Vámonos con Pancho Villa
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Vámonos con Pancho Villa

Descripción del libro

Vámonos con Pancho Villa} de Rafael F. Muñoz es, con {Cartucho} de Nellie Campobello, una de las visiones más profundas de esa especie singular de luchador revolucionario que fue el soldado villista. Esta novela de Muñoz se distingue por la magistral estructuración de un relato de largo aliento. Con sabiduría serena y sin énfasis retórico, Muñoz funde la epopeya del ejército de Villa en la toma de Torreón con uno de los testimonios más trágicos y desgarradores de la fidelidad revolucionaria. Los años que han transcurrido desde su publicación permiten que nuestra mirada recupere la fuerza y la osadía de esta crónica épica e íntima de la Revolución mexicana.

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Información

Editorial
Ediciones Era
Año
2013
ISBN del libro electrónico
9786074450736
Prólogo
Una novela fiel
por Jorge Aguilar Mora
La elección es nuestra: o nos quedamos con la imagen empobrecida de la novela Vámonos con Pancho Villa de Rafael F. Muñoz o nos dejamos llevar por una narración magistral que nos exigirá decisiones morales e ideológicas de alcance vital.
Por un lado, la historia de seis rancheros norteños que se unen a la Revolución villista y que encuentran la muerte en circunstancias variadas, unas irónicas, otras trágicas y otras absurdas. Esta visión no puede concebir la unidad de la historia y se contenta con aceptarla como una suma de seis anécdotas mortales, y más o menos interesantes. No se les encuentra ninguna conexión a los diferentes destinos de los personajes y se acude en consecuencia a concederles la unidad abstracta –generosa y redundante– de meros agregados en una narración revolucionaria de aventuras bélicas. Nada nuevo. Una novela más sobre la Revolución. Hay tantas. Y a todas hay que agradecerles que formen un género especial de la literatura mexicana del siglo XX. En las historias literarias, siempre se les menciona. Que se conformen con eso. ¿O acaso pretenden que las leamos?
Pero la radical originalidad de las novelas de Rafael F. Muñoz no se da por enterada de tanta generosidad y tanto menosprecio. Y en Vámonos con Pancho Villa, los seis Leones de San Pablo siguen muriendo a su manera. Y que otros la juzguen irónica o absurda parece tenerlos sin cuidado. Cómo murieron los Leones no es el problema. En realidad, para ellos no hay problema. Cada uno de los actos finales de sus respectivas vidas fue una solución. No, ni siquiera una solución, porque ésta presupone que existió un enigma. Y para ellos no hubo ningún misterio: en cada acto fatal hubo la afirmación pura de una vida.
Si aceptamos seguir la segunda opción, tendremos que comenzar por situarnos en el lugar más cercano a nosotros, y a veces el menos frecuentado: el punto exacto desde donde, con nuestro pensamiento, nos miramos a nosotros mismos. Quizás, para enfocarlo mejor, quizás ayudaría sentarnos a platicar con un amigo, una amiga, un pariente, y luego, mientras oímos y hablamos, deberíamos pensar en ese punto, donde estamos, donde podemos escaparnos de la conversación, donde podemos seguir hablando pero pensando en otra cosa, en nosotros, en deseos secretos, en imágenes íntimas únicamente nuestras, y darnos cuenta que la otra persona no sabe dónde estamos. Desdoblarnos y escaparnos del momento detrás de nuestra máscara natural.
Yo, por ejemplo, estoy escribiendo estas líneas y ustedes las están leyendo, pero yo estoy pensando en otra cosa, estoy pensando que quien lee cree que me llamo Jorge Aguilar Mora pero que en realidad quiero estar en el sitio en el que Tiburcio Maya se pensaba a sí mismo como esposo y padre, como cabeza de los Leones, como villista; en el sitio en el que Miguel Ángel del Toro, “Becerrillo”, veía su imagen de joven audaz y temerario; en el sitio en el que estaba Rafael F. Muñoz cuando actuaba, en la versión fílmica de Vámonos con Pancho Villa: ¿se veía a sí mismo desdoblado, triplicado, en el hombre generoso y simpático, en el actor improvisado y en el autor de la novela que estaban representando?
Muñoz es uno de los autores y de las personalidades más enigmáticos de la literatura mexicana. Escribió dos obras maestras y nunca habló del secreto que escondían. Nunca se comportó como el novelista maestro que era. Era una verdadera máscara a la Nietzsche, no a la Octavio Paz. Una máscara del pudor, una máscara que guarda el secreto de la afirmación vital pura para evitar que a los otros les incomode la revelación de una verdad insoportable. No una máscara detrás de la cual no hay nada, no, todo lo contrario, una máscara que contiene su plenitud para no abrumar al pobre de espíritu; una máscara que deja fluir, poco a poco, en dosis benignas, pedazos solamente de una visión perturbadora del mundo. Fue tan poco enfático y tan irónico Rafael F. Muñoz que se dio el gusto de morirse justo antes de tener que aceptar una silla en la Academia Mexicana de la Lengua. Ésta fue, entre muchas, la última ironía de su vida, y nunca sabremos si él las provocaba o si se dejaba llevar por la fatalidad de las circunstancias.
En la película Vámonos con Pancho Villa, la primera imagen del actor Rafael F. Muñoz, encarnando a Martín Espinosa, es la de un hombre jovial, despreocupado, verdaderamente alegre de aparecer en una empresa artística desastrosa que deformaba hasta las intenciones más superficiales de su libro. ¿Habrá dicho algo o se quedó callado cuando le pidieron aceptar el papel de Espinosa? ¿Nunca le recordó al guionista o al director que el verdadero sentido de su personaje estaba en el hecho de ser manco? Su actuación es la de un hombre satisfecho de participar en una empresa colectiva, sin ningún reclamo ante las ridículas imágenes que daban de su novela el guionista Xavier Villaurrutia y el director Fernando de Fuentes. ¿No se reía Rafael F. Muñoz, para sus adentros, cuando oía que se hablaba de la película como una de las mejores, si no la mejor, de la cinematografía mexicana? Quién sabe. Lo importante es que nunca justificó su participación en una empresa que traicionaba su obra. Lo importante es que nunca justificó nada, ni el menosprecio que recibían sus novelas.
Tampoco los personajes de su novela justifican nada, aunque se puede decir que dos de ellos explican los actos extremos que los llevarán a la muerte. No obstante, ambos ofrecen argumentos de apariencia desproporcionada con las consecuencias. Antes de suicidarse, Melitón Botello ordena: “fíjense cómo se muere uno de San Pablo”. Sólo por eso se mata, para mostrarse. No para mostrarse “muy macho”, como dicen las interpretaciones facilotas y holgazanas de pensamiento, sino para mostrarse solidario con sus compañeros, con el valor que les deja a los Leones vivos. Ésa es su herencia.
En el caso de Tiburcio Maya, todavía es más clara la decisiva importancia del “triunfo moral”, que es, no sólo el contraste con aquellos que no entienden para nada su sistema de valores, sino sobre todo la asunción de la igualdad humana entre él y Pancho Villa.
Cuando el sargento estadounidense que lo lleva prisionero se muestra incrédulo de su fidelidad a Villa y le opone sus valores (“Yo si un hombre matar mujer, yo matar ese hombre. Yo no defenderlo”), Tiburcio se limita a responder: “Yo sí”. Tiburcio no se opone al sargento estadounidense porque sea el enemigo, ni sólo por el capricho de contradecir. Ni siquiera se opone a él, simplemente afirma que él está en otro lado, en otro mundo de valores:
En esas dos palabras estaba su triunfo moral /…/ Él y los norteamericanos tenían iguales motivos de odio. Villa los había ultrajado, les había asesinado seres queridos /…/ Los americanos deseaban capturarlo vivo o muerto, para llevarlo a exhibir en su patria, cumplida la venganza. Con su muerte y su ignominia estarían vengados, olvidarían la afrenta.
Y la respuesta de Tiburcio es, de nuevo, sencilla y escueta: “Yo no”.
Él no sentiría cumplida su venganza, ni olvidaría su afrenta humillando a Pancho Villa, haciéndolo sentir vergüenza, incluso muerto. Por eso, él tenía una sola manera de vengar: de hombre a hombre. Le hubiera dicho: “Pancho Villa, es usted el peor bandido que conozco, me ha asesinado a mi mujer y a mi hija. Usted trae pistola al cinto y yo también; vamos a ver quién tira primero: a la una, a las dos….”
El ejercicio de buscar nuestro punto subjetivo de identidad, ese punto invisible e incomunicable por naturaleza y por fatalidad, debe servir para una consideración muy sencilla, pero decisiva: la expresión “vámonos con Pancho Villa” significa que la Bola les dio a estos rancheros –y a miles de combatientes revolucionarios– el regalo precioso de encontrar su sitio; de encontrar que, con nombre o sin nombre (hubo tantos que no sabían cómo se llamaban, ni dónde habían nacido, ni quiénes eran sus padres), con sólo una 30-30 como única propiedad, su vida era pertinente precisamente por el hecho de que ellos eran los dueños de ella. La reunión de hombres deslumbrados por el súbito descubrimiento de ser dueños de algo que nada, ni nadie, podía quitarles, le dio la singularidad y la fuerza a ese ejército. ¿Matarlos? Sí, se podía. ¿Quitarles la vida? Nunca. Nunca más. La confusión de la Bola les hizo ver la distinción, y la distinción se volvió dos líneas paralelas que no se juntaban nunca, ni en el infinito.
“Vámonos” no es un imperativo, es un gerundio y, aún más, un performativo, pero no del verbo “ir” sino del verbo “estar”. La palabra indica el acto mismo de estar ya con Villa, así como el “con” pierde su sentido de acompañamiento y designa la velocidad con la que el ejército villista se está moviendo. El villismo es un tren en movimiento y los Leones ya van cabalgando junto al tren, acercándose a él para montarlo (todo lo contrario de la imaginación holgazana de la película donde Villa aparece en un tren detenido y los Leones se acercan cabalgando, lentamente, como si estuvieran de paseo). Si se quiere respetar la semántica, el “vámonos” pertenece al paradigma de “ir”, pero no designa un “ir hacia Villa”, sino estrictamente un ir ya con Villa, un estar yendo ya con él, hacia los objetivos desconocidos y colectivos de la revolución, hacia el destino de la Bola.
Y Pancho Villa… Pancho Villa, ¿quién es? Mejor dicho, ¿qué es? Primero, es la publicidad del anonimato. Es el orgullo de tener un nombre propio que nadie conoce, ni siquiera tal vez su “propietario”; y de ser –no estar– presente con un nombre que nadie sabe de dónde vino, de dónde viene, y cuyos actos se imponen a la historia, le dan sentido a la historia y sentido a los otros y a sí mismo. Pancho Villa es un nombre vacío de contenido semántico y de “propiedad”. No es un nombre propio, es un polo de atracción donde todos los destinos quieren encontrarse para encontrar a los otros y encontrarse a sí mismos.
Los Leones de San Pablo son seis, apenas la mitad de los discípulos que necesitó Cristo para continuar su doctrina. Pero seis son suficientes para establecer un hecho fundamental: la Revolución fue una acción colectiva, que comenzaba en el sitio preciso en el cual los revolucionarios se reconocían a sí mismos, se continuaban en el prójimo más prójimo o sea, el que estaba literalmente al lado, fuera o no fuera amigo, fuera o no fuera conocido, pero que era el otro, el otro fundamental para comenzar el movimiento de la Bola. Y al prójimo le seguían los prójimos, y de éstos surgía el conjunto masivo de un ejército popular en una empresa común.
Si hay algo que no se puede omitir en una crítica de la película de Fernando de Fuentes es la pobrísima, casi paródica, imagen de la batalla de Torreón. La falta de dinero para contratar multitudes de extras no es una excusa. Para eso existe la imaginación plástica y cinematográfica, eso que ni Villaurrutia, ni De Fuentes tenían.
La División del Norte era un conjunto muy heterogéneo de cuerpos armados: tanto al interior como al exterior, los elementos de cohesión eran muy diversos, aunque era casi unánime el acuerdo de otorgarle a Pancho Villa el liderazgo. Y aquel “casi” no era sólo de número, también era de intensidad: muchos cabecillas y caudillos regionales obedecían a Villa, pero matizaban su dependencia en función de la autoridad que éste había recibido de Carranza.
En la batalla de Torreón de marzo-abril de 1914, el ejército federal, que, mal o bien, era una institución estatal de cierta solidez, se enfrentó a miles de hombres sin entrenamiento militar, sin disciplina cuartelaria, sin escalafón jerárquico (el escalafón lo impuso después Venustiano Carranza), sin una estructura organizativa, ni una superestructura ideológica. La toma de Torreón fue el resultado de la hazaña de reunir a miles de gentes en armas unidas por una causa aparentemente muy difusa, pero lo suficientemente real para ser reconocida, en su fuero interno, por los villistas.
El dueño, el autor, el responsable de esa hazaña no fue una persona. Ni fue una idea. Fueron los miles de puntos que nunca conoceremos en su totalidad donde los hombres armados se vieron a sí mismos y tomaron la decisión de unirse a la Bola. La Revolución comenzó en cada uno de ellos y todos juntos ganaron una de las primeras grandes batallas del siglo XX.
Ya es un lugar común que aparece en los libros de historia y en las novelas desde Los de abajo señalar que en la Revolución no hubo una ideología política o social dominante, y que la Bola no sabía en la mayoría de los casos por qué luchaba. Entre los mismos revolucionarios las explicaciones variaban, escaseaban o faltaban.
La novela de Muñoz señala con una claridad notable que las explicaciones eran todas inapropiadas porque era imposible traducir ese sitio donde los hombres armados encontraban su identidad. Nunca sabremos qué pensaba cada uno de los Leones de San Pablo sobre sí mismo, pero sí sabemos, gracias a Muñoz, que esa identidad no se manifestaba con razones ideológicas. La identidad se vivía apreciando a los otros y recibiendo el aprecio de los otros. Al descubrirse a sí mismos los soldados revolucionarios descubrieron al otro. Mejor dicho, lo encontraron, al fin lo encontraron. Y no era una entidad abstracta, era una presencia de carne y hueso, de la que muchas veces no sabían ni el nombre. Ni el historiador más acucioso lo sabrá, porque ¿cuántos anónimos no quedaron tirados en los campos de batalla y en las miles de escaramuzas y en la variedad inmensa de acontecimientos diminutos que han quedado sin registro?
Ése es el punto capital: el sujeto revolucionario no era único, era uno más los otros, eran los otros más uno. Era “Becerrillo” más los otros cinco, eran los otros cinco más Tiburcio Maya, y una vez constituido el grupo eran los otros más el Otro, Pancho Villa, y era Pancho Villa, el Otro, más los otros.
Se conoce bien las características definitorias de la personalidad de Villa: se movía entre los extremos de la pasión. Iba de la intensa ternura a la incontenible crueldad en lapsos instantáneos e imprevisibles. Pero estos polos de la pasión eran extremos –es decir, alejados entre sí– sólo para quienes no lo conocían o no estaban unidos a él por ese flujo secreto que iba del uno a los otros y de los otros al Otro. Dentro de él, estaban unidos como las caras de una misma moneda, y no podía ser de otra manera: Villa era un hombre que había vivido periodos de animal perseguido y acosado en un régimen que no daba respiro; Villa era una más de las víctimas de un régimen seducido por la ilusión de incorporarse a la segunda revolución industrial aunque fuera en posición de dependencia y costara lo que costara. A las oligarquías latinoamericanas a veces les parecía muy barata y fácil esa entrada a la modernidad: bastaba con dar lo que la “Naturaleza” nos había dado, la materia prima de las industrias, los metales, el petróleo, el guano, las vacas, los granos, la madera…
En esa situación, los mecanismos sociales (los más abstractos y los más inmediatos) no ofrecían ningún resquicio de esperanza, ni de procesos dilatorios, ni de proyectos a largo plazo para quienes, como Villa, no podían aprovecharse de una situación privilegiada en la escala social. Y como a éste, lo mismo les había sucedido a la mayoría de los villistas, de ocasión y de vocación, quienes habían vivido en carne propia los extremos de la explotación, del despojo, de la usurpación, de la opresión, y quienes también habían desarrollado esa fisiología de la pasión que iba de la ternura más intensa a la crueldad más descarnada. Por eso reconocían al caudillo, y por eso éste era como su espejo.
Lo que mostró la Revolución, y lo que revela lúcidamente una novela como Vámonos con Pancho Villa, es que durante esas vidas despojadas –más todo lo que pudo contribuir el ambiente provinciano y el rural– se fue gestando una alternativa a la moral con sanción y obligación de la sociedad burguesa y de la religión católica tradicional. La alternativa no siempre negaba la moral dominante, y no siempre pretendía crearse como nueva moral. Lo importante es que se constituía como un nuevo sistema de valores o se reconocía como la supervivencia de uno muy antiguo, porque, en efecto, tenía muchos rasgos de lo que podría concebirse como un tejido tradicional de alianzas, complicidades y recíprocas dependencias (un caso muy claro y memorable era la constitución de los Dorados de Villa).
Dije antes que los revolucionarios no descubrieron a los otros, más bien los encontraron: en efecto, siempre habían estado allí, junto a ellos, unos junto a otros, y fue gracias al movimiento de la Bola que se reconocieron, e irónicamente casi siempre lejos de su lugar de origen. Por eso a una cronista tan fiel al espíritu de ese reconocimiento como fue Nellie Campobello le importa tanto señalar siempre que puede el origen de un revolucionario, por anónimo que éste sea y por desconocido que sea el lugar.
En este sistema de valores, no había una regla universal que sancionara los actos y que volviera obligatorios ciertos preceptos o mandamientos. En este sistema de valores, no había tampoco un sujeto abstracto, ni un ser humano esquemático. Los actos eran concretos y los seres humanos, únicos. Y los valores –sin ser ajenos totalmente a la moral dominante– se definían por el juicio de los otros, los prójimos reales y tangibles. No había un juez universal llamado razón, ni apodado Dios. De hecho, en ese sistema no había jueces. Al margen de la moral racional y religiosa con su clasificación a priori de lo bueno y lo malo, en este sistema cada acto llevaba en sí mismo su justicia. Ni buenos, ni malos de antemano, los actos se consideraban justos si actualizaban toda su potencialidad. De ahí, el énfasis constante en la destreza, en la perfección de cualquier habilidad, en la culminación inmanente de la acción, y sobre todo la dependencia de la apreciación de los otros.
En las batallas, todos los que entraban al combate pedían a los que quedaban atrás que vieran cómo se disponían a arriesgar la vida. La perfección del acto culminaba en el hecho de que no se esperaba ninguna recompensa de la actualización total, pues con frecuencia el acto desembocaba en la muerte. La apreciación de los otros, y a través de ellos, del Otro no era una búsqueda de prestigio, ni de beneficio social: los actos tenían valor por sí mismos, porque se confiaba en la justicia que daba previamente la apreciación de los otros y del Otro. Y ahí estaba la raíz de muchas actitudes que resultaban incomprensibles, si se veían desde la moral del castigo y las obligaciones abstractas: el suicidio de Melitón Botello para evitar que se juzgara cobardes a los Leones, y no sólo a él; y sobre todo la fidelidad de Tiburcio Maya al final de la novela.
La profunda unidad y organicidad de Vámonos con Pancho Villa está en esa raíz. Sus distintos episodios muestran diferentes aspectos de cómo se construyó y cómo funcionaba ese sistema de valores donde era más importante la destreza, la transparencia en la conducta, que la conformidad con mandamientos universales; más decisiva la presencia inmediata de los otros que el juicio social y religioso de entidades abstractas.
Martín Espinosa, con el único brazo que le queda, perfecciona su mutilación con la única arma manejable, las granadas, y expone los últimos momentos de su vida en un ataque solitario a un fortín federal. Para la moral racional y religiosa, el gesto de Martín es inútil o es un suicidio disfrazado. No para él: su acto solitario es el ejercicio del perfeccionamiento de sus cualidades y de su venganza del dictador Huerta que mandó amputarle un brazo. Martín no pide recompensa, pues sabe que va a morir. Ni siquiera busca consumar la venganza, pues sabe que Huerta no está en Torreón. Él sólo quiere darle a su destino la oportunidad de ser todo lo que puede ser y de ser apreciado por la mirada de sus cómplices. No huye del reflector, deja que el rayo de luz lo encuentre y lo ilumine. En ese momento, su muerte y la mirada de sus compañeros son la misma cosa. Morir es transformarse, ser visto es resucitar, no hacia el futuro, sino hacia delante, hacia el pasado.
Y esa cosa, que desde ese punto inefable donde se identificaban uno a uno los revolucionarios anónimos del ejército de Villa llegaba hasta el Otro, pasando por los otros, esa cosa no es un objeto, ni un sujeto, es un espacio para la circulación de complicidades, para el flujo de reconocimientos, para el paso de la sangre que se llama fidelidad.
El Otro, el caudillo, era la encarnación de esa fidelidad. Los soldados confiaban en él porque sabían que no los traicionaría nunca, así como ellos no lo traicionarían a él.
No era una cuestión de fe, ni de ideología, era una situación anatómica, biológica, animal, donde la sangre de la fidelidad unía, no a las personas, sino a los actos. Todos aceptaban la crueldad de Villa frente a los individuos, pero no estaban dispuestos a tolerar ningún menosprecio de un acto perfecto. Otra vez le debemos a Cartucho de Nellie Campobello una iluminación preciosa. Ella habla de soldados y describe escenas donde se muestra que Villa no era “idolatrado” como persona, pero que se confiaba en él de manera absoluta mientras no renunciara a encarnar esa circulación secreta de la fidelidad. Y nada ilustra mejor ese fenómeno singular que ...

Índice

  1. Cubrir
  2. Título
  3. Derechos de autor
  4. Índice
  5. Una novela fiel: Jorge Aguilar Mora
  6. El puente
  7. Becerrillo
  8. Dinamita en la noche
  9. Parlamento
  10. Así eran ellos
  11. El círculo de la muerte
  12. Una hoguera
  13. El vagón 7121
  14. El desertor
  15. Consejos
  16. Trenzados
  17. Los duraznos
  18. El gran suceso
  19. Satisfechos
  20. Los temores se confirman
  21. Diálogos
  22. El Viejo se va
  23. Cantiles
  24. La trampa se cierra
  25. Fiel a Francisco Villa