Vals de Mefisto
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Vals de Mefisto

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Vals de Mefisto

Descripción del libro

En los cuatro relatos que integran este volumen, Pitol despliega humor y sabiduría para construir narraciones sobre narraciones e insinuar los riesgos misteriosos que entraña el acto de narrar, de inventar, dar realidad a lo que no la tiene, elegir entre diversas realidades o irrealidades posibles. Carlos Monsiváis ha escrito: "Porque en la obra de Sergio Pitol, así no haya suspenso o enseñanza moral, sí hay acción física (ejemplo culminante, el relato veneciano 'Vals de Mefisto') y descripción de lugares y personas... Los escenarios se suceden con rapidez y se adecuan al ritmo de los caracteres, pero en la ciudad de México o en Córdoba, en Nueva York o en Bujara, en Viena o Varsovia, el punto de fusión es la ambigüedad, el método elegido para armonizar teoría y comportamiento".

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Información

Editorial
Ediciones Era
Año
2014
ISBN del libro electrónico
9786074451580

Asimetría

Para Luz del Amo
Apenas logra recordar el inicio de la conversación. De cierto sólo sabe que en un momento se levantó, saltó, bailó de alegría para asombro de su hermana, de sus sobrinos y del amigo de su sobrina, a la vez que comentaba que siempre había sabido lo que aqueJ muchacho sostenía, sí, eso, que el mundo era asimétrico, que la esencia de la materia, de la energía, ¿o de qué diablos, de la vida? era asimétrica. Eso lo explicaba todo: la fuga de Tolstoi de Iasnaia Poliana, la vasta estirpe de Jack el destapador, los cuartetos de Beethoven, la existencia de Auschwitz, los gestos perfectos de la Dietrich, la ebria adolescencia de Rimbaud y sus marchitas jornadas abisinias, la transformación del dinosaurio en iguana, del caballo en cerdo, la obra entera de Shakespeare. Pero ya en ese momento le comenzó a pesar, por una parte, la certidumbre de que no había logrado comprender de qué hablaba, y, por otra, la sospecha de que toda especie animal busca siempre la simetría, si es que simetría era, como él entendía, la regularidad de hábitos que en conjunto determinan el metabolismo de la Naturaleza. Si el hombre desecha una forma, se dijo, era para sustituirla por otra igualmente aspirante a ser simétrica. Ni Altamira, ni el Barroco ni el Bauhaus eran excepción a esa regla, antes por el contrario...
Y entonces se refirió a la ópera como ejemplo de la aspiración del hombre a crear una forma absoluta, la forma extrema donde el artificio lo es todo: el esquema totalizador de los sentimientos, el lento corte en el espacio de un brazo o de una espada, la caída mortal en medio de un aria inacabable... ¡Las cosas que ahí se dicen! Nadie en la vida se comporta de esa manera, menos cuando está por morir, ni siquiera cuando ama o cuando descubre que ha sido traicionado. ¿Se ha sabido de alguien que en un instante de desesperación se levante y declare: Vissi d'arte, vissi d'amore, non feci mai male ad anima viva!?
—Claro que no —dijo una vez Lorenza, cuando él, muy al principio de su amistad con las hermanas, oponía tímidos reparos al género—, pero quien de verdad ha amado no ha hecho sino expresar en el momento preciso, no tanto las palabras de Ca-varadosi: amore que seppe a te vita serbare ci sará guida in terra, in mar nocchiere e vago fará il mondo a risguardare, sino esa desesperada intensidad que sólo la música que las acompaña logra hacer posible.
—Igual que cualquiera de los tiranos de hoy día repite, sin saber el nombre del personaje o la pieza a que corresponde, alguna línea de un Ricardo o Enrique shakespeariano —añade, como al azar, Celeste.
—Tienes razón, pero no es exactamente a eso a lo que me refiero. En la ópera el lenguaje ideal al que todos aspiramos se potencia con la música —le arrebata Lorenza la palabra—. Claro que es necesario cierto grado de pureza, tanto del autor para crear la forma como del espectador para integrarse a ella. ¿Creerá usted, Ricardo, que hay un momento en que después de oír una fuga de Bach yo soy esa forma, soy-ya-la-fuga. En las otras artes, en la literatura, por ejemplo...
Pero Lorenza por lo general se detiene ahí como si se sumiera en meditaciones profundas. La verdad es que su campo de lecturas era en extremo reducido. Su hermana estaba mejor informada, sabía muchas cosas. En la literatura inglesa daba la impresión de moverse como pez en el agua.
Desde luego en la ópera, en la literatura, en el arte en general, por tratarse de la expresa creación de una forma, esa referencia a la simetría era más visible que en los otros órdenes de la existencia. Pero, ¿era el artista en sí una asimetría de la Naturaleza, igual que el orate, el criminal o el místico, o era simplemente otro punto de mira que permitía establecer una nueva relación simétrica con el todo?
Simetría: proporción adecuada de las partes de un todo entre sí y con el todo mismo, se- gún el Larousse. —Sí —repite—, en el arte todo puede explicarse, orientarse y resolverse de la manera que mejor nos plazca. Pero, en cambio, en las relaciones humanas, las que surgen del mero tedio de la vida cotidiana, para no hablar ya de las que crea la pasión... ¡qué exceso de palabras desgastadas, qué montañas de despojos, de costras y cascaras del lenguaje para llegar a nada!
¡De esa enfermedad y de las visiones que le produjo les ha hablado hasta marearlos! Hubo un momento durante una enfermedad en que estuvo a punto de morir. Vio entonces una especie de tejido, algo semejante al revés de un tapiz donde unos hilos de color terroso se trenzaban entre sí, se ataban aquí y allá en nudos de distintos tamaños. Cada detalle era en sí confuso, pero el total creaba una forma cerrada. Supo, aún en medio del delirio, que ése era el trazo y el esquema de su vida. ¿Cómo saber si aquella superficie, sus rugosidades y contornos definían una forma simétrica?
¿ Simétrica en relación a qué? ¿Y a qué ve nía ese ejemplo? ¿Qué ilustraba, qué era a fin de cuentas lo que deseaba decir? —se preguntaron todos. Sencillamente a tratar de explicar lo que ha sido su vida, entenderla ligada a la hipótesis del joven científico amigo de su sobrina, quien comentó que el estudio del neutrón había revelado el principio asimétrico de toda forma de vida, y a su posterior confusión al advertir que no sabía en realidad de qué hablaba. Volvió entonces, ante el fastidio de los demás, a repetir algunas anécdotas personales sobre sus sueños de estudiante y su estancia en París. De ahí las alusiones a una tal Lorenza, a una tal Celeste, mujeres que en alguna ocasión sostuvieron que una de las necesidades esenciales a la especie humana era la de crear una forma y conciliarse con ella, lo que era válido en todos los terrenos, el religioso, el artístico y aun el meramente vegetativo de la existencia diaria. Confiesa que a medida que envejece los cauces de la vida, sus posibilidades, le resultan cada vez más agobiadora-mente triviales. No dice, en cambio, que cada día que pasa es mayor su necesidad de responsabilizar a los demás de sus fracasos, que lo único que a veces siente que lo rescata del marasmo definitivo es el sufrimiento. Despedir a una sirvienta puede producirle días de agonía, meterlo en cama, repetirle de manera activa el agobio de la expulsión: la pérdida del reino.
¡Había que verlo en París hacia mil novecientos cincuenta y tantos! ¿Un pobre diablo, ya desde entonces? Tal vez. Pero no perdona la crueldad con que se lo demostraron. Buscaba entonces rescatar su niñez y más que nada la imagen extraviada de su padre. ¿Qué huella había dejado entre quienes lo conocieron aquel secretario de la Legación de México muerto súbitamente a los treinta y seis años, días antes de la caída de París? Al día siguiente de su llegada fue a visitar la tumba. ¿Podría su orfandad precoz explicar ciertas reacciones? Es decir, ¿a alguien que viviera otras circunstancias le habría impresionado de la misma manera el trato con Lorenza y Celeste? Es casi seguro que no. El propósito visible de aquella estancia fue el de seguir un curso de composición en el Conservatorio. Encontro a algunos mexicanos radicados desde siempre en París que decían recordar muy bien a su padre, pero al interrogarlos de cerca advirtió que la imagen borrosa que guardaban era invariablemente falsa. Algunos lo confundían con un joven tarambana y deshonesto colocado en la sección consular por el propio presidente Calles, otros con un empleado entusiasta de los estudios orientales que al cierre de la Legación se quedó en París, trabajó con los alemanes y luego huyó a España, otros más inventaban anécdotas fácilmente lisonjeras cuando intuían su ansiedad y barajaban rasgos y hechos que podían corresponder a cualquier diplomático, lo que acababa por difuminar en vez de crear una silueta. Nunca aclaró que aquel por quien preguntaba era su padre; casi siempre lo convertía en un pariente lejano. Sus hijos, sus primos, sus mejores amigos —decía— se interesaban por saber algo de la estancia en París de aquel hombre cuyo cadáver por circunstancias del momento no pudo ser transportado a México.
La desilusión fue constante.
—¿Ernesto Rebolledo, dice usted? Sí, sí, claro, me parece estarlo viendo, pero no era aquí donde trabajaba sino en el consulado de Marsella; un buen hombre; venía muy seguido, en realidad estaba casi siempre en París porque su esposa, no recuerdo si era australiana o canadiense, detestaba a los meridionales y prefería vivir aquí con sus hijos. No la culpo; si usted conociera el sur lo entendería perfectamente.
No, a pesar de los cinco años pasados en esa ciudad, nadie lo recordaba. No es que aquello fuera importante, pero sí un poco triste. El mismo, que había llegado a París a los dos (su hermana acababa de nacer) y salido a los siete años, creía contar con recuerdos muy nítidos de su infancia, y, sin embargo, con estupor tuvo que confesar que ninguno tenía ubicación precisa. Su madre no contribuyó en nada a aclararle ese período. La pobre fue siempre una niña y hasta el final no logró recordar nada de nada, ni enterarse siquiera de lo que fue su vida. Después de pasar quince años en Europa seguía confundiendo los lugares en que trabajó su marido y nunca pudo decir si tal o cual museo o monumento se hallaba en Oslo o Praga, ni siquiera saber qué idioma se hablaba en esas ciudades. París, la única que lograba diferenciar, fue para ella una vaga serie de restaurantes, cines y estaciones de metro. La fachada que él recordaba como la casa de su infancia era igual a cien mil otras; debía quedar no lejos de la Opera, no lejos de la Madeleine, se decía, pues le parecía haber caminado muchas veces por esos lugares con sus padres. La dirección que encontró en el acta de defunción lo remitió, sin embargo, a un inmueble de estilo nada frecuente situado en una placita no lejos de la Porte St. Denis, un edificio morisco, absuido, abandonado al parecer desde hacía veinte años; una casa y un barrio que nada le decían. ¡En fin...!
A partir de ese momento decidió abandonar a su padre. En una ocasión, don Al-fonso Esteva, un viejo residente en París, íntimo amigo, como lo supo más tarde, de Lorenza y Celeste, y quizás hasta un poco emparentado con ellas, le dio la dirección de una argentina, una tal María Rosa de Azuara, quien según el anciano había sido el gran amor del secretario por el que tanto preguntaba.
—Ya la llamé y está dispuesta a recibirlo cualquier tarde. Es una muchacha muy bonita —le dijo con entusiasmo—. Fue una de las grandes bellezas de su tiempo; parece que los años la han vuelto un poco rara. Estuvieron muy enamorados. ¡Vaya, vaya, ya verá qué muchacha más guapa!
—Aquí murió, en esta habitación, precisamente en ese diván donde usted está sentado —dijo una vieja de pelo ralo, estropajoso y desteñido, quien desprendía ese tufo a estiércol, a medicamentos y a rata que emana de ciertos locos—. Este departamento me lo cedió él. No me han podido echar, no me he dejado. Matarme, claro, podrían matarme, se dirá usted, pero yo soy de las que no ceden. Verá ahora las paredes muy tristes, pero el terciopelo es auténtico. A él le gustaba que todo estuviera forrado de terciopelo verde. Así es —repitió—, yo soy de las que no ceden. No temo que intenten despacharme porque sé demasiado. Tengo papeles comprometedores, los tengo guardados, no aquí, no crea que soy tan boba, los tengo a buen recaudo; documentos que las harían temblar. Ellas lo saben, por eso han dejado de molestarme. Pero usted no se alarme, ¡nada de nervios!, que yo no comprometo a nadie y menos que a nadie a su memoria. ¡A nadie, a nadie, a nadie! ¡Vive y deja vivir; ése es mi lema! No quiero vanagloriarme, pero sé ver las cosas como son. Soy realista. Aprendí a fingir. Fue él quien me enseñó a fingir.
Con voz temblorosa, arrepentido de haber asistido a aquella cita, y rechazando con cada una de sus células el pensamiento de que aquel cuerpo desvencijado y lechoso se hubiera abrazado al de su padre, que aquellos labios resecos lo hubieran rozado, intentó llevar la conversación hacia el desaparecido. Le preguntó por su enfermedad. ¿Había sido larga, dolorosa? ¡Sabía tan poco sobre sus últimos días!
—Murió al primer balazo —dijo, y sacó un gran sobre lleno de fotografías y recortes de periódico que desparramó sobre la mesa. En todas ellas se veía a un individuo de unos cuarenta años de aspecto presuntuoso y sonrisa inmutable; en algunas lo acompañaba una real hembra en quien trató de re conocer al monstruo que desplegaba y ordenaba las fotos igual que una cartomanciana lo haría con un mazo de naipes. Aquí lo tiene, pero no pretenda, ni tampoco Esteva, a quien ellas, ¡ese par de serpientes!, tienen en sus manos, saber nada más.
—Este no es Ernesto Rebolledo —alcanzó a murmurar.
—¿Qué me dice? ¿Y quién diablos es ese tal Rebolledo? —luego lo miró con sorna y desconfianza—. No quiera pasarse de listo, joven, no se lo voy a permitir. Conmigo, sépalo, nadie juega. He conocido mucha maldad en este mundo, pero yo no me asusto —y luego, sin transición alguna, gritó—: ¡Largo! ¡Fuera de aquí! —cubrió con el cuerpo las fotos tendidas sobre la mesa y comenzó a meterlas precipitada, desordenadamente, en su viejo sobre. El aprovechó ese momento de confusión para salir. ¡Qué alivio, la calle! Entró en el primer bar y se tomó tres Calvados al hilo.
Y fue en ese momento cuando decidió dejar en paz la memoria de su padre.
¿Y las ya mencionadas Celeste y Lorenza, quiénes eran? ¿Estuvieron o no ligadas con su padre? ¿A qué vino tanta alusión para después abandonarlas? Eran dos señoras mexicanas que, una marcial y la otra mustiamente, envejecían en París. A nadie, ni siquiera a su hermana, le había contado con exactitud ese episodio. Eran dos mujeres que, asistidas por An-española, le hicieron sospe-año que el paraíso terrenal tonia, una sirvienta char durante casi un era posible.
¿Eran ricas?Decían no serlo, aunque poseían una casa que debía valer una fortuna al inicio de la rue Ranelagh. Una casa muy bella de dos pisos. En la planta baja vivía Lorenza; en la superior, Celeste.
Se ha nutrido siempre de palabras. Voces que en otra época parecían descifrarle los enigmas del Universo. Voces y, sobre todo, ecos de voces. Largas conversaciones de las que a la mañana siguiente, o bien en el mismo momento de su enunciación, no quedaba sino una miasma brumosa de sonidos sin el menor sentido. En una ocasión discutió toda una noche sobre Serenus, el de Thomas Mann. Le pareció oír frases reveladoras, verdaderas iluminaciones sobre tal personaje y el libro en que figuraba, pero al llegar a su casa y tratar de reproducir la conversación no pudo esbozar sino una serie de lugares comunes sobre la dramática grisura del buen Serenus. Recuerda, en cambio, momentos aislados de ese incesante zigzag entre la simetría y su negación que es el camino que ha tomado su vida. Frases, tonos de voz, gestos y ade manes que acompañaron tales o cuales discursos cuyo contenido se le escapa. Insiste en el fin de la obsesión por conocer las circunstancias de la muerte de su padre. Una noche, después de haber abandonado en grupo una exposición, una voz que para entonces conocía ya muy bien comenzó a producirse, creándole un peso embarazoso. Dijo que acababa ¡Celeste! de releer Lord Jim. Ambas hermanas, explica, ejercitahan, más que la conversación, el monólogo.
—Todo el tiempo pensé en ti, Ricarduccio, porque allí uno de los temas centrales es el de la orfandad. Sin él, el otro, el de la culpa y su expiación final, carecería de gravedad. Al negarse a ver al buen párroco que fue su padre, Jim va buscando, encontrando y perdiendo a toda una serie de padres potenciales en el archipiélago malayo. ¿Qué son, si no, sus relaciones con esos viejos solitarios que encuentran en Jim al hijo que él entrañablemente desea ser? ¿Qué, entonces, su amistad con Marlow? —de manera que Celeste había sabido, y quizás todos lo sabían desde un principio, que andaba en busca de su padre, que la ficción del tío lejano no había sido de ninguna manera convincente—. El tema está disperso en todo Conrad; en Victoria, por ejemplo, es abrumador. En Bajo las miradas de Occidente, Ra-zumov sabe quién es su padre, lo ha visto, ha hablado con él, pero jamás se atreve a presentársele en calidad de hijo. Si mal no recuerdo, en alguna parte de la novela dice que su verdadero padre es la Patria —luego concluyó, dirigiéndose a los demás, con voz como velada por el pesar—. Nuestro Ricardo no se conforma con aceptar a la Patria como única progenitora y anda en busca del padre que perdió en la infancia.
Sí, tal era Celeste, la del piso superior.
La memoria, no obstante su reciente profesión de olvido, se le colma de largas tiradas; referencias literarias en el caso de Celeste; musicales en el de Lorenza, entreveradas con silencios muy plenos, muy ricos.
¿Todo muy chejoviano? Efectivamente; algo de Ché jov había en ellas, pero no la bondad. Largos recitativos, recapitulaciones sobre el pasado de cada una, movimientos muy lentos e...

Índice

  1. página de tapa
  2. página del título
  3. Derechos de autor
  4. Mephisto-Waltzer
  5. El relato veneciano de Billie Upward
  6. Asimetria
  7. Nocturno de Bujara
  8. Índice