en el país de los prodigios y los desastres
A Mariana Yampolsky ya no le toca el llamado Mexican Renaissance, el “Renacimiento Mexicano” (1920-1940), la etapa de exaltación del arte en el país periférico, de los viajes y arraigos de europeos y norteamericanos a los que imantan la pintura mural y el arte radicalizado. Nacida en Estados Unidos en 1925, Yampolsky estudia arte y humanidades en la Universidad de Chicago, y al terminar en 1945 se traslada a la ciudad de México. Más tarde ingresa a la Escuela de Pintura y Arquitectura La Esmeralda (1948) y a la Escuela de Artes del Libro (1949).
Una joven norteamericana hace suyo el país aún transido de fervores nacionalistas a los que apenas atempera el culto a la modernidad. La capital de la República es relativamente pequeña, y Yampolsky frecuenta excéntricos y gente de izquierda, los artistas en primer término. En 1954 ingresa al Taller de la Gráfica Popular (TGP) fundado en la década de 1930 y que entonces aún retiene algo de su periodo de esplendor, cuando un grupo de artistas produce febrilmente volantes, carteles, publicaciones, todo desbordante de agitación social, de enfrentamientos con el Estado burgués, del rechazo beligerante del nazifascismo, de la fe en la Revolución soviética y el amor por las dimensiones obreras y campesinas de la Revolución mexicana. El TGP pertenece a la vanguardia de la izquierda nacionalista y comunista y sus militantes son sinceros, confían en transformar las conciencias y en divulgar la excelencia del arte social. Yampolsky conoce a los grabadores Leopoldo Méndez, Alberto Beltrán, Luis Arenal, Ángel Bracho, Andrea Gómez, y se incorpora a su batalla cultural.
La convicción de Yampolsky es sincerísima, y responde al modelo del artista ansioso de radicalizarse y de radicalizar, y de los escritores aún convencidos de la alianza entre la escritura y la denuncia política. Inmersa en el medio donde ya atestigua el debilitamiento de la militancia, Yampolsky, no obstante la gran calidad técnica de sus grabados, no va más allá de los logros promedio del TGP. Le hace falta un desarrollo más creativo y en pos de eso deriva en la fotografía.
De cómo lo eterno se transforma en lo cotidiano
En la historia de la fotografía de México y hasta fechas recientes, el mundo indígena aparece típicamente como un fenómeno a la vez oculto y mítico, el de las sombras del Paraíso Perdido, el de las expresiones de ese infierno que son “las derrotas en la vida”. Los fotógrafos suelen acercarse al ámbito de los vencidos de antemano con su rosario de previsiones legendarias: el río de la memoria de los orígenes, el tiempo sin tiempo al pie del silencio histórico, la tristeza que duplica el efecto de los eriales, las seducciones del istmo de Tehuantepec, los viejos que cuidan los relatos inmemoriales como si fueran rebaños y, de modo ubicuo, las mujeres de rostros que de tan vistos resultan engañosos porque pertenecen a los mapas simbólicos. Allí se consignan la alegría infantil de los indígenas (tengan la edad que tengan) y la solemnidad de los que ignoran su propio potencial publicitario (en los días actuales, la llegada de una cámara convierte a cada retratado en un producto). Tal mezcla de registro antropológico y fantasía paternalista o racista (de hechos y distorsiones) surge muy sustancialmente de la fascinación y el rechazo experimentado ante los indígenas vivos.
Desde el siglo XIX, las imágenes divulgan una idea del “descubrimiento”. Aquí en México, intocados por inmutables, seres alucinantes que ignoran o resisten a la modernidad, se hallan los habitantes de las orillas y los subterráneos, las mujeres que puntúan los caseríos como signos olvidados por la naturaleza, y la historia detenida y contenida en ruinas y esculturas vivientes (y maltrechas). La realidad no corresponde a las consejas, y los viajeros provistos de cámaras no se llaman a engaño, consiguen desviar las nociones antropológicas hacia rumbos líricos y, sabiéndolo o no, se aferran a los términos del paternalismo eurocéntrico: lo primitivo, lo deliciosamente ingenuo, lo elogiable porque persiste. En esta óptica tan determinista se anticipan dos conceptos de la crítica literaria en boga en la década de 1970: el realismo mágico y lo real maravilloso. Si se quiere entender en fast-track las culturas complejas, se les asigna “la magia”; si hay que interpretar a la vez a la violencia y a los artistas que deambulan entre los primitivos (la masificación de Gauguin), denúnciese el alegre estupor del civilizado.
Sin que se pueda evitar, la fotografía del mundo indígena proclama lo portentosamente ancestral que suele ser la miseria sin espectadores, los grupos milenarios petrificados por su incomprensión de lo actual, los vendedores cuyas espaldas sostienen los cerros de mercancías y en cuyas cabezas se acumulan los sombreros. Y la conclusión no varía: la grandeza indígena de ayer se paga con la degradación de hoy, y en las fotos mismas se quiere incluir la indiferencia indígena ante la cámara. La lectura es muy errónea. Si desde siempre la “gente de razón” invisibiliza a las etnias, para qué correrles atenciones gestuales a los señores de los aparatotes.
De esto se exceptúan los grandes fotógrafos de una etapa, entre ellos y notoriamente, Hugo Brehme, Luis G. Meneses, Charles R. Waite y Sotero Constantino Jiménez, el retratista de Juchitán. Saben respetar sus temas, y a ellos los respetan los objetos y sujetos de su atención. Al familiarizarse con la cámara, o más al tanto de sus derechos, los indígenas dialogan desde sus semblantes y su inmovilidad aparente, y esto perciben quienes los observan, anuncia la creencia en el infinito del vacío de la repetición, el apego a la música (consumidora y regeneradora del tiempo), la inmersión en las artesanías, la conversión de los mercados en ágoras.
Muchísimos fotógrafos trabajan sobre la “intemporalidad” y se atienen a los prejuicios. Así por ejemplo, a las matriarcas oaxaqueñas (de poderes tan falsos y verdaderos) se les califica de (y se les fotografía como) reinas desesperadas, amazonas neutralizadas por las dificultades del vestido, guardianas de este flujo visual al que se integran las ceremonias de los santos patronos y los niños que deambulan entre cerdos; así, por ejemplo, en la mayoría de las fotos lo simbólico desconfía de lo irrepetible. Pero de allí salen fotos notables: una joven muerta se resigna a ya no envejecer, los danzantes rondan en torno a las velas, la publicidad política es un anuncio ominoso del porvenir, las diversiones se inician con la presencia de los turistas... A la luz de la velocidad occidental (de lo que se cree la velocidad), los indígenas parecen estatuas taimadas, escurridizas, luctuosas.
Y los centros de ceremonias esplenden, antes de convertirse, ya para la década de 1960, en basílicas del turismo, más dependientes de las creencias y el prestigio interno de los espectadores que de la estética. Mítico por incomprendido y desmitificado por razones o por sobrevivencia, lo indígena es la imagen de la dignidad pese a todo, a la que ni los acercamientos del prejuicio destruyen. En ese tiempo se inicia el trabajo de Mariana Yampolsky.
Lo indígena sin sobresaltos
Yampolsky no mira a los indígenas de acuerdo con el paradigma de la grandeza inmóvil, ni ve en ellos frutos terrestres defendidos por la Naturaleza de su inclusión en cualquier sociedad. Mucho antes del pluralismo cultural que halla igualmente “exóticos” (de perseverar la expresión) a los inversionistas de la Bolsa, los jóvenes punks, los líderes políticos, los oficinistas y las matronas con su corona de iguanas (si todo es “exótico” nada lo es), Yampolsky diluye la extrañeza ante las mujeres que viven de una procesión a otra, entre el porte soberano y la risa ingenua o la expresión severa donde se vislumbra la diversificación de la idea de hermosura. El universo visual que le importa a Yampolsky, y que ella no subraya porque no hace falta, es el de la marginalidad extrema. Es la penuria sin asideros –reiteración en la reiteración– la que observa el paso de los días desde la supresión de los relojes. Estar fuera del tiempo o llegar a tiempo al destiempo es el signo de la economía y la represión salvaje, no de la raza. Eso lo entiende y lo retrata Yampolsky.
En la etapa radical, Tina Modotti fotografió a las mujeres oaxaqueñas desde ángulos distintos: la soledad, la maternidad, el juego con el río que es purificación y sensualidad, la prestidigitación con las canastas. Yampolsky ve en lo indígena un solo y variadísimo acontecer de procesiones, agobios de trabajo, bailes que podrían ser rezos, oraciones requeridas de una coreografía quieta y persistente, ventas y compras, flores, ciclos de los momentos muertos, nomadismo y sedentarismo familiar. Jamás se afilia Mariana a las nociones de la otredad del indígena, ni descifra conjuros en el lienzo, inmersa en la normalidad de la imagen a su alcance, algo parecido a la serenidad del tumulto. A la parte intemporal (cortesía de la miseria y del atraso, de la soledad y del vigor idiosincrásico), le corresponde el gran Tianguis, el mercado que en México antecede y sucede a la sociedad de consumo, donde se vende lo que se tiene (de frutas a juguetes anatómicos), y la cauda de imágenes es el valladar étnico (involuntario) a los acosos de la uniformidad. Allí las fotos señalan la fugacidad de lo perdurable, y la perduración de lo fugaz, como es inevitable y, en este caso, como es ritual.
Desfilan las imágenes. Un niño pulquero exhibe la pérdida de su infancia sin descansos verbales o corporales. Un niño duerme en el mercado. Una niña en una peregrinación en el Estado de México se abraza a su madre, doblegada por el peso material de la fe. Una madre acaricia a su hija pequeña... En ningún momento, en estas fotos hay las tentaciones al uso (el chantaje sentimental, la búsqueda de la adopción psicológica de los niños, la denuncia que descentre el sentido de la imagen), sino, nítidamente, el deseo de extraer el ideal del horizonte de lo cotidiano. Cada foto de Yampolsky obliga a reconocer lo que debería ser obvio: la mayor parte del tiempo y el espacio de las vidas transcurre en la invisibilidad social. En este sentido, la fotografía hace visible la memoria.
A esta proyección del trabajo de Mariana contribuyen su formación, su compromiso político y, muy especialmente, su alejamiento natural de las prédicas. En esto, y por convicción natural, Yampolsky coincide con las posiciones de algunos clásicos de su gremio: Paul Strand, que advierte en la fotografía a otro medio de expresión como la pintura, la piedra, las palabras y los sonidos. La reproducción de estos “organismos vivos”, arguye Strand, viene de la reunión de elementos:
Antes que ninguna otra cosa, un respeto profundo y un entendimiento de los materiales específicos que los artistas utilizan, y la maestría técnica o el dominio del oficio, y lo segundo, ese algo indefinible, el elemento vivo que se funde con el oficio, el elemento que vincula el producto con la vida y que por tanto debe ser el resultado de experiencias y sentimientos profundos. El dominio del oficio es el fundamento que se puede aprender y desarrollar si se tiene un respeto absoluto por los materiales, que son una máquina llamada cámara y la química de la luz y otros agentes sobre los metales.
A Yampolsky le corresponde un amplísimo desarrollo tecnológico, pero las observaciones de Strand siguen siendo válidas, como también la idea de Henri Cartier-Bresson: “Miramos y percibimos una fotografía, como una pintura, en su totalidad y de un solo golpe de vista”. Y si esto es así, el todo, desde el principio, antecede a las partes.
La humanización de lo “abstracto”
Un paisaje de jarras, todas las jarras distribuidas de manera tan avasalladora que se aproxima a la invasión de frutos desconocidos de la tierra, la consagración de lo familiar a través del auge de la alfarería. La fotografía, portentosa, no es excepcional en el trabajo de Yampolsky. En sus grandes imágenes, la artista le concede un sitio privilegiado a la metamorfosis, y así donde había industria casera reaparece el universo de las vasijas. Este ir de lo particular a lo general es lo propio de los fotógrafos de primer orden, y lo específico de Yampolsky es la suave firmeza, aunque maneja sus hallazgos sin énfasis, sin proclamación de triunfo. Al lector le toca la responsabilidad de captar y verbalizar el mensaje (cuando lo hay).
Pongo un ejemplo del método de Yampolsky: la foto titulada Alacena, que remite a un capítulo del arte hogareño. En el siglo XIX y en la primera mitad del siglo xx se producen en México objetos, los “trasteritos”, las miniaturizaciones del trastero, la pieza indispensable en las cocinas de todas las clases cuyo arreglo cuidadoso denunciaba la estética hoy tan alabada en las reconstrucciones de época. La modernidad eclipsa esos muestrarios de la alianza de utilidad y diseño clásico (no reconocido), pero en la foto la alacena o trastero vuelve por sus fueros y nos hace partícipes de la combinación exacta de eficacia y belleza en acatamiento de la consigna: si van a servir que sean satisfactorios a la vista aunque luego, por ingratitud visual, se deje de percibirlos. Esos objetos que trascienden su cometido específico, al amparo de la perpetua “novedad de la Patria”, son un fundamento de la estética de Yampolsky, que insiste en lo inadvertido porque, con el nombre que sea, proviene del homenaje de la belleza al espíritu cotidiano y porque, en este caso, los alfareros, los carpinteros, los artesanos en vidrio sabían lo que hacían. El “paraíso de compotas” de la Patria “alacena y pajarera” (López Velarde) reverbera más de medio siglo después gracias a la artista formada en otras tradiciones, que se acerca a lo cotidiano de México guiada por su esplendor desdeñado, ocultado por su cercanía, irrefutable si se le advierte con respeto.
A Yampolsky –y esta atribución la desprendo de la contemplación de su trabajo– le conmueven (alegran) (fascinan) las combinaciones “excéntricas”, así por ejemplo las hazañas de lo geométrico, de esas construcciones eclesiásticas hechas para burlarse de los límites temporales. Allí la melancolía es la puerta de entrada a la admiración, y la mirada resucita lo sepultado por la costumbre. Véase también esas casas de pueblo de colorido excepcional, de alborozo que se escapa del control parroquial de los sentidos.
Yampolsky no distingue entre contenido y forma, porque ambos le parecen igualmente relevantes. Entre otras cosas, el contenido ...
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