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Descripción del libro
El cardenismo constituye el movimiento político y social más importante de la época posrevolucionaria. Sin embargo, la dimensión histórica de Cárdenas es paradójica: si es la conciencia crítica de la revolución de 1910, también es el impulsor consciente de las instituciones que hoy definen y rigen al país; si su mandato se significa por las reformas, éstas en rigor abrieron la puerta al desarrollo capitalista y a la organización de las masas bajo la tutela vigilante del Estado.
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Información
Editorial
Ediciones EraAño
2014ISBN del libro electrónico
97860744532181. EL CARDENISMO Y LA REVOLUCION MEXICANA
Al terminar los años veinte muy pocas personas parecían albergar dudas acerca de la definitiva consolidación del régimen de la Revolución Mexicana. Al menos por lo que todo mundo podía ver o intuir, la fortaleza del poder revolucionario era incontrastable. Es posible que todavía entonces se concibiera a los dirigentes del Estado de la Revolución como un grupo de aventureros que seguía imponiéndose sólo mediante la fuerza de las armas, lo que les hacía aparecer particularmente repugnantes a los ojos del ciudadano común, aislado; lo cual, como es evidente, podía tomarse muy bien como una prueba suficiente de que la hegemonía política del grupo gobernante no acababa de constituirse como una verdadera soberanía política. Pero era ya un hecho aceptado que el poder que aquel grupo turbulento y atrabiliario representaba envolvía todas las esferas de la vida social, penetrando hasta lo más recóndito e imprimiendo su sello hasta en las manifestaciones más simples de la actividad de los mexicanos. México se había transformado y no habría de retroceder un solo paso. Todos los intentos por hacerlo cambiar de ruta habían fracasado sin remedio, y algunos de ellos muy recientemente (la rebelión escobarista y el movimiento democrático del vas-concelismo), de modo que había ya poco lugar, si alguno quedaba, para las ilusiones o los buenos deseos.
Sin embargo, la fuerza del Estado de la Revolución, con ser tan grande, tenía mucho más de apariencia que de realidad efectiva. Es cierto que su existencia seguía estando garantizada por el apoyo que proporcionaban a los grupos revolucionarios las masas trabajadoras, principalmente del campo. Con ellas habían llegado al poder y por ellas se mantenían en él. El presidente Obregón había impedido que los mismos revolucionarios se disgregaran o se devoraran entre sí, eliminando a los más ambiciosos y peligrosos; así se conjuró la recaída del país en el militarismo y el caudillismo. El presidente Calles fortaleció el régimen revolucionario, dotándolo del aparato institucional mínimo indispensable para que pudiera sobrevivir como un verdadero Estado. Bajo la dirección de los dos presidentes sonorenses los revolucionarios adquirieron experiencia en el arte de gobernar a una sociedad de masas que, como la mexicana, había surgido de una revolución, y buena parte de ellos comenzaron a cobrar una conciencia cada vez más clara de lo que esto significaba y, sobre todo, de las perspectivas que se les deparaba y de los peligros que les acechaban. Su determinación de sostenerse en el poder estaba ya fuera de duda; era esa determinación la que los mantenía unidos. Pero fueron justamente los resultados de la política de los presidentes del Grupo Sonora lo que por aquellos días comenzó a dividirlos.
Los revolucionarios se habían convertido en una fuerza hegemónica indiscutible y tenían a la sociedad bajo el más absoluto control. Su predominio después de la Revolución se había mostrado con toda claridad en el hecho de que las principales luchas que desde entonces había presenciado el país se habían protagonizado entre ellos mismos, por supuesto, con la importante excepción de la rebelión cristera. Pero su poder había demostrado también ser ineficaz para llevar a término el programa de la Revolución. Hasta los últimos años veinte no había hecho otra cosa, en la práctica, que pugnar por mantenerse en pie, pero estaba muy lejos de convertirse en el poder rector, soberano y aceptado por la sociedad que la Revolución había postulado.
La. Revolución había sido ante todo una gigantesca movilización de las masas trabajadoras, un movimiento que, sin renunciar a los principios de la sociedad individualista, se había propuesto del modo más claro la conquista del poder con el apoyo de los trabajadores. El programa de reformas sociales había sido la palanca que había impulsado esa movilización y que había procurado, a través de ella, la toma del poder. La década de los veinte trajo consigo la experiencia, por lo menos para un gran sector de los revolucionarios, de que, para sostenerse en el poder y transformar al Estado, no bastaba con haberlo conquistado, sino que era indispensable seguir contando con el apoyo de las masas. En realidad, éste nunca les llegó a faltar, pero durante aquel tiempo se dio casi gratuitamente, sin que a cambio las masas recibieran sino muy poco. Era en este renglón que el balance fallaba, entrañando peligros de la mayor gravedad para el Estado de la Revolución. Lo que en la Revolución había sido esencial, su política de masas, era lo que en los hechos se había paralizado después de concluida la lucha.
La reforma agraria, particularmente, se había convertido en un simple instrumento de manipulación de las masas campesinas, mediante limitados repartos agrarios, muchas veces sólo de terrenos nacionales, que de ningún modo habían contribuido a transformar las relaciones de propiedad en contra de las cuales se había llevado a cabo el movimiento revolucionario. La Revolución había sostenido el principio de que era necesario destruir el monopolio de la propiedad de la tierra en unas cuantas manos, como requisito indispensable del progreso de México; los gobiernos revolucionarios no sólo echaron al olvido este principio, sino que intentaron por todos los medios a su alcance conservar la vieja clase dominante y asimilarla a la nueva que se iba organizando. En medio de cada vez más frecuentes manifestaciones de descontento por parte de los trabajadores del campo, aunque a nivel local o regional, el país conoció, a través del censo agrícola de 1930, el hecho de que un grupo de 13 444 terratenientes monopolizaban el 83.4% del total de la tierra en manos de privados; que los ejidatarios, en número de 668 mil, tenían la posesión de tierras que representaban apenas un décimo de la que estaba en manos de los hacendados, y que junto a ellos había 2 332 000 campesinos sin tierras;1 en otras palabras, que desde este punto de vista la Revolución había sido prácticamente inútil. Y todo ello mientras menudeaban las declaraciones oficiales dando por concluida la reforma agraria o los llamados a liquidarla en cuestión de meses.
La Revolución también había preconizado la defensa de los derechos de los trabajadores urbanos y los había establecido como garantías políticas en el artículo 123 de la Constitución; se trataba de hacer llegar los beneficios del progreso económico a la gran masa de mexicanos que vivían en las ciudades, no sólo por razones de orden moral y político, que también eran fundamentales, sino además para asegurar, mediante la ampliación del consumo popular, el futuro desarrollo industrial de México. Probablemente en ningún momento se tuvo una idea exacta de lo que esto, en los hechos, podía representar para los trabajadores. De cualquier forma, las garantías constitucionales para el trabajo y la posibilidad de un mejoramiento gradual de su situación material fueron suficientes para impulsar y mantener la adhesión de los trabajadores al nuevo régimen. Los gobiernos que siguieron a Carranza, sobre todo el del presidente Calles, se apoyaron ampliamente en el movimiento organizado de los trabajadores. Sin duda, éstos gozaron entonces de mejores condiciones económicas que en épocas anteriores; pero ello, aparte de que fue cierto sólo en el caso de muy pocos núcleos laborales, se dio siempre a través de la sujeción más absoluta del movimiento obrero a los designios de los grupos políticos en que se apoyaban los gobernantes y de la manipulación más descarada de las demandas de los trabajadores para conseguir su fidelidad irrestricta a los mismos grupos. La división del movimiento obrero y una desvergonzada demagogia de parte de los políticos oficiales fueron hechos permanentes en la escena social del México de los años veinte.
La Revolución había sugerido con la mayor claridad la conversión de la adhesión de las masas al nuevo régimen, por las reformas sociales, en motor de las transformaciones económicas que ella planteaba. Sólo el Estado podía asegurar que desaparecieran los antiguos privilegios y sólo él podía rescatar para la nación las riquezas naturales en manos de extranjeros. Pero ello se daría a condición de que se movilizara a las masas y se las lanzara contra la vieja clase dominante. Las transformaciones no podían venir por decreto ni llevarse a cabo sin una justificación adecuada. Por eso la política de masas de la Revolución era esencialmente una verdadera política de desarrollo, que había dejado de cumplirse desde el momento mismo en que la manipulación de los trabajadores del campo y de la ciudad se apartaba de los objetivos de transformación social o se decidía que estos últimos quedaban aplazados para mejores tiempos. Así, mientras que por un lado se perdía la posibilidad de que el Estado se convirtiera en un verdadero agente del cambio social y económico, por otro lado se prohijaban nuevas condiciones de rebeldía por parte de los trabajadores sin que se hubiera liquidado cuentas con los antiguos enemigos, en el cobarde intento de llegar lo antes posible a una conciliación con ellos. En otros términos, el Estado no acababa de ser el agente del desarrollo material y espiritual del país, porque los grupos revolucionarios seguían siendo incapaces de actuar la política de masas de la Revolución.
En esa situación los sorprendió la peor catástrofe que jamás haya conmovido al mundo capitalista, la crisis mundial de 1929, que hacia la segunda mitad del año comenzó a hacer estragos en la débil economía dependiente de México. Los montos de la producción bajaron bruscamente, el intercambio estuvo a punto de paralizarse y en general las actividades económicas tendieron a desarticularse.
Para 1930 el producto interno bruto había descendido en un 12.5% y sólo hasta cinco años después volvió a los niveles de 1928. El valor de las exportaciones bajó en 1932 en un tercio respecto de las de 1929, y las importaciones se redujeron hasta ser inferiores a las de comienzos del siglo; las primeras bajaron un 48%, de 590 a 304 millones de pesos, mientras que las segundas descendieron en un 52%, de 382 a 180 millones de pesos. El ingreso público bajó en los mismos años de 322 a 212 millones de pesos; la inversión pública se redujo de 103 a 73 millones, afectando sobre todo los renglones de comunicaciones y transportes. El peso fue devaluado año tras año y de 2.648 por dólar en 1931 pasó en 1933 a 3.498 por dólar. La producción de cereales cayó en 1932 en un 14% respecto de la de 1929, mientras que la producción de cultivos industriales, básicamente de exportación, descendió en un drástico 48%, reflejando el primero de estos casos el peso que debió soportar la población trabajadora, ya mal alimentada, y el segundo la dependencia de la exportación mexicana respecto de los mercados imperialistas en crisis. La minería experimentó una caída peor aún que la agricultura de exportación: la producción de plomo bajó de 248 500 toneladas en 1929 a 118 700 en 1933; la de plata descendió de 3 381 toneladas a 2 118 en 1933. La contribución de las manufacturas al producto interno bruto disminuyó en un 7.3%, pese a ser el sector que resistió mejor los embates de la crisis. Los ingresos de los Ferrocarriles Nacionales—siempre una empresa deficitaria—por concepto de fletes descendieron de 112 a 73 millones de pesos entre 1928 y 1932. Sin duda alguna, y los mismos exponentes del gobierno comenzaron muy pronto a reconocerlo públicamente, la economía nacional estaba sufriendo un verdadero colapso.2
Los resultados en lo que a la situación de las masas trabajadoras se refiere no podían ser más desastrosos. Según datos de la Dirección General de Estadística, los sin trabajo eran en 1929 en número de 89 690; en 1931 alcanzaron un promedio mensual de 287 462, que en 1932 fue de 339 378, para descender en 1933 a 275 774.3 En el segundo trimestre de 1932 las evaluaciones de los presidentes municipales arrojaban una cifra promedio de 354 040 y en el mismo trimestre de 1933 la media era de 284 995.4 “La clase obrera—escribe Fuentes Díaz- resentía la crisis por el cierre de las empresas y el reajuste de personal y de salarios. Hubo despido de obreros en las minas de San Rafael y Real del Monte (Estado de Hidalgo) y de San Luis de la Paz (Guanajuato); cese de 7 000 mineros en otros centros de trabajo; reajuste en la fábrica El Buen Tono; cierre del Centro Industrial Mexicano de Puebla; reajuste de personal en las fábricas de botones del Distrito Federal; suspensión de labores en el mineral de Concepción del Oro (Zacatecas); cierre y reajuste en varias fábricas textiles; reajuste de personal y salarios en la compañía petrolera El Aguila; cese de 4 000 trabajadores en los Ferrocarriles Nacionales de México; suspensión de labores en los minerales de Matehuala (San Luis Potosí); en los de El Boleo (Baja California Sur); en CIDOSA de Orizaba y en otras negociaciones de importancia”.5
En 1929 la reforma agraria pareció dar pasos decisivos en el desarrollo de su programa, después de cerca de quince años en que los repartos de tierras se habían venido ostentando como meras medidas marginales en la dirección de la economía agraria. En sólo ese año el gobierno provisional del presidente Emilio Portes Gil repartió 1 853 589 hs. entre 126 603 beneficiarios. Para calcular la importancia del hecho bastará recordar que el general Calles, en los cuatro años de su periodo presidencial, repartió 3 186 294 hs., entre 302 539 beneficiarios. Pero a partir de 1930, ya con el gobierno de Pascual Ortiz Rubio, el ritmo de los repartos se contuvo bruscamente; en ese año se repartieron 584 922 hs. a 60 666 beneficiarios; en el siguiente año se repartieron 976 403 hs. entre 41 532 beneficiarios, aumentando el total de hectáreas pero bajando de nuevo el de los beneficiarios, lo que tal vez es indicativo del tipo de tierras que se dieron, para caer ambas cifras todavía más en 1932, año en el que se repartieron 249 349 hs. a 16 462 beneficiarios; en diez años de reforma agraria los repartos no habían descendido a semejantes niveles.6
La respuesta de las masas no se hizo esperar mucho tiempo y ella fue, por así decirlo, el hecho culminante del impacto que la crisis produjo en la estructura económica del país. A pesar de las persistentes divisiones en que se debatían, la mayoría de las cuales eran alimentadas por las rencillas entre los mismos grupos directores de la política mexicana, los trabajadores comenzaron a insurgir cada vez con mayor fuerza en contra del orden de cosas establecido. Las luchas de los campesinos por la tierra siguieron dándose, muchas veces en forma violenta, aunque a nivel regional, en la medida en que el gobierno de la Revolución intentaba paralizar la reforma agraria; pero esta vez, y el hecho tuvo una trascendencia política de la mayor importancia, fueron los trabajadores asalariados los que se pusieron a la cabeza del movimiento espontáneo de las masas populares. Las luchas eran sistemáticamente reprimidas antes de que pudieran calificarse ante los tribunales del trabajo, lo que como es sabido daba la apariencia de que en México reinaba la paz social, no obstante los efectos destructores de la crisis; pero solamente por reclamaciones obreras contra despidos o reajustes los conflictos de trabajo aumentaron de modo extraordinario de un año a otro: en 1929 hubo 13 405 de tales conflictos; en 1930 fueron 20 702, para aumentar a 29 087 en 1931 y alcanzar la cifra de 36 781 en 1932.7 Ni siquiera las organizaciones laborales oficialistas pudieron escapar a las continuas y crecientes agitaciones de los trabajadores contra los efectos de la crisis que por todos los medios se trataba de descargar sobre sus espaldas; muy por el contrario, en poco tiempo esas organizaciones comenzaron a ser desgarradas como una consecuencia directa de las propias agitaciones de los obreros.
Es probable que muchos de los dirigentes revolucionarios consideraran que estos hechos en el fondo no eran sino resultados pasajeros de la crisis, que habrían de pasar en cuanto amainara la tormenta. El mismo general Calles, que desde la muerte de Obregón se había convertido, por derecho propio, en el jefe indiscutible de todos los revolucionarios, pensaba que el desastre económico era un efecto natural del desarrollo insuficiente del país, que México no había sufrido menos que otros países igualmente poco desarrollados, y no se sentía preocupado en lo más mínimo por el descontento que privaba entre las masas trabajadoras. Su preocupación fundamental tenía que ver más bien con el atraso económico de México y la incapacidad de nuestro país para enfrentar la crisis exitosamente; el problema de la economía mexicana, para él, era esencialmente de orden técnico. Los días en que el principal problema “técnico”, pero técnico-político, consistía para los revolucionarios en saber cómo conducir a las masas trabajadoras de acuerdo con los objetivos de la Revolución, parecían perderse en la bruma de los tiempos, aunque en realidad no se tratara sino de una docena de años. En el mes de junio de 1930, cuando la crisis estaba ya desatada con toda su furia, Calles declaraba, según se afirma, “a un grupo de amigos”: “Si queremos ser sinceros tendremos que confesar, como hijos de la Revolución, que el agrarismo, tal como lo hemos comprendido y practicado hasta el momento presente, es un fracaso. La felicidad de los campesinos no puede asegurárseles dándoles una parcela de tierra si carecen de la preparación y los elementos necesarios para cultivarla… Por el contrario, este camino nos llevará al desastre, porque estamos creando pretensiones y fomentando la holgazanería. Es interesante observar el elevado número de ejidos en los que no se cultiva la tierra y, sin embargo, se propone que ellos se amplíen. ¿Por qué?; si el ejido es un fracaso, es inútil aumentarlo. Si, por otro lado, el ejido es un éxito, entonces debiera disponerse del dinero necesario para comprar las tierras adicionales necesarias y así librar a la nación de hacer mayores gastos y promesas de pago… Hasta ahora hemos estado entregando tierras a diestro y siniestro y el único resultado ha sido echar sobre los hombros de la nación una terrible carga financiera… Lo que tenemos que hacer es poner un hasta aquí y no seguir adelante en nuestros fracasos… Lo que se hizo durante la lucha en nombre de la suprema necesidad de vivir, debe dejarse tal como está. El paria que se apoderó de un pedazo de tierra debe conservarla. Pero al mismo tiempo tenemos que hacer algo sobre la situación presente… Cada uno de los gobiernos de los Estados debe fijar un periodo relativamente corto en el cual las comunidades que todavía tienen derecho a pedir tierras puedan ejercitarlo; y, una vez que haya expirado este plazo, ni una palabra más sobre el asunto. Después debemos dar garantías a todo el mundo, tanto a los agricultores pequeños como a los grandes, para que resuciten la iniciativa y el crédito público y privado”.8
En otra ocasión, cuando ya la crisis se encaminaba hacia su desenlace, dejando tras de sí una verdadera ola de inconformidades entre las masas trabajadoras, Calles hacía las siguientes declaraciones: “Los obreros necesitan de las lecciones de la experiencia. Es necesario que choquen entre sí. Si antes se pretendiera unificarlos, sería inútil. El solo convencimiento les parece a veces resistencia y no orientación, porque el sentido de la realidad sólo se adquiere con la experiencia propia. Por eso considero necesario que los obreros prueben en la ruda práctica, lo que es asequible y lo que es utópico e inconveniente. Es útil que los obreros choquen entre sí. De allí resultará en breve tiempo una fecunda lección: la de que nada es posible sin la unificación de las masas”. “Estoy convencido—agregaba, siempre en referencia a los obreros—de que en cada hombre la codicia, el egoísmo, son irreductibles”.9 ¿Por qué estaban divididos los obreros? Porque eran unos codiciosos y unos egoístas… En realidad, nunca como entonces fueron tan inseparables en el pensamiento de algunos revolucionarios la mala fe y la incapacidad para entender el verdadero desarrollo de las cosas. La mala fe, porque les parecía muy cómodo tratar de ocultar el sol con un dedo: todo mundo sabía que la Revolución no había ni siquiera empezado su obra de renovación. La incapacidad para comprender, porque estaban olvidando el papel que las masas habían jugado en la lucha revolucionaria y que todavía tenían que seguir jugando en la construcción del nuevo Estado. Era tal la extensión que cobraba esta incapacidad, que El Nacional Revolucionario, por ejemplo, en uno de sus primeros números como órgano del Partido Nacional Revolucionario, inscribía el siguiente epígrafe en su página editorial: “El pueblo tiene vientre y ojos miopes; si te ama, págale con algo d...
Índice
- Portada
- Portadilla
- Créditos
- Indice
- 1. El cardenismo y la Revolución Mexicana
- 2. La organización de las masas y la reconstitución del poder
- 3. El frente único del trabajo
- 4. El nuevo orden rural
- 5. Burócratas y militares
- 6. La conversión corporativista del partido oficial
- 7. Política de masas y capitalismo
- Notas