México armado. 1943-1981
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México armado. 1943-1981

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México armado. 1943-1981

Descripción del libro

Es éste un ágil relato periodístico que, lejos de sucumbir a las valoraciones simplistas o las opiniones maniqueas, deja hablar a los actores, rescata testimonios y documentos, pone en orden la historia, para entender mejor las ideas del México inconforme, guerrillero, que se lanza a la lucha armada porque ve cerrados todos los caminos. Sólo tomando el pulso al pasado podremos adivinar lo que nos espera en el futuro.

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Información

Editorial
Ediciones Era
Año
2013
ISBN del libro electrónico
9786074451269

1. Jaramillo, el heredero

El 23 de mayo de 1962, Rubén Jaramillo serrucha con apremio unos gallineros que jamás terminará. El sol castigaba el patio de su casa en Tlaquiltenango, Morelos, y caía dentro de la olla vacía que había quedado del reciente almuerzo. Epifania, su mujer, le había cocinado su platillo favorito: huauzontles en salsa de jitomate.
Sin embargo, no eran momentos de convivencia. La familia se apresta a la huida. Habían mandado a Raquel, la hija mayor, a cobrar un dinero a Jojutla para financiar sus planes. Pero ya es demasiado tarde, la hora de la tragedia está a punto de sonar.
Son las dos de una tarde calurosa. A escasos quince kilómetros de la casa del dirigente campesino, en el ingenio azucarero Emiliano Zapata de Zacatepec –edificado por iniciativa de Jaramillo y con el apoyo del entonces presidente Lázaro Cárdenas–, inicia la ceremonia de clausura de la zafra 1961-1962. Asisten el gobernador Norberto López Avelar, Valentín López González, su jefe de prensa, políticos locales y campesinos de la zona cañera.
La presentación de las personalidades es recibida con aplausos cuando Raquel regresa a su casa en Tlaquiltenango y descubre la olla sobre el brasero. La tensión acumulada estalla. No le guardaron huauzontles.
–Ahorita te hago otra cosa –le dice Epifania.
–¡No! ¡Yo quiero huauzontles! –responde enfadada.
–Es como yo –dice Jaramillo–, ¡de que dice una cosa se cumple! Hazle unos a m’ija –le pide a su mujer.
Su plan de fuga consistía en que la pareja y sus tres hijos –Ricardo de veintidós años, Filemón de dieciocho y Enrique de dieciséis-salieran del estado y se instalaran en otro lugar. Raquel, entretanto, se quedaría en la casa al cuidado de sus tres niños y de doña Rosa, la abuela paralítica, para encontrarse con los demás posteriormente.
En la fiesta, un mensaje del presidente Adolfo López Mateos es leído con elocuencia; se destaca “la potencialidad industrial y social” del ingenio, y se aseguraba que, en breve, Zacatepec sería no sólo un emporio azucarero, sino también productor de papel, celulosa y productos químicos. Finalizado el mensaje, a las dos de la tarde con cinco minutos el gerente ordena el paro de máquinas. Truenan más aplausos y los invitados ocupan sus lugares para degustar el banquete preparado para la ocasión. Desde su asiento el jefe de prensa observa pasar un convoy militar.
Dos camiones del ejército, dos jeeps y un automóvil color plomo sin placas enfilan hacia la carretera que va de Zacatepec a Tlaquiltenango. Quince minutos de camino los separan. Se dirigen veloces a la calle de Mina número 12, de donde sale el niño de Raquel a comprar huevos para que sean capeadas las plantas de inflorescencias diminutas.
Epifania limpia las hierbas. Ella ignoraba que a sus cuarenta y seis años se gestaba en su vientre el primer hijo biológico de Rubén. Alistaba el brasero para cocinar cuando el convoy entra en Tlaquiltenango. En él va un hombre moreno, fornido, de gesto hosco, con una cicatriz que le cruza la mejilla. Es el capitán José Martínez Sánchez.
El serrucho contra la madera resuena en el patio. Los hombres llegan a la casa guiados por el ex jaramillista Heriberto Espinoza, el Pintor. Es que Epifania quería los gallineros para que en su ausencia no anduvieran las aves de aquí para allá, picoteándole sus rosas. De los vehículos descienden con sigilo unos sesenta militares. Sentada en una silla permanece doña Rosa, inmóvil, con la mirada apagada y las manos deformes por la avanzada artritis. Del auto bajan hombres vestidos de civil.
De pronto, Raquel ve a su hijo entrar corriendo y gritando: “¡Los guachos! ¡Los guachos!”
Y entonces volteo para el lado de arriba, donde estaba el depósito de agua, y está ocupado por federales armados, todos apuntando a la casa. Corro al ver que uno le apuntaba a mi papá, lo abrazo y le grito: “¡Los federales! ¡Los federales papá!” Y él me dice: “¡Cállate hija, no grites!” Yo lo abrazo y lo cubro con mi cuerpo y lo meto a la terraza.
-¡Salgan! ¡Venimos por orden del general Lázaro Cárdenas! –grita una voz.
Epifania entra presurosa a la casa y alerta a su familia: “¡Esto no es nada serio que estas personas vengan por orden del compadre Cárdenas! ¡Éstos ya traen algo en la mente!”
Mi mamá se mete muy decidida y agarra una metralleta que teníamos y agarra parque y le mete los cartuchos y se echa unos en la bolsa de la falda y se mete el cargador y dice: “¡Nos morimos pero con dignidad!”
Jaramillo le impide a su mujer salir armada. “¡No! ¡Yo prometí que no más armas! ¡Recuerda que aquí están los niños!”, le ordena el continuador de la lucha zapatista recientemente amnistiado por orden presidencial.
No salen. El capitán Martínez amenaza con ametrallar la casa. Filemón sale con un documento de amparo que un juez de distrito le concedió al líder agrario por la invasión de los terrenos de Michapa y El Guarín.
-¡Esto vale para pura chingada! –le grita el hombre de la mejilla rasgada al despedazar el papel y derribarlo de un culatazo.
Entran a la casa en tropel. La familia es sacada a empellones. Los militares catean los cuartos. Afuera, Epifania grita que no se pueden llevar a su marido, mientras él trata de tranquilizar la situación.
-¡Usted está impuesto a comer con la sangre de otros, ahora quiere comer con la nuestra! –le espeta Epifania a uno de los hombres.
-¡Usted es la mera principal! –le responde al sujetarla con violencia.1
Raquel aprovecha un descuido y corre desesperada a pedir ayuda al presidente municipal, Inocencio Torres. A los demás los suben a golpes al auto color plomo. Torres trata de calmarla. “No te alarmes, se los llevan para una aclaración”, minimiza.
La caravana enfila a Xochicalco, antiguo centro ceremonial pre-hispánico. Una sola entrada lleva hacia la zona arqueológica silenciosa y aislada, en el extenso Valle de Morelos. No hay posibilidad de fuga, como reseña Carlos Fuentes en la revista Siempre!:
Los bajan a empujones. Jaramillo no se contiene: es un león de campo, este hombre de rostro surcado, bigote gris, ojos brillantes y maliciosos, boca firme, sombrero de petate, chamarra de mezclilla; se arroja contra la partida de asesinos; defiende a su mujer, a sus hijos, al niño por nacer; a culatazos lo derrumban, le saltan un ojo. Disparan las subametralladoras Thompson. Epifania se arroja contra los asesinos; le desgarran el rebozo, el vestido, la tiran sobre las piedras. Filemón los injuria; vuelven a disparar las subametralladoras y Filemón se dobla, cae junto a su madre encinta, sobre las piedras, aún vivo, le abren la boca, toman puños de tierra, le separan los dientes, le llenan la boca de tierra entre carcajadas. Ahora todo es más rápido: caen Ricardo y Enrique acribillados; las subametralladoras escupen sobre los cinco cuerpos derrocados. La partida espera el fin de los estertores. Se prolongan. Se acercan con las pistolas en la mano a las frentes de la mujer y los cuatro hombres. Disparan el tiro de gracia. Otra vez el silencio en Xochicalco.

La placa fría

El asesinato de Rubén Jaramillo es considerado el suceso que más marcó a la izquierda de los sesenta. La historia del luchador en Morelos encarnó la descomposición del agro y la cerrazón ante la lucha legal y electoral del México posrevolucionario. La ejecución de la familia indignó profundamente a la juventud politizada de la época e inspiró a jóvenes activistas –como Genaro Vázquez y Lucio Cabañas– que posteriormente encabezaron grupos armados de carácter rural.
A este campesino que había participado en el Ejército Libertador del Sur siendo adolescente se le vio como el sucesor de Zapata. Y es que Jaramillo, según las circunstancias, había recurrido a la gestoría legal, a la movilización popular y electoral y a la autodefensa armada con tal de hacer cumplir el espíritu democrático del Plan de Ayala, con la participación de comunistas, metodistas u obreros, y principalmente de mujeres y hombres de ascendencia zapatista y descendencia en situación de miseria.
Cuando Zapata fue emboscado el 10 de abril de 1919, el general Pablo González envió telegramas y fotografías a la prensa proclamándose como el victimario. La placa mostró el cadáver del Caudillo del Sur tendido en un petate, reclinada la cabeza sobre una cobija hecha rollo: los ojos cerrados, los brazos cruzados sobre el cuerpo, el rostro y el pecho de la camisa blanca manchados de sangre. Atrás, como sosteniendo la improvisada recargadera, estaban cinco jóvenes posando con actitud entre pasmada e impúdica. La cara morena y trompuda de uno de ellos asomó en el extremo izquierdo. Cuarenta y tres años después este hombre de ojos saltones, Norberto López Avelar, gobernará el estado de Morelos y será señalado como uno de los responsables del asesinato de la familia Jaramillo.
Rubén salió solo en su foto mortuoria. Un par de publicaciones plasmó su cabello revuelto y empapado, el ojo derecho con mirada perdida y el izquierdo escupido por el tiro de gracia que perforó la sien de ese lado. Pero no estaba solo. En el anfiteatro de Tetecala reposaban, al ras del suelo, los cuerpos baleados de su mujer y sus tres hijos. Esta vez nadie mandó telegramas a los diarios para auto-proclamarse como el ejecutor. Los asesinatos quedarán impunes y nunca serán esclarecidos.
A la muerte de Jaramillo la situación de los campesinos no distará demasiado de la que se vivió antes de la Revolución mexicana. Tienen la tierra, sí, pero enfrentan la carencia de crédito, maquinaria, asesoría, la perversión de las instancias gubernamentales, la violencia de la burguesía agraria y de los fraccionadores voraces.
Esta historia retrata el escenario en el que más de una treintena de grupos de muchachas y muchachos estudiantes, maestros, campesinos, con diferentes orígenes y posturas ideológicas se arrojarán a las armas durante los años sesenta y setenta para intentar destruir a un Estado irónicamente nacido de una revolución.

La cuna del agrarismo

En este pedazo de suelo surcado por afluentes del río Amacuzac, la caña era amarga. En Morelos habían resplandecido las haciendas más poderosas de la nación y era el estado que ocupaba el primer lugar nacional de producción azucarera gracias a la explotación latifundista. Cuando la Revolución concluyó, los campesinos y trabajadores que habían vivido bajo el dominio cómplice de las haciendas azucareras, la Iglesia y la autoridad municipal desataron su odio acumulado y dejaron en ruinas los ingenios. Los tallos larguiruchos que habían sido obligados a cultivar fueron desterrados de sus sembradíos –pensaban que para siempre– y en éstos recibieron a una gramínea siempre sedienta de agua y de sol: el arroz.
Fue en Morelos donde se repartieron primero los terrenos de las haciendas. Sin embargo, aquellos que habían peleado por tener tierra se dieron cuenta de que carecían de crédito para sembrar, de asesoría técnica, maquinaria y apoyos para comercializar sus productos. Aunque por la abundancia de agua de riego los arrozales se extendían a buena parte del estado, los dueños de los molinos dominaban la mayor parte de la producción y eran prestamistas e intermediarios abusivos.
Rubén se había unido al Ejército Libertador del Sur cuando tenía catorce años. Después de la muerte de Venustiano Carranza luchó por el reparto de tierras en su pueblo, Tlaquiltenango, y como los demás, sembraba arroz en tierras de riego. Para entonces, quien había nacido con el siglo, de padre minero y madre campesina, ya se había hecho un hombre joven. Ni alto ni chaparro, macizo, risueño.
También había cumplido su promesa. Al terminar la revolución dejó las armas instruyendo a sus hombres para que prosiguieran la lucha en el terreno político. Y así lo hicieron. Sin embargo, quién sabe si por desconfianza o precaución también había pedido a “cada cual” que tuviera el fierro a la mano por si era necesario.
En 1928 el país padecía una intermitente convalecencia por las pugnas entre los grupos políticos en el poder. La guerra cristera –clerical y enemiga del reparto agrario– continuaba en varios estados de la república, el país se estremecía con el asesinato del ex presidente Álvaro Obregón y el presidente Plutarco Elías Calles apoyaba el surgimiento de las primeras instituciones que definirían el sistema político nacional en lo sucesivo, entre otras, la creación del Partido Nacional Revolucionario (PNR), antecedente del Partido Revolucionario Institucional (PRI).
Al surgir el Banco Nacional de Crédito Agrícola, Rubén organizó a los campesinos en una sociedad de crédito para que fueran apoyados por la institución. Buscaba enfrentar así a la floreciente burguesía agraria local. Ésta pagaba una miseria para que los campesinos no sólo les rentaran sus tierras ociosas, sino para que también se las trabajaran. Los caciques infiltraron entonces incondicionales y lograron desbaratar la sociedad en 1932.
Fue el debut político de Rubén. A pesar del fracaso, su figura creció y dejó antecedentes para que, años después, se ganara el apoyo del general Lázaro Cárdenas. Así se echó a andar uno de los proyectos más ambiciosos del país: el ingenio azucarero Emiliano Zapata. Los tupidos cañaverales dominarán de nuevo esta llanura rodeada de cerros pelones. Pero antes, había llegado la primera Epifania a su vida.

Amor por Pifa

Los domingos los vecinos los veían caminar por los caminos terregosos bajo el sol despiadado. Rubén, de camisa blanca almidonada, pantalón casimir claro, botines rigurosos y sombrero nuevo. La mujer de su brazo, alta, de pelo quebrado y discreto vestido.2 Ella era Epifania Ramírez, la esposa de Rubén, la primera Epifania en su vida, quien le había enseñado lo básico para leer y escribir y con quien compartía su pasión por su fe religiosa, la metodista.
El templo metodista de Tlaquiltenango había sido construido gracias a la ayuda de Rubén y un grupo de feligreses. Se había alzado sin grandes pretensiones, con techos altos y vitrales de colores, a una cuadra del zocalito del pueblo en donde ejercía como predicador laico. Rubén se las había ingeniado para compartir su tiempo entre su activismo contra los acaparadores del arroz y su fe religiosa. La Biblia, escribe Raúl Macín en su libro Rubén Jaramillo, profeta olvidado, fue inseparable en sus andanzas y acostumbró a leerla por las noches aun en sus periodos de clandestinidad.
También fue masón de la logia Valle de México y aunque posteriormente entró en contacto con el Partido Comunista Mexicano (PCM), la relación con éste estará marcada por encuentros y desencuentros y nunca se manifestará públicamente como comunista. Su filosofía tendrá como savia el pensamiento cristiano y como máxima poner una mejilla y luego la otra. En múltiples ocasiones perdonará y dejará libres a matones a sueldo, soldados y caciques.
Predicaba en varias comunidad...

Índice

  1. Title Page
  2. Copyright
  3. Dedication
  4. Contents
  5. Agradecimientos,
  6. Introducción,
  7. 1. Jaramillo, el heredero,
  8. 2. El Che en Chihuahua,
  9. 3. Arde Guerrero,
  10. 4. Guerrilla urbana: lo que no salió en los periódicos,
  11. 5. Guerra sucia, guerra a muerte,
  12. EPÍLOGO: SOMBRAS DE IMPUNIDAD, POR ALEJANDRO JIMÉNEZ MARTÍN DEL CAMPO,
  13. CRONOLOGÍA DE MOVIMIENTOS ARMADOS, POR ALEJANDRO JIMÉNEZ MARTÍN DEL CAMPO,
  14. LISTADO DE GRUPOS,
  15. CRONOGRAMA,
  16. MAPAS,
  17. BIBLIOGRAFÍ A,
  18. ÍNDICE ONOMÁSTICO,