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Púrpura
Descripción del libro
Ana García Bergua nos sorprende, en esta segunda novela, con un importante viraje en su narrativa y explora los encantos de la frivolidad, más allá del umbral de la fantasía y a lo largo de las calles de una realidad lúcida, una voz poseedora de un sentido del humor incisivo y refrescante.
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Información
Editorial
Ediciones EraAño
2013ISBN del libro electrónico
9786074452624XI
En la tarde caminé a la casa desolado. Qué paradójico había sido, que la culminación de todos mis afanes hacia Alejandra fuera también la escena de nuestra ruptura. En realidad, yo también la había utilizado a ella para conocer un mundo diferente, para embriagarme con telas, perfumes y frases inspiradas. Ahora estaba crudo y desconcertado. Ella lo que necesitaba era tal vez un señor más grande que la quisiera, que la cuidara en el puerto de Campeche, que le hiciera unos bien merecidos hijos. Yo, si la acompañaba ahí, me sentiría siempre secuestrado. Mirando a los muchachos jugar beisbol en el teatro al aire libre que se asentaba a la mitad del parque, y calibrando frente a la estatua de los cántaros aquellos pechos que quizá ninguna mujer real alcanzaría a tener, me dije que tal vez el encuentro con mi primo había hecho jirones mi amor por las mujeres. Te han acabado por gustar los hombres, Artemio, este Mauro te vuelve loco, no te hagas, me dijo mi conciencia que siempre se pasaba de cruel, como si los sentimientos mismos no me hicieran ya sufrir bastante. Acallé mi conciencia comprándome una jícama con chile y limón, y luego de comérmela me regresé a la casa.
Las luces del salón estaban encendidas. Por los ventanales, detrás de las cortinas de encaje, alcancé a ver a los mismos señores de siempre, los orientales y mi primo, así como a algunos militares que nunca había visto, comiendo, bebiendo y departiendo acompañados de unas mujeres muy elegantes. Me abrió Ismael y me avisó que me había llamado Ramón Navarro, que mañana a las siete tenía la prueba en el foro dos de los estudios México Lindo, que diera su nombre en la entrada y me dejarían pasar. Cuando entré a la casa, me encontré a Freddy bailando en el hall con una pelirroja demasiado huesuda, a la que me presentó como la señora Tamaulipas.
–Tienes un primo sorprendente, Artemio, fuera de lo común; sus fiestas son siempre espléndidas. Casi diría uno que él solito hace la temporada de otoño.
Yo le sonreí con tristeza, él se disculpó con la señora Tamaulipas y me llevó aparte.
–Sólo espero que no se les caiga encima la pared del salón, porque es puro triplay y cartón corrugado. Pero vente a la fiesta, Artemio, tómate una copa. Ya sé que te he abandonado un poco estos días, pero es que con tu primo no es tan fácil, hay que andar formalito, formalito; ya encontraremos alguna ocasión.
Freddy me miró de frente con sus ojos verdes.
–¿Qué te pasa, por qué estás tan mustio?
La verdad no tenía ánimos de fiesta ni de baile. Además, la gente que estaba ahí, excepto Freddy, no se veía tan fina y agradable como, por ejemplo, la del Palacio de las Bellas Artes. Los chinos tenían un aire rudo, los militares andaban todos armados y las mujeres me resultaban demasiado grandotas. Había algunas actrices de las que había llevado Freddy el otro día, pero todas ocupadas con algún monigote. Mauro, el caballero chino y un militar calvo, cargado de medallas, con un parche en el ojo, discutían acaloradamente en un rincón de la sala, junto a la pared con acabado de ladrillos donde se empotraba la chimenea. Todo me parecía extremadamente raro. Quizá era sólo, pensé, que debía recluirme en mi habitación, acostarme un rato, meditar. A lo mejor después vería el mundo distinto.
Le hice a Freddy signo de que ahora bajaba y subí a mi cuarto arrastrando un poco los pies por las escaleras. Para acabarla de amolar, encontré la puerta de mi habitación cerrada con llave; adentro se oían murmullos. Espié por el ojo de la cerradura y acabé distinguiendo al condenado Abundio brincoteando en mi cama, bien atareado encima de una muchacha. Golpeé la puerta violentamente.
–¡Abundio! ¡Deja a la señorita y salte de mi cuarto! –le ordené con la fuerza que me daban la mayor edad y el resentimiento.
Alguien se rio desde otro cuarto, o desde el rellano de la escalera, no supe bien. De repente Abundio abrió fúrico la puerta, como si estuviera a punto de golpearme, e incluso hizo el gesto de sacar su pistola, pero nuestra fraternidad a fin de cuentas lo detuvo.
–¡Caín! –le espeté.
–¡Baboso! –me contestó, arreglándose la ropa.
Se fue dando grandes trancas hacia el baño del fondo del pasillo. En el cuarto, la muchacha se acomodó el vestido lo mejor que pudo, buscó sus calzones por debajo de la cama y me dijo muy compungida antes de salir:
–La verdad es que no me estaba molestando, no se crea, pero bueno, gracias, qué le vamos a hacer.
En cuanto me quedé solo, me di cuenta de que ya la casa de Mauro no era lugar para mí. No hallaba mi lugar en esa nueva sociedad de mi primo, ya ni siquiera podía encerrarme a escribir mi novela, y me la pasaba todo el tiempo lleno de inquietudes. Empaqué tres trajes y mis mejores camisas, mis libros más preciados, las cuartillas de mi novela, y decidí irme a casa de Willie, dejándole a Abundio el resto de mis pertenencias. Si la prueba de cine tenía éxito, podría pagarme mi alojamiento y rehacer mi fino guardarropa. Le rogaría a mi amigo que me aceptara en su casa y le insistiría a Lola en que andaba sin un centavo para pagar sus servicios, con el fin de que no me importunara. Lo que debía hacer era no despedirme de Mauro, pues sabía que con que me lo pidiera bastaba para quedarme a tontear, y después de todo, ¿qué tal si no me lo pedía?, ¿qué tal que me decía que ya me andaba tardando en echarme a volar? Eso sí que no tenía fuerzas para enfrentarlo. Prefería, simplemente, desaparecer, pasar a otro mundo más discreto y menos brillante, en el que igual podría conocer y tratar personas de mi interés.
Cobardemente, bajé por la escalera de servicio y en la cocina le pedí a Ismael un tequila doble y que llamara a Freddy.
–Ya me voy –le avisé cuando entró, jaibol en mano, estirándose el saco del jaquet–. Después te explico.
–Te estás yendo como las chachas –me sermoneó el muy sátiro–, ¿a que ni le has dicho a tu primo?
–Ni cuenta se va a dar –le contesté con un tono tan dramático, que hasta se me quisieron salir las lágrimas, pero me controlé–. Avísame por favor si algo le pasa a Abundio. Y por cierto, mañana voy a hacer una prueba de extra a los estudios México Lindo, ¿te encontraré por ahí, Freddy?
A Freddy se le alegró la mirada.
–¿Una prueba?, ¿de joven de conjunto?, ¿y por qué no me dijiste?
Me dio un abrazo muy grande y me despidió.
–¿Tienes dónde dormir?
Le dije que sí. Ya no quería repetir con él las experiencias, y menos después de lo que había pasado con Alejandra. Sólo le rogué que le avisara a Mauro, pues me daba vergüenza estarme yendo así. Seguro que era lo primero que iba a hacer. Freddy no se contenía cuando tenía un buen chisme que decir. Los chismes eran su gala, su traje elegante, su pase para acercarse a la gente. Vivía encerrado en los sets, y cuando lo liberaban se descocaba. De cualquier manera, yo sabía que contaba con su apoyo, pues se sentía de algún modo responsable de mí, un poco por haberme iniciado en las danzas sodomitas, y otro poco porque me tenía afecto.
Pero prefería quedarme con Willie, porque ante todo Willie era mi amigo, y eso sí no tenía precio. Eso le dije al taxista, envalentonado por los dos tequilas que me había tomado al hilo y sin interrupción, justo antes de salir, y que me explotaron en la cabeza nada más me acomodé en el asiento de cuero color mamey.
–Pues cómo no, mi buen, tiene usted toda la razón –me dijo el del volante.
–Dígame usted si no, los cuates no nos abandonan.
Él asintió muy convencido.
–No son como las viejas, ni como los familiares, ¿verdad? Porque ésos sí lo dejan a uno tirado, lo usan nada más y no les preocupa su futuro.
Y otra vez se me salieron las lágrimas. Mi conciencia me dijo: pinche llorona. Pues sí, y qué, le contesté.
–¿Mande? –preguntó el taxista.
Mejor cerré la boca, no se me fueran a salir los epítetos de mi conciencia. De hecho, cuando llegamos a Mecalpan, estaba yo medio dormido.
–Son cincuenta centavos, joven –me dijo el taxista zarandeándome.
Mientras buscaba yo la moneda en los bolsillos me preguntó:
–Oiga ¿qué eso es un congal?
–¿Cómo va usted a creer? –le contesté, imbuido por el espíritu de Willie–. Es la sacristía de la iglesia de San Teódulo, ¿qué no ve usted ahí el campanario, las cúpulas, el portal?
El hombre se quedó mirando, medio incrédulo, a la casa y a mí. Tuve que esperar a que se fuera para tocar el timbre y decir la contraseña:
–Vengo por el pan.
La señora Perla me abrió y se puso pálida. Luego corrió a la casa gritando “Cristo, Cristo, milagro, milagro”. Hasta tuve que cerrar yo el portón. Escuché voces conforme cruzaba el zaguán y me sentí inquieto, pero el tequila impedía que me calara el temor. Entré al comedor y ahí estaba Willie merendando cabrito con las muchachas. Se paró como si viera un fantasma:
–Bendito compadre, te hemos invocado y has aparecido.
Me hicieron sentar, me sirvieron de cenar y Lola me besuqueó un brazo, mientras exclamaba: “Es él, es él, su carne, su sangre, todo está aquí”. Yo pensé que habían comenzado algún tipo de teatro político, o bien que me estaban vacilando, así que me reí un poco y empecé a cenar, a la espera de que Willie me explicara qué era todo eso. Por fin Willie me dijo:
–Estábamos muy preocupados por ti, ¿de dónde vienes?
Ya le expliqué que venía de la casa, y que, tal como le había dicho, mi primo me había cortado su manutención y debía yo buscar un alojamiento independiente y una vida digna.
–Mañana mismo tengo una prueba como extra de cine –me apresuré a añadir–, no creas que vengo aquí de gorra.
Todos me miraron extrañados.
–Oye, pero, ¿quién estaba en tu casa?
Les describí la fiesta y la gente que estaba ahí, sin entender su curiosidad. Al mencionar a los militares, Willie y las muchachas levantaron la voz y se pusieron a comentar ruidosamente.
–¡Entonces es cierto! –exclamó Dalila–, ¡Es Urbadán! ¡El general Jacinto Urbadán ha regresado a México de incógnito y parece que está preparando un gran golpe!
–Yo creo que nos vamos a Guatemala –dijo Lola–, ahí vive mi prima Leonor, y nos recibe, sólo tenemos que cosechar amapola para ella y su familia.
Yo levanté la voz para aclarar que en casa de Mauro sólo había una fiesta, que no parecía una conspiración ni mucho menos.
–Y además, si ya se sabe, es fácil que el general Caso les caiga encima ¿no?
–Pues por eso estábamos preocupadas por ti, muchacho pazguato –dijo la señora Perla–. Pero ya te tenemos y aquí te quedas. Como a la una viene Gorráez a ver a Azucena: él es agente del general Caso, y ya le contará qué es lo que va a pasar. Tú estate tranquilo. A ver, Guadalupe, enciende la radio.
Sonaron unos lindos violines. Sentí un ambiente tan casero, tan maternal, que me puse a cenar tranquilamente una concha con un vaso de leche, pero paulatinamente me di cuenta cabal de lo que me decían: ¿Y Mauro? ¿Qué le iba a pasar a Mauro?
–Tu primo está condenado, chato –me soltó Willie con gesto grave–: anda con la mafia china. La metió Urbadán al país para jalarse a los políticos, a los hombres de negocios, y ya tienen a muchos comprometidos. Aquéllos nada más ven el dinero y les da igual vender tabiques que opio.
–¡Qué país! –comentó Amelia.
–Caso o Urbadán, les da lo mismo a fin de cuentas, olvidan lo que costó deshacernos de ese elemento espurio. Pero tu primo es de ésos, carnalito. Y además, ya ves, te corrió de la casa, ¿de qué te preocupas?
Luego de aquel discurso, Willie se puso a chiflar, acompañando una canción que sonaba en la radio, llamada Ingratitud.
Ya no le aclaré de nuevo que yo me había ido de la casa de Mauro por mi pie. Estaba muy preocupado, me imaginaba a los soldados del general Caso, los mismos que pacíficamente izaban el asta bandera todas las mañanas y les chiflaban a las muchachas en el zócalo, sitiando a aquellos hombres que bailaban y bebían en una casa de la avenida Hipódromo, disparándoles desde todos los puntos, haciendo añicos los cristales, incendiando la cuidadosa decoración de Freddy Santamaría. Pensaba en Mauro, en Freddy, en mi hermano Abundio, en Ismael el mayordomo que tan bien me daba de desayunar, en el guapo jardinero, en Lili Reina pegada a las medallas de un coronel rebelde, confiada porque le había prometido que la llevaría a Hollywood. Y lo peor era que aunque de todos ellos Mauro era el único que estaba haciendo mal conscientemente, drogando a sus compatriotas con la misma tranquilidad con que antes les construía puentes para coadyuvar a su concordia, era por el que más me llenaba de agitación. Me aniquilaba imaginar su bello rostro ensangrentado, su apostura derribada por una metralleta. En un momento hasta me paré y dije que tenía que salir. Quería avisarle a mi primo que estaba descubierto, que se debía largar, pero nunca había mentido bien, y le expliqué a Willie que regresaba a la casa de Mauro a buscar un libro muy importante que había olvidado.
–Espérate, chato, me insistió mi amigo. Al rato llega Gorráez y nos explica qué piensa hacer el general Caso. Porque todo depende...
–¿De qué depende?
–De que le confirmen si fue Urbadán el que mandó matar a la muchacha esta... a Matilde Saldívar, para fastidiar a Caso.
A Blanca, pensé, borrando su nombre real, que era tan común.
–Si no lo hizo, negociará él con los chinos, les dará ventajas, seguridades, se quedará con el pastel y a Urbadán sólo lo vuelve a deportar. Si le comprueban que fue él, que lo hizo para sacarlo de quicio...
Willie se quedó mirando un pedazo de cabrito que descansaba frío en medio de la mesa sobre un pedazo de papel, anegado en grasa:
–Así van a quedar todos –sentenció.
–¿Mauro también? ¿Y ellos no saben que el general ya sabe?
–No sé, a lo mejor, ¿qué podemos saber, chatito chulito? –concluyó Willie con una de sus payasadas, pellizcándome el cachete–. Ya vete a dormir con Lola, ándale, Artemístocles.
No se me ocurrió desobedecer a mi amigo, de tan impresionado que estaba. Mientras Willie me revelaba todas aquellas barbaridades con voz de barítono, las muchachas y la señora Perla se habían subido a descansar. Desde la escalera le dije:
–Mañana es mi prueba en el cine, a las siete.
–Ajá –me contestó.
–Si sabes algo antes, no dudes en despertarme.
–No –dijo.
El muy cabrón.
Las muchachas se estaban bañando, peinando, preparándose para dormir. El reflejo de las luces de sus habitaciones iluminaba el pasillo, que todas cruzaban de aquí para allá en paños menores, pidiendo prestado un peine o platicando con gran excitación de lo que iría a pasar: si habría guerra de nuevo, como hacía once años, si tendrían que evacuar la ciudad. Cuando me vieron subir, me agarraron entre varias, me llevaron al cuarto de Lola y me chiquearon.
–Pobrecito –decían–, casi te quedas ahí, en medio de una emboscada, como los del automóvil gris.
Lola sacó una botella de tequila y propuso que leyéramos un rato La Ilíada mientras escuchábamos el programa de radio de Agustín Lara, pero yo le pedí que no. Muy acomedido supliqué a las muchachas que si podía dormir tranquilamente en algún cuarto, sin molestar y sin que lo tomaran a ofensa.
–Así es él –dijo Lola como una madre orgullosa de conocer bien a su hijo, aunque eso sí, un poco molesta–, a Artemio dormir le encanta.
–Te arrullamos, Artemio, ¿no quieres? –insistió Guadalupe–. ándale, Arte, no seas así, hasta te cantamos.
Al oír que me llamaba como hacía Alejandra me puse violento:
–No me vuelvas a decir así –le contesté a la chica, apretándole el brazo con fuerza.
–Mejor lo dejamos aquí, a que se serene tantito –man...
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