Los hongos alucinantes
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Los hongos alucinantes

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Los hongos alucinantes

Descripción del libro

Mito o realidad, los hongos alucinantes se han convertido en un campo de estudio en el que, más allá de la magia, los infiernos o los paraísos, se busca encontrar algunas esquivas verdades sobre los mecanismos de nuestra conciencia y de nuestro ser, sobre las relaciones entre el yo íntimo y la realidad circundante. En este libro, el autor no sólo sintetiza la historia de las drogas mágicas, investigando las posibilidades de su manejo por los hombres mental y moralmente desarrrollados; nos ofrece, además, el vívido testimonio de su propia experiencia con los hogos y su participación en esa ceremonia ritual presidida por la célebre María Sabina.

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Información

Editorial
Ediciones Era
Año
2013
ISBN del libro electrónico
9786074452938

1. LOS DOCUMENTOS

Sahagún nos dice que la primera cosa que los indios comían en sus convites eran unos honguillos negros llamados nanacatl los cuales emborrachan, hacen ver visiones y aun provocan a lujuria. Los comían con miel y cuando se comenzaban a calentar unos bailaban, cantaban o lloraban; unos no querían cantar sino sentarse en sus aposentos y allí se estaban como pensativos. Veían en visión que se morían, que los devoraba alguna bestia fiera o que los cautivaban en la guerra. Otros veían en visión que habían de ser ricos y tener muchos esclavos; otros que habían de hurtar o adulterar y les habían de hacer tortilla la cabeza por este caso; otros veían en visión que habían de matar a alguno y por el caso habían de ser muertos; otros que vivirían y morirían en paz; otros que se ahogaban en el agua, caían de lo alto y morían de la caída o que se sumían en el agua, en algún remolino. Todos los acontecimientos desastrados que suelen haber —termina Sahagún—, los veían en visión. Desque había pasado la borrachera de los honguillos hablaban los unos con los otros acerca de las visiones que habían visto.
En el libro décimo de su Historia general de las cosas de la Nueva España, vuelve el fraile sobre el tema: “… tenían gran conocimiento de yerbas y raíces y conocían sus calidades y virtudes; ellos mismos descubrieron y usaron primero la raíz que llaman peyotl: y los que la comían y tomaban: La tomaban en lugar de vino. Y lo mismo hacían de los que llaman nanacatl; que son los hongos malos que emborrachan también como el vino: y se juntaban en un llano después de haber comido, donde bailaban y cantaban de noche, y de día a su placer: y ésto el primer día, y luego el día siguiente lloraban todos mucho y decían: que se limpiaban y lavaban los ojos y caras con sus lágrimas”.
Y todavía en el libro XI, añade estos valiosos pormenores sobre los hongos: “…los que los comen… sienten vascas del corazón y ven visiones a las veces espantables y a las veces de risa; a los que muchos de ellos provocan a lujuria y aunque sean pocos. Y a los mozos locos o traviesos dícenles que han comido nanacatl”.
Por su parte, el médico de Felipe II, Francisco Hernández, nos ha dejado en su Historia Plantarum Novae Hispaniae esta nota interesantísima: “Otros (hongos) cuando son comidos no causan la muerte pero causan una locura a veces durable, cuyo síntoma es una especie de hilaridad irresistible. Se les llama comúnmente Teyhuinti. Son de color leonado, amargos al gusto y poseen una cierta frescura que no es desagradable. Otros más, sin provocar risa, hacen pasar ante los ojos visiones de todas clases como combates o imágenes de demonios. Otros más, siendo temibles y espantables, eran los más buscados por los mismos nobles para sus fiestas y banquetes, alcanzaban un precio extremadamente elevado y se les recogía con mucho cuidado: esta especie es de color oscuro y de cierta acritud”.
Las descripciones de Sahagún y de Hernández, tan notables, ofrecen una perspectiva luciferina, pero no asociada directamente al diablo. Es el vehemente Motolinia el que las identifica con el mismo demonio, viendo en el rito indígena de comer los hongos sagrados una ceremonia semejante al rito de la comunión cristiana: “Tenían —dice— otra, manera de embriaguez que los hacía más crueles: era con unos hongos o setas pequeñas, que en esta tierra los hay como en Castilla; mas los de esta tierra son de tal calidad, que comidos crudos y por ser amargos, beben tras ellos y comen con ellos un poco de miel de abejas; y de allí a poco rato veían mil visiones y en especial culebras; y como salían fuera de todo sentido, parecíales que las piernas y el cuerpo tenían llenos de gusanos que los comían vivos, y así medio rabiando se salían fuera de casa deseando que alguno los matase; y con esta bestial embriaguez y trabajo que sentían, acontecía alguna vez ahorcarse y también eran contra los otros más crueles. A estos hongos llámanles en su lengua teunamacatlh, que quiere decir carne de Dios o del Demonio que ellos adoraban y de la dicha manera con aquel amargo manjar su cruel dios los comulgaba”.
Comunión. No con Dios sino con el Diablo, ese Diablo terriblemente activo que impregna de su olor las crónicas y que siempre asoma los cuernos y la cola detrás de todos los sucesos. ¡Cómo reconocemos la prosa y el espíritu de nuestro siglo XVI en esos sombríos fragmentos! Fuera de la visión de una futura riqueza y de una muerte apacible, los informantes de Sahagún o de Motolinia no comunicaron ninguna hermosa alucinación y si la comunicaron los frailes se guardaron mucho de consignarla en sus escritos.
Tampoco podemos afirmar que se trate de una versión deformada a propósito. Esta visión es auténtica, pero limitada; ofrece sólo una mitad de la verdad, el descenso a los infiernos, la muerte, la desgracia, la liberación de los instintos malignos, el remolino que arrastra y ahoga, la locura y la risa, pero aún la risa es una risa convulsiva y de naturaleza demoniaca. La otra mitad de las visiones, la que se refiere al ascenso místico o a la seducción de ciertas imágenes, se callan o se ocultan porque en el siglo XVI todo se observa con una finalidad moral y todo posee un sentido didáctico, ejemplar. El mundo de los indios es el mundo de la oscuridad y del demonio, como el mundo de los conquistadores es el mundo de la luz y del Dios verdadero. Este Dios está vivo, como está vivo el Diablo, los dos se combaten sin cesar empeñados en aniquilarse y los cronistas religiosos, como los seglares —recordemos a Juan Suárez de Peralta y a Baltasar Dorantes de Carranza— tienen el deber de ayudar a su Dios en esta lucha que no da cuartel ni lo pide.
Por ello el antropólogo y el fraile van siempre de la mano. Se describen los hongos y sus efectos con rigor, sin ahorrar detalles, pero ninguno es capaz de sustraerse a la consideración primordial de que esos hongos no sólo pertenecían a los ritos de los vencidos, sino que en cierta forma, eran la carne y la sangre del demonio y con ellas comulgaban —una manera de meterse el diablo en el cuerpo— como los cristianos comulgan con la carne y la sangre de Cristo representados en la sagrada forma.
Así pues los españoles rescatan las antiguas culturas y al mismo tiempo las proscriben sin misericordia y condenan en masa a la destrucción ídolos, templos, códices, drogas mágicas, porque todo estaba asociado al demonio y todo pertenecía a ese mundo de tinieblas que era necesario aniquilar para crear sobre sus ruinas el mundo de la luz, de la pureza y de la verdad propio de los conquistadores.
Sin embargo, la Colonia demuestra que es mucho más fácil hacerse de los cuerpos de los vencidos que de sus almas. Los indios fueron reducidos sin grandes dificultades a la esclavitud, pero los ídolos siguieron alentando ocultos a veces en los altares cristianos y los hongos y el peyote continuaron siendo devorados por millares de hechiceros y brujos en el sigilo de sus montañas apartadas no obstante los esfuerzos del clero y del auxilio que le prestaba el Santo Oficio.
Todo esto parecía sepultado en el olvido. Las referencias a los hongos cesan en 1726 y aunque los textos de los cronistas eran conocidos por algunos eruditos de nuestro siglo no fueron objeto de estudio ni se relacionaron con el hecho de que todavía se usaran en algunos lugares de México. Los ídolos habían perdido su naturaleza de dioses y comenzaban a vivir su segunda vida espiritual en el arte; las drogas mágicas, a pesar de su vigencia, seguían despreciadas y temidas, como si sobre ellas pesara la condenación del siglo XVI, y no fue hasta que Antonin Artaud y Aldous Huxley iniciaron desde fuera la reivindicación del peyote, cuando nuestro país comenzó a interesarse por las drogas indias.
A los hongos no les había llegado su hora. En 1936, el ingeniero Roberto Witlander había rendido un informe sobre ciertas especies de hongos alucinantes que se consumían en la Sierra Mazateca y dos años después, en 1938, el etnólogo Jean Bassett Johnson escribió un artículo publicado en Suecia acerca de una ceremonia ritual de hongos alucinantes. Estos dos trabajos, destinados a los especialistas, pasaron inadvertidos y la gloria de su descubrimiento y popularización habría de corresponder a un banquero de Nueva York llamado M. R. Gordon Wasson y a su mujer la doctora Valentina Pav-lovna Wasson, creadores de una nueva ciencia: la etnomicología.
Resumiendo su trabajo escribió Roger Heim, Director del Museo de Historia Natural de París: “Cuando en 1953 los dos etnólogos de Nueva York llegaron a México, su contribución al capítulo etnomicológico era ya notable aunque inédito. Las investigaciones de los señores Wasson se aplicaban al análisis de las relaciones ‘entre los hombres y los pueblos a través de sus tradiciones, hábitos culinarios, literatura, religión, artes plásticas, simbolismos e historia’. Ellos han abierto un camino desconocido, y explorado tierras todavía vírgenes, de aquellas que los antiguos geógrafos en sus mapas, a falta de algo mejor vestían con la famosa inscripción Hinc Sunt Leones (Aquí hay leones. Georges Becker). Esas relaciones entre el hombre y el hongo, ellos las han buscado en todas las fuentes y esclarecido con todos los argumentos posibles de orden lingüístico, histórico, psicológico, que explican la micofobia de los anglosajones, la micofilia de los eslavos, los provenzales y los catalanes. El estudio particular de las tribus primitivas de Siberia los llevó a interpretar el empleo del Anamita mata-moscas por esas poblaciones como sirviendo en algún modo de intermediario entre Dios y los hombres. Han confirmado tales prácticas al mismo tiempo que investigaban en los símbolos del arte chino, en medio de los pueblos europeos o en otros lugares mediante el examen comparado de sus lenguas y de sus costumbre, sobre la forma en que habían podido ser utilizados los hongos en las primeras edades de esas civilizaciones. Una tesis acerca del papel de esos seres demoniacos en las manifestaciones psicogénicas de los pueblos se dibujaba poco a poco, apoyada en una multitud de datos nuevos o nuevamente encontrados. Una teoría original se introducía en la historia de las religiones. El señor Wasson descubrió así la supervivencia de ciertas prácticas antiguas y de naturaleza similar en Nueva Guinea, en Borneo y Perú. Pero fue México el que debía ofrecerle una mina excepcional de documentos a este respecto. La notable obra en dos tomos publicada el año de 1957, Mushrooms Russia and History, constituye una contribución monumental a esas diversas facetas de una ciencia nueva. Los aspectos etnológicos y lingüísticos propios de los hongos mexicanos ya estaban tratados con largueza en dos capítulos de esa obra y esbozaban una atrevida pero apasionante opinión: la que se aplicaba a la extensión de prácticas nacidas en Siberia hacia etapas halladas nuevamente: Borneo, Nueva Guinea, Perú, México, siguiendo el trayecto de migraciones establecidas según la opinión de ciertos etnólogos”.1
A principios de 1953, Wasson, ya al tanto de los trabajos de Witlander y Johnson, tuvo conocimiento de que en la Sierra Mazateca vivía desde hacía mucho tiempo la lingüista norteamericana Eunice Victoria Pike y se dirigió a ella pidiéndole informes sobre los hongos alucinantes.
La respuesta, es un notable documento etnográfico que en cierta manera reanuda la investigación emprendida por los frailes y naturalistas del siglo XVI. A semejanza de sus remotos antecesores la señorita Pike no sólo era lingüista y compiladora de hechos concernientes a los indios, sino que por su carácter de misionera y propagandista del cristianismo, observaba con manifiesto desagrado la supervivencia de los hongos sagrados.
Por añadidura todo lo que la señorita Pike conocía de los hongos lo sabía a través de informaciones y no directamente, ya que la severa protestante nunca se hubiera permitido asistir a una ceremonia ni mucho menos comulgar con aquellos oscuros demonios vegetales. De cualquier modo, su carta1 ofrecía una perspectiva capaz de enloquecer al más frío investigador y Wasson se decidió a explorar la remota y casi olvidada Sierra Mazateca.
Wasson fue pues el llamado a darle celebridad al nanacatl de los indios. No había ningún hombre en el mundo mejor preparado ni que mayor pasión sintiera por ese vasto, frágil, delicado y misterioso universo de los hongos. Como todos los descubridores, él debía sacarlos de la oscuridad, y al mismo tiempo contribuir a su aniquilamiento al disipar el ambiente de amor y reverencia que hasta entonces los rodeara.

EL DESCUBRIMIENTO DE LOS HONGOS

Wasson dejó la ciudad de México el 8 de agosto de 1953 —hace justamente diez años— en compañía de su mujer, la doctora Valentina Pavlovna Wasson, Masha su hija de 16 años y el ingeniero Roberto Weitlander. Pasaron la noche en Teotitlán, la antigua ciudad de los dioses y de allí iniciaron el ascenso a la Sierra. Entonces no existía la brecha que conduce a Huautla. Iban por las veredas de las recuas, montados en cinco muías y un caballo “horriblemente flacos y pequeños”, a cargo de un arriero, indio mazateco, llamado Víctor Hernández.
Esa misma noche llegaron a Huautla y se alojaron en la casa de la profesora Herlinda Martínez Cid, amiga de la señorita Pike. Herlinda no pudo hacer otra cosa que presentarles a Aurelio Carreras, indio tuerto, de 45 años, propietario de dos o tres casas y relacionado de algún modo con los hongos. Wasson marchaba a ciegas. Las gentes que iba conociendo —una parienta de Herlinda, el mismo cura de Huautla, Concepción, esposa de un curandero borracho perdido— trataban de ayudarlo, pero ninguno aparentemente sabía gran cosa de los hongos.
Por las noches, el tuerto Aurelio, Concepción y Víctor, el arriero, le llevaban hongos envueltos en hojas de plátano o en pedazos de tela y Aurelio le recomendaba silencio porque era un asunto “muy delicado”.
“Al dirigirnos a los indios —escribe Wasson describiendo la atmósfera de misterio que todavía rodeaba a los hongos— teníamos cuidado de hablar de ellos con el mayor respeto. (Después de todo era grande nuestro atrevimiento: nosotros, extranjeros, queríamos penetrar los secretos religiosos más íntimos de este pueblo apartado.) ¿No equivalía esto a que un pagano le solicitara algunos fragmentos de la Sagrada Hostia a un sacerdote católico?”
Wasson no cesaba de pedir explicaciones a diversas personas sobre el poder misterioso de los hongos. Uno le dijo: “Nuestro Señor atravesó el país y donde escupía allí crecía un hongo”. (Pienso —escribe Wasson— que escupir es un eufemismo de esparcir la simiente.) Una mujer le confió que ’nti1si3tho3 significaba “brota de la sangre de Cristo que María no pudo recoger”.2 (Wasson anota: Esto me recuerda las observaciones de la señorita Pike.) Y la misma mujer añadió que ’nti1ni4se3-4, el más pequeño de los hongos “apareció allí dónde Cristo tropezó bajo el peso de la cruz”.
Aurelio era el más explícito: según él, el hongo “es habla” y habla de muchas cosas: de Dios, del porvenir, de la vida y la muerte, dice dónde encontrar los objetos perdidos. Se ve también dónde está Dios.
Con todo, Wasson iba llenando de interesantes notas sus cuadernos de apuntes: “Sabíamos que los mazatecos son micófagos y que numerosas especies comestibles se ofrecen en la plaza todos los días -de mercado. Cada especie tiene su nombre y el término general del hongo thai se pronuncia acentuando mucho la T mientras que las vocales son nasales. Pero ese término se aplica sólo a los hongos que no son sagrados. Cada una de estas especies posee su nombre propio, todos designados por si3tho3. Ese nombre se halla invariablemente precedido de otro elemento verbal, de modo que la expresión común, tal como nos había descrito la señorita Pike es ‘nti1si3tho3 dando la primera sílaba el sentido de afecto y deferencia. (El apóstrofo representa una pausa glótica.) La palabra si3tho3 significa literalmente ‘el que brota’, afortunada metáfora mística. Víctor explica el nombre como significando lo ‘que viene por sí mismo, no se sabe de dónde, como el viento que viene sin saber de dónde ni porqué’. La palabra está saturada de mana; se pronuncia en un murmullo y a Víctor le repugnaba decirla. Cuando debía emplearla, la reemplazaba con un ademán de sus dedos, haciendo un movimiento de llevarse la comida a la boca. Los hongos sagrados no se venden nunca en la plaza del mercado, aunque todos los accesorios del rito pueden ser comprados allí sin dificultad”.3

LOS PODERES ADIVINATORIOS...

Índice

  1. Portada
  2. Portadilla
  3. Créditos
  4. Índice
  5. 1. LOS DOCUMENTOS
  6. 2. MARIA SABINA Y SUS CANTOS CHAMANICOS
  7. 3. DELIRIOS Y EXTASIS
  8. Sobre el Auhor
  9. Notas