Un episodio en la vida del pintor viajero
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Un episodio en la vida del pintor viajero

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Un episodio en la vida del pintor viajero

Descripción del libro

Johan Moritz Rugendas (1802-1858), descendiente de una ilustre familia de grabadores de Augsburgo, es el más interesante de los artistas extranjeros que visitaron América Latina en la primera mitad del siglo XIX. En este libro electrizante, César Aira relata un episodio de su viaje a través de la pampa: un episodio que modificará por completo su vida, su cuerpo, su visión del mundo y su estética.

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Información

Editorial
Ediciones Era
Año
2020
ISBN del libro electrónico
9786074454123
En Occidente hubo pocos pintores viajeros realmente buenos. El mejor de los que tenemos noticias y abundante documentación fue el gran Rugendas, que estuvo dos veces en la Argentina; la segunda, en 1847, le dio ocasión de registrar los paisajes y tipos rioplatenses –con tanta abundancia que se calcula en doscientos los cuadros que quedaron en manos de particulares en este rincón del mundo–, y sirvió para desmentir a su amigo y admirador Humboldt, o más bien a una interpretación simplista de la teoría de Humboldt, que había querido restringir el talento del pintor a los excesos orográficos y botánicos del Nuevo Mundo. Pero la desmentida en realidad había tenido un anticipo diez años antes, en la primera visita, breve y dramática, interrumpida por un extraño episodio que marcó de modo irreversible su vida.
Johan Moritz Rugendas nació en la imperial ciudad de Ausburgo el 29 de marzo de 1802, hijo, nieto y bisnieto de prestigiosos pintores de género; un antepasado suyo, Georg Philip Rugendas, fue famoso por sus cuadros de batallas. Los Rugendas habían emigrado de Cataluña (pero la familia tenía orígenes flamencos) en 1608 y se instalaron en Ausburgo en busca de un clima social más favorable a su credo protestante. El primer Rugendas alemán fue relojero artístico; todos los que siguieron fueron pintores. Johan Moritz dio prueba de su vocación desde los cuatro años. Dibujante dotado, se destacó en el taller de Albrecht Adam y luego en la Academia de Arte de Munich. A los diecinueve años se le presentó la oportunidad de viajar a América en la expedición que dirigía el barón Langsdorff y financiaba el zar de Rusia. Su misión era la que cien años después habría cumplido un fotógrafo: documentar gráficamente los hallazgos que hicieran y los paisajes que atravesaran.
En este punto es preciso volver un poco atrás para hacerse una idea más clara del trabajo que iniciaba el joven artista. La historia de la familia no era tan larga como pudo parecer por el párrafo anterior. Su bisabuelo, Georg Philip Rugendas (1666-1742), fue el iniciador de la dinastía de pintores. Lo hizo por haber perdido en su juventud la mano derecha; la mutilación lo incapacitó para el oficio de relojero, que era el tradicional de su familia y para el que se había preparado desde la infancia. Debió aprender a usar la mano izquierda, y manejar con ella lápiz y pincel. Se especializó en la representación de batallas, y tuvo un formidable éxito derivado de la precisión sobrenatural de su dibujo, derivada ésta de su formación de relojero y del uso de la mano izquierda, que al no ser la que habría empleado naturalmente lo obligaba a una metódica deliberación. El contraste exquisito de detallismo congelado en la forma y fragor violento en el tema lo hizo único. Su protector y cliente principal fue Carlos XII de Suecia, el rey guerrero, cuyas batallas pintó siguiendo a los ejércitos desde las nieves hiperbóreas hasta la ardiente Turquía. En su edad madura fue próspero impresor y comerciante de estampas, consecuencia natural de su técnica de documentación bélica. A sus tres hijos, Georg Philip, Johan y Jeremy les dejó en herencia este comercio y la técnica. Hijo del primero de ellos fue Johan Christian (1775-1826), padre de nuestro Rugendas, que cerró el ciclo pintando las batallas de Napoleón, otro rey guerrero.
Pues bien, después de Napoleón se abrió en Europa el “siglo de paz” en el que debió languidecer necesariamente la rama del oficio en que se había especializado la familia. El joven Johan Moritz, un adolescente en la época de Waterloo, debió reconvertirse sobre la marcha. Del aprendizaje en el taller de Adam, pintor de batallas, pasó a las clases de pintura de la Naturaleza en la Academia de Munich. La “Naturaleza” que podía tener mercado en cuadros y estampas era la exótica y lejana, lo que complementó su vocación artística con la viajera; el rumbo de esta última se lo indicó pronto la oportunidad de la expedición mencionada. En el umbral de los veinte años, se le abría un mundo ya hecho, y también, a la vez, por hacer, más o menos como le sucedió por la misma época al joven Darwin. El Fitzroy de Rugendas fue el barón Georg Heinrich von Langsdorff, que en el curso de la trave sía atlántica se reveló “intratable y lunático”, al punto que al llegar al Brasil el artista se separó de la expedición, en la que fue reemplazado por otro pintor documentalista de talento, Taunay. Se ahorró con su decisión muchos problemas, por que esa expedición tuvo mal sino: Taunay murió ahogado en el Guaporé, y en medio de la selva Langsdorff perdió la poca razón que tenía. Rugendas por su parte, al cabo de cuatro años de excursiones y trabajos por las provincias de Río de Janeiro, Minas Gerais, Mato Grosso, Espíritu Santo y Bahía, regresó a Europa y publicó un bello librito ilustrado, el Viaje pintoresco por el Brasil (el texto fue redactado por Victor Aimé Huber en base a las notas del pintor), que hizo su fama y lo puso en contacto con el eminente naturalista Alexander von Humboldt, con quien colaboró en algunas publicaciones.
Su segundo y último viaje a América duró dieciséis años, de 1831 a 1847. México, Chile, Perú, otra vez Brasil, la Argentina, fueron escenario de sus laboriosos desplazamientos, y centenares, miles de cuadros, su resultado. (Su catálogo incompleto enumera 3 353 obras entre óleos, acuarelas y dibujos.) Si bien la etapa más elaborada fue la mexicana, y las selvas y montañas tropicales constituyeron su temática más característica, el objetivo secreto de su largo viaje, que abarcó toda su juventud, fue la Argentina, el vacío misterioso que había en el punto equidistante de los horizontes sobre las llanuras inmensas. Sólo allí, pensaba, podría encontrar el reverso de su arte... Esta peligrosa ilusión lo persiguió toda su vida. Traspuso los umbrales dos veces, la primera en 1837, por el oeste, atravesando la Cordillera en camino desde Chile; la segunda en 1847, por el Río de la Plata; fue esta segunda ocasión la más fructífera, pero no salió del radio de Buenos Aires; en la primera en cambio se había aventurado hacia el centro soñado, y en realidad llegó a hollarlo por unos instantes, aunque el precio que debió pagar fue exorbitante, como se verá.
Rugendas fue un pintor de género. Su género fue la fisionómica de la Naturaleza, procedimiento inventado por Humboldt. Este gran naturalista fue el padre de una discipli na que en buena medida murió con él: la Erdtheorie, o Physique du Monde, una suerte de geografía artística, captación estética del mundo, ciencia del paisaje. Alexander von Humboldt (1769-1859) fue un sabio totalizador, quizás el último; lo que pretendía era aprehender el mundo en su totalidad; el camino que le pareció el adecuado para hacerlo fue el visual, con lo que adhería a una larga tradición. Pero se apartaba de ésta en tanto no le interesaba la imagen suel ta, el “emblema” de conocimiento, sino la suma de imágenes coordinadas en un cuadro abarcador, del cual el “paisaje” era el modelo. El geógrafo artista debía captar la “fisionomía” del paisaje (el concepto lo había tomado de Lavater) mediante sus rasgos característicos, “fisionómicos”, que reconocía gracias a un estudio erudito de naturalista. La calculada disposición de elementos fisionómicos en el cuadro transmitía a la sensibilidad del observador una suma de información, no de rasgos aislados sino sistematizados para su captación intuitiva: clima, historia, costumbres, economía, raza, fauna, flora, régimen de lluvias, de vientos... La clave era el “crecimiento natural”: de ahí que el elemento vegetal fuera el que pusiera en primer plano. Y de ahí también que Humboldt buscara sus paisajes fisionómicos en los trópicos, cuya riqueza vegetativa y velocidad de crecimiento era incomparablemente mayor que en Europa. Humboldt vivió largos años en zonas tropicales, de Asia y América, y alentó a hacerlo a los artistas formados en su método. Con lo cual completaba el circuito ya que apelaba al interés del público europeo por estas regiones aún mal conocidas, y le daba un mercado a la producción de los pintores viajeros.
Humboldt tuvo la mayor admiración por el joven Rugendas, al que calificó de “creador y padre del arte de la presentación pictórica de la fisionomía de la naturaleza”, frase que bien habría servido para describirlo a él mismo. Participó con sus consejos en la preparación del segundo y gran viaje rugendiano, y el único punto en que no estuvo de acuerdo fue en la decisión de incluir a la Argentina en el itinerario. No quería que su discípulo gastara esfuerzos por debajo de la franja tropical, y en sus cartas abundaba en recomendaciones de este tenor: “no desperdicie su talento, que consiste sobre todo en dibujar lo realmente excepcional del paisaje, como por ejemplo picos nevados de montañas, bambúes, la flora tropical de las selvas, grupos individuales de la misma especie de plantas, pero de diferentes edades; filíceas, latanias, palmeras con hojas plumadas, bambúes, cactus cilíndricos, mimosas de flores rojas, inga (con ramas largas y grandes hojas), malváceas con el tamaño de un arbusto con hojas digitales, en especial el árbol de las Manitas (Cheirantodendron) en Toluca; el famoso Ahuehuete de Atlixco (el milenario cupressus disticha) en las cercanías de México; las especies de orquídeas de hermosa floración en los troncos de los árboles cuando éstos forman nudos redondos recubiertos de musgo, rodeados a su vez por los bulbos musgosos del dendrobio; algunas figuras de caoba caídas y cubiertas por orquídeas, banisterias y plantas trepadoras; además otras plantas gramíneas de veinte a treinta pies de altura de la familia de los bambúes, nasto y diferentes foliis distichis; estudios de potos y dracontium; un tronco de crescentia cujete cargado de frutas que salen de éste; un teobroma-cacao floreciendo y cuyas flores salen de las raíces; las raíces externas de hasta cuatro pies de altura en forma de estacas o tablas del cupressus disticha; estudios de una roca cubierta por fucus; ninfeas azules en el agua; guastavias (pirigara) y lecitis florecientes; ángulo visto desde lo alto de una montaña de un bosque tropical de manera de ver solamente los florecientes árboles de copa ancha entre los cuales se alzan los pelados troncos de las palmeras como un corredor de columnas, una selva sobre otra selva; las diferentes fisionomías de materiales de pisang y heliconiun...”
Sólo en los trópicos se encontraba el exceso necesario de formas primarias para caracterizar un paisaje. En la vegetación, Humboldt había reducido estas formas primarias a diecinueve; diecinueve tipos fisionómicos, cosa que no tenía nada que ver con la clasificación linneana, que opera con la abstracción y el aislamiento de las variaciones mínimas; el naturalista humboldtiano no era un botánico sino un paisajista de los procesos de crecimiento general de la vida. Ese sistema, a grandes rasgos, constituía el “género” de pintura que practicó Rugendas.
Después de una breve estada en Haití, Rugendas pasó tres años en México, entre 1831 y 1834. En esta última fecha pasó a Chile, donde viviría ocho años, con un intervalo de unos cinco meses que ocupó el interrumpido viaje a la Argentina; el propósito original era cruzar todo el país, hasta Buenos Aires, y de ahí subir hasta Tucumán y luego Bolivia, etcétera. Pero no pudo ser.
Partió a fines de diciembre de 1837 desde San Felipe de Aconcagua (Chile), en compañía del pintor alemán Robert Krause, con una reducida tropilla de caballos y mulos y dos baqueanos chilenos. La idea, que realizaron, era aprovechar el buen tiempo estival para hacer sin apuro el cruce por los pintorescos pasos cordilleranos tomando apuntes y pintando todo lo que valiera la pena.
En pocos días ya estaban en medio de la cordillera, aunque sólo eran pocos descontando los muchos en que se detenían a pintar. La lluvia les servía para avanzar, con los papeles bien enrollados dentro de telas enceradas; no hubo lluvias en realidad, sino unas lloviznas benévolas, que durante tardes enteras envolvían el paisaje en blandas mareas de humedad. Las nubes bajaban hasta casi posarse, pero el menor viento bastaba para llevárselas... y traer otras, por corredores incomprensibles que parecían comunicar el cielo con el centro de la Tierra. En esas mágicas alternancias los artistas recuperaban visiones de ensueño, cada vez más espaciosas. Las jornadas, aunque zigzagueantes en el mapa, iban hacia la amplitud en línea recta como flechas. Cada día era más grande, más distante. A medida que los cerros adquirían peso el aire se hacía más liviano, más versátil su población meteórica, pura óptica de altos y bajos superpuestos.
Llevaban registros barométricos, calculaban la velocidad del viento con una manga bonete, y dos capilares de vidrio con grafito líquido les servían de altímetro. Como un farol de Diógenes, llevaban al frente el mercurio teñido de rosa del termómetro, en una alta percha con campanillas. El paso regular de la caballada producía un rumor que sonaba lejano; aunque en los umbrales de la audición, él también entraba en el régimen de ecos del sistema.
Y de pronto, en la medianoche, explosiones, cohetes, bengalas, que resonaron largamente en las inmensidades de roca, y llevaron fugaces colorines volantes a esas austeras grandezas, en una miniatura de auspicios: empezaba el año 1838, y los dos alemanes habían llevado una provisión de pirotecnia artística para festejarlo. Descorcharon una botella de vino francés y brindaron con los baqueanos. Tras lo cual se acostaron a dormir de cara al cielo estrellado, esperando la Luna, que al salir de los bordes de un picacho fosforescente puso punto final a una adormecida enumeració...

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