eBook - ePub
La noche
Descripción del libro
La noche goza de merecida fama como uno de los textos seminales y más representativos de García Ponce. Las tres historias que lo componen –incluidas en antologías, adaptadas al cine– son asedios a lo cotidiano, a sus revelaciones de horror y de belleza, su perversidad y su pureza. Aquí, García Ponce suscita esa "aparición de lo invisible", mediante los signos que son nuestros actos, nuestros gestos, nuestras miradas, sean deliberados o lanzados al azar.
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Información
Editorial
Ediciones EraAño
2020ISBN del libro electrónico
9786074455588I
Me he sorprendido pensando que cualesquiera que sean los personajes que se escojan, su historia siempre desemboca en el horror. No sé, ni tal vez llegue a saberlo nunca, hasta qué grado este pensamiento puede ser lícito; pero el suceso del que con toda certeza parte, y del que fui testigo por una especie de desafortunado accidente, los recuerdos oscuros y las investigaciones disimuladas bajo una capa de indiferencia, pero absolutamente conscientes, en que me vi envuelto por él y la última aterradora comprobación (hechos que no logro sacar de mí mismo y me impiden seguir mi vida de costumbre) me regresan una y otra vez al punto de partida, y hasta me atrevería a decir que me amenazan. Contemplo a los míos con un miedo inevitable y no puedo dejar de imaginar que en cualquier momento—quizá por culpa mía—su destino puede ser semejante. Hace poco, mi mujer, para quien mi estado de alteración no podía pasar inadvertido, me preguntó ya qué me pasaba. Sentí el impulso de contarle todo, pero el temor de contaminarla de alguna manera también me impidió abrirme ante ella, y me limité a eludir su pregunta con una respuesta lateral, recordándole el conflicto que ocupa ahora mis días en la oficina. Nunca le había mentido y me sentí culpable, sin saber con exactitud de qué.
Todo empezó hace cinco meses aproximadamente; pero quizá ahora deba decir que viene de mucho más atrás. En cualquier forma, prefiero empezar con eso. Cristina, mi mujer, acababa de retirarse a dormir, aunque no deberían ser las once de la noche todavía. Después de cenar habíamos estado conversando como siempre; pero, contra su costumbre, y todavía no puedo dejar de preguntarme si no hay algo extraordinario en eso, me dijo de pronto que estaba muy cansada y prefería acostarse ya. Efectivamente, los ojos se le cerraban. La besé, prometiéndole alcanzarla muy pronto y se retiró. Luisa, nuestra única hija, dormía ya desde mucho antes, en su cuarto. Solo en la sala y sintiéndome incapaz de dormir todavía, a pesar de que lo necesitaba, tomé un libro y me senté a leer.
Vivimos en un edificio que aloja cerca de cuarenta apartamentos. Situado en una de las colonias que rodean el centro de la ciudad, es un edificio antiguo, de ventanas pequeñas, con patios interiores demasiado grandes, que revelan la poca atención que se prestaba al valor del terreno en el momento de proyectarlo, y una construcción mucho más sólida que la de la mayor parte de los edificios modernos. Pero al contrario que éstos, el nuestro, gracias a la buena administración de los dueños, se mantiene en magníficas condiciones a pesar de su edad. Ésta se manifiesta con claridad sólo en algunas de las instalaciones y, sobre todo, en los patios interiores. Nuestro departamento, situado en el segundo piso, no da a la calle sino a uno de esos patios y durante el día los radios puestos a todo volumen, las canciones de las criadas y las conversaciones mantenidas por ellas con dos o tres pisos de por medio llegan a producir un rumor continuo y persistente bastante molesto, rumor que parece recordar la vulgaridad de la vida, el peligro de la alegría y la pasión a los que ninguna forma limita dentro de los cauces adecuados. La comodidad que implica vivir cerca del lugar donde se trabaja, el precio conservador de la renta y, por encima de todo, la costumbre han evitado que pensemos en cambiarnos, a pesar de que durante el día tenemos que mantener las ventanas continuamente cerradas. Durante la noche, en cambio, y en especial en estos meses de verano, cuando el rumor cesa por completo y el patio se sume en el silencio, resulta un alivio abrirlas y gozar al menos del aire caliente pero refrescante a pesar de todo que baja por el patio.
Por eso, esa noche, me senté a leer en el sofá, situado lejos de la lámpara, pero justamente debajo de la ventana abierta. Hasta muy poco antes debería haber estado lloviendo, porque recuerdo que el viento sacudía apenas las cortinas y la noche era un poco más fresca que las anteriores. Cristina había dejado la puerta de nuestro cuarto entreabierta y me di cuenta del momento en que apagó la luz. Durante media hora más o menos debo haber leído en medio de un silencio absoluto, sin que nada distrajera mi atención del libro. Luego, de pronto, sin que pueda decir exactamente si oí el ligero chillido de la ventana al abrirse o sólo lo imagino ahora por asociación, escuché una voz que reconocí enseguida:
—Marta, Marta...
Era una de nuestras vecinas del segundo piso que llamaba desde el pasillo a la criada de su hija, que vivía en el primero. No era la primera vez que se valía de esa clase de comunicación y por eso conocía su voz. Dejé el libro instintivamente y esperé la respuesta con una curiosidad que ya no puedo considerar natural. La señora insistió una vez más todavía:
—Marta...
Sin pensarlo, contra mi costumbre, me puse de rodillas sobre el sofá y protegido de la mirada de la señora por la cortina apenas entreabierta, miré hacia el departamento de abajo. Así, pude ver como se prendía la luz de la cocina y un momento después la criada, con el vestido desarreglado y el pelo revuelto, salía al patio.
—Mande, señora—dijo enseguida, mirando hacia arriba.
—¿No ha llegado la señora Beatriz?—preguntó la señora.
—No, señora, todavía no—contestó ella.
La voz de la criada me era también perfectamente conocida porque ella era una de las que más gritaban en el patio durante el día y escucharla regañar a gritos a su hija, una niña que debería tener cerca de cinco años pero representaba mucho menos, y cuyo llanto se oía durante horas enteras sin que a nadie pareciera importarle, era casi un suceso cotidiano. Sin embargo, me sorprendió que ahora usara casi el mismo tono, violento y chillón, para contestarle a la señora, revelando una molesta ausencia de respeto.
—Y el señor ¿tampoco está?—insistió mientras tanto la señora.
—Tampoco—contestó con el mismo tono de antes la otra.
—¿Pero salieron juntos?
—No sé si pensaban encontrarse en algún lado. La señora salió sola—dijo la criada.
—¿Y los niños?
—Están bien, no se preocupe. Ya los acosté.
—No me lo explico—comentó en voz más baja la señora, casi para sí misma. Luego agregó:—Cuando llegue la señora dígale que suba a verme, que la estoy esperando. No importa la hora que sea.
Su sorpresa y el tono demasiado grave de su preocupación no ha podido olvidárseme. La escuché cerrar la ventana y seguí el rumor de sus pasos cansados por el pasillo. La criada volvió a entrar a la casa y yo regresé a la lectura; pero la conversación me había inquietado y ya no pude concentrarme otra vez en ella. Quise atribuir esta imposibilidad al sueño, pero pronto me convencí de que era inútil fingir y venciendo mis escrúpulos me puse de nuevo de rodillas sobre el sofá y miré a través de la ventana hacia el departamento de abajo. La luz de la cocina seguía encendida y el pálido reflejo que atravesaba las cortinas de las demás ventanas revelaba que en la sala y el comedor debería haber también alguna lámpara encendida; pero no se escuchaba ningún ruido. Como el resto del patio, el departamento descansaba en silencio.
Distraído, recorrí con la mirada las paredes sucias, entrañables, y las ventanas, semejantes en todo a la mía, de los demás departamentos. Todas estaban apagadas. La oscuridad me dio la sensación de que era más tarde de lo que pensaba y consulté mi reloj. Todavía no habíamos llegado a la media noche. Como siempre me ocurre, debo haber sentido que me ardían los ojos, porque tengo la manía de que el aire después de la lectura los lastima, pero el extraño atractivo del patio a esa hora me venció y no quise resistir la tentación de seguir en la ventana. Todas las sensaciones y pensamientos de entonces se me han quedado perfectamente grabados. Al fondo, en el estrecho pasillo que da acceso a las escaleras del servicio y al que se abren las puertas de las cocinas y las de los cuartos de las criadas situados junto a ellas, iluminadas apenas por la débil luz de los sucios y pequeños focos incrustados en la pared que cierra cada piso, se mecían suavemente algunas ropas blancas puestas a secar durante el día. Más arriba echando hacia atrás la cabeza, podía ver el cielo sin estrellas, bajo el que se recortaba la azotea del ala de enfrente de nuestro edificio, en cuyo departamento más bajo vivían Beatriz, su marido y sus hijos.
Sobre el extraño sonido del silencio parecía pesar todavía el recuerdo de las gentes que dormían a mi alrededor, desprendidas de sí mismas, ignorantes por un breve instante del peso de la realidad. Cristina y la niña me parecían ahora distantes, separadas por completo de mí que estaba en relación sólo con ese patio callado y solitario. Pensé entonces que siempre estamos solos, mucho más solos de lo que podemos imaginar y que los fugaces encuentros se realizan de una manera inesperada y arbitraria, manera que tal vez determina su fragilidad.
En tanto, frente a mí, en el tercer piso, la estrecha ventana que corresponde al baño se iluminó un momento y se volvió a apagar. Casi enseguida, la luz de la cocina del departamento de abajo se apagó también; la criada salió al patio y se metió a su cuarto. La hora en que habitualmente me acuesto había pasado ya, pero en lugar de hacerlo, tomé el libro otra vez y seguí leyendo mecánicamente, dejando que en vez de la acción del libro las imágenes de las cosas que acababa de ver se mezclaran sin ningún orden en mi mente con otras más antiguas, cuya procedencia me hubiera sido imposible aclarar. Sumido en esa especie de ensueño, perdí la noción del tiempo, hasta que el sonido de una nueva voz me devolvió al horror de la noche. Inmediatamente, como si sólo hubiera estado esperando esa señal, me puse de rodillas sobre el sofá y me asomé a la ventana. Era la señora de abajo, Beatriz, que llamaba a su criada, golpeando al mismo tiempo con los nudillos sobre la puerta de cristales opacos de su cuarto, tratando de bajar la voz hasta convertirla en un susurro sin impedir que las palabras llegaran perfectamente hasta mi ventana.
—Marta, Marta...
Por alguna inexplicable razón parecía incapaz de dominar el tono de su voz, que cambiaba entre sílaba y sílaba, haciendo que el llamado pareciera particularmente grotesco. Al cabo de un momento, la criada abrió la puerta y salió al patio. Estaba en fondo y el pelo suelto le caía sobre los hombros dándole un aspecto descuidado y un tanto salvaje, aspecto al que contribuían también su alta estatura y sus formas llenas, casi demasiado robustas para una mujer. Beatriz puso un instante la mano sobre su hombro y le preguntó algo que no pude oír. Ella empezó a reírse casi a carcajadas y luego comentó en voz alta:
—¡ Ay, señora, no, cómo me cree capaz!
Al ver salir a la criada en fondo había sentido que mi conducta era absurda y totalmente inconveniente y pensé en retirarme; pero ahora mi curiosidad era demasiado grande y sabía que no podía hacerlo. Había algo en la precisión mecánica, como de relojería, con que se estaba realizando cada movimiento que revelaba la existencia de un secreto que, sin saber todavía por qué, me interesaba penetrar más allá de cualquier consideración moral. Beatriz dijo todavía algo más que no pude oír tampoco y la criada la siguió a la cocina sin intentar vestirse, lo que me hizo suponer que Enrique, el marido de Beatriz, no debería haber llegado todavía. Aunque ya no me era posible verlas me quedé en la ventana, escuchando atentamente, con la esperanza de poder oír algo que contribuyera a aclararme lo que pasaba. El rumor de sus voces llegaba apenas hasta mí, mezclado con otros ruidos casuales que pude identificar como de trastos de cocina o platos al ser removidos. Luego, de pronto, se escuchó un gran estrépito, como si una gran olla y varios platos y tazas se hubieran caído al suelo, e inmediatamente pude escuchar también las carcajadas de la criada primero y de Beatriz después, que celebraban el accidente. Había algo obsceno en la falta de distancia entre una y otra; oyendo sus risas podía pensarse que se trataba de dos criadas entre las que no había ninguna diferencia. Sin embargo, yo conocía a Beatriz y sabía que era una persona fina y delicada, en la que sólo podían encontrarse cualidades, por lo que la situación me parecía más inexplicable aún.
Al fin, las risas se calmaron y pude percibir el ritmo rasposo de una escoba contra el piso y ver luego a la criada que salía a tirar los restos de lo que se había roto al bote de la basura. Beatriz la siguió en seguida, con una taza en la mano, de la que tomaba continuamente pequeños sorbos. Permanecieron mucho tiempo en el patio, hablando de vez en cuando en voz baja, y pude mirar largamente a Beatriz. Me di cuenta entonces de cuánto había combiado su aspecto en relación con la imagen, casi inconsciente podría decir, que yo tenía de ella. Ahora tenía el pelo pintado de rubio, su peinado era mucho más complicado y me pareció que el escote de su vestido negro debería dejar ver mucho más de lo conveniente, aunque tal vez uno de los tirantes, que se le había resbalado hasta medio brazo sin que ella intentara levantarlo, contribuía a aumentar esa sensación. El cambio me parecía demasiado radical para corresponder nada más a esa noche y parecía imposible que me hubiera pasado inadvertido. Traté de recordar cuándo la había visto por última vez. Tres o cuatro días antes me había cruzado con ella en la escalera. Cambiamos un saludo rápido, sin detenernos, y quizás entonces ya me pareció que había cambiado en algo, pero en ese momento me era imposible tratar de aclarar mis recuerdos o ir más atrás. Mientras pensaba en esto, las dos mujeres entraron otra vez a la cocina. Ya no pude escuchar nada más. Un momento después, la criada, salió y se metió a su cuarto. Enseguida, se apagó la luz de la cocina. Seguí mentalmente los pasos de Beatriz mientras apagaba las luces del comedor y la sala, y la imaginé, sola en su cuarto, preparándose para dormir o quizá esperando a su marido. La criada no debería haberle dado el recado de su madre.
Aunque en realidad no tenía nada verdaderamente extraordinario, la escena que acababa de ver se me había quedado grabada y no podía evitar la idea de que de alguna manera me revelaba algo, un desorden inexplicable y perturbador, del que debí apartarme desde el principio. Estar en posesión de un secreto nos compromete siempre en cierta medida y nos obliga a compartir lo que tenga de bueno o de malo, el júbilo o el dolor que encierra. Yo no sentía nada de esto todavía; pero estaba apresado por el misterio que parecía encerrar lo que acababa de ver, como lo está el espectador de una obra de teatro en una representación cuya calidad le obliga a seguir las peripecias hasta el fin, aunque éstas le desagraden o vayan inclusive contra sus principios más intocables. Así, el marco de mi ventana se había convertido para mí en el punto de acceso al escenario de esa representación cuya naturaleza ignoraba y seguía en él, atado por la atracción de ese patio oscuro, aunque el silencio y las sombras parecían indicar que el fragmento del drama que me había sido dado presenciar había terminado. Tal vez por esto, mi intuición de espectador se vio recompensada o quizá sería más exacto decir castigada.
No podría decir cuanto tiempo permanecí sobre el sofá con la vista tercamente clavada en las ventanas oscuras del departamento de abajo y la cabeza llena de pensamientos imprecisos en los que las imágenes jamás se quedaban el tiempo suficiente para poder apresarlas y sólo me quedaba de ellas una vaga sensación de desconfianza y malestar, a las que se unía un indudable sentimiento de culpa por mi absurda curiosidad; pero gracias a eso pude ver cómo súbitamente, sin que ninguna luz se prendiera para señalar su paso, la puerta de la cocina se abrió una vez más y por ella salió al patio un hombre al que no pude reconocer, pero que por su aspecto o sus ropas debería ser con toda seguridad un albañil o un obrero. El hombre cerró la puerta tras de sí con sumo cuidado y enseguida, como si obedeciera a un mecanismo preciso o a una señal diabólica y terrible que sólo ella podía percibir, la puerta del cuarto de servicio se abrió también y la criada, envuelta a medias en una colcha, que no hacía más que acentuar su desnudez, salió al encuen...
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