II
SUEÑOS DE LUNAS
por Lucrecia Cordal*
Caerse en un sueño no duele para nada.
Lewis Carroll
1
Lunas y la doctora Z
A primera hora de la mañana, antes de internarse en la preparatoria el resto del día y dar sus clases de literatura hasta la caída de la tarde, Pablo Lunas, a sus cuarenta y tantos años, encorvado como bajo el peso permanente de la amenaza de mil derrotas, sube a pie de la parada de autobuses al consultorio de la doctora Z en las lomas de San Ángel, después de unos tres cuartos de hora de caminata sin interrupción. Estamos hablando del suroeste de la ciudad de México, del otoño de 1966, de un cielo azul, de un clima exterior templado, Lunas siempre llevó la turbulencia por dentro, en continua actividad.
–Soñé que la buscaba en Londres, doctora.
–Usted siempre empieza igual. ¡Me aburre!
–Perdóneme, pero yo no vengo aquí a entretenerla.
–Desafortunadamente.
–¿Cómo dice?
–Haría bien en procurar entretenerme, Lunas. No me haga cabecear. ¿No puede hablarme de su vida real? Sueños, sueños. ¿Cómo le va de maestro? ¿Qué cuenta su Aurora? ¿Cuándo van a tener un hijo, Lunas? ¿Avanza en su libro? ¿No sabe vivir?
–Pues no, me temo que no. Si no quiere oír mis sueños, me levanto y me voy. Pero, si un psicoanalista no quiere oírlos, ¿quién va a querer? ¿Qué voy a hacer con ellos? ¡Es lo único que produzco, doctora!
–Ya, ya. Hable, Lunas. Soñó que me buscaba en Londres. ¿Y?
–Yo conocía el camino, pero mi hermano, que ni siquiera la conocía a usted, se empeñaba en guiarme y, por no alterarlo, con tal de hacerlo partícipe de mis andanzas y que no temiera que su hermano menor hubiera dejado de necesitarlo, accedí a que me guiara él.
”Pero en un momento dado él se distraía con unos amigos y yo me sentía perdido. No sabía ni siquiera en qué país estaba. Había vuelto a ser el niño desasistido, digamos, y mi hermano había vuelto a ser mi cicerone y a maniatarme y tenerme a su merced. Yo hacía esfuerzos por zafarme y por arreglármelas solo. ¡Pero qué difícil es zafarse de lo atávico, doctora, resulta vital! Entre mis antepasados, el hermano menor debe depender del mayor. El mayor es el heredero. Es el príncipe. Hay que necesitarlo y obedecerlo.
”La cosa era que yo debía dar con usted a como diera lugar. Así que me desprendí de mi hermano y medio mareado seguí adelante, como sonámbulo. Gente con la que me topaba, personas a las que les preguntaba por su dirección, pero unos y otros sólo me desorientaban más y yo estaba tan angustiado que me parecía que me despistaban a propósito. La situación llegaba a inquietarme tanto que empezaba a sudar y a respirar con dificultad…
–Como siempre, ¿no? ¿Qué le extraña?
–Estaba a punto de gritar de desesperación, doctora, cuando, imaginé que enviada por usted, se me acercó una joven embarazada que sin averiguar otra cosa que mi nombre, que repitió con acento que me sonó francés, me condujo directamente a una calle muy cerca de donde nos encontrábamos y, antes de desaparecer, me hizo pasar a una librería en donde usted me estaba esperando…
–¡Por fin!
–Era una librería de viejo, tan atractiva para mí que casi me hizo olvidarme de todo, incluyendo mi sesión con usted, aunque no lo crea, y perderme entre los estantes y los libros. Pero recapacité y me di cuenta de que estaba ahí porque iba a buscarla a usted, no a ver libros ni ninguna otra cosa. De modo que no me distraje entre las hileras de libreros ni me entretuve tampoco con un gato blanco que parecía seguirme a todos lados y que me recordaba a mi Pangur, un hipotético gato blanco que siempre quise tener.
”La encontré con una bola de estambre y unas agujas de tejer en las manos, reclinada en un sofá junto a un muchacho vestido de escocés. Cuando con una sonrisa y un gesto de la cabeza usted me invitó a acomodarme a su lado, él se fue a sentar en la base de una ventana detrás de nosotros, en el alféizar, para precisar. Giré la cabeza y vi cómo el sol hacía brillar el vello rubio de sus piernas, descubiertas hasta la orilla de la falda a cuadros rojos y verdes con la que estaba vestido. Se nos acercó un señor que lo besó a él en la frente y a usted en los labios, aunque cerrados. A mí me preguntó si fumaba. Le contesté que no y él sacó de un estuche una pipa y la llenó de tabaco. La encendió y se acomodó en un sillón a fumar frente a nosotros sin quitarnos los ojos de encima.
–Aunque recargado de elementos, muy cinematográfico, Lunas. Pero ¿qué mueve en usted esta escena? ¿Qué le provoca a usted?
–Otro sueño. Uno en el que una mujer de bata blanca me hacía a un lado a mí y secuestraba a mi hermano a la salida del colegio. Era una primaria escocesa y el uniforme tanto de niños como de niñas era de falda, con medias hasta la rodilla. Se lo conté en su momento, doctora. No es que el muchacho que estaba sentado con usted me hubiera hecho inventarlo.
–¿Qué muchacho?
–El escocés de la librería de Londres. El sueño del secuestro se lo conté en su momento.
–No lo dudo. Pero de ahí tampoco pasó. A diferencia del otro que hablaba en lenguas, usted habla en sueños, Lunas, y… En fin. Me cuenta muchas cosas, pero no las desenvuelve, no profundiza, Lunas. No piensa.
–¡¿No pienso?! ¡¿Cómo me dice eso?! ¡Mi problema es que no hago otra cosa sino pensar. Pienso demasiado. Usted me tiene mala fe. ¿Está conmigo o contra mí?
El ruido en el patio al que da el consultorio apaga la voz de Lunas, recostado en el diván. Se dispone a repetir su reclamo sólo que en voz más alta, pero en eso suena el timbre y se lo impide. Simultáneamente, se oyen pasos y voces que se acercan y alguien que llama a golpes a la puerta. La doctora Z le pide a Lunas que, mientras ella atiende las interferencias, por favor marque por ella el número de teléfono que le anota en una hoja de papel. Pero Lunas no consigue marcar ese número ni ningún otro en ese aparato. Se ha desabotonado el cuello de la camisa y abre la boca como quien va a jalar aire para gritar de exasperación.
Cuando la doctora reaparece, Lunas le extiende la hoja con el número y con frases torpes se disculpa y alternadamente arremete. Alega que no logró hacer la llamada y, con la torpeza del que se siente culpable sin motivo por lo menos aparente, le ordena a la doctora que por lo tanto la llamada la haga ella.
–¿Qué, hoy vino de señor feudal a que yo le sirviera un lechón en una charola de plata?
–¡Doctora! Quien quería hacer la llamada era usted, no yo. Además, quien interrumpe mi sesión para atender otros asuntos también es usted, no yo.
–Muy bien, Lunas. Ya le repondré el tiempo perdido. Pero por ahora le voy a proponer un plan de trabajo, precisamente para dejar de perder el tiempo. Cierre los ojos y cuénteme cuál es el primer recuerdo que tiene usted de su hermano.
–Mi vida está hecha de sueños, doctora, por lo menos entre estas cuatro paredes. Así que, si no me lo prohíbe, lo que voy a hacer es contarle los sueños que recuerde de él. ¿Le parece?
–Adelante. Sólo que trate de… olvídelo. Cuénteme lo que quiera siempre que se refiera a sus primeros años. Si yo no lo hago poner orden en el caos de su vida interior, por lo visto, efectivamente, como usted dice, hecha de sueños, no sé quién lo va a hacer.
–Entre infinidad de cosas, mi hermano me enseñó a impulsarme en un columpio. Colgaban dos de la rama del aguacate, del otro lado de la fuente en el jardín donde crecimos, donde nacimos y crecimos, primera generación de padres inmigrantes europeos, le recuerdo, doctora, todo lo que le cuento yo lo tergiversa o de plano se le olvida. En fin. Era la casa paterna, rodeada de jardines, con un galpón en la parte de atrás. Cuando nos columpiábamos en mis sueños alcanzábamos el impulso suficiente y sin ponernos de acuerdo saltábamos, doctora, y volábamos sobre la casa y por encima de la ciudad. Alcanzábamos las nubes y las atravesábamos, volábamos, y antes de caer no sé en dónde ni cómo nos alzábamos los sombreros de paja y nos despedíamos del mundo allá abajo, atragantándonos de viento y sin embargo riéndonos a carcajadas, tan estruendosas, tan incoherentes, que se confundían con llanto desesperado.
–¡Y dale! ¿Por qué la desesperación? Tenían todo, ¿no? En exceso, ¿no? ¿Qué les faltaba, qué les podía faltar?
–Bueno, quizás el que lloraba era yo y el que reía era él.
–Eso está mejor. Y una vez voló, ¿no?
–Me solté, con mucho vuelo, cierto. Fui a dar a la azotea de mi casa y luego no encontraba la escalera para bajar. Si insistía en bajar, tenía que arrojarme al vacío.
–Ay, Lunas. Desde niño en ésas, ¿no? ¿Y qué sueño me contó alguna vez de una caja de zapatos?
–Fueron varios los de cajas de zapatos. Han sido varios. En uno de ellos, me soñé adulto, sólo que de un tamaño diminuto, acurrucado adentro de una caja de zapatos. La destapaba apenas y, después de oír una voz masculina y una femenina que discutían y se decían frases y palabras como “faltarse al respeto” y “separarse”, sigilosamente volvía a tapar la caja y a reducirme hasta de nuevo acurrucarme en el fondo de la caja de cartón.
–¿No hay otro? Me parece recordar uno con su hermano.
–Sí. Estaba saliendo de una caja pequeña en la parte de atrás de un camión de carga, y mi hermano, mayor, pero niño como yo, salía de otra caja a mi lado casi al mismo tiempo. Entonces un cargador se encaramaba sobre nosotros y yo lo veía llevarse en brazos a mi hermano y, con el dorso de la mano, apartarme a mí, como si yo fuera parte de la caja, es decir, parte de una caja ¡vacía! En eso, otro cargador preguntaba en voz alta al primero para qué diablos habían cargado también conmigo. De modo que de inmediato yo volvía a meterme a la caja sin ni siquiera pedir a ninguno de los dos cargadores que la taparan y que me dejaran en paz.
–Eso es. ¿Y le dicen algo estos sueños, Lunas?
–Me dicen tantas cosas que podría pasarme la vida enumerándoselas y no terminar.
–Empiece por decirme una de las innumerables cosas que le dicen.
–Que se me ha ido la vida compitiendo con mi hermano a sabiendas de que no lo voy a igualar ni mucho menos superar; que se me ha ido la vida creyendo que lo amo y lo admiro, a sabiendas de que el sentimiento que de veras me domina hacia él es el del rencor. ¿Por qué? Porque es el mayor de los dos, porque mis padres… en fin, doctora. ¿Hasta dónde quiere que llegue?
–Empiece por empezar. Ya veremos adónde llega y qué fondo toca. ¿Sus padres, decía?
–Nada. Me molesta tener celos de mi hermano. Me acordé de una vez, yo tendría cinco o seis años, que me quedé solo con mi papá. Mi mamá se había llevado a mi hermano con ella y me había dejado a mí con mi papá, cuando lo contrario solía ser la regla, sobre todo en mis sueños. Era temprano. La mesa estaba puesta y el desayuno servido. Mi papá leía el periódico y yo empecé a sentirme nervioso. Me preocupaba no tener nada que decirle a mi papá, al mismo tiempo que me daba cuenta de que no tenía por qué decirle nada. Él estaba desentendido de mí, leía el periódico, tomaba café, quizá ni siquiera se había dado cuenta de que yo estaba ahí. Él menos que nadie esperaba que yo le dijera nada, o que tuviera nada que decirle. O es lo que me parecía a mí. Sin embargo, la sensación de no tener nada que decirle me tenía tan nervioso que me cortaba la respiración. La idea de aburrirlo o hacerlo enojar por lo que le dijera me impedía pensar en algo interesante que contarle o, sencillamente, permanecer tan indiferente a él como él a mí. Pero quería hablarle. Y las únicas frases que se me ocurría decirle eran preguntas respecto a mi mamá, a dónde había ido, por qué se había llevado a mi hermano y no a mí, a qué hora iba a regresar, por qué me había dejado solo con él. Por qué me había dejado solo con mi papá.
”Por qué me había dejado solo. Por qué me había dejado. Por qué. Estaba tan nervioso que temía que se me cayera al piso un cubierto y que el ruido hiciera enfurecer a mi papá. Para matar el tiempo, balanceaba los pies que, si acaso, apenas rozaban el piso. Temía incluso toser.
”Y el sueño siguió, doctora. Por fin me levanté de la mesa lo más sigilosamente que pude y subí a mi cuarto a encerrarme en el baño, no se me ocurría nada mejor que hacer. Puse el cerrojo. Creí que una vez lejos y a resguardo de la presencia de mi papá estaría libre de inquietud y de inseguridad. Pero una vez encerrado me di cuenta de que seguía tan nervioso que hasta miedo tenía. Abrí la ventana para llamar a mi hermano a gritos, pero la única palabra que conseguí pronunciar fue himmelhochjauchzend, que en aquellos días no sabía si era una contraseña o una maldición, ni tampoco de dónde la había sacado ni en qué idioma estaba, pero se la oía decir a mi hermano y por lo tanto la suponía todopoderosa.
–¿Y eso qué fue, un sueño, Lunas?
–Ya no sé, doctora. Se me confunden, los sueños y la vida.
–¿Quiere un vaso de agua?
La doctora sirve dos vasos de agua sobre una mesa baja al lado de su sillón y le ofrece uno a Lunas. Lunas se endereza en el diván y toma el vaso. La mano le tiembla al llevárselo a los labios.
–Mi hermano no siempre salía en mi ayuda, qué va. En una ocasión, ya era yo un poco mayor, quizá tendría once o doce años, estaba tratando de concentrarme en escribir la primera frase del primer diario que tuve. No había nadie más en la casa y yo me sentía muy tranquilo en medio de esa soledad y de ese silencio, para mí cargado de mi voz interior, que gemía como en un cante gitano. Por una vez no me importaba quién hubiera salido, ni con quién, ni a dónde, ni cuándo iba nadie a regresar a casa. Hice tal conciencia de que estando solo me encontraba feliz, y de que en esos momentos estaba empezando a ser escritor, que sentí que levitaba sobre el asiento de la silla, ante el escritorio de la recámara que compartíamos mi hermano y yo en la casa de nuestra infancia.
–¿Su sueño de ser escritor arrancó con un diario?
–Así es. Y está bien empezar a ser escritor escribiendo un diario. A mí me inspiró el de Ana Frank, uno de los libros más gastados de la pequeña biblioteca de mamá. Mi mamá era aficionada a leer, y escribía muchas cartas. Ahora querría yo leerlas, y tener lo que fue su biblioteca. Pero cuando murió, mi papá se deshizo de casi todo lo que le había pertenecido a ella. No conservó más que una fotografía.
”Le decía, en ésas estaba, tratando de empezar mi primer diario. Y en condiciones tan ideales como ésas lo único que se me ocurrió fue la primera frase. Me pareció tan rara que me dio risa y vacilé en anotarla. Decía: ‘Voy a escribir este diario para no morirme’. Sólo a un niño de once años se le ocurre que escribir un diario lo hará inmortal.
–Sólo a un niño como usted, que quería ser escritor, se le ocurre escribir un diario.
–Ni en eso tengo la exclusiva, doctora, qué va. Ahí está Amiel, por ejemplo. Pero le estaba diciendo que yo seguía de pantalón corto y ya estaba pensando en la muerte. Los codos del suéter azul marino que llevaba puesto estaban raídos porque tenía la costumbre de apoyarlos en las mesas, igual que la de enredarme el pelo en los dedos mientras hacía la tarea. Y ésta era la primera vez que ponía los codos sobre el escritorio y enredaba los dedos en el pelo no porque estuviera haciendo la tarea, sino mientras escribía mi diario, porque era el primer diario que escribía.
”Pero incluso en el sueño la paz duró poco, pues de pronto mi hermano subía las escaleras haciendo ruido a propósito. Quería vencer el miedo que le daba la casa oscura que suponía sola. Cuando me vio suspiró de alivio. Pero envalentonado, al ver que yo estaba tranquilo y escribiendo, en un impulso vació sobre mi cabeza el confeti que llenaba la bolsa de papel con la que había aparecido. Él mismo se sorprendió, y para recuperar la compostura fingió una carcajada. Quería celebrar la broma que me acababa de jugar. No sabía de qué otra manera expresar su enojo porque a mí no me diera miedo estar solo en la casa, solo y además entretenido.
–Le daba más miedo estar con su papá que solo.
–Así es. No me daba miedo estar solo ni escribir un diario.
–Y a su hermano sí. ¿Cómo se llama él? ¿Él es tan flaco como usted?
–¡Cuánta pregunta! Si está tan interesada en mi hermano… En fin, olvídelo, perdone. Yo le decía Gor, por Igor. Y no, mi hermano es más bien gordo. Mi mamá se empecinaba en que yo comiera para ponerme bien y fuerte como él, pero a mí todo me hacía daño y me daba náusea.
”Bueno, para empezar, la leche. Y a mi hermano lo que más le gustaba era lo que tuviera leche. Mamá se lucía preparándole a él menús completos con leche, desde la sopa, las salsas, no se diga los postres, todo con leche, no se diga las bebidas, hasta las bebidas alcohólicas tenían leche, y no me refiero al rompope, doctora. Pero todo con leche. Leche y más leche. Y aun cuando ella misma descubrió que lo que me causaba malestares a mí era la leche, insistía en cocinar con leche. En algún sueño incluso me introdujo en la boca contra mi voluntad una masa de alimento lechoso que me atragantaba y que yo me atrevía a escupir. Si quiere que le cuente enredos, doctora, el que tengo con mis padres y mi hermano la entretendría y nos daría pie para mucho.
”Una vez me soñé de unos nueve años, cuando todavía me orinaba involuntariamente sobre el colchón, en la misma cama con mis padres y mi hermano. De pronto mi papá y mi hermano, que dormían entre mi mamá y yo, se levantaban dormidos, como sonámbulos, y me dejaban solo con mi mamá, cada uno a un lado de la cama. Entonces yo giraba de manera que mis pies quedaban hacia la cabecera y mi cabeza hacia el extremo opuesto, exactamente al revés de la forma usual de dormir en la que, en cambio, seguía durmiendo mi mamá.
–Pero según la edad que dice que tenía, ¿a qué altura del cuerpo de su mamá llegaba su cabeza? ¿En el sueño, estaba estirado o encogido, las rodillas contra la frente, los codos contra las rodillas, las manos tapándole las orejas? ¿Hacia dónde miraba, hacia su mamá o hacia el vacío?
–Lo que...