Las ilusiones de la modernidad
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Las ilusiones de la modernidad

Descripción del libro

Nadie puede tener dudas ya, después del colapso del "socialismo real" en los países de la Europa centro oriental, de que los tiempos que vivimos son tiempos de transición. Lo que no está claro, sin embargo, es la magnitud, la profundidad y el alcance, de la misma. Los ensayos reunidos en el presente volumen quisieran poner a prueba una propuesta de inteligibilidad para la época de transición en que vivimos. Es una propuesta que localiza en la crisis de la modernidad ciertas claves centrales para la comprensión de todas las otras. El secreto de la modernidad construida por la civilización occidental a través de la historia europea –que fue la clave de su éxito y está siendo también la de su fracaso– ha estado en lo que desde hace al menos un siglo llamamos "capitalismo". ¿De qué manera se encuentra conectada esta estructura profunda de la modernidad capitalista con el acontecer histórico que se vive efectivamente, con los mitos que otorgan dramaticidad y sentido a los comportamientos de la vida cotidiana? Ésta es la pregunta que subyace en los textos reunidos en el presente volumen. Las aproximaciones que se hacen en los primeros ensayos a temas de historia de la política –particularmente al de la caducidad y la actualidad del socialismo– y de historia de la teoría –a ciertos aspectos de las obras de Braudel, Heidegger y Lukács– preparan el intento de sistematización que se esboza en el último, en el que se pretende argumentar en contra de quienes conciben la crisis actual comouna crisis de la modernidad en cuanto tal o como una crisis de crecimiento de su modalidad capitalista y en favor de quienes piensan, por el contrario, que se trata de un proceso en que la modernidad que ha prevalecido ya por tantos siglos pugna por mantenerse en su sitio, cambia de piel a través de grandes cataclismos históricos y de mínimas catástrofes cotidianas, acosada por una forma alternativa de modernidad –una forma postcapitalista– que tal vez algún día llegue a sustituirla

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Información

Editorial
Ediciones Era
Año
2020
ISBN del libro electrónico
9786074455496

Modernidad y capitalismo
(15 tesis)

¿Por qué la cuerda, entonces, si el aire es tan sencillo?
¿Para qué la cadena, si existe el hierro por sí solo?
César Vallejo
Los hombres de hace un siglo (ya inconfundiblemente modernos) pensaban que eran dueños de la situación; que podían hacer con la modernidad lo que quisieran, incluso, simplemente, aceptarla –tomarla completa o en partes, introducirle modificaciones– o rechazarla –volverle la espalda, cerrarle el paso, revertir sus efectos. Pensaban todavía desde un mundo en el que la marcha indetenible de lo moderno, a un buen trecho todavía de alcanzar la medida planetaria, no podía mostrar al entendimiento común la magnitud totalizadora de su ambición ni la radicalidad de los cambios que introducía ya en la vida humana. Lo viejo o tradicional tenía una vigencia tan sólida y pesaba tanto, que incluso las más gigantescas o las más atrevidas creaciones modernas parecían afectarlo solamente en lo accesorio y dejarlo intocado en lo profundo; lo antiguo o heredado era tan natural, que no había cómo imaginar siquiera que las pretensiones de que hacían alarde los propugnadores de lo moderno fueran algo digno de tomarse en serio.
En nuestros días, por el contrario, no parece que el rechazo o la aceptación de lo moderno puedan estar a discusión; lo moderno no se muestra como algo exterior a nosotros, no lo tenemos ante los ojos como una terra incognita cuya exploración podamos emprender o no. Unos más, otros menos, todos, querámoslo o no, somos ya modernos o nos estamos haciendo modernos, permanentemente. El predominio de lo moderno es un hecho consumado, y un hecho decisivo. Nuestra vida se desenvuelve dentro de la modernidad, inmersa en un proceso único, universal y constante que es el proceso de la modernización. Modernización que, por lo demás –es necesario subrayar–, no es un programa de vida adoptado por nosotros, sino que parece más bien una fatalidad o un destino incuestionable al que debemos someternos.
“Lo moderno es lo mismo que lo bueno; lo malo que aún pueda prevalecer se explica porque lo moderno aún no llega del todo o porque ha llegado incompleto.” Éste fue sin duda, con plena ingenuidad, el lema de todas las políticas de todos los Estados nacionales hace un siglo; hoy lo sigue siendo, pero la ingenuidad de entonces se ha convertido en cinismo.
Han pasado cien años y la meta de la vida social –modernizarse: perfeccionarse en virtud de un progreso en las técnicas de producción, de organización social y de gestión política– parece ser la misma. Es evidente sin embargo que, de entonces a nuestros días, lo que se entiende por “moderno” ha experimentado una mutación considerable. Y no porque aquello que pudo ser visto entonces como innovador o “futurista” resulte hoy tradicional o “superado”, sino porque el sentido que enciende la significación de esa palabra ha dejado de ser el mismo. Ha salido fuertemente cambiado de la aventura por la que debió pasar; la aventura de su asimilación y subordinación al sentido de la palabra “revolución”.
El “espíritu de la utopía” no nació con la modernidad, pero sí alcanzó con ella su figura independiente, su consistencia propia, terrenal. Giró desde el principio en torno al proceso de modernización, atraído por la oportunidad que éste parecía traer consigo –con su progresismo– de quitarle lo categórico al “no” que está implícito en la palabra “utopía” y entenderlo como un “aún no” prometedor.
La tentación de “cambiar el mundo” –”cambiar la vida”– se introdujo primero en la dimensión política. A fines del siglo XVIII, cuando la modernización como Revolución Industrial apenas había comenzado, su presencia como actitud impugnadora del ancien régime era ya indiscutible; era el movimiento histórico de las “revoluciones burguesas”. La Revolución vivida como una actividad que tiene su meta y su sentido en el progreso político absoluto: la cancelación del pasado nefasto y la fundación de un porvenir de justicia, abierto por completo a la imaginación. Pronto, sin embargo, la tentación utopista fue expulsada de la dimensión política y debió refugiarse en el otro ámbito del progresismo absoluto, el de la potenciación de las capacidades de rendimiento de la vida productiva. Mientras pudo estar ahí, antes de que los estragos sociales de la industrialización capitalista la hicieran experimentar un nuevo rechazo, fue ella la que dotó de sentido a la figura puramente técnica de la modernización. El “espíritu de la utopía” comenzaría hacia finales del siglo XIX un nuevo –¿último?– intento de tomar cuerpo en la orientación progresista del proceso de modernización, el intento cuyo fracaso vivimos actualmente.
Aceptar o rechazar la modernización como reorganización de la vida social en torno al progreso de las técnicas en los medios de producción, circulación y consumo eran los dos polos básicos del comportamiento social entre los que se componía y recomponía a comienzos del siglo XX la constelación política elemental. Su aceptación “gattopardiana”, como maniobra conservadora, destinada a resguardar lo tradicional, llegaba a coincidir y confundirse con su aceptación reformista o ingenua, la que calcaba de ella su racionalidad progresista. Por otra parte, su rechazo reaccionario, que ve en ella un atentado contra la esencia inmutable de ciertos valores humanos de estirpe metafísica, un descarrío condenable que puede y debe ser desandado, era un rechazo similar aunque de sentido diametralmente opuesto al de quienes la impugnaban también, pero en tanto que alternativa falsa o suplantación de un proyecto de transformación revolucionaria de lo humano. En el campo de la izquierda lo mismo que en el de la derecha, definiendo posiciones marcadamente diferentes dentro de ambos, se enfrentaban la aceptación y el rechazo de la modernización, experimentada como la dinámica de una historia regida por el progreso técnico.
No obstante el predominio práctico incontestable y las irrupciones políticas decisivas y devastadoras de la derecha, es innegable que la vida política del siglo XX se ha guiado por las propuestas –desiguales e incluso contradictorias– de una “cultura política de izquierda”. La izquierda ha inspirado el discurso básico de lo político frente a la lógica tecnicista de la modernización. Sea que haya asumido a ésta como base de la reforma o que la haya impugnado como sustituto insuficiente de la revolución, un presupuesto ético lo ha guiado en todo momento: el “humanismo”, entendido como una búsqueda de la emancipación individual y colectiva y de la justicia social. Es por ello que la significación de lo moderno como realización de una utopía técnica sólo ha adquirido su sentido pleno en el siglo XX cuando ella ha aparecido en tanto que momento constitutivo pero subordinado de lo que quiere decir la palabra “socialismo”: la realización (reformista o revolucionaria) de la utopía político-social –el reino de la libertad y la justicia– como progreso puro, como sustitución absolutamente innovadora de la figura tradicional en la que ha existido lo político.
La historia contemporánea, configurada en torno al destino de la modernización capitalista, parece encontrarse ante el dilema propio de una “situación límite”: o persiste en la dirección marcada por esta modernización y deja de ser un modo (aunque sea contradictorio) de afirmación de la vida, para convertirse en la simple aceptación selectiva de la muerte, o la abandona y, al dejar sin su soporte tradicional a la civilización alcanzada, lleva en cambio a la vida social en dirección a la barbarie. Desencantada de su inspiración en el “socialismo” progresista –que se puso a prueba no sólo en la figura del despotismo estatal del “mundo [imperio] socialista” sino también bajo la forma de un correctivo social a las instituciones liberales del “mundo [imperio] occidental”–, esta historia parece haber llegado a clausurar aquello que se abrió justamente con ella: la utopía terrenal como propuesta de un mundo humano radicalmente mejor que el establecido, y realmente posible. Paralizada su creatividad política –como a la espera de una catástrofe–, se mantiene en un vaivén errático que la lleva entre pragmatismos defensivos más o menos simplistas y mesianismos desesperados de mayor o menor grado de irracionalidad.
Las Tesis que se exponen en las siguientes páginas intentan detectar en el campo de la teoría la posibilidad de una modernidad diferente de la que se ha impuesto hasta ahora, de una modernidad no capitalista. Lo hacen, primero, a partir del reconocimiento de un hecho: el estado de perenne inacabamiento que es propio de la significación de los entes históricos; y segundo, mediante un juego de conceptos que intenta desmontar teóri­camente ese hecho y que, para ello, pensando que “todo lo que es real puede ser pensado también como siendo aún sólo posible” (Leibniz), hace una distinción entre la configuración o forma de presencia actual de una realidad histórica, que resulta de la adaptación de su necesidad de estar presente a las condiciones más o menos “coyunturales” para que así sea –y que es por tanto siempre substituible– y su esencia o forma de presencia “permanente”, en la que su necesidad de estar presente se da de manera pura, como una potencia ambivalente que no deja de serlo durante todo el tiempo de su consolidación, por debajo de los efectos de apariencia más “definitiva” que tenga en ella su estar configurada. De acuerdo con esta suposición, la modernidad no sería “un proyecto inacabado”; sería, más bien, un conjunto de posibilidades exploradas y actualizadas sólo desde una perspectiva y en un solo sentido, y dispuesto a que lo aborden desde otro lado y lo iluminen con una luz diferente.

Tesis I
La clave económica de la modernidad

Por modernidad habría que entender el carácter peculiar de una forma histórica de totalización civilizatoria de la vida humana. Por capitalismo, una forma o modo de reproducción de la vida económica del ser humano: una manera de llevar a cabo aquel conjunto de sus actividades que está dedicado directa y preferentemente a la producción, circulación y consumo de los bienes producidos.
Entre modernidad y capitalismo existen las relaciones que son propias entre una totalización completa e independiente y una parte de ella, dependiente suya, pero en condiciones de imponerle un sesgo especial a su trabajo de totalización.
Este predominio de la dimensión económica de la vida (con su modo capitalista particular) en la constitución histórica de la modernidad es tal vez justamente la última gran afirmación de una especie de “materialismo histórico” espontáneo que ha caracterizado a la existencia social durante toda “la historia basada en la escasez”. “Facultad” distintiva del ser humano (“animal expulsado del paraíso de la animalidad”) es sin duda la de vivir su vida física como sustrato de una vida “meta-física” o política, para la cual lo prioritario reside en el dar sentido y forma a la convivencia colectiva. Se trata, sin embargo, de una “facultad” que sólo ha podido darse bajo la condición de respetar al trabajo productivo como la dimensión fundamental, posibilitante y delimitante, de su ejercicio. El trabajo productivo ha sido la pieza central de todos los proyectos de existencia humana. Dada la condición trans­histórica de una escasez relativa de los bienes requeridos, es decir, de una “indiferencia” o incluso una “hostilidad” de lo Otro o lo no humano (la “Naturaleza”), ninguno de ellos pudo concebirse, hasta antes de la Revolución Industrial, de otra manera que como una estrategia diseñada para defender la existencia propia en un dominio siempre ajeno. Ni siquiera el “gasto improductivo” del más fabuloso de los dispendios narrados por las leyendas tradicionales alcanzó jamás a rebasar verdaderamente la medida de la imaginación permitida por las exigencias de la mera sobrevivencia al entendimiento humano.
Dos razones que se complementan hacen de la teoría crítica del capitalismo una vía de acceso privilegiada a la comprensión de la modernidad: de ninguna realidad histórica puede decirse con mayor propiedad que sea típicamente moderna como del modo capitalista de reproducción de la riqueza social; a la inversa, ningún contenido característico de la vida moderna resulta tan esencial para definirla como el capitalismo.
Pero la perspectiva que se abre sobre la modernidad desde la problematización del capitalismo no sólo es capaz de encontrarle su mejor visibilidad; es capaz también –y se diría, sobre todo– de despertar en la inteligencia el reclamo más apremiante de comprenderla. Son los atolladeros que se presentan en la modernización de la economía –los efectos contraproducentes del progreso cuantitativo (extensivo e intensivo) y cualitativo (técnico), lo mismo en la producción que en la distribución y el consumo de los bienes– los que con mayor frecuencia y mayor violencia hacen del Hombre un ser puramente destructivo: destructivo de lo Otro, cuando ello no cabe dentro de la Naturaleza (como “cúmulo de recursos para lo humano”), y destructivo de sí mismo, cuando él mismo es “natural” (material, corporal, animal), y no cabe dentro de lo que se ha humanizado a través del trabajo técnico “productivo”.
La imprevisible e intrincada red de los múltiples caminos que ha seguido la historia de la modernidad se tejió en un diálogo decisivo, muchas veces imperceptible, con el proceso oscuro de la gestación, la consolidación y la expansión planetaria del capitalismo en calidad de modo de producción. Se trata de una dinámica profunda, en cuyo nivel la historia no toma partido frente al acontecer coyuntural. Desentendida de los sucesos que agitan a las generaciones y apasionan a los individuos, se ocupa sin embargo tercamente en indicar rumbos, marcar tiempos y sugerir tendencias generales a la vida cotidiana.
Tres parecen ser las principales constantes de la historia del capitalismo que han debido ser “trabajadas” e integradas por la historia de la modernidad: a) la reproducción cíclica, en escala cada vez mayor (como en una espiral) y en referencia a satisfactores cada vez diferentes, de una “escasez relativa artificial” de la naturaleza respecto de las necesidades humanas; b) el avance de alcances totalitarios, extensivo e intensivo (como planetarización y como tecnificación, respectivamente) de la subsunción real del funcionamiento de las fuerzas productivas bajo la acumulación del capital, y c) el corrimiento indetenible de la dirección en la que fluye el tributo que la propiedad capitalista –y su institucionalidad mercantil y pacífica– paga al dominio monopólico –y su arbitrariedad extra-mercantil y violenta–: de alimentar la renta de la tierra pasa a engrosar la renta de la tecnología.

Tesis 2
Fundamento, esencia y figura de la modernidad

Como es característico de toda realidad humana, también la modernidad está constituida por el juego de dos niveles diferentes de presencia real: el posible o potencial y el actual o efectivo. (Es pertinente distinguir entre ellos, aunque existe el obstáculo epistemológico de que el primero parece estar aniquilado por el segundo, por cuanto éste, como realización suya, entra a ocupar su lugar.)
En el primer nivel, la modernidad puede ser vista como forma ideal de totalización de la vida humana. Como tal, como esencia de la modernidad, aislada artificialmente por el discurso teórico respecto de las configuracion...

Índice

  1. ***
  2. Presentación
  3. 1989
  4. A la izquierda
  5. Postmodernidad y cinismo
  6. La identidad evanescente
  7. El dinero y el objeto del deseo
  8. Heidegger y el ultra-nazismo
  9. Lukács y la revolución como salvación
  10. La comprensión y la crítica (Braudel y Marx sobre el capitalismo)
  11. Modernidad y capitalismo (15 tesis)
  12. Referencias