Poeta con paisaje
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Ensayos sobre la vida de Octavio Paz 1

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Poeta con paisaje

Ensayos sobre la vida de Octavio Paz 1

Descripción del libro

Octavio Paz encarna como nadie el siglo XX mexicano. Bajo la vigilancia de esta certidumbre, Guillermo Sheridan ha escrito esta biografía intelectual del poeta. Sin menoscabo de la investigación documental, Sheridan ha querido que sean los poemas de Paz la fuente primordial para iluminar sus recuerdos más lejanos, las pasiones de adolescencia y juventud, los amores de la madurez. En estos ensayos, Sheridan acompaña al poeta a través de la iniciación militante en los años treinta, del mítico viaje solidario a la España republicana en 1937 y de una decepción crítica que lo hará transitar hacia el socialismo democrático.

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Información

Editorial
Ediciones Era
Año
2013
ISBN del libro electrónico
9786074452112

I. Ensayos biográficos

Infancia en Paz

Yo no escribo para matar al tiempo
ni para revivirlo
escribo para que me viva y reviva.
O. Paz, “El mismo tiempo”1
Casi es tan lugar común decir que la tradición en lengua española es avara en escritores que practican la autobiografía, como explicar que obedece a la acendrada noción del recato hispánico. La poesía mexicana no es excepción. En López Velarde, la infancia es cifra prematura de las turbulencias de su deseo (la infancia como augurio); a Alfonso Reyes lo perseguía un sol inquisitivo y omnipresente (la nostalgia del paraíso perdido); Salvador Novo correteó a la sirvienta Epifania para saber qué cosas eran las que le hacía su amante (la disponibilidad para la seducción); Gilberto Owen viaja a su niñez en la búsqueda obsesiva de su nombre. Paz no organizó una autobiografía, pero es el poeta mexicano que más frecuentemente se pregunta ¿quién era? y ¿dónde estuve?
En la medida en que envejecía, la infancia fue una de las respuestas a esas dos preguntas y acudió a ella con intensidad y hasta nostalgia. Esto es explicable tanto por su longevidad como por la índole de sus tiempos. Ante las mutaciones y variantes de un siglo tan agitado, la infancia fue un anclaje pertinente. No es azaroso que suela recordar su infancia en los poemas dedicados a su valle de México. El paisaje de su infancia padecía hondas mutaciones y su infancia era un paraíso doblemente perdido: el que perdió al crecer, y el que la ciudad arrasaba con su desmesura. Algunos de sus más intensos poemas memoriosos coinciden por ello con sendos regresos, luego de largas ausencias, a una ciudad a la vez reconocida y ausente.
La eterna metamorfosis del fugitivo reino de la infancia responde al estado de ánimo actual con que lo convocamos: la interesada memoria puede a la vez enunciar un paraíso o urdir una mazmorra. Es tan real como imaginario, tan vivaz como inasible. En la poesía y la prosa de Paz, la infancia a veces se agazapa y otras rezuma: es fuente y remanso a veces, enigma e incuria en otras. Fugaz y suficiente, será evocación en prosa -durante su vejez- y vida revivida en poesía. En nada de esto es extraordinario. ¿En qué radica entonces su relieve?
Me interesa que en la poesía de Paz hay una experiencia singular: si bien en ocasiones la infancia es el sujeto de la memoria narrativa, con mayor frecuencia es una experiencia vigente, un trance de actualidad. La infancia en la escritura poética de Paz está ocurriendo. No es asediada por la escritura; está en la escritura porque está siendo revivida; es él habitado por su infancia. En la vida del poeta, la infancia es otra vida, real y activa como la actual. Es su infancia la que lo visita y lo reclama y, en ciertos trances, además, lo cohabita. Volveré sobre esto.
Paz integra cualquier cantidad de signos, símbolos y mitos infantiles a su escritura. De hecho, aun con el riesgo de caer en ese otro lugar común, el que sostiene que el poeta algo tiene de niño perpetuo, en perenne estado de asombro, me atrevo a decir que la teoría poética del instante paciano en algo emparenta con esa disposición a ser revivido por su infancia. Ese lugar común dice que un niño -intermedio entre el limbo animal y el infierno de la conciencia- vive una sucesión de instantes únicos. La escritura poética de Paz, en lo que tiene de revelatoria y consagratoria, ¿tendría cierta coincidencia con ese dilatado ensayar el mundo que son los primeros años?
La infancia se gradúa a la conciencia sólo cuando se pierde. De ahí que sea el territorio privilegiado por la memoria: un agua lustral y un juez al que acudimos en pos de justificación. Como todas, la que Paz evoca es una infancia contradictoria: un prematuro ensayo del contraste entre el dolor y el deleite. O es un ámbito solitario, sofocante, oscuro, o un mediodía encendido y poblado, pero siempre un mundo de contrastantes acciones y reflexiones. Hay en él lo mismo el amor que el desamor de su madre; la turbulenta presencia del padre amado y temido; la intacta alegría del trato con su abuelo; el ambiguo trasunto de la tía Amalia, delegada de la locura y la fantasía. Es la complejidad relacional de las familias; el amor a los libros y al arte; el deseo del viaje imaginario con los compañeros; el desconcierto del erotismo; la fascinación con el juego y el lenguaje; el callejero ensayo de la acción; el deleite de la clandestinidad y el secreto; la experiencia de los otros y lo otro; la diversidad de clases, culturas, lenguajes en la convivencia con parientes, indios, vecinos, compañeros.
La infancia de Paz es también la elaboración minuciosa de un lugar real e imaginario llamado Mixcoac. Una heredad fabricada con la precisión de un historiador de sí mismo y, a la vez, un científico social que estudia (y se estudia) en su medio y su clase. Unas veces lo hace como un sentimental cautivado por las inevitables recompensas de la nostalgia; otras, como un turista de sus propias certidumbres; y unas más, como un alma tenebrosa que merodea entre fantasmas (quizás la manera cabal de visitar nuestra infancia sea hacerlo como si hubiéramos muerto).
En el viaje al paisaje de infancia reconstruido por Paz hay un puñado de apartados esenciales:
La casa, con dos importantes subcapítulos: el jardín y la biblioteca. A su alrededor, hay otros escenarios complementarios: iglesias, plazas, calles, escuelas, llanos.
Los parientes: su madre, Josefina Lozano de Paz (1893-1980). El padre, Octavio Ireneo Paz Solórzano (1883-1936). El abuelo, Ireneo Paz Flores, llamado “Papá Neo” (1835-1924). La tía, Amalia Paz Solórzano (¿1865?-¿1937?).
Junto a ellos, están las presencias secundarias de primos (Guillermo y María Luisa Haro, Ernesto Paz), amigos y maestros, sin olvidar a los imprescindibles sirvientes (Ifigenia y Elodio) de todo melodrama respetable.
La casa
La casa que no tardó en convertirse en “la casa de Paz” en la imaginación del poeta y en la de sus lectores, es la que en Pasado en claro se llama la
Casa grande
encallada en un tiempo
azolvado.2
La casa grande es en la que el abuelo Ireneo se refugiaba en Mixcoac cuando se cansaba de su departamento en la calle del Relox (hoy República de Argentina), sobre las oficinas de su periódico La Patria y junto a la Librería Robredo.3 Allí mismo se hallaba instalada su “Imprenta y encuadernación de Ireneo Paz”, imprenta de postín que en 1889 había representado a las artes tipográficas mexicanas en la Exposición Mundial de París. Ahí, don Ireneo había pasado los tres meses más felices de su vida en compañía de su hija Amalia.4 Durante la revolución, el general Pablo González enviaría un esbirro a destruir la imprenta -quizá en represalia por el zapatismo de Octavio Paz Solórzano, ya en buena medida a cargo del negocio- y a confiscar luego sus restos. El golpe fue terrible: el batallador don Ireneo, con ochenta años a cuestas, se quedaba sin sustento. Unos años más tarde, en 1923, con encomiable ligereza (y usando una palabra que sería de las preferidas de su nieto), evocaría el episodio en el número 34 de su almanaque, El Padre Cobos:

Estaba yo [...] no cadáver,
tan sólo petrificado,
no muerto del todo, sino
un poco dado a los diablos,
desde que ciertos caníbales
mi imprenta pulverizaron.5
La retirada del viejo a Mixcoac resulta de ese ataque que sucede por 1915.
La mestiza casa grande de don Ireneo estaba en el 83 de la calle Cuauhtémoc, pero sobre la Plaza de San Juan, en el barrio de San Juan y frente a la Iglesia de San Juan. A la muerte del abuelo, el tramo de la calle que cruza la plaza se llamó Calle Irineo Paz, y el error se perpetuó. La plaza, por su parte, secularizó su nombre a “Valentín Gómez Farías”, ese jacobino que habrá sentido -desde el más allá en que no creía- el placer de una victoria póstuma: al morir, el cura de San Juan se opuso a que sus restos incrédulos descansasen en el pequeño panteón parroquial. Lo habían enterrado pues en un túmulo, en el centro de su jardín de madreselvas, que colindaba con el de don Ireneo. El niño Octavio lo observaba desde su barda.
Cuando el padre de Paz (a quien llamaremos en adelante el abogado) dejó a la familia en 1914 para unirse a las tropas de Zapata, el recién nacido y su madre se refugiaron en esta casa grande al amparo de don Ireneo. Su padre, al parecer, sólo esperó el alumbramiento para ir a sumarse “a la bola”. A lo largo de la etapa armada, viajando entre la ciudad, los frentes, las convenciones políticas, hacía apariciones esporádicas en Mixcoac. Después, en 1916, viaja a California como “representante de Zapata” y después se queda ahí como “desterrado político” hasta 1920.6 Según Octavio Paz, él y su madre lo alcanzaron en Los Ángeles y se quedaron un tiempo ahí. Más adelante daré las razones que me llevan a dudar de esto.
Cuando se supone que Octavio y sus padres regresan de California en 1920, la situación de don Ireneo ha empeorado. Había vendido parte de su biblioteca y se beneficiaba de su pequeña pensión de veterano de las guerras liberales (con grado de general). Se había visto obligado a hipotecar propiedades y a prometer en venta la casa grande a una familia francesa, los Chambon. Las casas hipotecadas acabaron por perderse cuando entre él y sus hijos se comieron el capital.7 Los Chambon también tuvieron problemas y no acabaron de pagar su compra, por lo que don Ireneo pudo conservar la casa grande. Tiempo más tarde, las hermanas de Santo Domingo adquirieron la casa y crearon en ella una escuela.8 Durante la persecución, el gobierno la expropió y la convirtió en el jardín de niños “Fray Pedro de Gante”. Las monjas recuperarían la propiedad eventualmente y siguen ahí, junto a la de don Valentín que hoy es el Instituto José María Luis Mora. Paz visitaría la casa grande por 1991 y apenas la reconoce.9
Restos del mobiliario de la casa grande, y de la propiedad en la Calle del Relox, dice Paz, fueron a dar a una nueva casa en Mixcoac. ¿Qué nueva casa sería ésa? Paz no lo aclara y los biógrafos de su padre y su abuelo, Felipe Gálvez y Napoleón Rodríguez, no registran su existencia. Se impone pensar que la familia del abogado se acomodó en otra vivienda al fondo del jardín, donde había dos casas independientes.10 ¿Sucedería, acaso, que los Chambon llegan a instalarse un tiempo en la casa grande y que la familia se muda al fondo del jardín? Paz, siempre tan acucioso, no parece muy interesado en aclarar este pequeño conflicto. El hecho es que don Ireneo muere en 1924 en la casa grande y por ello le otorgan su nombre a la calle. Y cuando el abogado muere en el accidente del patio de ferrocarril en 1936, es a la casa grande que trasladan los restos. Y aún en 1942 hay en ella una reunión de poetas a la que acude Neruda.
En todo caso, la “nueva casa era mucho más chica” -dice Paz- pero con “una pequeña huerta con un pozo, seis esbeltos pinos, una buganvilia y dos higueras a un tiempo pródigas y misteriosas”.11 Ese pozo es una de las primeras imágenes que mira el “ojo desmemoriado” del poeta que recuerda. Un pozo que, como suele suceder en la evocación infantil de Paz, está en gerundio:
el pozo
donde desde el principio un niño
está cayendo, el pozo donde cuento
lo que tardo en caer desde el principio.12

Las dos casas parecen haberse amalgamado en una sola, en la memoria y la poesía del poeta. La casa grande -alegoría del viejo régimen- se derrumba: “a medida que caían los cuartos, nosotros llevábamos los muebles a otro cuarto”.13 Por las ventanas de esa casa grande entra el jardín, pero la de las higueras es la “casa más chica”. La biblioteca está en la casa grande; pero en la más chica también hay “muchos y grandes estantes llenos de libros”. La más chica, por otro lado, no lo es tanto: Paz habla de habitaciones espaciosas, altos techos, recámaras y corredores cargados de retratos y espejos, y en la sala, sobre un piano, “una inmensa fotografía de Porfirio Díaz a caballo” que el viejo abuelo liberal estimaba y que hacía enojar a su hijo.
La casa grande era una construcción maciza, afrancesada y en su momento elegante, con ventanas a la plaza y el anagrama del abuelo en el hierro de los portones. Hay testimonios en el sentido de que era una casa tan verdaderamente grande que en su hall cabía una orquesta. Paz la recuerda escrupulosamente:
Uno de mis primeros recuerdos infantiles es una amplia terraza rectangular. El piso era de losetas bien ajustadas en forma de rombos blancos y azules. Tres alas de la terraza estaban bordeadas por las habitaciones, el comedor, un saloncito circular con un tragaluz, la biblioteca, la sala de esgrima y otras dependencias. La cocina, la despensa y los cuartos de servicio se alineaban detrás de la casa propiamente dicha, a lo largo de un corredor con un barandal de ladrillo rojo que colindaba con el jardín.14
Es interesante que para entrar a la escena de este “primer recuerdo”, el poeta elija la terraza, no el interior de la casa ni el vasto jardín. Una terraza colindante, fronteriza, la zona de un merodeador, región de tránsito, equidistante de las habitaciones y de su propio territorio, el jardín. Su geometría cromática hechiza al futuro espectador de arte. La aparición trasera de la zona de servicio -esa representación del inconsciente en Bachelard y tantos otros banalizadores freudianos- se prolonga como un brazo hacia la profundidad del jardín.
El interior de la casa suele representarse con lúgubre talante: un amplio barco fantasma lleno de cuartos vacíos por el que vaga una tribu de sombras. La casa en la memoria de Paz es, claro, a la vez el centro y la representación del universo, y cumple con las habituales funciones tópicas: escuela, santuario, matriz,15 pero también otra cosa: una necrópolis viva de novela gótica, representación sombría de “cuartos y cuartos vacíos raramente visitados por borrosas figuras”.16 Pasado en claro abrevia un cuadro terrorífico, sobre todo a los ojos de un niño único, solo entre los adultos:
Cuartos y cuartos, habitados
sólo por sus fantasmas,
sólo por el rencor de los mayores
habitados.
El poema enumer...

Índice

  1. Title Page
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  3. Índice
  4. Nota previa
  5. I. Ensayos biográficos
  6. II. Entrevista
  7. Notas
  8. Bibliografía