
- Spanish
- ePUB (apto para móviles)
- Disponible en iOS y Android
eBook - ePub
Descripción del libro
Pocas veces en la historia de la literatura mexicana un autor se ha convertido, a edad tan temprana, en un clásico. La violencia, motivo agotado en la narrativa de nuestro país por décadas de abuso retórico, rutina melodramática y chantaje ideológico, con Parra renace como tema literario, como si todas las formas de crueldad e indefensión fueran, para él, nuevas. La publicación de estos {Cuentos reunidos} le hace justicia a esta evidencia.
Preguntas frecuentes
Sí, puedes cancelar tu suscripción en cualquier momento desde la pestaña Suscripción en los ajustes de tu cuenta en el sitio web de Perlego. La suscripción seguirá activa hasta que finalice el periodo de facturación actual. Descubre cómo cancelar tu suscripción.
Por el momento, todos los libros ePub adaptables a dispositivos móviles se pueden descargar a través de la aplicación. La mayor parte de nuestros PDF también se puede descargar y ya estamos trabajando para que el resto también sea descargable. Obtén más información aquí.
Perlego ofrece dos planes: Esencial y Avanzado
- Esencial es ideal para estudiantes y profesionales que disfrutan explorando una amplia variedad de materias. Accede a la Biblioteca Esencial con más de 800.000 títulos de confianza y best-sellers en negocios, crecimiento personal y humanidades. Incluye lectura ilimitada y voz estándar de lectura en voz alta.
- Avanzado: Perfecto para estudiantes avanzados e investigadores que necesitan acceso completo e ilimitado. Desbloquea más de 1,4 millones de libros en cientos de materias, incluidos títulos académicos y especializados. El plan Avanzado también incluye funciones avanzadas como Premium Read Aloud y Research Assistant.
Somos un servicio de suscripción de libros de texto en línea que te permite acceder a toda una biblioteca en línea por menos de lo que cuesta un libro al mes. Con más de un millón de libros sobre más de 1000 categorías, ¡tenemos todo lo que necesitas! Obtén más información aquí.
Busca el símbolo de lectura en voz alta en tu próximo libro para ver si puedes escucharlo. La herramienta de lectura en voz alta lee el texto en voz alta por ti, resaltando el texto a medida que se lee. Puedes pausarla, acelerarla y ralentizarla. Obtén más información aquí.
¡Sí! Puedes usar la app de Perlego tanto en dispositivos iOS como Android para leer en cualquier momento, en cualquier lugar, incluso sin conexión. Perfecto para desplazamientos o cuando estás en movimiento.
Ten en cuenta que no podemos dar soporte a dispositivos con iOS 13 o Android 7 o versiones anteriores. Aprende más sobre el uso de la app.
Ten en cuenta que no podemos dar soporte a dispositivos con iOS 13 o Android 7 o versiones anteriores. Aprende más sobre el uso de la app.
Sí, puedes acceder a Sombras detrás de la ventana de Parra, Eduardo Antonio en formato PDF o ePUB. Tenemos más de un millón de libros disponibles en nuestro catálogo para que explores.
Información
Editorial
Ediciones EraAño
2013ISBN del libro electrónico
9786074450910♦ Parábolas del silencio ♦
Al acecho
♦
Para David Toscana
Cada vez que una gota de sudor le escurre a las pestañas, antes de que la sal le provoque escozor Bosco sacude la cabeza como si repitiera su negativa de llevar a cabo la encomienda. No, viejo. No lo haré. No puedo. En veinte años no ha encontrado un motivo justo para esa venganza. Mejor dejar las cosas así. Vivamos en paz. Cuando la gota persiste y resbala hasta la punta de la nariz, él suelta por un segundo la empuñadura de la escopeta, barre con dedos engarrotados la humedad de su rostro y envuelve la calle en una mirada. El calor de agosto es un cerco sólido que redobla su nerviosismo. Cualquier ruido le provoca sobresaltos. Una gata preñada que hace un instante se deslizaba a dos metros del escondite, acaso explorando las bolsas de basura en busca de comida, le alteró el ritmo del corazón y Bosco creyó que las costillas le dolían a causa de los latidos. La espera de horas ha sido un martirio para sus músculos, pero su mayor tortura es de orden espiritual: aun estando ahí, armado y al acecho, su voluntad se rebelacontra la idea de disparar sobre Ángel.
Debes matarlo en cuanto llegue a su casa. Será al anochecer, le dijo su madre con expresión ausente, mas el tono de su voz no admitía réplica. Hoy termina nuestro calvario, hijo. Es el día más importante de tu vida. El más importante. Así lo dijo. Lo recuerda mientras a su espalda un sonido de uñas rasguñando madera le crispa la mano en torno a la escopeta. La gata otra vez. O un tlacuache. Pinches animales. Dirige al suelo el doble cañón, pues por los nervios estuvo a punto de rociar de perdigones la puerta de doña Ruth. Pinche calor. Regresa la vista a la calle y se frota de nuevo la cara. Continúa sudando, aunque siente las plantas de los pies frías, como si la sangre no fluyera en ellas. Vas a ocupar más paciencia y más tamaños de los que has tenido hasta hoy, hijo. Pero debes hacerlo. Sólo así descansarán en sus tumbas los despojos de tu padre y tu hermano Jacobo. Tu papá, que en gloria esté, ansió años este día. Ahora tienes ocasión de darle gusto y hacer justicia. Las palabras maternas giran en su mente, lo marean, empañan por un momento la visión de la casa de doña Ruth.
La noche había caído un rato antes encima de la colonia. Inmóvil desde su puesto de observación, protegido por las sombras de un mezquite y otros arbustos que no supo reconocer, Bosco vio cómo el aire se opacaba con la desgana del ocaso hasta tornarse ocre, cómo la luz de los faroles partía las sombras trazando triángulos amarillos equidistantes entre sí, y cómo, media hora después de haberse ausentado el sol, doña Ruth arribaba a su casa con dos pesadas bolsas del súper. Seguro son para la cena de bienvenida del hijo pródigo, se dijo Bosco en tanto veía a la anciana depositar las compras en el umbral y, con las manos libres, sacar la llave del bolso y abrir la puerta. Luego se iluminó la ventana de la cocina. Enseguida la del cuarto de Ángel. Quiere que luzca limpio, en orden, como si él no hubiera estado veinte años fuera.
Bosco conoce de memoria el interior de la casa. En otra época gastaba tardes enteras en la recámara de Ángel, con Jacobo o sin él. Ahí era donde jugaban cartas, leían revistas, escuchaban discos, veían televisión o hablaban durante horas de las muchachas de la colonia, de los últimos partidos de los Tigres o de sus escapadas al río por el otro lado del cerro, hasta que oían a doña Ruth manipulando la cerradura. Tras el ruido de la puerta, daba inicio un entrechocar de sartenes y cubiertos y una dispersión de aromas que les llenaba la boca de saliva, en una actividad de vértigo que sólo concluía con el llamado a cenar en voz de la señora. Y cocina bien la doña. No se me olvida. ¿Qué le irá a preparar? Pero eso sucedía muchos años antes, cuando doña Ruth aún lo trataba con familiaridad maternal y al verlo acariciaba sus mejillas y le llenaba los bolsillos de chocolates, cuando Ángel y Jacobo eran inseparables y Bosco los consideraba unos héroes y quería ser como ellos o, por lo menos, que lo incluyeran en sus aventuras.
El zumbido de un zancudo susurra un canto rencoroso junto a su oreja. Bosco lo ahuyenta de un manotazo. Se palpa el cuello húmedo tratando de adivinar si tiene algún piquete. La casa de doña Ruth luce desteñida en el sopor nocturno de la canícula, aislada entre su jardín abandonado y los lotes que nunca fueron vendidos a nadie. Desde que él era chico sólo hay cuatro casas en esa cuadra, muy cerca de los confines de la urbanización. En otras partes la ciudad resulta irreconocible en cosa de semanas. ¿Por qué aquí no? Entre nosotros todo sigue igual que hace veinte años: la muerte de Jacobo detuvo la marcha de los días. Unos pasos arrastrándose sobre el pavimento por el rumbo de la avenida lo ponen en alerta. Bosco aprieta el arma y dirige el doble cañón al extremo de la calle. Le urge fumar. Por un instante piensa en los cigarros y el encendedor dentro de su bolsillo, mas la imagen de Ángel, Jacobo y él muy jóvenes, casi niños, jugando en esa misma cuadra le siembra una duda. Hasta entonces no había considerado la posibilidad de que Ángel se encontrara con algún amigo de otros tiempos que se ofreciera a acompañarlo en su regreso a casa. Si es así, ¿los mato a ambos? Ya en este camino, qué más da uno o dos. Me lleva, necesito un cigarro. El dueño de los pasos surge de las sombras a la luz de un farol y Bosco respira, relaja un poco los músculos. Se trata de un maestro de primaria que v ive tres cuadras arriba, donde la colonia se confunde con el cerro, cerca de casa de Nidia. ¿Cuándo vas a aparecer, maldito? Al rato no voy a tener fuerza. De por sí...
El recuerdo de Nidia trunca la frase en su cerebro. Nidia. La mancornadora. La viuda negra de Jacobo. Así la nombra la gente del rumbo. ¿Qué pensará del regreso de Ángel? Aunque no era sino una víctima más de los hechos, el asesinato de Jacobo la había transformado de novia fiel en mujer fatal, y las habladurías en la causante de la tragedia. La ciudad es grande, ¿por qué no se busca otra casa? ¿Por el recuerdo de mi hermano?, se preguntó muchas veces Bosco al verla caminar por las banquetas vestida de negro, con la frente gacha, como si se avergonzara de seguir viva cuando el hombre con quien iba a casarse había muerto. ¿Por qué no me fui yo?, se pregunta ahora. Pero en vez de responder se evade en el recuento de las humillaciones sufridas por Nidia. Los amigos de su hermano, sobre todo durante los primeros meses, la ofendían cuando se la topaban en la calle. Más agresivas, algunas de las mujeres escupían a su paso. Incluso hubo una señora casada, amante de Jacobo según algunos, que una tarde se le fue encima y le arrancó varios mechones de pelo en tanto le gritaba puta del demonio, lo mataron por tu traición.
Y es culpa tuya, mamá. La piel de los brazos se le eriza porque ha vuelto a oír rasguños sobre madera. Tú esparciste el rumor. ¿Sospechaste lo ocurrido o en verdad crees que ella fue la causa? ¿Repetías esa versión con el fin de protegerme? Pinche calor. El peso de las dudas le vence las corvas. Se encoge en su escondite hasta quedar en cuclillas, y en cuanto posa las nalgas en los talones una corriente de alivio le atraviesa el cuerpo. Los grillos difunden su canto por los cuatro extremos del terreno. Un piar rítmico, espaciado, se deja oír por donde el baldío invade la banqueta. Bosco cierra los ojos un minuto, lo suficiente para que la imagen de un Jacobo iracundo, la noche de la desgracia, ocupe por completo el espacio de su memoria. Recuerda el rostro de su hermano distorsionado de rabia, lo ve gesticular, sufre de nuevo en el cuerpo entumecido los golpes de Jacobo, escucha las maldiciones con que aquél lo fulminó antes de salir dando un portazo del cuarto que compartían. Un nudo de aire, sólido y sucio, obstruye la garganta de Bosco. En sus ojos hay lágrimas semejantes a las de veinte años atrás, cuando se quedó solo en la habitación, mas la huida loca de una rata cerca del mezquite lo hace reaccionar como si despertara de un mal sueño. La silueta felina también cruza veloz frente a él, y tras entablarse una corta batalla de maullidos furiosos y chillidos histéricos Bosco se descubre de pie, con las piernas trémulas, el pecho agitado, apuntando la escopeta hacia donde la gata ha conseguido callar a su presa. Carajo. Eso es eficacia. Un ataque sorpresa y ya. ¿Tendré que hacer lo mismo? Trata de serenarse. Recorre cada uno de los triángulos luminosos de la calle antes de fijar las pupilas en la puerta de doña Ruth.
Estaba durmiendo. Lo recuerda. A lo largo de dos décadas ha evadido las escenas de aquella noche con la ayuda de la rutina y del tabaco, mas ahora que no puede fumar le resulta imposible anteponer una cortina de humo a la memoria. Los remordimientos, el miedo a lo que sucedería y el dolor en las costillas por los puñetazos de su hermano lo mantuvieron insomne unas horas, pero al fin el cansancio lo venció. Durante la madrugada creyó oír entre sueños el timbre de la casa. Quizá Jacobo olvidó las llaves, pensaría. Luego, pisadas en los pasillos; el siseo de las pantuflas del viejo. Despertó con los gritos de su madre. ¡No! ¡No es cierto! Y el llanto agudo, a borbotones. ¡No puede ser, Dios mío! Después muebles que se movían, objetos que se estrellaban en las paredes y las vociferaciones del viejo jurando venganza tantas veces y tan alto que ya no se distinguían los lloros femeninos. ¡Hijo de la chingada! ¡Lo voy a matar! ¡Yo! ¡Con estas manos! ¡Déjenlo libre! ¡Que se largue! ¡Lo voy a hallar donde esté! Cuando el escándalo hizo saltar a Bosco de la cama enontró las luces encendidas y la casa llena de gente. Dos uniformados sujetaban al viejo que, cebollero en mano, en ropa interior y pantuflas, insistía en salir. Una mujer hervía agua para té en la estufa. El vecino de enfrente buscaba una botella de brandy. Bosco veía aquel ir y venir sin preguntar nada por temor a una respuesta que muy dentro de sí ya presentía. Pero, al notar su presencia, el viejo c aminó hacia él con aire solemne y mirada enfebrecida. No lo abrazó, ni lo tocó siquiera. Sólo dijo, como repasando las líneas de un guión escrito a propósito: Mataron a Jacobo. El infeliz deÁngel asesinó a tu hermano en la cantina. Y agregó, sonriendo a manera de consuelo: No te preocupes, hijo. Nos vamos a vengar. Le voy a quitar la vida a ese mequetrefe con estas manos.
Un grupo de muchachos viene por la calle pateando un balón y Bosco se inmoviliza. Su quietud repentina atrae la atención de la gata, que emite un ronroneo. No la distingue, tan sólo adivina entre la yerba los destellos dorados de sus ojos y la silueta fosca inclinada sobre el cadáver de su presa, destazándola con colmillos y garras. Los adolescentes gritan algo y Bosco no lo entiende. Ríen. Ensayan jugadas en una cancha imaginaria y trotan y golpean la pelota produciendo un sonido que gana volumen conforme se acercan. La cabeza de doña Ruth surge en el cuadro amarillo de la ventana. Parece sonreír. Uno de los jóvenes la saluda. Otro hace un comentario y Bosco reconoce el nombre de Ángel en sus palabras. Ellos también saben. No se habla de otra cosa. Váyanse pronto, huercos, no les vaya a tocar un escopetazo. Todavía los ve dirigir unos pases antes de alejarse. Luego se pone de pie y los contempla a distancia. El mayor debe andar por la edad de Jacobo al morir, diecinueve años; el menor rondará los catorce, los que tenía Bosco. Se le escapa un suspiro. Voltea adonde hace unos minutos vislumbró las pupilas de la gata y le sonríe al negro vacío con tristeza mientras recuerda que aquella madrugada ni su padre ni su madre supieron responder a la pregunta que les hizo. ¿Cómo que Ángel mató a mi hermano? Eran carnales, ¿no? ¿Por qué?
Jacobo y Ángel se habían hecho íntimos en sexto año de prima-ria, cuando sus familias se mudaron a ese fraccionamiento recién urbanizado del sur de la ciudad. Con un crédito de su corporación policiaca, el padre de Bosco pudo comprar una casa de dos recámaras en una calle donde sólo había dos terrenos sin cons-t r u i r. En cambio, doña Ruth decidió invertir lo del seguro de vida de su difunto marido en uno de los lotes grandes en los límites entre la colonia y el cerro, donde la mayor parte de los terrenos permanecían baldíos. Los dos niños coincidieron en la escuela. Al principio se cayeron mal, pues eran los más altos del grupo, los mejores en el futbol y quienes atraían mayor número de miradas femeninas. No obstante, su rivalidad terminó con una bronca después de clases, en la que Bosco presenció lleno de asombro infantil cómo su hermano molía a golpes a ese niño desconocido y al mismo tiempo era masacrado por él en una paliza bárbara que los dos dieron por finalizada con un abrazo en el que mezclaron su sudor, sus lágrimas y sus sangres.
A partir de ese día no volvieron a separarse por años. Se convirtieron en los líderes, primero de la escuela, más tarde de la colonia. Organizaban las excursiones al cerro o al río, los partidos de futbol, el asedio a las muchachillas, y Bosco siempre iba detrás de ellos, admirándolos sin reserva, tratando de aprender sus poses, su manera de jugar, sus frases ingeniosas. Entrada la adolescencia, las cosas comenzaron a cambiar. Con las hormonas en ebullición, Jacobo se repartía entre varias novias a la vez, en tanto Ángel, aunque gozaba de un atractivo idéntico con el sexo opuesto, prefería seguir encabezando la tropa de varones. Fue por esos días que Bosco se acercó a él y se convirtió en su pupilo preferido. Incluso llegó a sentir celos cuando Jacobo apareció de nuevopara acaparar la atención de Ángel. Su hermano parecía haberse cansado de su rol de casanova. Limitó sus relaciones amorosas a Nidia, y a las escapadas que se daba de vez en vez para visitar a mujeres adultas por la noche, si vivían solas, o por las mañanas si tenían marido e hijos. Había organizado sus aventuras de talmodo que podía verse a diario con Ángel y, en los meses que precedieron a su muerte, ambos habían vuelto a ser inseparables. La única diferencia era que ahora sí incluían a Bosco en sus asuntos.
Fue culpa de esa perdida, dijo su madre la tarde siguiente dele n t i e r r o .Ángel ya se hallaba tras las rejas y el padre de Bosco enloquecía de desesperación por no haberlo podido matar antes de su captura. Ahora va a ser difícil, decía. Ni modo que entre al p enal a buscarlo. Los presos me odian, a muchos los encerré yo.Me matarían ellos primero. Esa puta le puso los cuernos con Ángel, por eso Jacobo lo buscó en la cantina, insistía la madre. No importa la causa, mujer. Ese cabrón se va a morir; malo que no sea ya. Si hasta mi compadre el capitán me vendió una escopeta. ¡Pos úsala castigando a esa golfa! ¡Por ella nuestro hijo no está! Bosco escuchó por años las discusiones de sus padres en silencio, con el estómago hecho una piltrafa y la culpa desgraciándole los intestinos. Al principio abrigaba la esperanza de que el tiempo aliviara en ellos el dolor y los deseos de revancha, mas pronto comprendió que, al contrario, los recrudecía. Ni siquiera el deceso de su padre, hace cinco años, le trajo un remanso de tranquilidad, lo piensa ahora que recuerda al viejo con la segueta en la mano y los ojos fuera de sus órbitas, imaginando quién sabe qué escenas macabras mientras recortaba la escopeta. Pobre de mi padre. Murió lleno de rencor. ¿Qué se sentirá tanto odio dentro del pecho? Bosco suspira de compasión. Luego mueve el cuello y oye crujir sus vértebras. Mezclado con el tufo de la basura, hasta su olfato llega un olor a sangre y piensa en el cadáver de la rata. La calle permanece vacía. Desde el paso de los adolescentes con el balón, ni la gata preñada ni la danza zumbante de las moscas sobre los desperdicios han vuelto a importunar su espera. La casa de doña Ruth luce tranquila y en silencio. Nomás el aroma de los guisados que escapa por la ventana de la cocina lo convence de que la anciana aún aguarda el retorno de su hijo esta noche.
Durante el velorio de su hermano varios testigos narraron a retazos cómo habían sucedido las cosas. La llamada cantina no era sino una refresquería donde a la medianoche el dueño comenzaba a servir tragos ilegales a los adolescentes. Se hallaba repleta al llegar Jacobo. Bastante encabronado se veía, dijo el cantinero, un ex policía amigo del viejo. Incluso primero creímos que venía para que le hicieran el paro en una bronca. La sinfonola sonaba duro, y aun así escuché su voz. Vamos afuera, hijo de la chingada. Lo jaló del brazo. Quiero hablar contigo. No voy a mentir, el muchacho traía cara de amante despechado. Las facciones de la madre de Bosco se transformaban conforme oía el relato. De tan-to en tanto echaba una mirada fiera hacia el centro de la sala, donde Nidia lloraba junto al féretro. Bájale de huevos, contestó el otro. A mí ningún putito me habla así. En eso vino el primerchingadazo y Ángel se fue de espaldas junto con la silla. Y ya no pude ver nada porque me hallaba detrás de la barra y la tropa de huercos mirones se amontonó alrededor de ellos. Eso sí, oía los pujidos de los dos. Después un ruido de cristales y los gritos de horror de las morras. Más tarde un silencio raro, y digo silencio porque se sintió a pesar de la música y de los comentarios asustados de los testigos. Duró un buen rato. Al dispersarse el montón de mirones, Ángel ya había corrido y Jacobo estaba tirado en el piso enmedio de un charco rojo. La madre recogió varios testimonios más. Caminaba rígida entre los jóvenes asistentes al due-lo, les repartía café con ademanes secos en los que desde entonces se advertía la terquedad de su resolución, y les preguntaba si habían visto morir a su hijo. Bosco la seguía en silencio con una botella de brandy en la mano. Añadía chisguetes de licor a los cafés y aprovechaba para captar los pormenores. Madre e hijo se enteraron de que la pelea había transcurrido si acaso en dos minutos, de que Ángel, como si cargara alguna culpa, se había dejado pegar sin responder hasta que Jacobo quebró la botella. Sólo en ese instante reviró, dijo alguien. Las palabras caían igual que balines en el fondo del estómago de Bosco. Se le fue al pescuezo con los vidrios por delante. Andaba ardido, a leguas se veía. Quería matarlo, pero el otro fue más hábil. Para el hermano menor de Jacobo estas revelaciones transformaban el sentido de los hechos. No para sus padres, a quienes la forma, la mecánica de la muerte, les daba igual. Les habían matado a un hijo y eso exigía venganza.
Casi a la hora en que debían trasladar el cuerpo al panteón, una vecina se acercó a la madre. Amiga, no sé si contarte lo que me dijo mi hija. Sería echar más sufrimiento y odio en tu pobre corazón. La mujer se mordió el labio y miró en torno, pero ante el silencio de la dueña de la casa prosiguió. Mi Delfina estabacerca de Ángel anoche y pudo oír algunas frases durante el pleito. ¿Qué frases?, la voz de la madre de Bosco surgió neutra a pesar del dolor y la fatiga. Sus ojos escrutaban a distancia el semblante de Nidia. Jacobo le reclamó al otro un engaño, murmuró la mujer. Amoroso, creo. A mí ningún hijo de puta me pone los cuernos, parece que dijo. Mal amigo. Traicionero. Así lo llamó.Te vas a morir. Eso no se hace. Y Ángel, antes de mocharle la garganta, cuando forcejeaban por la botella rota, se burlaba de Jacobo entre dientes. ¿Pos no que a ti te sobra con quien coger? ¿Entonces? ¿Qué reclamas, pendejo? Pero después de cortarlo, al mirar que le había abierto la arteria, cayó de rodillas junto a él. Lloraba y le pedía perdón. Perdóname, le decía. No me dejes solo. Yo te quiero, carnal. No te me mueras. Bosco ya no escuchó porque un amigo de su padre le hizo señas para que le llevara el brandy. La vecina siguió hablando unos minutos. Luego la madre caminó con tranco resuelto hasta el féretro y agarró a Nidia del codo. Te me largas de aquí, dijo en voz alta. Y agregó con palabras mordidas: Golfa callejera. Sin dar muestra de comprender, la muchacha salió de la casa despacio, emitiendo unos sollozos semejantes a los pillidos que Bosco escucha ahora entre la maleza del terreno, cadenciosos, agudos, tenues. Una tarántula. Seguro.
Una de ésas negras y peludas que la gente nombra arañas pollito. Que no se me acerque. Donde me muerda estoy frito. La peste de la basura se le viene encima en densos remolinos. Hay en tor-no suyo tanta mosca, tanto calor empalagoso, tanto silencio y tanta oscuridad que Bosco no deja de preguntarse por qué no se olvida de todo y se larga. Su camisa podría exprimirse. Para colmo, en el cuello y los brazos le ha empezado la comezón a causa de los piquetes de los zancudos. Ni modo. Debo aguantar. No ha de tardar en aparecer ese cabrón.
Tras la muerte del viejo, Bosco creyó que las ansias de venganza al fin dejarían de rondar a su madre. Habían transcurrido quince años desde el crimen. Ángel continuaba en el penal y se decía que nada quedaba en él del hombre que había sido. Nidia no era sino una sombra silenciosa que de vez en cuando deambulaba por las calles de la colonia. Bosco mismo encarnaba el fracaso absoluto: soltero, sin haber tenido novia nunca, con un trabajo mediocre detrás del mostrador en una papelería cercana a la secundaria donde estudió, representaba muy bien el papel del hijo castrado por la mamá, y lo sabía. ¿Quién podía seguir pensando en un drama de venganza con actores como ésos? Sólo su madre, quien al quedar viuda relevó al viejo en su obsesión y se dedicó a impedir que el hijo viviera en paz recordándole a diario lo que restaba para que el asesino cumpliera la condena. Ni el mismo Bosco supo comprender lo que sucedió entonces en su in-t erior: se enojab...
Índice
- Título de la página
- Información del Copyright
- Índice
- LOS LÍMITES DE LA NOCHE
- TIERRA DE NADIE
- NADIE LOS VIO SALIR
- PARÁBOLAS DEL SILENCIO