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eBook - ePub
William Pescador
Descripción del libro
Un país, Omarca, rodea el cuerpo imantado de un niño: William Pescador, quien a su vez circunda y explora ese territorio laberíntico, que se confunde y se precisa en los confines de una inteligencia temeraria. El niño es a la vez un demiurgo y un aventurero, cuya imaginación traza redes vertiginosas en el espacio, el tiempo, las genealogías, el mundo de los muertos, el ajedrez, los misterios banales e hipnóticos de la sexualidad, las guerras diminutas del hogar y la calle. Una novela breve, redonda y ejemplar.
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Información
Editorial
Ediciones EraAño
2013ISBN del libro electrónico
9786074453027XIII
Un individuo sin identidad, agente de El Uno de los Oscuros entre los mortales, me dejó con una azafata en la sala de abordar del vuelo a Atlantic City.
Ahorraré al lector la emoción infantil del primer viaje en avión. Volaba orgulloso, elevándome sobre las bajas pasiones del mundo y tan cerca del sol como un pájaro.
En Atlantic City mostré la dirección de mi abuelo, cuidadosamente anotada en una tarjeta, al taxista negro que media hora después me dejó frente a un viejo edificio.
Era un 28 de agosto y pronto cumpliría doce años.
Toqué el timbre y escuché ima cascada voz de mujer en el interfono. Me hablaba en un inglés que apenas entendí.
—Sí, sí, soy William Pescador, nieto de mister Bob Sachs. He venido desde Omorca para verlo.
La voz sonaba irritada ante el intruso.
—William… William… Oh… ¿Qué edad tienes? ¿Cuándo llegaste? ¡Oh, querido! Lo siento. No te esperábamos y lamento que no podamos recibirte ahora pues estamos muy, muy enfermos… Llama otro día.
—Señora… Soy William, el nieto de mister Sachs, no pueden hacerme esto. Estoy solo en la calle… sin dinero… Quiero hablar con mi abuelo.
Silencio. No había más remedio que llorar. Pero un criado de librea salió del edificio y me escabullí entre sus piernas.
Frente a la puerta del departamento utilicé la llave maestra, como se me había indicado, y encaré de inmediato a un hombre muy alto, descalzo y con pantalones cortos.
—Hola, William, soy tu abuelo Bob Sachs… Disculpa pero ella está muy, muy enferma, y no sabe lo que dice.
Mi abuelo hizo una señal con la mano, tocándose la rodilla, como indicando la baja estatura del niño cuando lo vio por última vez, comparándola con la del crecido viajero que tenía enfrente.
El aspecto de la estancia indicaba que no había recibido visitas en años. Nada había del esplendor y la dignidad con la que soñé. El abuelo me sirvió un jugo de naranja sin hielo.
—¡Sary! —gritó Bob—, tu nieto William está aquí. Sal a besarlo.
¡Mi abuela Sary! ¿Acaso no había muerto? ¿No había sido su muerte el motivo que usó Milde para escapar?
La abuela, que padecía glaucoma, era idéntica a mi madre. Se habían convertido al catolicismo a la misma edad. Era Milde encorvada y cegatona. Intentó besarme y volvió a ocupar un sillón junto a una antigua radio. Estaba escuchando un cuarteto de Haydn. Sary, o quien fuese, mascullaba en inglés. Ignorando el idioma, yo sólo podía inferir que se trataba de maldiciones y amarguras, dada la respuesta del abuelo:
—Tristeza, tristeza. ¡Para eso pagué treinta años de psicoanálisis con el doctor Harry Stack Sullivan!
Bob Sachs decidió ignorar a la mujer y me dijo con jactancia:
—El doctor Harry Stack Sullivan fue el mejor analista de Atlantic City. Es una lástima que haya muerto antes que Sary. Creo que el viejo Freud no contempló una situación así.
Me quedé perplejo cuando Bob empezó a hablar del neurótico después de la muerte de su analista.
El abuelo reparó en que su nieto buscaba algo con la mirada.
—Oh, lo olvidaba. Debes de estar ansioso por saber de nuestra colección africana. Sigúeme.
Un pasillo conducía hacia el fondo del departamento. Ante una puerta final Bob volteó y me quitó respetuosamente del cuello la llave maestra que llevaba colgando.
—Has utilizado —me dijo— la llave que te mandé con sabiduría. Esta es la última puerta que abriremos con ella.
Aquélla era una habitación larga y estrecha con una enorme vitrina vacía en un costado. Bob empezó a recorrer la vitrina de punta a punta. Me explicaba cada una de las piezas, que no estaban allí, pero que él parecía reconocer o recordar por la impronta que habían dejado en el polvo:
—Las máscaras africanas son un atributo masculino. Los mitos cuentan que fue una mujer la que robó sus disfraces a los genios. Y por ello fueron castigadas —dijo mientras se detenía a escuchar los distantes balbuceos de quien llamaba Sary.
—Nuestra colección representa tres grandes zonas geográficas: tenemos objetos del Sudán, la costa ecuatoriana y el Congo Belga.
—Esos países ya no se llaman así, abuelo.
—Eso no tiene importancia. Es más interesante saber que, rigurosamente hablando, el arte africano no conoció la Edad de Bronce. Aquí está una estatuilla de Mopti. Fue fabricada con estaño, que los Haussa transportaban desde el norte de Nigeria.
Bob se emocionaba al hablar. Era mi abuelo. Bastaba apreciar la forma y el espesor de las cejas para saber que estábamos unidos a través del caos. Sólo entonces noté que a ese hombre le faltaba algo en la cara. No tenía nariz.
—Aquí tienes una parte central de la colección: la herrería de los Bambara. Una muñeca como aquélla era entregada a las niñas para asegurarles abundante descendencia… Ese par de gemelos que ves a tu izquierda se fabricaban al morir un hermano menor. Se regalaban al sobreviviente para cuidarlo de los alacranes. La figura del ausente siempre recibirá una réplica de lo que poseía el hermano vivo: un juguete, una lanza, una caña de pescar. Una mujer si se trataba de un adulto. Debes notar que todas estas piezas ofrecen angulosas formas geométricas, rasgos alargados y expresión severa.
Decidí seguir el juego del abuelo. A algún sitio debía conducirnos:
—¿Y aquella máscara tan grande? —inventé, señalando el vacío.
—Es un Ntomo del Sudán. Rostro de tamaño natural. Notarás una pequeña figura femenina, desnuda, entre sus cuernos. Y junto hay una Kanaga, muy apreciada por los coleccionistas.
El abuelo miraba con cariño la vitrina vacía, intentando reproducir con exactitud el lugar donde debía estar cada pieza. Procuraba que yo no notara la ilusión, como si le estuviera hablando a un ciego.
—El litoral que parte de Dakar está islamizado de tal forma que impera la iconoclastia, aunque los habitantes de las islas Bissagos violan el Corán amasando esas mujeres diminutas. Sólo mi colega de Lyon, René Caillié, y yo, tenemos piezas como éstas…
—Abuelo, ¿tú viajaste al África por las máscaras?
—No. Soy un coleccionista privado, no un cazador de leones… Pero examinemos el problema de la antigüedad, tema importante en una colección como la nuestra, muy notable por la diversidad de estilos. Algunas piezas pueden fecharse, como éstas, las Nalú, cuya armadura refleja la influencia de los navegantes portugueses del siglo XVI.
—Es indispensable —continuaba Bob— el conocimiento del Pomdo. Es la estatuilla del ancestro que en los días de fiesta recibe la veneración de los hijos y de los nietos. El guardián siempre será el descendiente de aquel que dio su primer nombre a la máscara. Será su pomdkandya, imagen y personificación del abuelo.
Bob salió de escena para recibir la comida china que Sary había encargado por el teléfono. Volvió con una costilla de cerdo agridulce en la boca:
—Los hombres viejos salen poco. Se mantienen lejos del resto de los seres vivos. Se crea una confusión entre el hombre y el disfraz. La muerte de un viejo se guarda en secreto. La anuncia únicamente la aparición de una nueva máscara, que lleva el nombre del difunto, como entre los Wobé de Costa de Marfil, a quienes pertenece este ejemplar —y lo señaló con un dedo mojado en salsa de curry.
Sary gritaba, supongo que pidiendo que pasáramos a sentarnos a comer en una pequeña mesa de la cocina. Mientras comíamos creo que Sary dijo que yo era tan apetitoso como una manzana. Bob, que nunca se sentó, iba lavando los platos.
Volvimos a la estancia principal sin pasar de nuevo por el salón de la vitrina vacía. Sary encendió la televisión. Bob, víctima de enfisema, fatigado por la larga exposición, quiso concluir:
—En otra ocasión te hablaré de las máscaras Nyamyé, Ayo, Kakahye y Gberke, también prohibidas a la mirada de las mujeres, o de los extraordinarios trabajos en arcilla de palo de rosa de los Sao. Pero hoy debes recordar lo principal…
Yo había perdido todo interés en la ficticia colección africana. Todo era un engaño de viejos locos y aquella pareja de gringos podía resultar tan peligrosa como Felicidad y el doctor Fangloire. Me preguntaba con angustia cuál sería mi futuro inmediato en Atlantic City. Y Bob no había parado de hablar:
—… el caráter efímero del arte africano. Los negros casi no tallaron la piedra. El palacio de un soberano se abandonaba a su muerte y el sucesor construía una nueva residencia… La madera africana, estatua o máscara, rara vez tiene más de un siglo de antigüedad. La humedad, las termitas, los gusanos, realizan su trabajo de destrucción tropical. O las piezas talladas durante meses para una ceremonia son destruidas durante o después del aquelarre. Nunca se usaban dos veces. Cuando alguna estatuilla mágica no cumplía su cometido era arrojada al fuego. Y no olvidemos el paso destructor de los santones musulmanes y de los predicadores cristianos…
—… es necesario, querido William, que aprendas a reconocer una pieza auténtica por la unidad de su estilo artístico, obtenido gracias al equilibrio de los planos y de las intenciones, ese ritmo interior que palpita, y que es el elemento más seguro para juzgar una obra de arte…
—¡Pero abuelo! —grité exasperado al fin—. ¡He venido hasta Atlantic City para oír hablar de una colección heredada que no existe!
—Oh, William, olvidas rápido. El arte africano es efímero. Y la colección sí existe. Pero la vendimos en 1962 al Peabody Museum de la Universidad de Harvard.
Admití en silencio que, en efecto, nadie había probado jamás la posesión real de la colección en manos de mi abuelo. Mi madre, Felicidad, el doctor Fangloire y yo habíamos supuesto equivocadamente que el acervo era una herencia palpable. Y él se había deshecho de la colección africana quince años atrás, aunque —como acababa de probar— recordaba nítidamente cada una de las piezas que la componían.
Tras revelarme la triste verdad Bob trató de consolarme regalándome una bolsa de plástico llena de piezas de ajedrez, rotas o inconexas, originarias de tableros de todas las variedades. Aquel insulso regalo explicaba el amor de mi madre por el ajedrez. Turbado, el viejo me dio un segundo regalo, una caja del tamaño de un puño:
—Ésta es tu herencia, William.
Guardé la cajita en mi valija y miré por última vez a la abuela Sary, tan parecida a mi difunta madre. Nadie había nombrado a Milde allí y preguntar sobre su dudosa muerte me daba miedo. Temía yo una noticia tan f...
Índice
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- Sobre el Auhor