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Descripción del libro
"México es un país de geografía tumultuosa, de montañas que aíslan y generan diversas culturas. Hubo al menos diez o quince sobresalientes, dotadas de un genio propio. Quedan veinte mil sitios arqueológicos, y seis millones de indios que hablan cincuenta lenguas tan apartadas entre sí como el chino del español. Dediqué veinte años al estudio de los indios y escribí cinco libros voluminosos, parte de ellos traducidos a varios idiomas. Son muy pocos los que pueden leerlos completos y por ello decidimos hacer la presente antología." Fernando Benítez.
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Información
Editorial
Ediciones EraAño
2013ISBN del libro electrónico
97860744530581
Huicholes
( Nayarit, Jalisco, Zacatecas )
Entre los indios de México, los huicholes
ocupan un lugar singular. Antiguos habitantes
de los valles costeros de Nayarit, después de la
Conquista comenzaron a remontarse a las
alturas alucinantes de la Sierra Madre
Occidental, donde su cultura ciertamente se ha
alterado, pero sin perder un ápice de su
profunda raigambre y originalidad.
En el pletórico panteón huichol, un dios
descuella: el venado-peyote; y es la
peregrinación en su busca a San Luis Potosí, al
desierto, con todos sus efectos mágicos
(destaquemos la insólita contigüidad de lo
sagrado y lo profano y de lo ritual y lo cómico),
lo que se narra en Peregrinación a Viricota. Aquí
se pone de manifiesto que quien ha conocido a
los huicholes ha conocido otro mundo, un
mundo donde los hombres lloran y ríen como
los primeros dioses.
¿Por qué estudiamos a los indios?
El avioncito de dos motores corre a lo largo de la pista y pronto se eleva en dirección de la Sierra Madre Occidental, sobre los cálidos y luminosos valles de Tepic. No puedo menos de imaginar que en este valle donde se da en abundancia el tabaco, la caña de azúcar, el maíz, un día vivieron los coras y los huicholes. Naturalmente la conquista los expulsó de su paraíso, de su mar rico en pesca, de sus centros ceremoniales, y se vieron obligados a buscar un refugio en las montañas solitarias del noroeste que entonces, como en nuestros días, eran una especie de Tierra Santa.
El avión gana altura adentrándose en la sierra. Todavía es risueño el paisaje. Volcancitos de cráteres apagados y cubiertos de terciopelo verde se ofrecen a la vista como si fueran los preciosos objetos del boudoir de la naturaleza. Las intrusiones de lava, semejantes a oscuros riachuelos, penetran hasta las cultivadas llanuras que principia a dorar el avance del otoño. Las nubes blancas y redondas, arracimadas en las cumbres, y el fresco color verdeazul de los montes recuerdan las lluvias pasadas.
Ahora todo ese paisaje abierto, geométrico, civilizado, desaparece, y lo va sustituyendo otro paisaje que en cinco mil años no ha sufrido alteraciones. De Tepic, es decir, del siglo XIX —no podemos afirmar que viva en el siglo XX—, pasamos sin transición al neolítico. Ante todo, la soledad. Desde esta región de águilas comienza a desplegarse un tempestuoso oleaje de piedra. Los nombres con que el español bautiza a las montañas y a sus inagotables accidentes, están aquí representados: pico, picacho, mogote, espigón, loma, mesa, farallón, tablón, laja, serranía, cordillera, cadena, monte, cerro, altos, puerto, abismo, despeñadero, barranco, desbarrancadero, cantil, reventazón, cejas, crestas, peña, peñón, peñasco, peñolería.1 Las palabras sepultadas en los diccionarios se animan, cobran su color, su matiz, su aspereza, su profundidad, su relieve, su dramatismo. La imagen romántica de Victor Hugo de una tempestad detenida, vuelve una y otra vez, reiterada, obsesiva, porque todo en la Sierra Madre Occidental aparece desde la altura extrañamente inmóvil. Los bosques y los abismos son manchas y grietas oscuras, las lomas y los puertos, texturas pajizas, los ríos en el fondo de los barrancos han cesado de correr y sobre esta peñolería, sobre este laberinto de rocas, se imponen, allá lejos, los tonos aperlados, los azules transparentes y los violetas líquidos de las sierras distantes.
De tarde en tarde, sobre la ladera de una montaña surge y desaparece la cabañita acompañada de su milpa minúscula y esa huella del hombre nos permite medir mejor que estos inmensos disparates la infinita soledad de la sierra.
A la hora y media de vuelo, de un modo inesperado nuestro bimotor cruza un bosque de robles y de pinos, roza sus copas y aterriza en la pista de San Andrés. No recuerdo otra cosa que los primeros huicholes, de pie en la orilla de la pista, rodeados de un ardiente mar de girasoles morados y amarillos y la sensación de extrañeza dejada invariablemente por estos primeros encuentros. Era lo mismo que haber aterrizado en la Tarahumara, en la Mixteca o en los altos de Chiapas. Tarahumaras, mixtecos o tzeltales estaban allí, en su paisaje natural, hablando un idioma diferente y llevando una vida que me era desconocida. Ellos no habían venido a buscarme, sino era yo el que iba a su encuentro. Veía sus ojos y sus ojos me miraban con la misma curiosidad. “¿Quién eres?”, parecían decirme. “¿Qué quieres?” No sabía contestarles; no podía siquiera hablarles. Yo era un extraño y ellos resultaban para mí no menos extranjeros.
Claude Lévi-Strauss se pregunta cómo puede escapar el etnólogo a la contradicción que es el resultado de las circunstancias creadas por él mismo. “Bajo sus miradas tiene a su disposición una sociedad: la suya; ¿por qué decide desdeñarla y reservar a otras sociedades —elegidas entre las más lejanas y las más diferentes— una paciencia y una devoción que su determinación le niega a sus compatriotas?”2
Un francés que deja París y emprende un viaje de 12 mil kilómetros a fin de estudiar las costumbres de un puñado de indios, tiene sin duda el derecho de hacerse esa pregunta. ¿Se la puede hacer un mexicano que abandona la capital para estudiar la cultura de los huicholes? Esos hombres que nos son tan extraños como pueden ser los nakwivara o los boboro para Lévi-Strauss, son al mismo tiempo nuestros compatriotas y aunque no hablen nuestra lengua y se pinten la cara y tengan una religión y unos hábitos calificados de exóticos, son por derecho propio mexicanos.
De esta circunstancia se derivan graves malentendidos. El etnólogo descubre pronto que el hecho de ser indio supone una subordinación, un estado permanente de explotación y menosprecio determinado por los hombres de su propia cultura. Los indios, conscientes de que ese intruso pertenece al grupo de sus explotadores, recelan de él, piensan que llega para robarles sus tierras o que lo anima el propósito de hacerles daño. El etnólogo, si es honesto, termina convirtiéndose en su defensor y no sólo pierde la objetividad indispensable a su trabajo, sino que se sale de su propio grupo sin lograr integrarse en el grupo objeto de su estudio y de su defensa. No le es posible además permanecer sentado tomando notas sobre un mecanismo religioso o un arte simbólico, a sabiendas de que ese mecanismo y ese arte constituyen dos elementos de una explotación generalizada, y el problema se complica porque el enajenamiento de una población tan numerosa afecta de manera considerable la economía y el progreso de toda la nación.
Tales son algunos de los sentimientos y de las reflexiones del viajero cuando al iniciar sus investigaciones se enfrenta al exotismo de los indios. Llevaba conmigo El México desconocido de Carl Lumholtz, ilustrado con las fotografías que logró tomarles a los huicholes en 1895, utilizando una cámara que era entonces, es decir, hace setenta años, la última palabra en la materia. Desde luego se advierte que no hay diferencias apreciables entre los huicholes fijados por Lumholtz y los que están en San Andrés, a la orilla de la pista. En setenta años, ningún cambio. Pero existe ciertamente una diferencia: la cámara del explorador noruego tenía la peculiaridad de arrebatarles a los indios su belleza reduciéndolos a meros fantasmas de sí mismos, a momificados documentos muy semejantes a los que pueden verse en los registros de las cárceles o de las morgues —donde las caras y los cuerpos conservan todos sus rasgos aunque reducidos a la categoría de ficha carcelaria—, mientras que los huicholes de la pista, con sus mismas largas cabelleras y sus mismas fajas y morrales ricamente bordados aparecen ante mí llenos de vida y de belleza, sin dejar por ello de ser los que captó la cámara de Lumholtz.
Dos pueblos fantasmas
El avión permanece un cuarto de hora en San Andrés y seguimos nuestro viaje a Mexquitic, una de las dos principales cabeceras municipales —la otra es Bolaños— de la región.
Los huicholes sólo visitan las cabeceras cuando renuevan a sus autoridades, tienen algún asunto judicial, necesitan comprar mercancías y objetos necesarios a sus fiestas o vender sus toros y sus objetos de arte. En realidad y fuera de las arbitrariedades de alcaldes y secretarios, son dos mundos separados que se ignoran mutuamente. El mundo blanco concentrado en Bolaños y en Mexquitic y el mundo huichol disperso en sus montañas ofrecen tantas desemejanzas que no puede haber eftre ellos ni para bien ni para mal ningún contacto permanente.
A diferencia de estos poblachos ruinosos, verdaderos esqueletos de piedra, existe una población criolla casi siempre de una noble belleza que crece de manera incontenible. Las casas están llenas de matronas, de hombres bien plantados y de numerosos chiquillos. No hay mucho que hacer en pueblos donde las lluvias son escasas y arbitrarias y los hombres emigran. Se van de braceros, se hacen choferes, albañiles, sacerdotes, carpinteros, empleados. Muchos salen a México y Guadalajara; algunos tienen la fortuna de quedarse a trabajar en los Estados Unidos. Los riquillos permanecen aferrados a sus tiendas y a sus parcelas erosionadas, suspirando por unos buenos tiempos que no conocieron sus padres y ni siquiera sus abuelos. Viven sin luz, sin agua, sin esperanzas, como pudieron haber vivido los hidalgüelos de Castilla hace cincuenta años, asistiendo al derrumbe inevitable de sus casas.

La buena suerte
En Mexquitic, un viaje de exploración sin objetivos bien definidos se transformó de pronto en una peregrinación mística. El gobernador de Las Guayabas, pequeñísima aldea huichol situada a corta distancia de San Andrés, le había pedido un autobús al profesor Salvatierra, director del Centro Cora-Huichol, para realizar con los suyos el viaje anual a Viricota, la lejana tierra donde crece el Divino Peyote. El profesor Salvatierra, deseoso de atraerse a los huicholes y suavizar sus recelos tradicionales, accedió a la petición del gobernador y, lo que es más, logró persuadirlo de que me aceptara en su compañía.
Dos días antes salieron los peregrinos del calihuey de Las Guayabas y se trataba de alcanzarlos con el gobernados y dos de sus ayudantes, en Valparaíso, el pueblo de Zacatecas más cercano a la sierra, y de allí salir todos a Fresnillo donde tomaríamos el autobús que nos conduciría a Catorce, una vieja población minera en San Luis Potosí.
Al iniciar el viaje toda mi información se reducía a las cinco páginas que Lumholtz le había dedicado en El México desconocido. No conocía el itinerario clásico, lleno según el explorador noruego de asociaciones religiosas y místicas, ignoraba si la ruta que debía seguir el autobús coincidía con la ruta seguida por los huicholes e incluso si era posible alcanzar el pueblo de Catorce utilizando un medio de transporte moderno. Sin embargo, ninguna de estas incógnitas me preocupaba. Tenía la certeza de que una expedición iniciada con tan buenos auspicios debería terminar felizmente y que Tamatz Kallaumari, el Bisabuelo Cola de Venado, principal deidad de la tierra mágica del peyote, habría de serme propicio en todo momento.
Ahora pienso que mi ignorancia contribuyó a aumentar la fascinación misteriosa de aquel viaje. El lenguaje, las ceremonias, el paisaje, el secreto de los símbolos, la anulación de lo profano, me hicieron vivir una especie de sueño donde recobraba el tiempo originario en que los dioses realizaron sus hazañas creadoras.
El gran maracame Hilario
Unas horas después de estar en Mexquitic llegó Hilario Carrillo con dos funcionarios religiosos. Hilario reúne en su considerable humanidad —al principio lo vi como el Cacique Gordo de Bernal Díaz del Castillo— los cargos y los honores a que puede aspirar un huichol: maracame o cantador, curandero, principal y gobernador de Las Guayabas. Grueso y ágil, debe de tener sesenta o sesenta y cinco años. Su melena, cortada a la moda medieval y casi siempre despeinada, muestra muy pocas canas. Sólidamente construido, sus hombros están proporcionados a su barriga, sus piernas y sus manos poderosas.
Reposado, siempre dueño de sí mismo, andando los días se revelará como un actor y como un chamán extraordinario. Su cara, de labios espesos, mejillas un poco colgantes y ojos oscuros, tiernos e inteligentes, resulta muy expresiva y agradable.
Especie de Gargantúa indio, lleva, metidos en un morral, los bastones de mando —tatoutzi— envueltos a medias en banderas rojas. Símbolos de la autoridad, dioses que deben ser reverenciados y alimentados sin cesar, Hilario no se desprende nunca de ellos. Las puntas erguidas de los tatoutzi, sobresaliendo de su espalda, le dan la apariencia de uno de esos guerreros o príncipes aztecas cuyas complicadas insignias formaban parte de su cuerpo.
Principio del viaje
El sábado 3 de octubre iniciamos el viaje. En la parte trasera del yip, va el gobernador Hilario con sus dos compañeros, el fotógrafo italiano Marino Benzi y Jerónimo, joven huichol, promotor del Centro Indigenista; adelante, junto al chofer, Nicole, una extravagante amiga de Benzi, y yo. Esta vez el camino me lleva fuera de la sierra, hacia los desiertos de Zacatecas, y no como en otras ocasiones, hacia los estados de Nayarit y de Jalisco.
Un primer obstáculo: el río Mexquitic. Vacas y toros, con las cabezas fuera del agua, lo cruzan lentamente sin dejar de pisar el vado; los cerdos lo pasan a nado, resoplando y agitándose, como si corrieran un peligro de muerte; las mujeres, más desvalidas que los toros, las vacas y los cerdos, temerosas de mostrar las piernas desnudas a los viajeros, no se arremangan las faldas y lo atraviesan, con el agua a medio muslo, indiferentes y dignas.
El yip gana la ribera opuesta fácilmente, levantando olas y remolinos que aumentan la confusión, y toma la brecha sólo transitada en la época de secas por una línea de sufridos camiones. La brecha sube y baja los cerros a través de arroyos, peñascales, milpas y bosquecillos de mezquites y huizaches. Cerrando el horizonte, las altas cumbres de las montañas con sus mesetas aplanadas y casi horizontales, establecen una especie de orden en el barroco laberinto de la sierra.
Adelante, la montaña principia a ceder y se abren angostos valles sembrados de milpas e invadidos por la rica floración del verano. Muchas veces nuestro vehículo desaparece en este océano de girasoles, de florecitas amarillas y blancas y de hierbas húmedas que inclinan los flexibles tallos, bajo la carga de sus espigas.
Entramos a las llanuras de Zacatecas. Los montes desnudos, minerales, calizos, se abren todavía más; los barrancos, cantiles y mesas se desvanecen y sus formas azules pasan a figurar como el lejano telón de fondo de los desiertos norteños. Todo se ha suavizado y tranquilizado. Alas orillas de Valparaíso se levantan álamos plateados; hay parcelas verdes, acacias y retamas que resplandecen cubiertas de flores amarillas.
Valparaíso es una aldea ruinosa que naturalmente no hace honor a su nombre. Alquilamos cinco cuartos en una posada y dormimos… cuando las sinfonolas de una feria y los altavoces del cine tienen a bien callarse y devolverle a Valparaíso su quebrantado silencio.
El encuentro con los peregrinos
El domingo en Valparaíso es un domingo aldeano. En el mercado, las viejas se afanan, inclinadas sobre sus braseros y sus ollas humeantes. Los niños y las escobas, como en los tiempos de Goethe, nos dicen que un nuevo día ha comenzado en esta aldea de casas de adobe, dinteles gastados de piedra y puertas que se abren a la mitad para evitar la entrada de los perros callejeros y darle luz a las habitaciones privadas de ventanas.
Era el día de la cita con los peregrinos del peyote y decidí salir a su encuentro en vez de permanecer ocioso toda la mañana. En un barrio contraté tres caballos; guiados por su propietario, dejamos a Hilario bajo la sombra de un árbol y seguimos adelante acompañados de Jerónimo.
Pequeños grupos de rancheros se dirigen a Valparaíso siguiendo el camino limitado por bardas de piedra, nopales y mezquites. Las mujeres, con sus trajes domingueros, van sentadas en burros; los hombres cabalgan en rocines o marchan a pie, detrás de sus bestias, cargadas de frutas o de cañas de maíz.
—¿No han visto a unos huicholitos? —les pregunta el dueño de los caballos.
—No, perdone usted, pero no los hemos visto —responden empleando una cortesía enteramente desusada.
Luego de cabalgar dos horas, hacemos un alto, mientras Jerónimo y el arriero nos bajan a pedradas unas tunas rojas, suaves y dulcísimas.
Descansamos media hora y avisados por un ranchero que los huicholes estaban ya cerca, reanudamos la marcha. Vadeamos un arroyo y a poco andar los descubrimos. No obstante que yo he vivido entre los huicholes, estos peregrinos me parecen seres llegados de otro planeta. Sus vestidos bordados, después de cinco días de viaje, están sucios y rotos; llevan los machetes curvos con la hoja vuelta haci...
Índice
- Portada
- Portadilla
- Créditos
- Índice
- Prólogo
- 1 Huicholes
- 2 Tarahumaras
- 3 Tepehuanes y nahuas
- 4 Coras
- 5 Otomíes
- 6 Tzeltzales y tzotziles
- 7 Mixtecos
- 8 Mazatecos
- Referencias
- Glosario
- Sobre el Auhor
- Notas