Profetas del pasado
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Quince voces de la historiografía sobre México

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Profetas del pasado

Quince voces de la historiografía sobre México

Descripción del libro

Con motivo de la doble conmemoración de 1810 y 1910, Christopher Domínguez Michael entrevistó –para la revista Letras Libres y la serie de televisión La Conquista– a algunos de los más importantes entre los historiadores que, mexicanos y extranjeros, han escrito obras decisivas sobre nuestra historia: David A. Brading, Christian Duverger, John H. Elliott, Brian R. Hamnett, Friedrich Katz, Alan Knight, Enrique Krauze, Miguel León-Portilla, Rodrigo Martínez Baracs, Eduardo Matos Moctezuma, Jean Meyer, Guilhem Olivier, Hugh Thomas, Guillermo Tovar de Teresa y Eric Van Young. A lo largo de estas conversaciones, los historiadores partieron del mundo mesoamericano reflexionando sobre los sacrificios humanos entre los aztecas, el esplendor barroco de la Nueva España, las condiciones modernas o antimodernas de nuestra Independencia, la intemperancia de las guerras de Reforma, la violencia durante la Revolución y el terror durante la Cristiada; el régimen cardenista y la falsa o relativa fortaleza del Estado surgido de la Constitución de 1917. El reparto es, predeciblemente, magnífico: Moctezuma, la Malinche y Cortés, el arzobispo Palafox y Mendoza, los virreyes borbónicos, los curas Hidalgo y Morelos, el emperador Iturbide, los revolucionarios de 1910 encabezados por Madero y Villa. Junto a los héroes y los antihéroes, los historiadores no olvidaron a los mexicanos comunes y corrientes que han hecho y sufrido la historia.

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Información

Editorial
Ediciones Era
Año
2014
ISBN del libro electrónico
9786074451078
XV.Enrique Krauze: “Toda historia es contemporánea”
De todos los historiadores contemporáneos dedicados a México, ninguno corresponde mejor, actualizándola, a la figura del historiador tal cual lo imaginó el siglo XIX que Enrique Krauze. Es el historiador en diálogo con sus lectores, a la vez sus contemporáneos en la polis. El deber de memoria, el talante profético, la afición político-teológica forman parte indisociable de su educación como hijo de inmigrantes judíos, provenientes de Polonia, nacido en la ciudad de México el 16 de septiembre de 1947.
Krauze hace historia para el lector común –“the common reader” al que Virginia Woolf tenía por ídolo– multiplicado en miles y miles de hombres y mujeres, estudiantes o aficionados, doctos o diletantes, para los cuales el conocimiento de la historia es un deber democrático, una herramienta sin la cual no hay contrato social ni vida civil. Devoto de ese deber, Krauze lo ha honrado, como pocos historiadores lo habían hecho, a través de sus libros y de la televisión. Y como apunta Javier Garciadiego en El temple liberal (2007), fue Krauze quien, no satisfecho con ser académico –discípulo en El Colegio de México de Daniel Cosío Villegas y Luis González y González–, decidió construir para sí un lugar social desde el cual escribir.1 En ese punto, el historiador se encuentra, por naturaleza y por necesidad, con el empresario cultural.
Krauze ha escrito sobre héroes, pero más que el método de Carlyle, del cual él mismo se ha ido alejando gracias al escepticismo que la democracia supone para las inteligencias prudentes, en sus biografías está una noción más amable y comprensiva, la del emersoniano “hombre representativo”, tal cual lo ve David A. Brading, uno de los grandes historiadores que han escrito sobre Krauze. No cree del todo Krauze –lo señaló Alan Knight cuando apareció Biografía del poder– en la preponderancia vitalista o mesiánica del individuo en la historia. Su admiración por Vasconcelos, templada por los años, le sirvió de antídoto. Se hizo biógrafo bajo el influjo de una personalísima psicohistoria –es Knight quien lo dice– en la cual lo que importa –soy yo quien lo agrega– es la forma en que el carácter se plasma en el tiempo: Hidalgo, Iturbide, Lucas Alamán, José Fernando Ramírez, Porfirio Díaz, Zapata, Carranza, Obregón, Cárdenas, Daniel Cosío Villegas ya no son exactamente lo que eran antes de Krauze. Es fácil decirlo pero, a través de Biografía del poder (1987), Siglo de caudillos (1994) y La presidencia imperial (1997), Krauze ha rehecho, con su estilo conversado y epigramático, el álbum familiar de la historiografía mexicana.
Emprendió Krauze, hace más de veinte años, la recuperación del honor y de la eficacia de la historia como “el tipo más popular de escritura, puesto que puede adaptarse a las capacidades más altas y más bajas”, según decía Gibbon, llamado a comparecer por Knight, quien sostuvo que con la saga iniciada con la Biografía del poder regresaba la “historia popular” al dominio de los historiadores calificados. González y González, Charles Hale, Brading, Knight, Hugh Thomas, Lorenzo Meyer y Jean Meyer, han subrayado los hallazgos historiográficos de Krauze.2 Y lo han criticado (ellos y otros intérpretes, a veces liberales de observancia pretendidamente más estricta) por dejarse seducir por el genio del mestizaje mexicano o por idealizar algunos episodios nacionales, como la República Restaurada o la comunidad zapatista. Otras críticas vinieron del horror al vacío que en cierta academia posmodernista provoca el público: juez más severo y caprichoso que los priores del convento o las abadesas del claustro.
La rehabilitación de un género, lo mismo que su pasión liberal, le trajo a Krauze honores inesperados y no del todo agradables, como el de haber sido víctima de libelos, simultáneos en el tiempo y complementarios en su antisemitismo, de la extrema derecha católica y de la más rancia izquierda nacionalista. “Tal furor descalificatorio no se veía desde Bulnes”, ha escrito Garciadiego.3
El propósito vital de Krauze requería de una narrativa histórica dispuesta en el camino como el espejo stendhaliano, tal cual lo ha visto otro de sus lectores, José de la Colina. Libro tras libro, escribiendo vidas paralelas y ejemplares o ejerciendo el artículo de combate o el breve ensayo histórico, Krauze ha hecho una obra voluminosa que se cuenta entre las más leídas por un público siempre ansioso de leer historia, desde ese siglo XIX en que se probaron sus ancestros, los historiadores cuya biografía colectiva es la materia de La presencia del pasado (2005). De la Colina cita, también, a propósito de la savia literaria de la que se nutre el historiador, las Vidas imaginarias, de Marcel Schwob, lo cual me lleva a decir que Krauze ha vuelto reales las que eran vidas imaginarias de nuestros caudillos culturales y políticos.
Tuve esta conversación con Enrique Krauze a fines de 2010, en la redacción de Letras Libres, y no fue fácil hacerla dado que es uno de mis mejores amigos: la cercanía intelectual, a veces, inhibe o tiende a dar por sentado lo que puede ser esencial para el lector. Nos conocimos Enrique y yo en marzo de 1986, en la Feria del Libro del Palacio de Minería, en una mesa redonda dedicada al décimo aniversario de la muerte de Cosío Villegas. Ese mismo día me invitó a Vuelta, de la que era subdirector, y allí, en la revista de Octavio Paz, pasaron doce años que se han vuelto veinticuatro en Letras Libres.
Teniendo como eje al historiador, esta conversación pudo haber durado varios días y hube de esforzarme para no invitarlo a abundar en todo lo humano y en algo de lo divino que hemos compartido. Krauze nos habla, aquí, de su educación judía en el México de la presidencia imperial, de la formación de una conciencia liberal en una época en que era muy difícil escapar al imperio intelectual y universitario del marxismo, de sus polémicas con los whigs mexicanos. Habla de sus libros de cabecera: la Historia moderna de México, Pueblo en vilo, El laberinto de la soledad. Va de Jerusalén a la Magna Grecia, de Spinoza a Plutarco y de allí a Isaac Deutscher, a Karl Popper, a Isaiah Berlin. Enfatiza su crítica de la mala historia académica, logocida y endogámica.
Asume Krauze que la historia no es, infortunadamente, maestra ni de la vida ni de la política y que el pasado de poco nos sirve ante el México violentísimo de nuestros días. Sí, acaso, dejando la puerta entreabierta, algo entrará de la tolerancia ideológica y del respeto por la ley de los hombres de la Reforma, en cuyo hogar busca consuelo, otra vez, en el más reciente de sus libros: De héroes y mitos (2010). Se refiere Enrique Krauze, en esta conversación, a los insurgentes de 1810, a los revolucionarios de 1910, a los historiadores decimonónicos, y a los monarcas sexenales en los que nos tocó confiar o a los cuales aborrecimos. Sin embargo, me pareció que, de lo hablado, lo que más le emocionaba era la vida a la vez modesta y orgullosa de los habitantes de Naolinco, un pueblo veracruzano que visitó el año antepasado, donde es probable que estén un puñado de esos lectores que lo leen, lo ven y lo escuchan a lo largo de todo México.
En el texto “México en clave bíblica”, uno de los ensayos incluidos en De héroes y mitos (2010), cuentas una anécdota familiar muy significativa. Tu hijo León, a los cuatro años y durante la noche del Pesaj, respondió a la pregunta de su abuelo sobre el motivo de la celebración confundiendo la salida de los judíos de Egipto con la profecía que llevó a los aztecas a fundar su ciudad en aquella laguna donde estuviera un águila devorando a una serpiente. Esa muestra de mestizaje cultural te regocijó, según cuentas. A los nombres de fray Diego Durán, Gregorio García, Ángel María Garibay K., ¿agregarías el tuyo como un historiador que ha buscado, desde la tradición laica y liberal, la clave bíblica de México?
Con el tiempo he llegado a pensar y a entender que el haberme formado –desde el kínder hasta la preparatoriaen el Colegio Israelita, donde recibí una formación no religiosa pero sí cultural amplia en el humanismo judío, tuvo una influencia indudable en mi visión de historiador. Te diré algo evidente: la Biblia puede verse como una biografía del poder y como una biografía del saber; es una sucesión de reyes, de caudillos, de jueces y de profetas. Bien vista, es la historia del pueblo de Israel narrada alrededor de esas figuras magnéticas, desde Abraham hasta Salomón. Cada uno de sus Libros está marcado por esas figuras individuales en contacto con Dios. Esa filiación se me fue revelando al paso del tiempo pero me quedó del todo clara en Jerusalén hacia 1989, cuando Amos Elon, un gran historiador de la vida judía en Europa y en Alemania, al escuchar una conferencia mía sobre Vasconcelos y su cruzada educativa (esa impregnación religiosa de quienes se sumaron a su apostolado), se me acercó y me dijo: “Todos nosotros somos historiadores de la religión”. De modo que esa doble clave, digamos, teológico-política, impregna una parte importante de mi obra, desde mi primer libro, lleno de figuras proféticas y de alusiones a aspectos de la sociología religiosa.
En ese momento, salvo el caso de Jean Meyer, la historiografía mexicana no era muy dada ni a lo teológico-político ni a la sociología de la religión…
No, no lo era. Clavijero tiene una frase que en esencia dice: “La política y la religión tienen un peso fundamental en la vida de México”. Yo creo que así ha sido y así es todavía en cierta medida, y esa clave teológico-política me permitió comprender a ciertos personajes en los términos que les son propios. Esa clave es, creo, fundamental en la historia de México. Luis González y González lo creía también. En alguna ocasión escribió que si había dos pueblos en donde gravitara el pasado como una obsesión, pueblos –digamos– bendecidos por el pasado pero también lastrados por él, esos pueblos eran el pueblo judío y el pueblo mexicano. De modo que tenía su razón de ser transferir la vocación de recordar, tan propia de la actitud judía ante la vida, a la historia de México. Recordar es casi un mandamiento para los judíos; recordar es lo que los judíos hacen cada Día del Perdón, al hacer memoria de sus antepasados. En ese imperativo “recordar” también tuvo mucho que ver, en mi vida, la presencia de mis abuelos y de mis bisabuelos, modestos patriarcas judíos. Mis bisabuelos ni siquiera hablaban español, pero hicieron que yo pensara mucho más en el pasado que en el presente.
Fue un entrenamiento en el laboratorio de la memoria. En nuestro caso era una memoria nostálgica, la de una familia muy dolida por la presencia cercanísima del Holocausto. Había una urgencia de recordar en el sentido de rescatar del olvido. Todos ésos son factores de una matriz judía, que de una manera más o menos natural me llevaron a interesarme por el pasado de mi propio país, por México.
Eres biógrafo y eres historiador. Tu primer libro, Caudillos culturales en la Revolución mexicana (1976), fue el retrato de una generación y aquel que te abrió las puertas del gran público; mientras que Biografía del poder (1987) es una historia del poder político en México. Pasando de Jerusalén a Atenas, del mundo judío al mundo griego y latino, esa frontera que le quedaba tan clara a Plutarco entre la biografía y la historia, ¿cómo la percibes actualmente, haciendo una especie de corte de caja entre Caudillos culturales en la Revolución mexicana y De héroes y mitos, tu último libro?
En la tradición inglesa se escriben biografías que son más que una biografía: la biografía del personaje y su tiempo. Quiero creer que en las biografías que he escrito está el hombre conectado con su tiempo. Son libros que arrojan luz sobre el alma de esos personajes, pero enmarcados en su circunstancia. La biografía es un instrumento muy útil aunque tiene muchas limitaciones. Nunca he pretendido que la biografía desplace a la historia. Recuerdo muy bien la prescripción de Huizinga, quien señala el vicio de “antropomorfizar” la historia, de reducirla al individuo. Eso es lo que hace la historia de bronce, que puede llevar a una grotesca simplificación; lo estamos viendo en la profusión de biografías fáciles, maniqueas y anecdóticas…
Biografías noveladas.
No son biografías ni novelas, sino un híbrido fallido, plagado de efemérides bobas. A la anécdota, como decía Alfonso Reyes, hay que reivindicarla. El diablo y la vida están en los detalles, y una anécdota bien contada es a veces más significativa o reveladora que cien páginas. Pero yo creo que la biografía, si no se la aborda con el rigor con que la toman los ingleses y los estadounidenses, la tradición anglosajona, corre el peligro de simplificar al personaje, de hacer pensar que cualquier hecho que pudiésemos rescatar, por más nimio, es ya memorable en sí mismo. Eso es una tontería. Y por otro lado está el peligro de subsumir la historia de un país, de un pueblo, de una sociedad, en un individuo. En La presidencia imperial yo intenté hacer algo distinto: servirme de la figura de los presidentes porque fueron muy importantes en la marcha del país. Ese libro lo escribí con mucha pasión porque tiene elementos autobiográficos, dado que yo era, también, un testigo de esa época. Pero La presidencia imperial no es sólo la biografía de Díaz Ordaz o Ruiz Cortines o Miguel Alemán; es la vida de esos personajes en lo que tenía de significativa por sí misma (sobre todo psicológicamente), pero también es la historia de cómo esa vida se proyectó sobre el país, en un contexto en el que hay muchas otras fuerzas actuando: obreros, campesinos, el PRI, la oposición, las universidades, los intelectuales, los gobernadores, los poderes formales e informales. Todos aparecen en ese teatro que es la historia política de México, cuyo personaje central era el presidente emperador. La traducción al inglés de esa trilogía –Siglo de caudillos, Biografía del poder y La presidencia imperial– la llamé Biography of power porque creo que el personaje central de México fue precisamente el poder.
En suma, hay puentes que conectan a la biografía y a la historia; la biografía es un género menor comparado con la historia, que es un territorio infinitamente más amplio en donde intervienen fuerzas de toda índole: económicas, políticas, sociales, culturales, ideológicas, religiosas, locales, regionales, nacionales, internacionales, etcétera. Me he concentrado en el género biográfico por gusto, por vocación, pero también por limitación: una historia al estilo de los grandes lienzos que hacen John Elliott o Hugh Thomas no me la he propuesto; quizás sería incapaz de hacerla.
Recordando la polémica de 1980-1981 con los historiadores, muchos de ellos de tu generación, que politizaban el pasado y hacían una “interpretación whig de la historia”, ¿crees que ese tipo de historiografía ha ido perdiendo su prominencia en los años del siglo XXI que llevamos o, como temen algunos, la historia se ha “judicializado” a extremos alarmantes? ¿Estamos ante una nueva generación de guerrilleros históricos?
Recordemos la circunstancia. Acompañados por algunos maestros de la generación anterior, como Luis González y González y Luis Villoro, otros miembros de mi generación (algunos mayores, como Adolfo Gilly, a quien lo veo más como gente de mi generación, pero también Enrique Florescano, Carlos Pereyra, Héctor Aguilar Camín y otros) se juntaron para hacer, con una idea de Alejandra Moreno Toscano, un libro muy bonito, que fue muy exitoso, que quizá sigue a la venta, muy delgado, muy bien hecho y con un título genial, Historia ¿para qué? (1980). Leí Historia ¿para qué? y me di cuenta que tenía, salvo algunos capítulos, un común denominador, sobre todo en los capítulos escritos por autores de mi generación: se empeñaban en politizar la historia, en someterla a juicio e imponerle categorías políticas del presente, repartiendo premios y castigos entre los personajes históricos: “Éstos eran revolucionarios y éstos no, éstos eran reaccionarios y aquéllos no”.
Pronto advertí también que ésta era la interpretación whig de la historia, y el asunto me remitió a una vieja polémica en Inglaterra de cómo los whigs (de largo predominio en la historia inglesa) habían impuesto su versión del pasado. Aquello era grave: estamos hablando de los años ochenta, cuando resurge la guerrilla en América Latina. En México se acaba de terminar la Guerra Sucia, impera la radicalización política, y en esos años mi generación tenía ese ánimo revolucionario y quería imponerle a la historia ese cartabón. Escribo entonces un ensayo publicado más tarde en Caras de la historia (1983), que si mal no recuerdo no está en la obra reunida en Tusquets.
Lo escribí con mucho fervor y se lo llevé a Fernando Benítez a Unomásuno, y Benítez me habló y me dijo: “Es muy bueno, hermanito, pero te aconsejo no publicarlo porque te van a destrozar”. Pero le pedí que lo publicara y lo hizo en el suplemento Sábado, y luego se hizo un acto público al que acudieron Alejandra Moreno, Enrique Florescano y otros más, y hubo de verdad un linchamiento; yo estaba allí y dije que no quitaba ni una coma del ensayo que había escrito. Se suscitó entonces una polémica con Gilly, con Arnaldo Córdova y con algunos más en Unomásuno, en la que yo me defendí. Fue mi primera polémica, dura, pero creo que fue de altura. Y yo defendía que a la historia había que acercársele como un saber. Y defendía la historia como Luis González y González la concebía, como un saber al que hay que acercarse con el menor número de prejuicios posible o al menos con prejuicios claros y conscientes, y tratar de entender el pasado en sus propios términos, sin usar al pasado y menos abusar de él. Por otra parte, yo sabía muy bien, por Marc Bloch, que entre el pasado y el presente hay vasos comunicantes fructíferos, necesarios y además inevitables, porque no puede uno dejar de ver el pasado con los ojos del presente. “Toda historia es historia contemporánea”, dijo Collingwood. Pero al mismo tiempo el estudio del pasado ilumina muchas cosas del presente. Insistía yo en reimaginar, reinventar, repensar lo que los personajes del pasado vivieron o sintieron y ésa fue la sustancia, creo que válida, de esa polémica. Esa polémica, por cierto, provocó que mi gran amigo Hugo Hiriart, al darse cuenta de que estaban realmente todos contra mí, ensayara varios tipos de dedicatorias en “El arte de la dedicatoria” y escribiera: “no debemos olvidar las dedicatorias excluyentes, como por ejemplo ésta: ‘Dedico estos poemas a toda la humanidad menos a Enrique Krauze’”.
A treinta años de ese bautizo polémico, considero que avanzó más la historia del saber que la historia del poder; creció el conocimiento histórico. Incluso, los autores de Historia ¿para qué? y sus discípulos aportaron mucho más a la historia como conocimiento que a la historia como instrumento político.
Pero sigue habiendo “guerrilleros históricos”.
Los únicos guerrilleros históricos que quedan en México son los poseídos por una visión militante de la historia y son algunos periodistas dogmáticos obcecados en las categorías revolucionarias del siglo XX, algunos jóvenes universitarios, extraviados, pero no son muchos más. Ésa que Luis Go...

Índice

  1. Cubrir
  2. Título
  3. Derechos de autor
  4. Citación
  5. Índice
  6. Agradecimientos
  7. Prólogo
  8. I. Miguel León-Portilla: 2 500 años de literatura
  9. II.Christian Duverger en su isla
  10. III Rodrigo Martínez Baracs: “La verdadera revolución fue la Conquista”
  11. IV Guilhem Olivier: los falsos presagios
  12. V. Eduardo Matos Moctezuma y las paradojas del aztequismo
  13. VI. Hugh Thomas y su máquina del tiempo
  14. VII. El dominio atlántico de John H. Elliott
  15. VIII. El orbe de David A. Brading
  16. IX. Guillermo Tovar de Teresa: el esplendor de la Nueva España
  17. X. Brian R. Hamnett: “No son comparables 1810 y 1910”
  18. XI. Eric Van Young: “¡Viva la bola!”
  19. XII Friedrich Katz: “Villa se aparece en mis sueños”
  20. XIII. El Leviatán de papel según Alan Knight
  21. XIV. Jean Meyer o la libertad religiosa
  22. XV. Enrique Krauze: “Toda historia es contemporánea”
  23. Bibliografía selecta