Yo te conozco
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Yo te conozco

Descripción del libro

Esta novela escucha y nos deja escuchar, desde el México de los años cincuenta, a los niños que fueron y que pudie-ron haber sido, rodeados de un mundo de personajes hoy estrafalarios, con sus coches de enormes aletas, con su chachachá y sus boleros, y sus primeros rocanroles, con su horror al comunismo y al divorcio, y con sus maneras inconcebiblemente inocentes en lo sexual y lo político. En la memoria que recupera e inventa esta novela, el tesoro de la infancia es la pérdida de ese tesoro.

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Información

Editorial
Ediciones Era
Año
2014
ISBN del libro electrónico
9786074450866
X
El tiempo es mucho más real para los niños: sus curvas, sus laberintos, sus cimas, sus sempiternos momentos muertos, sus silencios cuando se dispara, cuando desaparece: para ellos el tiempo es tan real como el espacio, como los olores. Dada la circunstancia de unos días de asueto consecutivos a un fin de semana, a causa de algún atroz hecho heroico del pasado, el tiempo se hacía chicloso, informe, aburrido o misterioso por turnos, y Julio anhelaba más que nunca ser ya más grande, estar en secundaria, tener un reloj y saber usarlo para imponerse sobre el miasma desmoralizante de los segundos y los minutos y los cuartos de hora: “Si yo fuera mayor, yo diría qué hacer con el tiempo”.
Marco se sentía menos afectado durante aquel puente para el que –por razones de dinero– nadie había previsto actividad alguna, pues no hacía mucho que había salido de la hepatitis y aún tenía presentes los trucos desarrollados para sentir que el tiempo era un tren, un aeroplano o un buque en que él viajaba leyendo (o medio delirando), oyendo la radio o mirando hacia afuera, hacia las aguas del Índico, los contrafuertes de San Petersburgo o la campiña del Loira, los paisajes portentosos donde los héroes (y las heroínas) luchaban por un destino “a brazo partido”, pero también “con gran serenidad” y “nervios de acero”. Se quedaba callado por largos minutos, cuartos de hora completos; jugaba solo y en silencio; a veces leía en voz muy baja varias páginas seguidas del diccionario, descubriendo palabras hermosas o emocionantes como afasia, bienaventurado, condescender, criticastro, delator, Dionisos, elegía, ¡filfa!, güelfos, hierático, incontrovertible, investidura, jaculatorio, Kagenekia oblonga, lapidar, letrado, lituo, macuto, maledicencia, Martes martes, María y Marco, marsopa, martingala, mundanal, nimbar, nolición, noluntad, odorífero, palmariamente, pirobalística, quijotada, rapiña, redundancia, saltaprados, seráficamente, timorato (como Julio), ubérrimo, venalidad, venialidad, whist, xah, yak, yugo, zombi, zuavo, zulú. Cada vez trepidaba más con la sensación de que las palabras, no sólo Abracadabra, eran llaves multiformes para abrir las múltiples puertas del mundo.
Por lo demás, casi nunca le dirigía la palabra a Eufemia, aun cuando necesitara su ayuda, o ella la de él; lo tildaban de niñito caprichudo y grosero, pero él sabía que la cuestión era mucho más compleja y tenía que ver con valores superiores como el amor y la lealtad: se sentía precisamente como uno de esos numerosos personajes de novelas del siglo XIX que hacían y cumplían tremendos juramentos. Todas las mañanas, su primer pensamiento era para María, cuyo recuerdo se tornaba más intenso cuanto más borrosa se tornaba su fisonomía.
Julio estaba –erróneamente– convencido de que su hermano amaba a María como él había amado a Maricarmen, como un dolor de estómago y una falta de apetito a la hora de la comida y la cena, como una obsesión repetitiva y suspirante. Pero no: Marco amaba mucho más, tal vez tanto como Athos a Milady; como el Corsario Negro, amaba a una mujer, no a una niña. Para entender la hondura de la pasión en Marco, el primogénito hubiera tenido más bien que pensar tal vez en su propia gran pasión, que cada día, cada hora, se volvía más loca y más racional a la vez: el espacio exterior.
¿Cuál es el innumerable número de galaxias en nuestro universo interminable, más allá del cual hay otros, y otros, y otros universos? La Tierra, Marte, la Luna, el Sol, Venus, Júpiter, Mercurio, fascinaban a Julio, que se preguntaba cada vez más qué había más allá: cómo sentir las inimaginables distancias con los ojos cerrados; cómo concebir la imposibilidad de concebir el tiempo y las distancias entre las esferas celestes y en el negro de los espacios infinitos. Los rusos habían lanzado el Sputnik, un satélite asombroso que daba vuelta y vuelta a la Tierra como un yoyo exacto en la suerte del mismo nombre, y Julio se despertaba numerosas noches sudando con la fiebre de la ensoñación y la ambición: quería, a como fuera, conocer los ámbitos y los rincones de los cielos como conocía los de su casa y las casas de sus abuelas; quería urdir él los viajes a los océanos del espacio exterior; anhelaba tanto la gloria de los inventores como la fama de los exploradores; deseaba ser un paladín a la altura de los grandes héroes de Julio Verne; y nada le gustaría más que adelantarse a los rusos y los gringos y ser el primer terrícola en su planeta preferido, Mercurio.
–Lo que es precioso de todo esto –decía mientras comían arroz rojo y milanesa con papas– es que son verdades que parecían e incluso aún parecen mentiras.
–Y las llamadas mentiras, es decir los relatos literarios y los sueños de los sabios, se están volviendo verdades –comentó Tu Mamá.
–Es como las historias que tú cuentas –a su vez apostilló Marco, quizá con muy buena intención, pero por desdicha la frase sonó sardónica.
Los tres guardaron silencio. A veces las comidas se volvían difíciles a causa de los enfrentamientos fraternos, no siempre debidos a las ganas de herir o interrumpir, aunque éstas rara vez faltaban del todo.
Julio después cavilaría que no era la primera vez que Marco le hacía sentir que no se creía en verdad la historia de V277, lo cual lo dejó dolorido al principio, hasta que, en una noche de repetidos trechos insomnes, se dijo, se volvió a decir, que las cosas serían mucho menos difíciles si Marco efectivamente dejaba de tomar en serio la existencia –y por ello la amenaza– que planteaba V277.
Habían alunizado en el Mar de la Intranquilidad; una mala fase, de enemistad a la vez latente y constante, de intereses divergentes, entre hermanos. Eso les daba rabia consigo mismos y con el otro. Para Julio, era indudable que Laura sobreprotegía a Marco. Para Marco, Laura prefería a Julio y sus alardes científicos y hasta morales. En cuanto a Aurelio, estaban más bien de acuerdo, pero de todas maneras preferían no abundar sobre la locura del señor que enviaba postales a propósito del río Vltava, los montes Tatra y el compositor Smétana. Tu Papá se comportaba como si se hubiera marchado a una especie de gira prolongada, no como si hubiera encontrado una vida inédita, con nueva mujer e hijos de alquiler.
–Ese señor se está volviendo completamente irreal –argumentaba Julio, fracasando sin embargo en su intento por obtener el acuerdo o incluso desacuerdo de su hermano, más prudente y más dubitativo.
Marco fervientemente quería creer que la aberrante conducta de Tu Papá se acabaría explicando y tal vez entendiendo más adelante. Con todo, le enfurecía que la abuela paterna argumentara que “hay cosas que ustedes no saben”.
–¿Y por qué no me las dices?
–Porque son muy chicos todavía.
–¡Como si mamá fuera una asesina o falsificadora de billetes! –le comentó Marco a Julio, indignado por lo que interpretaba como una nueva perfidia de la madre de su papá.
–Trata de defender a su hijo –quiso explicar Julio.
–Ya no es su hijo, es mi papá.
Julio guardó en silencio la idea de que más bien ya parecía el papá de otros niños, y Marco emitió la condena:
–Mi Abue es patética.
“Patético” y “patética” eran expresiones de moda entre los adolescentes, de quienes Marco la había tomado prestada.
En el mundo en el que ellos ahora vivían, los adultos se revelaban con frecuencia como seres tontos, ineptos, malintencionados, débiles, viles, mentirosos. El respeto debido a los mayores se había esfumado de un día para otro, entre una canción de Pérez Prado y otra de Elvis, y aunque los adultos lo sabían –algunos más, algunos menos–, de todas maneras ignoraban con qué novedosa y mejorada lente de aumento los hermanos los observaban, a veces horrorizados e incluso asqueados.
Los grandes seguían comportándose como antes –investidos de la Impunidad mas no la Autoridad de siempre–, mientras los Romanitos los desmenuzaban con algo tal vez semejante a la aterrada lucidez con que un Darwin y un Freud habían radiografiado a la especie.
Un día la fabulosa Tía Rosa dijo:
–Estos niños no son de los que ven fantasmas en los armarios, sino esqueletos –y Tu Mamá y Virgilio sonrieron como los detectives en las novelas y las películas, y los niños se quedaron perplejos, con la sensación de haber sido elogiados, sin duda, pero también descubiertos con alguna aptitud que ellos mismos desconocían.
A Marco ya no le simpatizaba tanto la Tía Rosa –quizá porque era más guapa que María– e hizo una mueca.
–¿Qué pasa? –preguntó Tu Mamá, que a veces era peor que sus hijos en la cuestión de no dejar pasar un gesto, un murmullo, una mirada, una burla, unos ojos alzaditos, una lengua sacada, un gesto obsceno o cualquier otro signo de hostilidad–. ¿Otra vez están “quemados” los frijoles, Marco?
–No, ma. Están buenos.
–Están deliciosos, dirás. ¡Felicidades, Eufemia! –intervino Julio, suscitando a su vez los ojos punitivos de Laura.
–¡Deliciosos! –corearon, con toda inocencia, Rosa y Virgilio, provocando que Eufemia, ruborizada como si la hubieran sorprendido comiendo, apareciera en el quicio de la puerta para agradecer la ovación lo más escuetamente posible.
–¿O no, Marco? –persistió Tu Mamá.
–Sí, están buenísimos –respondió el interpelado sin acceder, no obstante, a mencionar el nombre de la autora de los sublimes frijoles negros de la olla.
Sobrevinieron entonces algunos días confusos y eufóricos. A lo largo de tres semanas, de veintiún días enteros, se celebró un Torneo Pentagonal de fut con dos equipos foráneos: el Dukla Praga de Checoslovaquia y el entonces mítico Santos de Brasil, además de tres mexicanos: el Guadalajara, el América y el León, llamado así sólo por la ciudad de su asiento, pues no obtuvo un solo punto. Contra casi toda razón humana, los Romanitos (sin consultarse; como un solo niño) decidieron que le iban, apasionadamente, al equipo praguense, del que hasta entonces lo ignoraban todo, empezando por el nombre. (El América y el Guadalajara, por lo demás, les eran muy antipáticos.) Oían por radio las noticias, las anécdotas, las estadísticas y las narraciones de los partidos mismos, como si de la Serie Mundial de beis se tratara, e idolatraban a Josef Masopust, la estrella checoslovaca, un hombre asombrosamente serio, como si sólo leyera a Kafka.
Los hermanos llegaron incluso al curioso extremo –político– de afirmar que no sólo el futbol sino también el comunismo era superior (“quintaesencialmente”, declaró Marco con toda seriedad) al capitalismo del llamado Mundo Libre. ¿Y por qué? Porque proponía la justicia entre los hombres, y Marco y Julio últimamente creían mucho en la necesidad de justicia.
Además, y sobre todo, porque los comunistas habían lanzado los Sputniks y a la perrita Laika –caso de Julio– y –caso de Marco– porque Dukla se escribía con la misma ka de Kafka. Ninguno habló nunca del padre prófugo del petate. Cuando el Dukla Praha (su nombre nativo) se quedó a un tris de conquistar el trofeo, los hermanos se permitieron abrazarse con una extraordinaria exaltación.
Finalmente, tampoco era grave que el Dukla no se quedara con “el codiciado trofeo”, porque se había ganado muchos admiradores, ni que los equipos mexicanos fracasaran en “culminar la hazaña”, porque absolutamente todas las voces estaban absolutamente de acuerdo en que habían luchado como guerreros y hecho un papel más que digno, ¡dignísimo!, y hasta sobresaliente en un torneo ejemplarmente realizado por México, que así demostraba ser tan capaz y competente como los países desarrollados, lo mismo capitalistas que comunistas.
Y, sobre todo, había ganado y había embelesado el Santos, aquel equipo impecablemente vestido de blanco que jugaba al futbol con la exactitud del billar, o del ping-pong, y que metía goles como si fueran mágicos encestes de básquet pero no con las manos, sino con la cabeza y los pies, cuando jugaban cinco delanteros contra tres defensas, dos medios contra dos, y el portero se quedaba sobre la línea de meta con su boina de rigor. Y Pelé y Pepe, que ya habían sido campeones del mundo en Suecia, anotaron en el Pentagonal cinco goles cada uno, ¡cinco!, goles que repetía la televisión, aparato que iba a ver la gente en casa de los que lo tenían. Después de ese torneo, los mexicanos creían que ni el Real Madrid de Puskas, ni el Manchester United de Charlton, ni el River Plate de Sívori, ni el Botafogo de Garrincha, podrían con el Santos de Pepe y Pelé, uno bajito y blanco, el otro espigado y negro. Y, aunque perdió el Pentagonal, ¿no le ganó el Dukla 4-3 al Santos en el Estadio Universitario?
¡Y cómo había unido y conmovido Laika al planeta!
Sin imaginarse (sin siquiera remotamente sospechar) que la simpática perra callejera moscovita había estirado la pata y ahogado su último ladrido en las primeras siete horas de periplo, millones y millones de personas en todo el mundo, de todos los colores y edades, habían rogado o rezado por que Laika volviera sana y salva de sus vueltas alrededor del planeta en el diminuto y asombroso Sputnik de las letras CCCP.
Las horas pasaban, los días pasaron, y la Tierra entera sentía que sincronizaba sus corazones todos con el del primer adalid del espacio. Se la imaginaba valiente y simpática dando vueltas y vueltas a la Tierra casi inmóvil y ladrando como Lassie en su cachivache ultramoderno, la mejor amiga que la humanidad jamás hubiera tenido. Caninomorfizada, la población mundial –como un solo espíritu inocente– movía la cola esperando que Laika descendiera en cualquier momento en paracaídas, como se había anunciado.
“Laika está muy tranquila, se alimenta como debe, y sus signos vitales son buenos”, desinformaban sus dueños ante la ternura y la admiración mundiales. ¡Qué temple, el de los perros comunistas!
Cuando Moscú finalmente anunció el sensible fallecimiento de la camarada Laika, la gente soltó un punzante sollozo de tristeza: el Scott de los canes había muerto en aras de la ciencia y el progreso y el entendimiento entre todos los pueblos del planeta, se creyó entonces. Miles de británicos (y sus perros) guardaron un minuto de silencio en honor a Laika, y Marco y Julio, como incontables otros niños, sintieron que ellos también morían un poco, y por una causa admirable. Millones de perritas se bautizaron Laika, y hasta algunos irónicos Laikos hubo, por lo menos en México. Aunque la pobre había muerto de calor y de pánico en las primerísimas horas de su supuesto vuelto cristobalcolónico, gracias al embuste soviético quedó en la mente de la gente como mártir de la ciencia, amiga de la humanidad y emblema de la buena suerte. Durante unas semanas, Julio se impuso un juramento: “¡Lo juro por Laika!”
Los niños como Marco, que tomaban decisiones triviales o importantes guiados por augurios (“Si suena el teléfono o el timbre antes de cinco minutos, empiezo la tarea de inglés”, “Si llueve mañana, juro que memorizo las tablas de multiplicación”), incorporaron a Laika a sus promesas: “Si Laika regresa a la Tierra, juro que ya no le voy a esconder sus muñequitos de acción a mi hermano”, etcétera. Laika fue un ángel que le dio la vuelta al planeta durante demasiado poco tiempo, pero que por primera vez autorizó (falsamente) el sueño de que los cuerpos hechos en la Tierra podían viajar más allá de nuestra atmósfera sin desintegrarse y sin graves trastornos cardiacos o sanguíneos.
Pero detrás y debajo de las variaciones atmosféricas de la vida humana, estaba el miedo: ese cocodrilo que flota como leño por las arterias de la inevitabilidad de lo cotidiano, y que aprendemos todos a solas, sin tutor alguno, a controlar y ocultar mal que bien. El miedo, nuestro acompañante más antiguo, el sudor frío, el temblorcillo de la voz, el dolor de estómago, la locura en la mirada, el no poder respirar, el corazón retumbando, el esfínter suelto, la necesidad de correr, las ganas de morirse, el miedo a ser anormal o acusado de serlo, el miedo físico, el miedo moral, el miedo cerval, el miedo absurdo, el miedo más que justificado, el miedo pánico, el miedo que enloquece, el miedo pequeñito que te derruye, el miedo a los otros, el miedo a ti mismo, el miedo a la violencia, el miedo a la burla, el miedo al silencio, el miedo a la oscuridad, el miedo a las palabras, el miedo a la locura, el miedo a ser castigado, el miedo a la policía y el ejército, el miedo a las turbas, el miedo a la crueldad, el miedo a ser culpable, el miedo a ser tomado por culpable, el miedo a ser imputado culpable, el miedo al miedo.
Nadie sufre tanto y tan solo como un niño.
Más aún si –como Julio– es el depositario de un secreto peligroso del que quizá dependan las vidas de otros. Al cruzar la calle, ¿por qué se le quedaba mirando el policía de crucero? En la oficina de Flama Gas de la esquina, ¿por qué al verlo se sonreía con sorna el aburrido empleado detrás de su escritorio y teléfono? El mundo está lleno de signos que es preciso interpretar. ¿Tenían algo que ver María y su dizque primo con V277? Julio no lo había pensado, examinado… Desde luego parecería que no, pero no se puede descartar ...

Índice

  1. Cubrir
  2. Título
  3. Derechos de autor
  4. Dedicación
  5. Citación
  6. Índice
  7. Capítulo I
  8. Capítulo II
  9. Capítulo III
  10. Capítulo IV
  11. Capítulo V
  12. Capítulo VI
  13. Capítulo VII
  14. Capítulo VIII
  15. Capítulo IX
  16. Capítulo X